El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
El Justo por su
Fe Vivirá
Un Sermón en
Conmemoración del Natalicio de Lutero
NO.
1749
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
“Mas el justo por su fe vivirá”. Habacuc 2: 4.
El apóstol Pablo usa
tres veces este texto como argumento. Lean Romanos 1: 17, Gálatas 3: 11 y
Hebreos 10: 38. En cada uno de esos casos se afirma que: “El justo por su fe
vivirá”. El antiguo texto original al que hace referencia el apóstol cuando
declaró: “Como está escrito: Mas el justo por la fe vivirá” es el del profeta
Habacuc. No nos equivocamos cuando le damos a la inspiración del Antiguo Testamento
la misma importancia que tiene el Nuevo Testamento, pues la verdad del Evangelio
depende completamente de la verdad de los profetas de
la antigua dispensación.
Ayer se cumplieron
cuatrocientos años de la venida a este inicuo mundo del hijo de un minero o
refinador de metales que iba a hacer grandes cosas para socavar el Papado y
para depurar la iglesia. El nombre de ese bebé es Martín Lutero: un héroe y un
santo. Bienaventurado fue aquel día sobre todos los días del siglo que honró,
pues derramó una bendición sobre todas las eras sucesivas por medio del “monje
que estremeció al mundo”. Su valiente espíritu echó por tierra a la tiranía del
error que había mantenido cautivas a las naciones durante mucho tiempo. Toda la
historia humana desde entonces se ha visto más o menos afectada por el
nacimiento de ese asombroso muchacho. Lutero no era un hombre absolutamente perfecto.
Tampoco endosamos todo lo que dijo ni admiramos todo lo que hizo. Fue uno de
aquellos varones que aparecen muy de vez en cuando, un gran juez en Israel, un
siervo real del Señor. Debemos orar con mayor frecuencia pidiendo a Dios que
nos envíe este tipo de varones: varones de Dios, hombres de poder. Debemos orar
para que de conformidad a la infinita bondad del Señor, los dones de Su
ascensión continúen y se multipliquen a fin de perfeccionar a Su iglesia, pues
cuando subió a lo alto, llevó cautiva la cautividad, y recibió dones para los
hombres, y “constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros,
evangelistas; a otros, pastores y maestros”. Él sigue otorgando estos dones
escogidos de acuerdo a la necesidad de la iglesia, y tal vez los diseminaría
más abundantemente si nuestras oraciones ascendieran con mayor fervor rogando
al Señor de la mies que envíe obreros a Su mies. Así como creemos en el
Salvador crucificado para nuestra salvación personal, así también tenemos que
creer en el Salvador ascendido para el perpetuo enriquecimiento de la iglesia
con confesores y evangelistas que declaren la verdad de Dios.
Quiero poner mi granito
de arena en la conmemoración del natalicio de Lutero, y no puedo hacer otra
cosa mejor que usar la llave de la verdad
con la que Lutero abrió las cerraduras de las mazmorras de la mente humana y
puso en libertad a los corazones esclavizados. Esa llave de oro se encuentra en
la verdad contenida concisamente en el texto que estamos considerando: “El
justo por su fe vivirá”.
¿Acaso no les sorprende encontrar
un pasaje tan claramente evangélico en Habacuc? ¿No les sorprende descubrir en
aquel antiguo profeta una explícita declaración que Pablo puede usar como un
argumento disponible contra los oponentes de la justificación por la fe? Eso demuestra
que la doctrina cardinal del Evangelio no es ningún concepto recién inventado;
definitivamente no es un dogma novedoso inventado por Lutero, y ni siquiera se
trata de una verdad que Pablo hubiera enseñado por primera vez. Este hecho ha
sido establecido en todas las épocas, y, por tanto lo encontramos aquí entre
las cosas antiguas como una lámpara que había de alumbrar las tinieblas que
pendían sobre Israel antes de la venida del Señor.
Esto demuestra también
que no ha habido ningún cambio con respecto al Evangelio. El Evangelio de
Habacuc es el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo. El don del Espíritu Santo
proyectó una luz más brillante sobre esa verdad, pero en todas las épocas el
camino de salvación ha sido único y ha sido el mismo. Nadie ha sido salvado
jamás por sus buenas obras. La manera por la cual los justos han vivido ha sido
siempre la ruta de la fe. No ha habido ni el más mínimo avance respecto a esta
verdad; está establecida y es inconmutable, y es por siempre la misma como el
Dios que la declaró. En todo momento y en todas partes, el Evangelio es y tiene
que ser perdurablemente el mismo. “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por
los siglos”. Leemos con respecto al “Evangelio” que es uno, y no dos o tres
evangelios, como si fuesen muchos. El cielo y la tierra pasarán, pero la
palabra de Cristo no pasará jamás.
También es digno de
advertirse no sólo que esta verdad es tan antigua y que continúe siendo tan
inmutable, sino que posea tal vitalidad. Esta sola frase: “El justo por su fe
vivirá”, produjo
Examinemos ahora este
texto que fue el medio por el cual el corazón de Lutero fue iluminado, como les
diré en seguida.
I. De
entrada voy a hacer una breve observación al respecto: UN HOMBRE QUE TIENE FE
EN DIOS ES JUSTO. “El justo por su fe vivirá”. El hombre que posee fe en Dios
es un hombre justo: su fe es su vida como un hombre justo.
Es “justo” en el sentido
evangélico, es decir, que teniendo la fe que Dios prescribe como la ruta de
salvación, es justificado a los ojos de Dios por su fe. En el Antiguo
Testamento (Génesis 15: 6) se nos informa con respecto a Abraham que “creyó a
Jehová, y le fue contado por justicia”. Este es el plan universal de
justificación. Fe se apropia de la justicia de Dios al aceptar el plan de Dios
para justificar a los pecadores por medio del sacrificio de Jesucristo, y así
Fe hace justo al pecador. Fe acepta y se apropia del sistema completo de la justicia
divina que es revelado en la persona y la obra del Señor Jesús. Fe se alegra de
verlo venir al mundo en nuestra naturaleza, y en esa naturaleza verlo obedecer
a la ley en cada jota y tilde aunque Él no estaba bajo esa ley hasta que
decidió ponerse allí en nombre de nosotros. Fe además se agrada cuando ve al
Señor, que había venido bajo la ley, ofreciéndose como una expiación perfecta y
haciendo una completa vindicación de la justicia divina mediante Sus
sufrimientos y Su muerte. Fe se aferra a la persona, a la vida, y a la muerte
del Señor Jesús como su única esperanza y se atavía con la justicia de Cristo. Clama:
“El castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros
curados”. Ahora, el hombre que cree en el método que Dios tiene de hacer justos
a los hombres por medio de Jesús, y que acepta a Jesús y confía en Él, es un
hombre justo. Aquel que hace que la vida y la muerte de la grandiosa
propiciación de Dios sean su única confianza y seguridad, es justificado a los
ojos de Dios y queda anotado entre los justos por el propio Señor. Su fe le es
imputada por justicia, porque su fe se aferra a la justicia de Dios en Cristo
Jesús. “De todo aquello de que por la ley de Moisés no pudisteis ser
justificados, en él es justificado todo aquel que cree”. Este es el testimonio
de la palabra inspirada, y ¿quién podría contradecirlo?
Pero el creyente es
también justo en otro sentido que el mundo de afuera aprecia mejor, aunque no
es más valioso que el anterior. El hombre que cree en Dios por esa fe se ve
impulsado a todo lo que es recto, bueno y verdadero. Su fe en Dios rectifica su
mente y le hace justo. Es justo en juicio, en deseo, en aspiración y en corazón.
Su pecado ha sido perdonado gratuitamente, y ahora, en la hora de la tentación,
clama: “¿Cómo, pues, haría yo este grande mal, y pecaría contra Dios?” Cree en
el derramamiento de sangre que Dios ha provisto para la limpieza del pecado, y,
siendo lavado por él, no puede optar por contaminarse de nuevo. El amor por Cristo
lo constriñe a buscar lo que es verdadero, y recto, y bueno, y amable y
honorable a los ojos de Dios. Habiendo recibido por la fe el privilegio de la
adopción, se esfuerza por vivir como un hijo de Dios. Habiendo obtenido por
medio de la fe una nueva vida, anda en vida nueva. “Principios inmortales
prohíben que el hijo de Dios peque”. Si alguien vive en el pecado y lo ama, no
tiene la fe de los elegidos de Dios, pues la verdadera fe purifica el alma. El
acto de creer (la fe) que es infundido en nosotros por el Espíritu Santo es el
mayor ‘Matapecados’ bajo el cielo. Por la gracia de Dios, la fe afecta lo más
íntimo del corazón, cambia los deseos y los afectos, y hace al hombre una nueva
criatura en Cristo Jesús. Si hubiese en la tierra algunos individuos que
verdaderamente pudieran ser llamados santos, son aquellos que son hechos así
por la fe en Dios por medio de Jesucristo nuestro Señor. En verdad nadie más es
“justo” salvo aquellos a quienes el Dios santo otorga ese título, y de ellos el
texto dice que viven por la fe. Fe confía en Dios, y por tanto, le ama, y por
tanto, le obedece, y por tanto, se vuelve semejante a Él. Es la raíz de la
santidad, es el manantial de la justicia, es la vida del justo.
II. No
me detengo más en esta observación que es vital para el texto, sino que prosigo
a otra que es lo opuesto, es decir, que UN HOMBRE QUE ES JUSTO TIENE FE EN
DIOS. Déjenme decirles que de otra manera no sería justo pues Dios merece la fe
en Él, y quien le roba esa fe no es justo. Dios es tan veraz que dudar de Él es
una injusticia. Él es tan fiel que desconfiar de Él equivale a deshonrarle, y
quien comete con Él tal injusticia no es un hombre justo. Un hombre justo tiene
que ser justo primeramente con el más grandioso de todos los seres. No serviría
de nada que sólo fuera justo con sus semejantes; si le hiciera una injusticia intencional
a Dios yo digo que no sería digno del nombre de justo. Fe es lo que el Señor merece
justamente recibir de Sus criaturas: Él merece que creamos lo que nos dice, y
especialmente lo referente al Evangelio. Cuando el grandioso amor de Dios en
Cristo Jesús es expuesto claramente, los puros de corazón le creerán. Cuando el
gran amor de Cristo que muere por nosotros se entiende plenamente, toda mente
honesta tiene que creer en él. Dudar del testimonio de Dios concerniente a Su
Hijo es cometer la más severa injusticia con el amor infinito. El incrédulo
rechaza el testimonio de Dios acerca del don indecible y desecha aquello que
merece la gratitud adoradora del hombre ya que sólo eso puede satisfacer a la
justicia de Dios y dar paz a la conciencia del hombre. Un hombre verdaderamente
justo, para la perfección de su justicia, tiene que creer en Dios y en todo lo
que Él ha revelado.
Algunos imaginan que
este asunto de la justicia sólo tiene que ver con la vida exterior y que no
toca las creencias del hombre. Yo digo que no es así; la justicia tiene que ver
con las partes íntimas del hombre, con la región central de su condición
humana; y los hombres verdaderamente justos desean ser limpiados en las partes
secretas, y en los resquicios ocultos quisieran conocer la sabiduría. ¿Acaso no
es así? Continuamente oímos la aseveración de que el entendimiento y la
creencia son una provincia que está ubicada fuera de la jurisdicción de Dios.
¿Es verdaderamente cierto que yo puedo creer lo que yo quiera sin tener que darle
cuentas a Dios de lo que creo? No, hermanos míos, ni una sola parte de nuestra
condición humana está más allá del alcance de la ley divina. Toda nuestra
capacidad como hombres está bajo la soberanía de Aquel que nos creó, y estamos
tan obligados a creer rectamente como estamos obligados a actuar rectamente; de
hecho, nuestras acciones y nuestros pensamientos están tan entrelazados y
enmarañados que no hay forma de separar las unas de los otros. Decir que la rectitud
de la vida exterior es suficiente es ir completamente en contra de todo el
tenor de la palabra de Dios. Estoy tan obligado a servir a Dios con mi mente
como con mi corazón. Estoy tan obligado a creer lo que Dios revela como estoy
obligado a hacer lo que Dios manda. Los errores de juicio son pecados tan
verdaderos como los errores de vida. Es una parte de nuestra lealtad a nuestro
grandioso Soberano y Señor que rindamos nuestro entendimiento, nuestro
pensamiento y nuestra creencia a Su control supremo. Ningún hombre es recto
mientras no sea un creyente recto. Un hombre justo ha de ser justo para con
Dios creyendo en Dios y confiando en Él en todo lo que es, y dice y hace.
Mis queridos amigos, no
veo tampoco qué razón haya para que un hombre sea justo con sus semejantes si
ha renunciado a su fe en Dios. Si un hombre pudiera escaparse realizando un
acto de deshonestidad en una situación crítica, ¿por qué no habría de ser
deshonesto si no hubiera una ley superior a la que sus semejantes han
elaborado, si no hubiera ningún tribunal, ni ningún Juez y ningún más allá? Hace
unas cuantas semanas un hombre mató deliberadamente a su patrón porque lo había
ofendido, y cuando se entregó a la policía dijo que no sentía ningún temor ni
estaba avergonzado en lo más mínimo por lo que había hecho. Admitió el
asesinato y reconoció que estaba consciente de las consecuencias; esperaba
sufrir el dolor de medio minuto de duración en el patíbulo y después todo
acabaría para él y estaba completamente preparado para eso. Hablaba y actuaba
en consistencia con su creencia o con su incredulidad; y verdaderamente no hay ninguna
forma de crimen que no se vuelva lógico y legítimo si suprimes en el hombre la
fe en Dios y en el más allá. Sin eso, rompes tu mancomunidad; no hay nada que
mantenga unida a la humanidad pues, sin un Dios, el gobierno moral del universo
cesa y la anarquía es el estado natural de las cosas. Si no hubiera Dios y si
no hubiera ningún juicio venidero, comamos y bebamos, porque mañana moriremos.
En caso de necesidad, robemos, mintamos y matemos. ¿Por qué no hacerlo si no
hay ley, ni juicio, ni castigo por el pecado? Me olvidaba decirlo: nada puede
ser pecado, pues si no hay legislador, no hay ninguna ley; y si no hay ninguna
ley, entonces no puede haber ninguna transgresión. En qué caos desembocarían
todas las cosas si se renunciara a la fe en Dios. ¿Dónde se encontrarían los
justos si se desterrara a la fe? El hombre lógicamente justo es un creyente en
alguna medida u otra, y aquel que es digno de ser llamado “justo” en el sentido
bíblico, es un creyente en el Señor Jesucristo, el cual nos ha sido hecho por
Dios justificación.
III. Pero
ahora llego al punto en que pretendo dilatarme. En tercer lugar, EL JUSTO
VIVIRÁ POR ESTA FE.
De entrada esta es una afirmación excluyente; elimina
muchas pretendidas maneras de vivir diciendo: “El justo por la fe vivirá”. Esta frase nos recuerda a la puerta angosta que
está a la entrada del camino, a la angosta senda que conduce a la vida eterna.
Esto acaba de un solo golpe con todos los alegatos de justicia aparte de un modo
específico de vida. Los mejores hombres en el mundo sólo pueden vivir por la fe
pues no hay ninguna otra manera de ser justos a los ojos de Dios. No podemos
vivir en justicia por el yo. Si vamos a confiar en nosotros mismos o en
cualquier cosa que provenga de nosotros mismos, estamos muertos mientras
confiemos en eso; no habremos conocido la vida de Dios de acuerdo a la
enseñanza de
“No juzgues al Señor por el débil sentido,
Sino confía en Él para recibir Su gracia”,
pues
sólo por esa confianza puede vivir un justo.
El texto elimina también
toda idea de vivir por el mero intelecto. Demasiados individuos dicen: “Yo soy
mi propio guía, voy a desarrollar mis propias doctrinas, y voy a cambiarlas y
modificarlas de acuerdo a mis propios artilugios”. Un tal camino es muerte para
el espíritu. Mantenerse al corriente de los tiempos es ser un enemigo de Dios.
El camino de vida es creer lo que Dios ha enseñado, especialmente creer en
Aquel a quien Dios ha constituido como propiciación por el pecado, pues eso es
reconocer que Dios es todo y que nosotros no somos nada. Al descansar en una revelación
infalible y confiar en un Redentor omnipotente tenemos reposo y paz; pero sobre
el otro principio tornadizo nos volvemos estrellas errantes para las cuales
están destinadas las tinieblas de la oscuridad sempiterna. El alma vive por la
fe; de cualquier otra manera tiene nombre de que vive, y está muerta.
Lo mismo es igualmente
válido respecto a la fantasía. A menudo nos encontramos con una religión
fantasiosa en la que la gente se confía a impulsos, a sueños, a ruidos y a
cosas místicas que imagina haber visto; todas esas cosas son disparates, y sin
embargo, está completamente envuelta en eso. Yo ruego que puedan echar fuera ese
ingrediente sin valor pues no contiene ningún alimento para el espíritu. La
vida de mi alma no radica en lo que pienso, o en lo que imagino, o en lo que me
dicta la fantasía, o en lo que disfruto de sutil sentimiento, sino únicamente
en aquello que la fe identifica como la palabra de Dios. Vivimos delante de
Dios por confiar en una promesa, por depender de una persona, por aceptar un
sacrificio, por estar revestidos de una justicia y entregarnos a Dios: Padre,
Hijo y Espíritu Santo. Una confianza sin reservas en Jesús, nuestro Señor, es
el camino de vida y cualquier otro camino conduce a la muerte. Es un enunciado
restringido y quienes lo llaman intolerancia pueden decir lo que quieran; será
cierto aunque lo sigan execrando tanto como es execrado ahora.
Pero, en segundo lugar,
esta es una aseveración muy amplia. Mucho
es el contenido de la frase: “El justo por su fe vivirá”. No dice qué parte de
su vida pende de su creencia, o qué fase de su vida demuestra mejor su
creencia: abarca el inicio, la continuación, el crecimiento y el
perfeccionamiento de la vida espiritual como siendo todo ello por fe. Observen
que el texto explica que en el momento en que un hombre cree comienza a vivir a
los ojos de Dios: confía en su Dios, acepta la revelación de Dios de Sí mismo,
confía, reposa y se apoya en su Salvador, y en ese momento se convierte en un
hombre espiritualmente vivo, vivificado con una vida espiritual por Dios el
Espíritu Santo. Toda su existencia antes de que creyera no era sino una forma
de muerte; cuando llega a confiar en Dios entra en la vida eterna y es nacido
de lo alto. Sí, y eso no es todo, y no es ni siquiera la mitad; pues si ese
hombre ha de continuar viviendo delante de Dios, si ha de mantenerse en su
camino de santidad, su perseverancia debe ser el resultado de una fe continua.
La fe que salva no es un solo acto cumplido y concluido en un cierto día; es un
acto continuado y sostenido a lo largo de toda la vida de la persona. El justo
no sólo comienza a vivir por su fe sino que continúa viviendo por su fe; no
comienza en el espíritu y termina en la carne, ni avanza hasta cierto punto por
gracia pero sigue el resto del camino por las obras de la ley. “El justo vivirá
por fe”, dice el texto en Hebreos, “y si retrocediere,
no agradará a mi alma. Pero nosotros no somos de los que retroceden para
perdición, sino de los que tienen fe para preservación del alma”. La fe es
esencial de principio a fin: cada día y durante todo el día, en todas las
cosas. Nuestra vida natural comienza al respirar y debe continuar por la
respiración: lo que la respiración es para el cuerpo, eso es la fe para el
alma.
Hermanos, si hemos de
progresar y crecer en la vida divina tiene que seguir siendo de la misma
manera. Nuestra raíz es la fe, y únicamente a través de la raíz llega el
crecimiento. El progreso en la gracia no viene de la sabiduría carnal, o del
esfuerzo legal o de la incredulidad; es más, la carne no aporta ningún
crecimiento a la vida espiritual, y los esfuerzos realizados en la incredulidad
más bien empequeñecen la vida interior en vez de acrecentarla. No nos fortaleceríamos
por las mortificaciones, por los sufrimientos, por las obras o por los
esfuerzos, si no estuvieran ligados a la simple fe en la gracia de Dios, pues
únicamente por ese canal puede entrar el alimento a la vida de nuestro
espíritu. La misma puerta por la que entró la vida inicialmente es la puerta
por la que sigue entrando. Si alguien me dijera: “yo viví una vez por creer en
Cristo; pero ahora me he vuelto espiritual y he sido santificado, y por tanto,
ya no tengo más necesidad de mirar como un pecador a la sangre y a la justicia
de Cristo”, yo le diría a ese hombre que necesita aprender los rudimentos de la
fe. Le advertiría que ha retrocedido de la fe; pues quien es justificado por la
ley o de cualquier otra manera fuera de la justicia de Cristo, ha caído de la
gracia y ha abandonado el único fundamento sobre el cual un alma puede ser
aceptada por Dios. Sí, no contamos con ningún báculo en el cual podamos
apoyarnos para llegar a la puerta del cielo excepto la fe en el siempre bendito
Salvador y en Su divina expiación. De aquí a la gloria nunca seremos capaces de
vivir por méritos, o por fantasías o por el intelecto. Todavía tendremos que ser
como niños enseñados por Jehová (Isaías 54: 13), igual que Israel en el
desierto que dependía únicamente del grandioso Dios Invisible. A nosotros nos
corresponde apartar la mirada del yo, y poner la mira por encima de todas las
cosas que se ven, pues “el justo por su fe vivirá”. Es una frase muy amplia, es
un círculo que comprende la totalidad de nuestra vida que es digna de ese nombre.
Si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, si algo amable y de buen
nombre, tenemos que recibirlo, exhibirlo y perfeccionarlo mediante el ejercicio
de la fe. La vida en la casa del Padre, la vida en la iglesia, la vida en privado,
la vida en el mundo, ha de ser toda ella en el poder de la fe si somos varones
justos. Lo que carece de fe carece de vida. Las obras muertas no pueden agradar
al Dios viviente: sin fe es imposible agradar a Dios.
Les ruego que noten, en
tercer lugar, que es una declaración incondicional.
“El justo por su fe vivirá”. Entonces, aunque un hombre sólo tenga poca fe,
vivirá; y si fuera grandemente justo, aun así por fe vivirá. Muchos justos no
han conseguido ir más allá de esforzarse por alcanzar la santidad, pero son
justificados por su fe; su fe es trémula y esforzada, y su asidua oración es:
“Creo; ayuda mi incredulidad”; con todo, su fe los ha vuelto varones justos. Algunas
veces el varón teme no tener fe en absoluto y cuando experimenta alguna depresión
espiritual lo más que puede hacer es mantener su cabeza sobre la superficie del
agua; pero aun entonces su fe lo justifica. Es como una barca que navega en un
mar tempestuoso; algunas veces es catapultada al cielo por relampagueantes olas
de misericordia y luego se hunde en el abismo entre olas de aflicción. ¿Qué
pasa, entonces? ¿Está muerto? Yo pregunto: ¿cree ese hombre verdaderamente en
Dios? ¿Acepta el testimonio respecto al Hijo de Dios? ¿Puede decir realmente:
“yo creo en el perdón de los pecados”, y con esa fe que tiene sujetarse
únicamente a Cristo y a nadie más? Entonces ese hombre vivirá, por su fe
vivirá. Si la pequeñez de nuestra fe pudiera destruirnos, cuán pocos serían
contados con los vivos. “Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la
tierra?” Sólo por aquí y por allá, y muy de vez en cuando, aparece un Lutero
que realmente cree con todo su corazón. La mayor parte de nosotros no llegamos
a ser tan grandes ni siquiera como su dedo meñique; no tenemos tanta fe en
todas nuestras almas como la que él tenía en un cabello de su cabeza; pero aun
esa fe pequeña nos hace vivir. Yo no digo que una poca fe nos dará esa vida
fuerte y vigorosa como la de un león que Lutero tenía: pero viviremos. La
declaración no hace ninguna distinción entre este y aquel grado de fe, sino que
establece como una incuestionable verdad que: “el justo vivirá por fe”. Bendito
sea Dios, entonces, porque yo viviré, pues en verdad creo en el Señor Jesús
como mi Salvador y mi todo. ¿No creen en Él también ustedes?
Sí, y ¿acaso no es algo
singular que esta incondicional declaración no mencione ninguna otra gracia que
ayude a conformar la base sobre la cual viva un justo? “El justo por su fe
vivirá”; pero, ¿acaso no tiene amor, no tiene celo, no tiene paciencia, no
tiene esperanza, no tiene humildad, no tiene santidad? Oh, sí, tiene todas esas
cosas, y él vive en ellas, pero no
vive por ellas, porque ninguna de
ellas lo vincula tan íntimamente a Cristo como lo hace su fe. Voy a aventurarme
a usar un figura muy sencilla pues es lo mejor que se me ocurre. He ahí un
pequeñito, un niño de pecho. Tiene muchos órganos necesarios, tales como sus
ojos, sus oídos, sus piernas, sus brazos, su corazón, etcétera, y todos le son
necesarios; pero el órgano específico gracias al cual el diminuto bebé vive es
su boca con la que succiona de su madre todo su alimento. Nuestra fe es esa
boca con la que succionamos la vida fresca de la promesa del siempre bendito
Dios. Así que la fe es aquello por lo cual vivimos. Otras gracias son
necesarias, pero la fe es la vida de todas ellas. No subestimamos el amor, o la
paciencia, o la penitencia o la humildad, como tampoco depreciamos los ojos o
los pies del bebé. Aun así, el instrumento de la vida del hombre espiritual es
esa boca por la cual recibe el alimento divino de la verdad revelada por el
Espíritu Santo en la sagrada Escritura. Otras gracias producen resultados a
partir de aquello que recibe la fe, pero la fe es el ‘Tesorero’ de toda la isla
del hombre.
Queridos amigos,
siguiendo adelante, “El justo por su fe vivirá” es una declaración muy sugerente porque tiene muchos significados.
Primero, el justo existe por su fe, es decir, la más elemental forma de gracia
en un carácter justo depende de la fe. Pero, hermano, yo espero que no seas tan
necio como para decir: “Todo lo que necesito es ser un hijo viviente de Dios”.
No, no sólo deseamos tener vida, sino tenerla en abundancia. Mira a aquel
hombre que fue rescatado cuando estaba a punto de ahogarse; todavía está vivo,
pero la única evidencia de ello es el hecho de que su respiración empaña el
espejo. Tú no te contentarías con estar vivo de esa pobre manera durante años,
¿no es cierto? Deberías estar agradecido si estuvieras espiritualmente vivo
incluso de esa débil manera; pero aun así no queremos permanecer en un estado
de desfallecimiento, antes bien, deseamos ser activos y vigorosos. Con todo,
aun para esa forma de vida inferior tienes que tener fe. La fe es necesaria para
el tipo más débil de existencia espiritual que pueda ser llamada vida de alguna
manera. Los justos que viven apenas, que son de mente débil, que son salvos
apenas, son librados por la fe. Sin fe no hay ninguna vida celestial.
Tomen la palabra “vida”
en un mejor sentido, y lo mismo será válido. “El justo por su fe vivirá”.
Algunas veces nos encontramos con personas muy pobres que nos dicen en un tono
lastimero: “nuestros salarios son extremadamente insuficientes”. Nosotros les
decimos: “¿realmente vives con esa suma tan pequeña?” Responden: “Bien, amigo,
difícilmente se le puede llamar vida, pero de alguna manera existimos”. Ninguno
de nosotros desearía vivir de esa manera si pudiéramos evitarlo. Entonces, por
“vida” entendemos alguna medida de disfrute, de felicidad y de satisfacción.
Cuando los justos tienen comodidad, gozo y paz, es gracias a la fe. Damos
gracias a Dios porque la paz del corazón es nuestro estado normal y porque la
fe es una gracia permanente. Cantamos de gozo de corazón y nos regocijamos en
el Señor, y bendito sea el Señor porque esto no es una novedad para nosotros,
sino que hemos conocido esta bienaventuranza y todavía la conocemos solo por
fe. En el momento en que la fe hace su entrada, la música comienza, y si
partiera, los búhos ulularían. Lutero puede cantar un salmo a pesar del
demonio, mas no habría podido hacerlo si no hubiese sido un hombre de fe. Podía
desafiar a emperadores, y a reyes, y a papas y a obispos mientras se sujetaba
firmemente a la fuerza de Dios, pero sólo así. La fe es la vida de la vida, y
hace que la vida sea digna de vivirse. Infunde gozo en el alma creer en el
grandioso Padre y en Su amor eterno, y en la eficaz expiación del Hijo, y en la
morada del Espíritu Santo, en la resurrección, y en la eterna gloria; sin eso
seríamos los más dignos de conmiseración de todos los hombres. Creer en estas
gloriosas verdades es vivir, pues, “El justo por su fe vivirá”.
La vida quiere decir también
fuerza. Decimos de cierto individuo: “¡Cuánta vida encierra! Está lleno de vida,
desborda vitalidad”. Sí, el justo obtiene energía, fuerza, vivacidad, vigor,
poder, pujanza y vida por la fe. La fe confiere una regia majestad en los
creyentes. Entre más creen más poderosos se vuelven. Esta es la cabeza que
ostenta una corona; esta es la mano que blande un cetro; este es el pie cuya
regia pisada hace temblar a las naciones; la fe en Dios nos une con el Rey, el
Señor Dios Omnipotente.
Mientras otros mueren, los
justos siguen viviendo por la fe. No son dominados por el pecado prevalente, o
por la herejía de moda, o por la cruel persecución o por la fiera aflicción;
nada puede matar a la vida espiritual mientras permanezca la fe: “El justo
vivirá por fe”. La permanencia y la perseverancia se dan de esta manera. Cuando
el justo es arrumbado por un tiempo no se desconcierta; y cuando es herido por
el enemigo, no fallece. Donde otro hombre se ahoga, él nada; donde otro hombre
es hollado, él se levanta y da voces victoriosas: “Tú, enemiga mía, no te
alegres de mí, porque aunque caí, me levantaré”. Gracias a la fe, camina en el
horno de fuego de la aflicción sin sufrir daño alguno. Sí, y cuando le llega su
turno de morir, y, con muchas lágrimas sus hermanos llevan sus cenizas a la
tumba, muerto, aún habla”. La sangre del justo Abel clamaba al Señor desde la
tierra, y todavía sigue dando voces a través de las edades hasta este momento.
La voz de Lutero resuena todavía en los oídos de los hombres a través de
cuatrocientos años y acelera nuestros pulsos como el redoble del tambor en la
música marcial. Él vive, él vive porque era un hombre de fe.
Yo quisiera resumir e
ilustrar esta enseñanza mencionando ciertos incidentes en la vida de Lutero. La
luz del Evangelio brilló sobre el gran Reformador gradualmente. Fue en el
monasterio cuando al hojear la vieja Biblia que estaba encadenada a una columna
se encontró con este pasaje: “El justo por su fe vivirá”. Esta frase celestial
se le grabó pero no pudo entender toda su relevancia. Sin embargo, no podía
encontrar la paz en su profesión religiosa ni en el hábito monástico. No
sabiendo hacer nada mejor, perseveró en tantas penitencias y en mortificaciones
tan arduas que algunas veces se le encontraba desfallecido de cansancio. Él
mismo se condujo a las puertas de la muerte. Tenía que hacer un viaje a Roma,
pues en Roma hay una iglesia diferente para cada día, y puedes tener la seguridad
de obtener el perdón de los pecados y todo tipo de bendiciones en esos santos
santuarios. Soñaba con entrar a una ciudad de santidad, pero descubrió que era
un refugio de hipócritas y una cueva de iniquidad. Para su horror oyó que los
hombres decían que si hubiera un infierno, Roma estaba construida encima de él,
pues era lo más cercano al infierno que pudiera encontrarse en este mundo; pero
Lutero seguía creyendo en su Papa y proseguía con sus penitencias, buscando el
descanso pero sin poder encontrarlo. Un día iba subiendo de rodillas
Tan pronto como creyó
esto comenzó a vivir en el sentido de estar activo. Un caballero de nombre
Tetzel recorría toda Alemania vendiendo el perdón de los pecados por una cierta
suma de dinero en efectivo. Sin importar cuál fuera tu ofensa, tan pronto como
tu dinero tocara el fondo de la caja tus pecados desaparecerían. Lutero se
enteró de esto, se indignó, y exclamó: “Voy a hacer un hoyo en su recipiente”,
lo cual hizo y también en varios recipientes más. Clavar sus tesis sobre la
puerta de la iglesia fue otra manera segura de silenciar a la música de las
indulgencias. Lutero proclamó el perdón del pecado por la fe en Cristo sin
dinero y sin precio, y las indulgencias del Papa pronto fueron objeto de burla.
Lutero vivió por su fe, y por tanto aquel que de otra manera hubiera podido
quedarse callado, denunciaba el error tan furiosamente como un león rugiente
sobre su presa. La fe que había en él lo llenaba de intensa vida y se sumergía
en la guerra con el enemigo. Después de un tiempo lo convocaron a Habsburgo, y
a Habsburgo se dirigió, aunque sus amigos le aconsejaban que no fuera. Lo
convocaron como a un hereje para que respondiera por sí mismo en
Para alejarlo del
peligro por un tiempo, un prudente amigo lo hizo prisionero y lo mantuvo fuera
de la contienda en el castillo de Wartburg. Allí lo pasó muy bien, descansando,
estudiando, traduciendo, componiendo música, y preparándose para el futuro que
iba a estar tan lleno de acontecimientos. Hizo todo lo que un hombre fuera de
la refriega hubiera podido hacer; pero “el justo por su fe vivirá”, y Lutero no
podía ser enterrado vivo apaciblemente, sino que tenía que proseguir con la
obra de su vida. Envía un mensaje a sus amigos diciéndoles que el que vendría
estaría pronto con ellos, y se apareció de pronto en Wittenberg. El príncipe
tenía la intención de mantenerlo alejado un tiempo más prolongado, pero Lutero
tenía que vivir; y cuando el Elector temió que no podía protegerlo, Lutero le
escribió: “Yo estoy bajo una protección mucho más elevada que la suya; sostengo
que tengo más probabilidad de proteger a su señoría que su señoría de
protegerme a mí. El que tiene la fe más sólida es el mejor protector”. Lutero
había aprendido a ser independiente de todos los hombres, pues confiaba
plenamente en Dios. Tenía a todo el mundo en su contra, y sin embargo vivía muy
alegremente; si el Papa lo excomulgaba, Lutero quemaba la bula; si el emperador
lo amenazaba, él se regocijaba porque recordaba la palabra del Señor: “Se
levantarán los reyes de la tierra, y príncipes consultarán unidos… El que mora
en los cielos se reirá”. Cuando le dijeron: “¿Dónde encontrarías abrigo si el
Elector no te protegiera?” Lutero respondió: “Bajo el ancho escudo de Dios”.
Lutero no podía quedarse
quieto; tenía que hablar y escribir y tronar; y, ¡oh, con cuánta confianza
hablaba! Aborrecía las dudas acerca de Dios y de
Este hombre fue forzado
a vivir por su fe, pues era un varón de un alma tormentosa y únicamente la fe
podía hablarle de paz. Esos acuciantes enardecimientos suyos le trajeron
posteriormente temibles depresiones de espíritu, y entonces necesitaba de la fe
en Dios. Si leen una vida espiritual suya encontrarán que algunas veces era un
arduo trabajo para él mantener con vida a su alma. Siendo un hombre de pasiones
semejantes a las nuestras y lleno de imperfecciones, estaba a veces tan
deprimido y desesperado como el más débil entre nosotros; y el creciente dolor
en su interior amenazaba con hacer estallar su poderoso corazón. Pero tanto él
como Juan Calvino con frecuencia suspiraban por el reposo en el cielo, pues no
amaban la reyerta en la que vivían, sino que se hubieran alegrado de alimentar
al rebaño de Dios pacíficamente en la tierra, y luego entrar en el reposo.
Estos hombres moraban con Dios en santa osadía de oración creyente o no
hubieran podido vivir del todo.
La fe de Lutero se
aferraba a la cruz de nuestro Señor, y no sería apartado de ella. Él creía en
el perdón de los pecados, y no podía permitirse dudar de él. Echó el ancla en
Porción de
Traductor: Allan Román
26/Julio/2013
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