El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
Yo Era
NO. 1574
SERMÓN PREDICADO POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
“Habiendo yo sido antes blasfemo, perseguidor e injuriador”.
1 Timoteo 1: 13.
En este momento no voy a
hablar en detalle de los específicos elementos del texto que tienen que ver con
el carácter de Pablo antes de su conversión, porque ninguno de nosotros ha sido
exactamente lo que Saulo fue. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas
perdidas, pero cada uno de nosotros ha seguido un curso distinto al de todos
los demás. Ustedes tendrían que describir sus transgresiones con palabras muy
diferentes de las que usó el apóstol, porque la culpa
de ustedes ha revestido una forma diferente a la suya. Pablo dijo de sí mismo
que “antes era un blasfemo, perseguidor e injuriador”. Saulo de Tarso era un
blasfemo. No dice que haya sido un incrédulo y un oponente, sino que usa una
palabra muy dura -aunque no demasiado dura- y dice que era un blasfemo. Era un
blasfemo empedernido y contumaz que también hacía que otros blasfemaran. De la
blasfemia, que es un pecado de los labios, Saulo pasó a la persecución, que es un
pecado de las manos. Odiando a Cristo, odiaba también a Su pueblo. Era también
injuriador. Recuerdo que Bengel decía que la palabra significa que era un menospreciador;
ese eminente crítico dice que “la blasfemia era su pecado para con Dios, que la
persecución era su pecado para con la iglesia, y que el menosprecio era su
pecado en su propio corazón”. Era injuriador, esto es, hacía todo lo que podía
para dañar la causa de Cristo y con eso se hacía daño a sí mismo. Daba coces
contra el aguijón, y haciendo eso, dañaba su propia conciencia. Habiendo pecado
tan gravemente, Pablo hace un pleno recuento de su culpa con el objeto de poder
engrandecer la gracia que salvó incluso al primero de los pecadores.
Noten aquí, antes de
llegar al propósito especial que tenemos en mente, que los hombres piadosos nunca
piensan o hablan de sus pecados con levedad. Cuando saben que han sido
perdonados se arrepienten de sus iniquidades aun más sinceramente que antes. De
la gratuidad de la gracia nunca deducen la levedad del pecado, sino todo lo
contrario; y encontrarán que uno de los rasgos del carácter de todo verdadero
penitente es la tendencia a ennegrecerse antes que a enjalbegar sus
transgresiones. Algunas veces habla de sí mismo en términos que otros piensan
que han de ser exagerados, aunque para él y ciertamente para Dios son
simplemente verdaderos. Probablemente hayan leído algunas biografías de John
Bunyan en las que el biógrafo dice que Bunyan forcejeaba con una mórbida
conciencia y que se acusaba de un grado de pecado del cual no era culpable.
Exactamente así es, en opinión del biógrafo, pero no es así en opinión de John Bunyan,
quien, alarmado por una conciencia sensible, no podía encontrar palabras lo
suficientemente duras para expresar su autorreprobación. Job dijo una vez: “Me
aborrezco”. Esa es una expresión muy dura, pero cuando vio su propio pecado
estando en la presencia de Dios, el varón acerca de quien el Señor había dicho
a Satanás: “No hay otro como él en la tierra, varón perfecto y recto, temeroso
de Dios y apartado del mal”, ese varón en cuya contra el propio demonio no
podía presentar ninguna acusación, dijo eso cuando vio a Dios. El brillo de la
santidad divina le hizo tan consciente de su pecado que exclamó: “Mas ahora mis
ojos te ven. Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza”.
Quienes han visto la suma pecaminosidad del pecado a la luz del Espíritu Santo
y han sido llevados a ser verdaderos penitentes, son las últimas personas que
hablan con levedad del mal. Hablan insistentemente de su propia criminalidad
con muchos términos que expresan cuán grandemente la han sentido.
Vamos a considerar el
caso de Pablo solamente un par de minutos, porque es un tipo y ejemplo de la
obra de la gracia de Dios en otros creyentes. El apóstol nos dice en el
versículo dieciséis de este capítulo: “Pero para esto fui recibido a
misericordia, para que Jesucristo mostrase en mí el primero toda su clemencia,
para ejemplo de los que habrían de creer en él para vida eterna”. Pablo era un
converso modelo, era un caso típico de la clemencia divina, un ejemplo y un
espécimen de todos los que creen en Cristo, y todas las conversiones son en
gran medida similares a esa conversión que transformó al blasfemo, perseguidor
y despreciador Saulo de Tarso en el gran apóstol de los gentiles. Ahora bien,
noten cómo cuando describe su propia vida pasada habla de ella con una dolida prolijidad.
Pablo no está hablando en privado delante de Dios, como lo hacía Job en las
palabras ya citadas, pues de otra manera puedo concebir que pintaría su pecado con
colores más oscuros todavía, sino que está respondiendo por sí mismo ante
Agripa por unas cosas de las que había sido acusado por los judíos, y ustedes
verán que pone su ofensa en contra de Cristo y de Su iglesia bajo la luz más
potente que puede. Sus enemigos no tienen una acusación tan grave que hacerle
como esa que él voluntariamente presenta en su propia contra.
Dice primero en el
versículo décimo del capítulo veintiséis de los Hechos de los Apóstoles que
acabamos de leer: “Yo encerré en cárceles a muchos de los santos”. Eran santos
aquellos a quienes encerraba en cárceles. Encerrar en prisión a los culpables
no habría sido una falta, pero maltratar y encerrar a los santos era
ciertamente reprensible. Confesó que eran santos, que eran unos seres santos,
pero los encerraba en prisión por esa misma razón, porque eran cristianos; sus
vidas santas no los protegían de su saña, sino que más bien los convertían en
blancos más codiciados de su cruel odio. Pablo dice que perseguía a los santos,
y no solamente a unos cuantos de ellos, sino que afirma: “Yo encerré en
cárceles a muchos de los santos”. Pone énfasis en la palabra “muchos”; no una
media docena por aquí y por allá, sino veintenas y centenas de santos sufrieron
por su culpa y la de su banda de perseguidores. Pablo atestaba las cárceles con
seguidores de Jesucristo. “El que os toca, toca a la niña de su ojo”, dice
Jehová de los ejércitos dirigiéndose a la cautiva Sion. Un empujón dado
injuriosamente a un santo de Dios es doloroso para el Señor; cuánto más,
entonces, si hay muchos empujones de ese tipo y si aquel cuyas manos han hecho
ese mal tiene que confesar: “Yo encerré en cárceles a muchos de los santos”. Podemos
estar completamente seguros de que hizo eso porque eran cristianos, pues el
versículo noveno así lo expresa: “Yo ciertamente había creído mi deber hacer
muchas cosas contra el nombre de Jesús de Nazaret”. Tenía en la mira a Jesús de
Nazaret, aunque sus golpes iban dirigidos en contra de Sus seguidores. Eran
encerrados en prisión debido a que el nombre de Jesús era invocado sobre ese
pueblo. Ahora bien, perseguir a los santos, encerrar en prisión a muchos de
ellos y hacerlo sencillamente porque creían en Jesucristo no es ningún pecado
leve. El apóstol sentía que eso agregaba muchísima amargura a la hiel de su
transgresión: que había alzado manos profanas en contra de los miembros del
cuerpo de Cristo, y que a través de ellos había herido a su siempre gloriosa
Cabeza. Más aún, no sólo los encerraba en prisión, sino que dice: “Yo encerré
en cárceles a muchos de los santos”. Algunas personas han gozado de cierta
libertad en prisión, tal como le sucedió a José, pero Saulo se cercioraba de
que esos creyentes fueran encerrados estrictamente para que no gozaran de
ninguna libertad. Los metía en celdas comunes, los encerraba y les aseguraba
sus pies en el cepo, ocasionando que sufrieran de la misma manera que él y su
compañero Silas sufrieron después en la prisión de Filipos.
Continuando con el
resumen de sus maldades en contra de los siervos del Señor, dice: “yo no me
contentaba con su encarcelamiento, sino que estaba ávido de su muerte. Y cuando
los mataron, yo di mi voto; cuando el Sanedrín necesitaba un voto, yo, el joven
Saulo, estaba allí para dar mi voto juvenil en contra de Esteban o de cualquier
otro santo. Si los principales sacerdotes necesitaban un cuchillo para cortar
el cuello de los cristianos, allí estaba yo dispuesto a realizar el acto; si
necesitaban que alguien los arrastrara a prisión y a la muerte, allí estaba yo,
un ávido mensajero, muy contento si podía poner mis manos sobre ellos, creyendo
que con eso le hacía un servicio a Dios”. “Es más” –añade- “eso no es todo. Yo
los castigaba a menudo en todas las sinagogas, y los forzaba a blasfemar”. Esta,
ciertamente, era una faceta muy horrible de la pecaminosidad de Pablo. Destruir
sus cuerpos ya era lo suficientemente malo, pero destruir sus almas también,
forzarlos a blasfemar, a hablar mal de ese nombre que ellos confesaban que era
su gozo y su esperanza, seguramente esa era la peor forma que la persecución
podía asumir. Saulo los forzaba bajo tortura a abjurar del Cristo a quien
amaban sus corazones. Por así decirlo, no se contentaba con matarlos sino que
debía condenarlos también. “Los forcé a blasfemar”. Ese era un pecado espantoso
y Pablo lo reconoce como tal. No atenúa su crimen ni intenta encontrar excusas
para justificar su conducta; y luego agrega, una vez más, que hacía todas estas
iniquidades con el mayor entusiasmo posible: “Y enfurecido sobremanera contra
ellos”, como un loco en sus ataques de furia, como un maníaco violento que no
puede ser contenido, presa del frenesí destrozaba a derecha e izquierda sin
encontrar descanso a menos que estuviera hostigando y afligiendo a las ovejas como
un lobo sangriento. Eso hacía con las ovejas del rebaño de Cristo. “Y
enfurecido sobremanera contra ellos, los perseguí hasta en las ciudades
extranjeras”. Los esparcía por todos los rincones y luego buscaba recibir
autoridad para que cuando estuvieran incluso en el exilio no quedaran fuera de
su alcance. Saulo parece haberse vuelto un experto en la ciencia de la
persecución y convertido en un verdadero maestro en el cruel arte de aplastar
al pueblo de Dios.
No aprendemos esto de
Jacobo, o de Juan, o de ninguno de los otros apóstoles. ¿Quién nos cuenta todo
esto? ¿Quién elabora este extenso y negro catálogo de crímenes de los cuales el
hombre que los cometió haría bien en avergonzarse? Vamos, Pablo mismo lo
elabora. Es el propio Pablo quien lo dice; y yo quisiera, hermano mío, que el
peor carácter que pudieras tener saliera de igual manera de tus labios. “Alábete
el extraño, y no tu propia boca; el ajeno, y no los labios tuyos”; pero cuando
exista una acusación que se deba hacer en tu contra, sé tú el primero en
hacerla delante del Dios viviente con lágrimas de arrepentimiento.
Partiendo del ejemplo de
Pablo ante Agripa, creo que he justificado de esta manera la expresión con la
que comencé: que los verdaderos penitentes no buscan atenuar o disminuir el
pecado que les fue perdonado, sino que reconocen cuán grande es, y lo exponen
en toda su enormidad tal como se presenta ante sus iluminados ojos.
Ahora, queridos amigos,
quiero que los que conocen al Señor me sigan de una manera muy sencilla, más
bien con sus emociones que con cualquier otra cosa. Quiero que el texto de mi
sermón sea: “yo era”. El apóstol nos dice lo que él era, lo que él era antes de
su conversión. Ahora yo quiero que piensen en lo que ustedes eran antes de que
la gracia de Dios llegara a ustedes y los cambiara. No sé si en algo pueda yo
ayudarles a recordar los detalles de su pecado, pues la última vez que estuve
aquí casi hice eso cuando hablamos acerca de Pedro basándonos en las palabras:
“Y pensando en esto, lloraba”; pero yo quiero que ustedes vean siete
inferencias provechosas que surgen de una imparcial mirada retrospectiva a su
vida antes de su conversión.
I. La
primera inferencia es, creo, que SI PENSAMOS EN LO QUE ÉRAMOS ESO ESTIMULARÁ EN
NOSOTROS UNA ADORADORA GRATITUD.
Pablo estaba lleno de
gratitud, pues agradecía a Cristo Jesús que lo estimara fiel poniéndolo en el
ministerio. Está tan contento por el favor de Dios que cuando llega al
versículo diecisiete tiene que dejar la pluma y dedicarse a cantar: “Por tanto,
al Rey de los siglos, inmortal, invisible, al único y sabio Dios, sea honor y
gloria por los siglos de los siglos. Amén”. Entonces, si ustedes y yo volteamos
a mirar lo que éramos antes de que el Señor nos salvara, nosotros también
estaremos llenos de una adoradora gratitud al recordar incluso el más
insignificante de los favores que nos ha concedido. “Menor soy” –dijo el
patriarca Jacob cuando regresaba a su país obedeciendo el mandato de Dios-
“menor soy que todas las misericordias y que toda la verdad que has usado para
con tu siervo”, y cada uno de nosotros puede decir lo mismo. ¿Acaso no es algo
maravilloso que ustedes que eran… -yo no voy a decirles qué eran; ustedes lo
saben, y Dios lo sabe- sean maestros de otros? ¿No es algo maravilloso que se
les permita ponerse de pie y hablar del perdón comprado con sangre; que se les
permita hablar de la santidad aunque sus labios solían hablar de cualquier otro
tema excepto de ese; que se les permita exaltar al Cristo para quien no tenían
ninguna palabra de alabanza hasta hace poco, para quien, más bien, ustedes sólo
tenían palabras de desprecio y escarnio? Pablo se quedaba pasmado al pensar que
él hubiese sido colocado en el
ministerio; y cuando volteo a mirar a mi propia vida antes de conocer al Señor,
me sorprende estar aquí en vista de que durante mucho tiempo rehusé el amor de
mi Señor, desechando Sus favores y no queriendo aceptar ninguno de ellos. Ah, yo
no sabía lo que me sucedería un día. No me imaginaba entonces que yo estaría de
pie aquí alguna vez para:
“Decirles a los pecadores que me rodean
Cuán amado Salvador he encontrado”.
Pero pensar que Él me
miró, y saber que “A mí” –así como a Pablo- “me fue dada esta gracia de
anunciar entre los gentiles el evangelio de las inescrutables riquezas de
Cristo” me llena de una gratitud que me induce a postrarme delante de Dios en
agradecida adoración.
Queridos amigos, yo les
pido que recuerden esta gratitud cuando reciban cada bendición. Cuando disfruten
de los privilegios eclesiales y cuando se acerquen a la mesa de la comunión,
piensen: “Aquí viene a sentarse con los hijos de Dios alguien que una vez fue
como un perro que estaba afuera de la casa”. Cuando se pongan de pie y alaben
al Señor, piensen, “¡Y a mí también se me permite ofrecer el sacrificio de
alabanza, a mí, que una vez canté las alabanzas de Baco y de Venus antes que
las alabanzas de Cristo Jesús!” Cuando se acerquen a Dios en oración sabiendo
que Él los oye también a ustedes, cuando tengan poder en la oración y
prevalezcan con el Altísimo y regresen con sus manos rebosantes de bendiciones obtenidas
en el trono de la gracia, bien pudieran decir: “¡Qué cosas tan vergonzosas
hacían antes estas manos cuando presentaba mis miembros como instrumentos de
iniquidad; pero ahora están cargadas con las dádivas de un Dios
misericordioso!” ¡Oh, bendigan Su nombre! Si no lo hicieran, las piedras en las
calles comenzarían a dar voces en contra de algunos de ustedes. Oh, si su
corazón no diera saltos de júbilo ante el simple sonido del nombre de Jesús,
seguramente es que no poseen un corazón en absoluto. Ha ocurrido en ustedes un
cambio de tal naturaleza, un cambio tan asombroso e inigualable, que si no
alabaran al Señor hoy, y mañana, y en tanto que existieran, ¿qué se diría de su
ingrato silencio? “Habiendo sido” –habiendo sido antes- todo lo que no debí
haber sido, pero la gracia me ha cambiado, y al Dios de gracia sea toda la
gloria. ¿Acaso todos los que aman al Señor no se unirán a mí en esta expresión
de adoradora gratitud?
II. Una
segunda inferencia muy bendita (sólo podemos hablar brevemente de cada una de
ellas) es que
Lo hizo en el caso del
apóstol Pablo, y quisiera citarles su expresión al respecto en la primera
Epístola a los Corintios, en el capítulo quince, y en el versículo noveno, en donde
dice: “Porque yo soy el más pequeño de los apóstoles, que no soy digno de ser
llamado apóstol, porque perseguí a la iglesia de Dios”. Cuando se vio forzado a
gloriarse en lo que era por medio de la gracia que le había sido dada, dijo que
pensaba que en nada había sido inferior a aquellos grandes apóstoles; sin embargo
aquí dice de sí mismo que no era digno de ser llamado un apóstol, porque antes
de su conversión perseguía a los santos de Dios. Ahora, amados hermanos y
hermanas, si hemos sido convertidos hace algún tiempo y nos hemos unido a la
iglesia de Dios y el Señor nos ha dado a realizar una pequeña obra podríamos
ser tentados a pensar: “Ahora soy alguien. Realmente ya no soy el humilde
dependiente que solía ser; estoy prestando algún servicio a mi Señor y Maestro
y soy de alguna importancia en Su iglesia”. Ah, de esa manera muchos cristianos
se meten en severos problemas. “Antes del quebrantamiento es la soberbia, y
antes de la caída la altivez de espíritu”. Tienen que luchar siempre contra un
espíritu de ese tipo, y una manera de evitarlo es recordando lo que ustedes
eran en su estado de impiedad. Hay algunos que pudieran decir: “yo soy un
ministro del Evangelio, pero no soy digno de ser llamado un ministro debido a
los pecados que cometí antes de mi conversión. Soy un miembro de la iglesia de
Cristo, pero difícilmente soy digno de ser llamado un miembro porque antes era
un blasfemo, o un quebrantador del día domingo, o un profano, o un impúdico o
un deshonesto”. Recuerden lo que eran y no permitan nunca que sus progresos
espirituales los conduzcan a un orgullo carnal y al engreimiento, pues “Abominación
es a Jehová todo altivo de corazón”. Me he enterado de un buen hombre en
Alemania que solía rescatar de las calles a muchachos pobres y menesterosos y
siempre hacía que los fotografiaran en sus harapos, tal como los había
encontrado; y luego, en los años siguientes, una vez que habían sido vestidos,
y lavados y educados, y sus caracteres habían comenzado a desarrollarse, si se
volvían soberbios, les mostraba lo que habían sido y procuraba enseñarles lo
que habrían tenido la probabilidad de ser de no haber sido por su caridad. Si
eres proclive a alzar tu cabeza y a jactarte porque ahora eres un gran hombre, mira
simplemente la efigie de lo que eras antes de que el Señor te hiciera una nueva
creación en Cristo Jesús. Oh, ¿quién podría decir cuál habría sido esa efigie
de no haber sido por la intervención de la gracia divina? Pienso que dirías lo
que dijo un escocés a Rowland Hill cuando visitaba al buen varón en su estudio.
Se sentó y lo miró, y si han visto su retrato sabrán que el rostro de Rowland
Hill es inolvidable: tiene un peculiar aire cómico. Así que el escocés
respondió en respuesta a la pregunta que le hiciera: “¿qué es lo que miras?”
“He estado estudiando las líneas de su rostro”. “Y ¿qué es lo que percibes?”, preguntó
el señor Hill. “Pues bien, que si la gracia de Dios no le hubiese hecho
cristiano, usted habría sido uno de los peores individuos que viviera jamás”. “¡Ah!”,
–dijo el señor Hill- “esta vez diste en el blanco”. No me sorprendería tampoco
que si algunos de nosotros nos viéramos en el espejo, contemplaríamos allí a
alguien que habría sido un pecador ennegrecido de no ser por el cambio de
corazón que la gracia soberana ha obrado. Esto debería hacernos muy humildes y
muy modestos delante de Dios. Amigos, yo los invito a que reflexionen en esto,
y cuando sientan que comienzan a inflarse un poco, pinchen la vejiga del necio
y perverso orgullo con la aguja de la conciencia al tiempo que recuerdan lo que
solían ser, y serán mucho mejores si dejan que se escape un poco de gas.
Regresen tan rápidamente como puedan a su verdadera forma, pues ¿qué son
ustedes, después de todo? Si son algo que es bueno, o recto o agradable a los
ojos del Señor, aun así tienen que decir: “Por la gracia de Dios soy lo que
soy”.
“Todo lo que yo era, mi culpa,
mi pecado,
Mi muerte, todo eso era genuinamente mío;
Todo lo que soy, Te lo debo a
Ti,
Mi Dios misericordioso, sólo a Ti.
El mal de mi anterior condición
Era mío, y sólo mío;
El bien en el que ahora me regocijo
Es Tuyo, y sólo Tuyo”.
Bien, esas son dos de
las inferencias que resultan de mirar al pasado, a lo que ustedes eran; la
mirada retrospectiva genera gratitud y nutre la humildad.
III. La
siguiente inferencia es: EL RECUERDO DE NUESTRA CONDICIÓN ANTERIOR DEBERÍA
RENOVAR EN NOSOTROS UN GENUINO ARREPENTIMIENTO.
Cuando volteamos la
mirada al pasado, a lo que solíamos ser antes de que el Señor nos encontrara, eso
debería generar en nosotros un perpetuo arrepentimiento. Hay algunos que
parecen pensar que sólo nos arrepentimos del pecado al momento de nuestra
conversión. No se engañen con una creencia tan falsa. Si excluyen el
arrepentimiento, excluyen la vida. A menos que se arrepientan diariamente, no
estarían viviendo para Dios como deberían hacerlo. Recuerden que no somos
salvados por un acto aislado de fe que termina en el instante en que recibimos
la seguridad del perdón divino, sino por una fe que continúa en tanto que
vivamos, y en tanto que tengamos alguna fe hemos de tener también el
arrepentimiento pues estas gracias son gemelas:
“¡Mis pecados, mis pecados, mi Salvador!
Cuán aflictivamente caen sobre Ti,
Vistos a través de Tu gentil paciencia,
Los siento a todos ellos diez veces más.
Yo sé que han sido perdonados,
Pero todavía su dolor para mí
Es toda la aflicción y la angustia
Que agolparon sobre Ti, Señor mío”.
Dense golpes de pecho
cuando piensen que fue necesario que Cristo muriera para que ustedes fueran
liberados del pecado y de su castigo y de su poder, y conforme crezca su amor que
abunde su aflicción debido a que tan grande Señor haya tenido que ser
crucificado por ustedes. Oh, pecado, conforme Cristo se nos hace más precioso,
tú te vuelves más odioso, y conforme nuestra alma aprende más de la hermosura
de la santidad, percibe más tu fealdad, y entonces continuamente te desprecia más
y más. Si quieren levantar las compuertas del arrepentimiento, tomen asiento y
recuerden lo que eran por naturaleza y lo que seguirían siendo si la gracia no
hubiese intervenido. Entonces, sería bueno que dijeran: “Habiendo yo sido antes
blasfemo, perseguidor e injuriador”, o que usaran cualquier otra expresión que
los describa con exactitud, si eso los condujera, como a Pedro, a salir y
llorar amargamente genuinas lágrimas de arrepentimiento.
IV. Y
ahora, en cuarto lugar (pueden ver que sólo tenemos unas pocas palabras para
cada inferencia)
Ustedes recuerdan que
Cristo entró en la casa de uno de los fariseos que tenía un cierto grado de
respeto por Él; se trataba de Simón, que deseaba que el Señor comiera con él;
pero cuando Él entró, Simón lo trató como a un invitado común, y no le ofreció
ninguna de las exquisitas atenciones que los hombres ofrecen a sus amigos
selectos, o a sus superiores. Cristo no le prestó atención a eso, ni tenía
necesidad de hacerlo, pues allí había otra persona que se había introducido a
hurtadillas en esa habitación, que hizo por Él todo lo que Simón debería haber
hecho, y más aún de lo que Simón habría podido hacer. “Entonces una mujer de la
ciudad, que era pecadora, al saber que Jesús estaba a la mesa en casa del
fariseo, trajo un frasco de alabastro con perfume; y estando detrás de él a sus
pies, llorando”. Se quedó detrás del diván sobre el que Jesús estaba reclinado
y dejó que sus lágrimas rodaran sobre esa bendita carne para lavar Sus pies con
ellas, y entonces, desenrollando las lujosas trenzas de su cabellera, secó Sus
santos pies con ellas; su amor, su humildad, su adoración y su penitencia se
mezclaron al tiempo que besaba Sus pies y los ungía con el ungüento que había
comprado. Nuestro Señor explicó por qué esta mujer había realizado esa
extraordinaria acción. Dijo que era porque se le había perdonado mucho. Ahora
bien, tengan la seguridad de que esta es una regla sin excepción: que aquellos
que están conscientes de que se les ha perdonado mucho son los que aman mucho a
Cristo. Yo no digo –casi desearía poder hacerlo- que el amor vaya siempre en
proporción a la cantidad de pecado perdonado; pero sí digo que va en proporción
a la conciencia del pecado perdonado. Un hombre pudiera ser un menor pecador
que otro, pero pudiera estar más consciente de su pecado, y ese será el hombre
que amará más a Cristo. Oh, no olviden lo que eran, no sea que se despreocupen
de su obligación para con Jesús. Ustedes ahora son santos, pero no siempre lo
fueron. Ahora pueden hablar con otros de Cristo, pero antes no hubieran podido
hacerlo ni una sola vez. Ahora pueden luchar en oración con el ángel y
prevalecer, pero antes estaban más familiarizados con el demonio que con el
ángel. En este momento sus corazones dan testimonio de la presencia del
Espíritu Santo en ustedes, pero no hace mucho tiempo el príncipe del poder del
aire obraba dentro de ustedes y el Espíritu Santo estaba ausente por completo.
Yo les suplico, por tanto, que no olviden esto, no sea que se olviden de amar a
Aquel que ha propiciado este maravilloso cambio en ustedes. Yo creo que no hay
nada mejor que retener un vívido sentido de la conversión con el objeto de
retener un vívido sentido del amor. No tengan miedo de amar demasiado a Cristo.
Veo que la fría crítica capciosa de esta época objeta cualquier expresión de
amor a Cristo que usamos en nuestros himnos porque dice que son sensuales. Mi
única respuesta a tal habladuría es: ¡Que Dios nos dé más de esa bendita
sensualidad! Yo creo que en vez de disminuir esas expresiones será una señal de
crecimiento en la gracia cuando sean más abundantes y no si se vuelven tan
comunes como para ser hipócritas; entonces serían repugnantes; pero en tanto
que sean veraces y honestas, yo soy uno que les diría a quienes aman al Señor
que sigan adelante y que canten:
“Seguro en los brazos de Jesús,
Seguro en Su amable pecho”.
Continúen cantando:
“Jesús, yo amo Tu nombre encantador,
Es música para mi oído”.
No duden en decir:
“Amado Redentor, Cordero moribundo,
Nos embelesa oír acerca de Ti”;
Y si les agradase, y el
Espíritu los impulsara, digan incluso como la esposa en el cantar: “¡Oh, si él
me besara con besos de su boca! Porque mejores son tus amores que el vino”. La
famélica religión del presente día, no contenta con arrancar la carne doctrinal
del cuerpo espiritual, está buscando ahora sacar con garfios el propio corazón
de la religión, y reducir la experiencia cristiana a una gélida duda de todo. Guárdense
de eso. Crean en algo, y amen algo, pues creer es vivir, y amar es tener salud.
¡Oh que tuviéramos mucho más amor que brotara de un sentido profundo e intenso
de lo que fuimos antes y del cambio que Cristo ha obrado en nosotros! “Pero”
–dirá alguien- “yo no sé si un gran cambio ha sido obrado en mí”. No, y hay
algunas personas que nos dicen que no necesitamos ningún cambio. Hay algunos
pedobautistas que predican hoy en día que la mayoría de los hijos de padres
piadosos no necesitan la conversión.
V. Bien,
ahora, en quinto lugar, AL RECORDAR LO QUE ÉRAMOS DEBERÍA DESPERTARSE EN
NOSOTROS UN CELO ARDIENTE.
Miren a Pablo. Él dice:
“Habiendo yo sido antes blasfemo, perseguidor e injuriador”. ¿Qué pues? Pues
bien, ahora que se ha vuelto un seguidor de Cristo, nada es demasiado para él.
Antes metió a muchos santos en prisión; ahora él mismo entra en muchas
prisiones. Antes los perseguía hasta en las ciudades extranjeras, y ahora él
mismo va a todo tipo de ciudades extranjeras. Antes los arrastraba ante los
tribunales, y ahora él mismo va y se presenta delante de los procónsules
romanos y delante del propio emperador romano. Pablo no puede hacer jamás
demasiado por Cristo porque ya hizo mucho por el diablo. Recuerdo a uno que
vivía a cuatro o cinco millas de distancia de un lugar de adoración, que solía
decir: “Vetustas piernas, de nada les sirve a ustedes estar cansadas, pues
tienen la obligación de llevarme. Ustedes solían trasladarme al lugar de
diversión cuando yo servía al demonio pero ahora me llevarán a la casa de Dios
para que pueda adorarle y servirle”. Cuando algunas veces le tocaba algún
asiento incómodo, él solía decir: “Huesos viejos, no tiene caso que rezonguen;
tienen que sentarse aquí o de lo contrario tendrán que ponerse de pie. Hace
años, cuando servía a Satanás, ustedes toleraban todo tipo de inconvenientes
cuando yo asistía al teatro o iba a cualquier otro centro de perversión; y
ustedes deben estar contentos ahora haciendo lo mismo pero para un mejor Señor
y para un servicio más noble”. Pienso que algunos de nosotros podríamos sacar
una lección de ese anciano, y decirnos: “Vamos, codicia, tú no vas a impedirme
que sirva al Señor. Yo, que solía ser generoso con el demonio, no tengo ahora
la intención de ser tacaño con Dios”. Si fuera alguna vez tentado de esa
manera, daré el doble de lo que pensaba dar para fastidiar al demonio, pues él
no hará lo que quiera conmigo. Algunos, cuando sirven a Satanás, van como si
cabalgaran en un caballo de carreras y le dan latigazos y espuelazos para
llegar en primer lugar. Cómo están dispuestos a destruir su cuerpo y su alma en
el servicio del maligno; pero si un cristiano se vuelve muy activo dicen: “Oh,
vaya, vaya, está excitado, es un fanático, y se ha vuelto un entusiasta”. ¿Por
qué no habría de mostrar seriedad? Los siervos del diablo son entusiastas; y
¿por qué no habrían de ser iguales los siervos de Dios? Príncipe negro,
príncipe negro, tú tienes héroes a tu servicio, pero ¿ha de tener Cristo a Su
servicio a personas carentes de sensibilidad? Ciertamente si algo puede
despertar todos los poderes de nuestra naturaleza, si algo puede hacer que un
cojo salte como una liebre, si algo puede hacer que un corazón palpitante y
trémulo sea osado y valiente por Cristo, debe ser el amor que Cristo ha
mostrado al considerar a unos seres como éramos nosotros y cambiarnos por Su gracia.
“Ah, pero tú no debes hacer demasiado”, dirá alguien. ¿Has conocido alguna vez
a alguien que hiciera demasiado? Si alguien hiciera demasiado por Cristo alguna
vez, marquemos un lote en el cementerio para enterrarlo allí. Esa tumba no
sería usada nunca; estaría vacía hasta la venida de Cristo. “Ah, pero podrías
tener demasiados hierros en el fuego”, (tener muchos asuntos entre manos) (1).
Depende del tamaño del fuego. Deja que tu fuego se caliente bien, quiero decir,
que tu corazón se ponga al rojo vivo y que tu naturaleza arda; luego pon todos
los hierros que seas capaz de introducir. Mantenlos a todos al rojo vivo si
fuese posible. Sopla y haz que las llamas sean muy vehementes.
¡Oh, vivir para Dios una
vida de celo extático aunque solo fuese por un breve espacio de tiempo! Sería
mejor que cumplir cien años de una existencia vacía en la que uno va
arrastrándose como un caracol dejando tras de sí un rastro de baba y nada más.
Eso sería mucho mejor que babear, cosa que hacemos a menudo:
“Nuestras almas ni pueden volar ni pueden andar
Para alcanzar los goces eternos”.
Entonces, el amor de
Cristo por nosotros sugiere un grande celo en Su servicio.
VI. Ahora,
en sexto lugar, estoy seguro de que otra inferencia que debería ser extraída es:
Si recordáramos lo que fuimos y cómo nos ha cambiado la gracia, ESO DEBERÍA
DARNOS MUCHA ESPERANZA RESPECTO A OTRAS PERSONAS. Pablo tenía mucha esperanza
pues dice: “Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús
vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero.
Pero por esto fui recibido a misericordia, para que Jesucristo mostrase en mí
el primero toda su clemencia, para ejemplo de los que habrían de creer en él
para vida eterna”. Bien, amigo, si tú eres salvo: entonces cualquiera puede
serlo. No deberías desesperar nunca de la salvación de alguien, pues tú te
conoces y sientes que fuiste el más indigno de los hombres; y con todo, la
gracia de Dios realmente te ha conducido a amarle. Bien, entonces, esa gracia
puede posarse en cualquiera. Ya ha caído en el espacio que menos se pensaba.
Ahora, a partir de este momento no albergues nunca la idea de que es inútil
intentar beneficiar a cualquiera de tus congéneres. Yo recuerdo y de hecho me
he encontrado a menudo con la circunstancia de personas que dicen: “¿Por qué no
le pediste a Fulano de Tal que asistiera a un lugar de adoración?” “¿Pedirle yo?
Oh, nunca pensaría en él”. “¿Por qué no?” “No serviría de nada”. Es algo muy
singular que ese es precisamente el tipo de personas que, si logras que oigan
la palabra, generalmente son convertidas: las personas que tú crees que no
sirve de nada que asistan. Individuos que han estado acostumbrados a hablar
irrespetuosamente de las cosas religiosas, una vez que caen bajo el sonido de
la verdad, son con frecuencia los primeros en recibir una bendición. Ese es el
tipo de individuos con los que hay que probar, pues hay alguna esperanza de
alcanzar a los seres que tienen tanta necesidad de un Evangelio que podemos
proclamarles en la condición en que se encuentran. Ustedes saben que hay un
suelo virgen allí, así que ese es el preciso lugar para sembrar la buena
simiente del reino. Hay buena pesca en un estanque en el cual no se ha pescado
nunca antes; y he aquí un hombre que no ha sido endurecido por el Evangelio; no
se ha acostumbrado al sonido de la palabra, como para no tomar nota de
cualquier cosa que se le diga. Tráiganlo; ese es precisamente el hombre que
necesitamos: háganlo entrar. “Pero él es un blasfemo”. Bien, pero si tú eras un
blasfemo antes de tu conversión, no deberías decir nunca nada al respecto. “Oh,
pero él es un hombre muy endurecido”. Sí, pero si tú fuiste convertido a pesar
de lo que eras, no deberías hacer nunca esa objeción contra nadie. “Oh, pero es
un hombre rudo y vulgar”. Bien, muchos de nosotros no pueden jactarse acerca de
una ascendencia aristocrática. “Oh, pero” –dirá alguien- “es un hombre tan
orgulloso, un hombre tan altivo”; o, “es un hombre rico; es un hombre orgulloso
de sus posesiones”. Sí, pero hay otros como él que han sido conducidos a entrar;
y si bien ese hombre ha pecado de una manera, tú has pecado de otra manera; y
si la gracia de Dios te encontró con tus seis maneras de pecar puede
encontrarse con su media docena de maneras. Puedes tener la seguridad de que Dios
tenía la intención de que tuviéramos esperanzas respecto a otras personas
cuando Él nos salvó. Mira a ese hombre que sale del hospital. Ha sufrido casi
todas las enfermedades que puedas imaginar, y con todo, ha sido curado. No es
el hombre que fuera a decir: “No sirve de nada entrar allí pues no obtendrías
ningún beneficio siguiendo el tratamiento de ese doctor”; al contrario, siempre
que se encontrara con alguien que está sufriendo, diría: “Anda y prueba al
médico que me curó. Si puedes conseguir una cama bajo su cuidado, si puedes
lograr que te conozca, puedes estar casi seguro de que vas a curarte; tus
enfermedades no pueden ser peores que las mías, y si él trató mi caso
eficazmente puede tratar el tuyo”. El hombre que ha gustado que Cristo es clemente y que ha probado en su propio caso el poder
convertidor del Espíritu Santo es quien le hará publicidad a Cristo y
proclamará Su fama por todo el mundo. Oh, yo te ruego, querido amigo, que no
desesperes de nadie. Tú que vas repartiendo opúsculos: entra en las peores
casas; tú que hablas a los más extraviados en los asilos para indigentes y que
los encuentras moribundos en la enfermería rechazando la palabra al momento que
la predicas, con todo, siguen haciéndolo; sigue haciéndolo. “Nunca te des por
vencido”. Así como el Señor te salvó a ti, la gracia de Dios puede salvar a cualquiera,
sin importar cuán profundamente pudiera haberse hundido en el pecado; la gracia
puede alcanzar incluso al más vil de los hijos de los hombres.
VII. La
última inferencia es que LO QUE DIOS HA HECHO POR NOSOTROS DEBERÍA CONFIRMAR
NUESTRA CONFIANZA DE ACUERDO CON NUESTRA PROPIA EXPERIENCIA, es decir, nuestra
confianza no en nosotros mismos, sino en Dios, que perfeccionará lo que ha
comenzado en nosotros. Si eres un creyente, para llevarte al cielo no se
necesita ni la mitad de la gracia que ya has recibido para ubicarte donde
estás. Tienes que ser perfeccionado; pero recuerda que fue aquel primer paso el
que supuso la dificultad. Siempre me acuerdo de la leyenda de San Dionisio, que
recogió su cabeza después de que le fuera cortada, y me parece que caminó cuarenta
leguas con ella. Pero una persona ocurrente comentó que no había problema en
caminar cuarenta leguas; la dificultad estribaba en dar el primer paso. Así
era; y así también, toda la dificultad de la caminata de la fe radica en el
primer paso, en ese primer acercamiento de un corazón muerto con la vida, en esa
primera recuperación de un alma reprobada, de una mente carnal que está
enemistada con Dios, para llevarla a una amistad con Dios. Bien, eso ya se ha
realizado; esa primera grande obra ha sido obrada en ustedes por Dios el
Espíritu Santo, y ahora pueden decir con el apóstol: “Porque si siendo
enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más,
estando reconciliados, seremos salvos por su vida”. ¿Piensan que el Señor
convierte alguna vez a un hombre con miras a mostrarle la luz para que regrese
otra vez a las densas tinieblas para siempre? ¿Piensan que deja caer una chispa
de luz celestial en nuestras almas para que se apague y no se reencienda jamás?
¿Acaso viene y nos enseña a comer el pan celestial y a beber el agua de vida
para luego dejarnos morir de hambre o morir de sed? ¿Acaso nos hace miembros
del cuerpo de Cristo pero luego permite que nos pudramos y que nos
descompongamos? ¿Nos ha traído hasta aquí para ponernos en vergüenza? ¿Me ha dado
un corazón que clama tras Él y lo anhela ardientemente; me ha dado un suspirar
por alcanzar la perfección, un hambre interna de todo lo que es santo y
verdadero, pero tiene la intención, después de todo, de abandonarme? No puede
ser:
“Su amor en el pasado me prohíbe pensar
Que al final permitirá que me hunda en la turbación;
La agraciada conversión que estoy repasando,
Confirma Su beneplácito para ayudarme hasta el final”.
Entonces prosigamos
nuestro camino regocijándonos porque así será con cada uno de nosotros. Amén.
Porciones de
Hechos 26 y 1
Timoteo 1; 11-17.
Notas
del traductor:
(1) El pastor
Spurgeon
Enjalbegar: blanquear las paredes con cal.
Traductor: Allan Román
1/Agosto/2013
www.spurgeon.com.mx