El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

El Mediador: Juez y Salvador

NO. 1540

 

SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 30 DE MAYO DE 1880

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“Y nos mandó que predicásemos al pueblo, y testificásemos que él es el que Dios ha puesto por Juez de vivos y muertos. De éste dan testimonio todos los profetas, que todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre”. Hechos 10: 42, 43.

 

Estos dos versículos son un extracto de un sermón notabilísimo, el sermón que Pedro predicó en casa de Cornelio con ocasión del Pentecostés Gentil. Creo que tenemos derecho a llamar con ese nombre al evento, pues fue entonces que sobre los gentiles fue derramado el don del Espíritu Santo. Pedro había predicado en el primer Pentecostés, cuando el Espíritu Santo descendió sobre la asamblea de creyentes judíos; y es notable que él fuera el predicador en este segundo Pentecostés, cuando el Espíritu Santo descendió sobre los de la incircuncisión mientras oían el Evangelio. Felipe se encontraba en Cesarea, y hubieran podido mandar a llamarlo, pero Dios había resuelto que el estricto Pedro, el ministro de la circuncisión, fuera el que abriera la puerta de la fe a los gentiles. Pablo ya había sido convertido en aquel tiempo, y hubiera podido parecer más apropiado haberlo usado a él para iluminar a este oficial italiano, pero el Señor no lo consideró así; Él enviaría el Espíritu sobre los gentiles en conexión con la misma persona que predicó cuando aquella visitación bendijo a los convertidos de Israel. Pedro predicó, por así decirlo, sobre las ruinas de la pared intermedia de separación que una vez dividió a los hijos de los hombres.

 

La ocasión era muy especial, y, por tanto, el sermón es muy digno de nuestra atenta consideración. ¿Qué tipo de discurso es el que puede esperar ser sellado por el Espíritu Santo? Podemos aprender algo al respecto partiendo del ejemplo que tenemos ante nosotros.

 

Noten que fue un sermón “predicado a solicitud”. Yo he visto esas palabras impresas en la portada de unos sermones muy pobres, como una especie de disculpa por haber sido impresos. Me he preguntado quiénes serían los que los solicitaron y si quienes los solicitaron quedarían satisfechos con lo que recibieron a cambio de su petición. Yo pensaría que difícilmente habrían solicitado que las mismas palabras les fueran repetidas de nuevo. Pero esta solicitud era muy honesta y sincera, pues Cornelio envió por el predicador a muchos kilómetros de distancia, el cual llegó después de un día de viaje para predicar su discurso. Sería de desear fervientemente que muchos sermones fueran predicados y publicados con base en una solicitud. Cuando los seres humanos están ávidos de oír tales discursos, y consideran que el predicador es su benefactor, hay grandes esperanzas de que la verdad obre su salvación.

 

Este discurso fue predicado a una congregación modelo. Uno podría sentirse satisfecho de predicar en medio de la noche a una asamblea de este tipo, pues una devota familia se había congregado ante la urgente petición de un pariente influyente, para que se les predicase el Evangelio. Ni una sola persona llegó tarde a esa reunión. Todos estaban ahí antes que el predicador llegara. Las llegadas tardías implican con frecuencia una adoración vacía, turbación y distracción. “Ahora, pues” –dijo Cornelio antes que Pedro empezara- “todos nosotros estamos aquí en la presencia de Dios”. Eso estuvo bien. Oh, que todos los oyentes fueran puntuales y que toda adoración pudiera transcurrir sin interrupciones. Sería mejor todavía que todas nuestras audiencias sintieran estar “en la presencia de Dios”. Esto crearía un sentimiento solemne y aseguraría una devota atención. Todos los oyentes se encontraban en un estado de ánimo de espera y de expectación, y todos estaban en una condición receptiva, deseando, como dijo Cornelio: “oír todo lo que Dios te ha mandado”. Nunca el terreno fue arado de mejor manera, ni nunca estuvo en una condición tan ideal para recibir la simiente viva.

 

Pedro les predicó un sermón muy claro y sencillo; no se puede encontrar ni una expresión florida en él, ni una metáfora y ni siquiera el menor intento de oratoria, como tampoco se pueden encontrar en los sermones de los hombres inspirados. Pueden estar seguros de que esos caballeros que predican grandilocuentemente no son inspirados, pues de lo contrario no intentarían utilizar un estilo altivo y pomposo. La inspiración que da el Espíritu Santo conduce a los hombres a utilizar una gran claridad de lenguaje. No sólo fue claro Pedro en sus palabras, sino que las verdades que enseñó fueron los principios básicos de la fe, y los hombres son salvados, generalmente, gracias a esos principios. Los puntos difíciles de la teología no son a menudo los instrumentos de la conversión. ¿Qué tenemos que ver nosotros con los fuegos artificiales de la retórica, o con las lides de la controversia, cuando los hombres están ansiosos de conocer el camino de la salvación? El discurso fue sencillo aunque muy poderoso; tan poderoso, en verdad, que todos los que lo oyeron fueron convertidos. No veo ningún indicio de que algunos de ellos no quedaran convencidos, pues el versículo cuarenta y cuatro dice: “el Espíritu Santo cayó sobre todos los que oían el discurso”. Qué ocasión tan destacada fue aquella, pues todos los que oyeron la verdad sintieron el poder del Espíritu Santo. ¡Qué no daría yo para ser capacitado para predicar de esa manera y ver un resultado similar!

 

Sin embargo, este sermón quedó inconcluso. Seguirá siendo por siempre un fragmento homilético, una rota columna del templo de la sabiduría, un discurso del cual no conoceremos nunca la conclusión que se proponía su autor. Yo estoy seguro de que Pedro se sentía lleno de material aquel día, pues así se siente usualmente un ministro cuando sabe que es enviado por el propio Señor con una comisión especial, y cuando ve que algunas personas con un corazón abierto reciben todo lo que él les expresa. Se siente entonces como un barco que necesita viento; su corazón le está dictando un buen tema y su lengua es la pluma de un escritor inspirado. Con todo, el sermón no fue concluido nunca, pues fue interrumpido abruptamente. Oh, que nuestros sermones quedaran inconclusos por la misma razón por la que quedó inconcluso el sermón de Pedro, pues el Espíritu Santo, que habla mejor por Sí solo que por medio de la voz más denodada, provocó una interrupción divinamente feliz: “el Espíritu Santo cayó sobre todos los que oían el discurso”. El sermón fue detenido cuando oyeron a los convertidos hablar en lenguas y engrandecer a Dios, y el predicador no reanudó su sermón, sino que conjuntamente con sus convertidos procedió al bautismo y luego disfrutó de una santa comunión. ¡Oh, que el Espíritu de Dios nos interrumpiera de la misma manera! Recurrimos demasiado a la plática y demasiado poco a esos benditos silencios que Él genera con certeza. Sería mejor que nuestros labios permanecieran sellados durante horas en vez de que habláramos, a menos que Él abra nuestra boca para publicar las alabanzas del Señor. Sería mucho mejor una sagrada irregularidad en nuestros servicios públicos que la estirada monotonía de la muerte. Por todas estas razones pienso que tengo un derecho a su más devota atención mientras consideramos el sermón de Pedro con más detenimiento; ciertamente un sermón producido bajo tales circunstancias, que conduce a tales resultados y que es interrumpido tan divinamente, merece ser estudiado con reverencia.

 

¿Cuál fue el tema? ¿Sobre qué predicó Pedro? Pedro predicó ‘a Cristo, y a éste crucificado’. Ningún otro tema produce jamás efectos similares. El Espíritu de Dios no da testimonio de sermones vacíos de Cristo. Dejen a Cristo fuera de su predicación, y verán que el Espíritu nunca vendrá sobre ustedes. ¿Por qué habría de hacerlo? ¿Acaso no vino con el propósito de dar testimonio de Cristo? ¿No dijo Jesús: “Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber”? Sí, el tema fue Cristo, y sólo Cristo, y esa es la enseñanza que el Espíritu de Dios reconoce. Nos corresponde a nosotros no desviarnos nunca de este punto central: debemos adoptar la resolución de no saber nada entre los hombres sino a Cristo y Su cruz.

 

Creo que el sermón contenía seis encabezados, aunque trató de un solo tema, esto es, Cristo. El apóstol habló acerca de la persona del Señor. Yo no voy a extenderme, sino simplemente voy a darles sus palabras. Dijo: “Anunciando el evangelio de la paz por medio de Jesucristo; éste es Señor de todos”. Pedro no enseñó el evangelio sociniano que expone a un Cristo que no es Dios. Nosotros amamos “al hombre Cristo Jesús”, pero no podemos tolerar la doctrina que afirma que Él no es más que un hombre. ¿Cómo podría salvarnos? ¿Podría redimirnos un simple hombre? “Éste es Señor de todos”, y puesto que tal es Su supremacía, tenemos el convencimiento de que podemos confiarle la salvación de nuestras almas. Pedro es muy claro respecto a la soberana Deidad de Jesús. Sus palabras son exiguas, pero son sumamente explícitas. Habiendo hablado de Su persona, luego habló de Su vida, y cuán medular fue su compendio: “Cómo Dios ungió con el Espíritu Santo y con poder a Jesús de Nazaret”. El ungimiento del Espíritu Santo constituía el manantial del poder de Su vida. El Espíritu dio testimonio de Él en el Jordán y también lo hizo en otras ocasiones. Dice: “El Espíritu de Jehová el Señor está sobre mí, porque me ungió Jehová”. El tenor de Su vida es expresado en la siguiente frase: “Y cómo éste anduvo haciendo bienes”. Esa solitaria pincelada ofrece un cuadro completo de Cristo. En esa frase se tiene resumida la biografía de Jesús según vivió entre los hombres: fue un misionero itinerante, fue un predicador viajero, fue un benefactor general y “anduvo haciendo bienes”. Luego Pedro pasó a su tercer punto, que fue la muerte del Salvador, de la cual dice: “a quien mataron colgándole en un madero”. Él no suprime la ofensa de la cruz, ni la expresa en un terso lenguaje, como algunos lo habrían hecho, sino que confiesa que lo colgaron en un madero. Morir colgado o crucificado era una muerte maldita y vergonzosa en opinión de toda la humanidad, pero Pedro confiesa que su Señor así murió; no intenta ocultar y ni siquiera velar el asunto; reconoce que Él murió clavado a un madero. Yo me regocijo por esta valiente exposición de la doctrina de la cruz en toda su crudeza, según pensarían algunos, pero que nosotros hemos de considerar como su sublime simplicidad. En la muerte de Cristo la vergüenza es honor y la ignominia es renombre. Adornar con flores a la cruz y hacer honorable a la crucifixión es despojar de su principal elemento a la augusta transacción, es decir, tener que sufrir la vergüenza por causa del vergonzoso pecado del hombre. Luego Pedro pasó a la resurrección de nuestro Señor, pues esa es una parte esencial del Evangelio, y no se predica el Evangelio si se olvida a Cristo resucitado. “A éste levantó Dios al tercer día, e hizo que se manifestase”. No fue ninguna ficción. Él se mostró abiertamente en muchas ocasiones a quienes eran más capaces de reconocerlo. El Cristo resucitado fue visto, y fue visto claramente, sí, y Sus discípulos hablaron con Él y lo tocaron con sus dedos y sus manos. Él no se mostró a todos, pues no iba a ser exhibido para satisfacer la curiosidad, sino para procurar la fe. La evidencia de quinientas personas es más que suficiente para confirmar un hecho histórico, y tal vez sea mejor para ese propósito que el testimonio de incontables multitudes. Si se supone que esas quinientas personas fueron engañadas, se creería con igual facilidad que una nación entera estaba equivocada. Si la nación de los judíos hubiera recibido la verdad de la resurrección de Cristo, no habría podido proporcionar una mejor evidencia de que Cristo resucitó, de la que ya tenemos; más bien, se habría dicho: ‘Todo esto es una fábula israelita; la nación judía, prejuiciada a su propio favor, se ha confabulado para mantener la ficción de un Mesías resucitado para hacer crecer su propia reputación nacional’. Hay algo mucho más convincente en el testimonio de unos hombres que fueron ellos mismos perseguidos y enviados a la muerte por dar tal testimonio, y que murieron adhiriéndose unánimemente a la verdad de su común testimonio. Dios le dio al mundo entero la suficiente evidencia para confirmar la resurrección de Cristo, pues muchos comieron y bebieron con Él después que resucitó de los muertos. Luego Pedro llegó a los dos últimos puntos de su sermón, que fueron, el juicio, que consideró que era necesario predicar, declarando que Jesucristo, que murió y resucitó, ha sido designado ahora el Juez de toda la humanidad; y por último, como la joya de todo, Pedro predicó la salvación por medio del Señor Jesús, de manera sumamente plena y gratuita, diciendo: “Todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre”. Aquí era donde él pretendía llegar, y llegando a ese punto, ya había enseñado la verdad que bastaba para salvar un alma, y Dios, el Espíritu Santo, de inmediato la usó.

 

Esta mañana tengo el propósito de confinar la atención de ustedes a esos dos últimos puntos del sermón de Pedro, pues estoy seguro de que hay mucho contenido provechoso en ellos. No es que me proponga extraer separadamente el significado de cada uno de estos versículos, sino que quiero hacerles ver la conexión que hay entre los dos, para mostrar cómo Cristo, en Su carácter de Juez de toda la humanidad, está vinculado a Su carácter de Salvador de todos aquellos que creen en Él, a quienes perdona sus pecados. Que Dios bendiga la meditación para beneficio de nuestras almas.

 

I.   LA POSICIÓN DE NUESTRO MEDIADOR DIVINO INVOLUCRA DOS OFICIOS. No vivimos ahora bajo el inmediato gobierno de Dios, sino bajo el reino de Jesucristo, el Mediador, pues Dios ha cedido todo juicio al Hijo. Jesús reina ahora, de acuerdo a la palabra del salmista: “Todo lo sujetaste bajo sus pies”. Vivimos bajo una dispensación de mediación, en la que todo poder le es dado a Jesús en cielo y tierra. Dios brilla sobre nosotros ahora a través de la persona de Su amado Hijo, y por tanto, no lo hace con esos fieros y severos rayos que en justicia deberían habernos consumido, sino a través de la mediación de la grata persona de Jesús; lo hace con una leve, suave y templada brillantez, para nuestro consuelo y salvación. Ya que Cristo ha recibido así un pleno poder de mediación, advertimos en él dos oficios.

 

El primero es el de Juez, y el segundo es el de Salvador. Primero, Jesucristo, como mediador, se ha convertido en nuestro Juez. “El Padre a nadie juzga, sino que todo el juicio dio al Hijo”. “Cristo para esto murió y resucitó, y volvió a vivir, para ser Señor así de los muertos como de los que viven. Porque todos compareceremos ante el tribunal de Cristo”. Fíjense en esto: “de Cristo”. Jesús de Nazaret se ha convertido en el “Juez de vivos y muertos”. En ese carácter Él tiene una autoridad judicial sobre toda la humanidad. Las ofensas son ahora ofensas contra Él, son transgresiones contra el regio Hijo de Dios. Él tiene autoridad sobre los hombres y nos juzgará a todos nosotros al final, así como juzga ahora todos nuestros actos y nuestros pensamientos y nuestros propósitos. Todos nosotros tendremos que comparecer delante de Él, “para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo”. Él sopesará la evidencia y decidirá el destino de todos. Cada uno de nosotros comparecerá delante de Su gran trono blanco, y Él apartará a las naciones como aparta el pastor las ovejas de los cabritos. Para los condenados, Sus labios dirán: “Apartaos de mí, malditos”; para los glorificados, de Sus labios brotará la sentencia: “Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo”. Sí, Aquel que colgó del madero se sienta ahora como Rey sobre el santo monte de Sion, y ha de reinar hasta que todos Sus enemigos sean puestos por estrado de Sus pies, y ha de venir una segunda vez sin una ofrenda por el pecado para el juicio de la humanidad. Ese juicio de nuestro Salvador será perentorio y final y concernirá a toda la raza de Adán. Es por designación divina y no puede ser cuestionado nunca, pues Dios “ha establecido un día en el cual juzgará al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado de los muertos”. El Señor Jesús es Juez de vivos y muertos. Todos los que vivan en Su venida, reyes y campesinos, santos profesantes y pecadores reconocidos, tendrán que comparecer de igual manera delante de Su tribunal, y todas esas miríadas cuyos cuerpos enmohecidos han convertido al mundo en un gigantesco cementerio, han de resucitar y todos han de responder al llamado de Su trompeta. Los judíos que lo acusaron, los romanos que lo ejecutaron, los antiguos gentiles que persiguieron a Sus apóstoles, los burladores de los tiempos modernos que ridiculizan Sus reclamaciones, todos los reyes y los patriarcas antediluvianos con todas las numerosas huestes destruidas por el diluvio, y las miríadas de miríadas de todas las naciones que han venido y se han ido desde entonces, y todos los que han de venir y se han de ir todavía, todos sin excepción han de presentarse en una comparecencia personal delante del tribunal del Nazareno, que es asimismo el Hijo de Dios. Esta es parte de Su obra como Mediador entre Dios y el hombre, y habrá de desempeñar bien ese solemne encargo.

 

La segunda parte de Su oficio es de ser un Salvador: “que todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre”. Él es Príncipe y Salvador y el poder en Él acompaña a Su gracia. Él tiene el soberano derecho de la condenación o de la justificación; el juicio final le corresponde a Él. Él dice: “He aquí yo vengo pronto, y mi galardón conmigo, para recompensar a cada uno según sea su obra”. Los poderes de vida y de muerte han sido confiados a Jehová Jesús, el Hijo de Dios. Él tiene autoridad para pasar por alto la transgresión, la iniquidad y el pecado, tanto en nombre propio como en el nombre del Dios Eterno. Su expiación ha hecho posible que Él lo haga en perfecta consistencia con Su carácter de Juez: Él perdona y cuando Él perdona, el resultado es un acto tan justo como cuando Él condena. Si ésto les parece una paradoja, lean el Nuevo Testamento y vean cómo puede ser justo y el que justifica al que es de la fe; vean cómo es que en el sacrificio expiatorio “la justicia y la paz se besaron”, y cómo Dios es severamente justo en todo lo que hace, y, sin embargo, abunda en riqueza de gracia para con los pecadores al pasar por alto el pecado de ellos.

 

Me parece que es un pensamiento muy bendito que la misma universalidad que permea los dignificados procedimientos del Mediador como juez, ha de ser vista en Sus condescendientes operaciones como Salvador, pues no es únicamente a los judíos que Él ha venido, aunque a ellos les es predicado. Quiera Dios que lo reciban. Pero Él ha venido también a los gentiles, para que “todos los que en él creyeren, reciban perdón de pecados por su nombre”. Ahora no hay ni negro ni blanco, ni hombre ni mujer, ni rico ni pobre para Él; la humanidad es una gran familia caída y de ella se levantará una gran familia restaurada que viene y confía en el Salvador. Jesucristo puede salvar perpetuamente a los que por Él se acercan a Dios. Fue el Salvador de los creyentes tanto en épocas pasadas como en esta época y en épocas todavía por venir. Él es siempre poderoso para salvar. El ungido Salvador es el mismo ayer, hoy, y por los siglos. Vean ustedes, entonces, que como Cristo es el Intermediario y ha intervenido entre Dios y el hombre y tiene autoridad real para hacerlo, asume la doble tarea de juzgar y perdonar. Los dos oficios han de convivir en sus mentes: “Él es un Dios justo y un Salvador”.

 

II.   Tengan la bondad de seguirme en la siguiente consideración: ESOS DOS OFICIOS CONSIDERAN A LOS HOMBRES COMO PECADORES. Estoy cansado de oír a los hombres hablar acerca de la bondad latente en la naturaleza humana. Leí el otro día un instructivo destinado a misioneros que los alecciona diciéndoles que cuando vayan a una tierra extranjera, deben creer siempre que los hombres son buenos, que en ellos hay una religiosidad natural, la cual, como las chispas en las brasas, únicamente necesita que se le sople un poco, y se encenderá y se convertirá seguramente en un incendio de verdadera devoción, y así sucesivamente. ¡Bah! No hay una sola palabra de verdad en todo ese halago. Ninguna doctrina podría ser más falsa en relación a la propia existencia de Cristo. Si la religión natural hubiese bastado, ¿por qué se requirió que un divino Salvador descendiera entre nosotros? Lo mejor que la luz de la naturaleza puede hacer no está a la altura de la justicia. El caso de Cornelio, en el capítulo que hemos estado leyendo, pone en evidencia que la mejor religión natural requiere ser iluminada por la revelación y necesita ser instruida por la doctrina de la cruz; pues he ahí a Cornelio, un hombre que adora devotamente al verdadero Dios y que vive rectamente, y, con todo, ¿qué se debe hacer por él? ¿Habrá de ser salvado sin Cristo? ¿Ha de encontrar su propio camino a la vida mediante el desarrollo de sus buenas cualidades? No, sino que se le tiene que decir que mande a llamar a Pedro para que le hable acerca de Jesús, el Salvador, y si ningún otro medio respondiera, un ángel debe descender para guiarlo al maestro designado. Cuando hubo llegado tan lejos como podía hacerlo, se volvió esencial que oyera el Evangelio de Jesucristo. Ahora, es meridianamente claro que si para ese caso, que era uno de los mejores, el Evangelio fue absolutamente necesario, seguramente ha de ser requerido por las miríadas que no son tan excelentes.

 

Hermanos, Jesucristo viene para juzgar a la humanidad porque hay pecadores que han de ser juzgados. Si se encontraran con alguna nación que no tuviera tribunales, que no tuviera castigos ni cortes de justicia, ni jueces, sería la escena de una completa anarquía o bien sería una nación donde todos obedecerían la ley y se desconocería la actividad criminal. La instalación del último gran juicio, y la constitución de ese gran juicio con referencia a todos los hombres, vivos y muertos, y la designación de la Persona de condición más suprema que existe, el propio Hijo de Dios, para presidir ese juicio, todos esos hechos implican una culpa en algún lado y una culpa abundante. Si eso no demuestra que cada uno de los vivos y de los muertos ha ofendido, al menos implica que todos ellos están bajo sospecha. Que todos ellos son culpables en realidad lo aprendemos en otras porciones de la Palabra de Dios. El juicio presidido por el Mediador comprueba que el oficio de mediador tiene que ver con el pecado y trata con los hombres como transgresores de la ley.

 

La segunda parte del oficio de mediador de nuestro Señor implica esto de manera sumamente cierta, pues Él viene como Salvador, y ese oficio sería innecesario si no hubiese ningún pecado y ninguna ruina; es fútil hablar de salvar a quienes no han caído nunca. Él viene para perdonar el pecado, pero no puede haber ninguna remisión de pecados para quienes no han transgredido nunca. La amplitud de la promesa citada aquí, que “todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados” sirve para demostrar que en todos hay pecado. Sin importar cuán inclusivo sea el “todos”, pueden estar seguros de que así de amplia es la culpa: el remedio da la medida de la enfermedad. Es prometido el perdón con base en la fe en Jesucristo, porque el hombre caído necesita ser perdonado.

 

Uniendo las dos cosas, el mero hecho de que haya un Mediador indica que al hombre se le considera caído. Dios pudo haber tratado directamente con nosotros, sin ningún Intercesor, si hubiéramos sido como fue el primer Adán antes de su caída. Es en razón de la influencia del pecado sobre la raza, la caída y la corrupción de la progenie de Adán, que se hizo necesario que hubiese un “árbitro que pusiera su mano sobre nosotros dos”, y que tratara con Dios en Su persona divina y tratara con el hombre caído en su humanidad. Sí, Cristo como Mediador trata con los pecadores a nombre de Dios, y el punto que quiero que noten prácticamente es este: no permitamos que nos alejemos de la conciencia de ser pecadores, porque entonces nos alejaríamos de Cristo el Mediador. En la proporción en que erijan cualquier justicia propia, en esa proporción se vuelven independientes del Salvador y quedan separados de Él. Si niegan que son susceptibles de ser juzgados y condenados, negarán también la necesidad de ser perdonados, y mientras nieguen su culpa no podrán ser perdonados nunca pues la confesión de la culpa es un acto preliminar necesario al perdón. “Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados”. Entonces, pónganse bajo la cobertura del ala del Salvador con quebrantados corazones. Vengan y comparezcan delante de Su majestuoso tribunal y declárense culpables. Clamen allí en ese momento: “Perdona mi pecado por medio de Tu grandioso sacrificio y de Tu sangre preciosa”. No trates de refutar la acusación o de atenuar la culpa, sino declárate culpable, y, como culpable, solicita un perdón inmerecido. No insistas en contradecir a tu conciencia para negar tu pecado, antes bien, ocupa el lugar del publicano y clama: “Dios, sé propicio a mí, pecador”. Ese es el segundo punto del texto, y es bastante claro. Que seamos los suficientemente sabios para ponerlo en práctica. Que el Espíritu Santo infunda en nosotros un espíritu tierno, humilde y contrito.

 

III.   Noten una tercera consideración: LAS APTITUDES REQUERIDAS POR NUESTRO SEÑOR COMO MEDIADOR PARA CUMPLIR SU PRIMER OFICIO DE JUEZ, NOS CONSUELAN SENSIBLEMENTE AL MIRARLO EN SU SEGUNDO OFICIO COMO SALVADOR.

 

Entonces noten, primero, que, como Juez, el Señor Jesús tiene plena autoridad: ha sido apoderado plenamente por Dios para perdonar o para condenar. Oh, entonces, si me otorga el perdón por medio de Su sangre, es un perdón válido, es un perdón libre otorgado por la propia mano y por el sello del Rey. Me alegra pensar en eso. Si Jesús, el Juez, hubiese dicho: “Apartaos de mí, malditos”, debería estar seguro de que fue verdadero y cierto, aunque me hundiera en una indecible desesperación por siempre; y lo mismo cuando dice: “Yo deshice como una nube tus rebeliones, y como niebla tus pecados”, estoy igualmente seguro de que Su sentencia es válida y firme. Por tanto, siendo justificado por tal Justificador, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo. El perdón es tan válido como válida habría sido la condenación. ¿Acaso no es alentador pensar en esto? ¿No constituye esto una sólida columna para sustentar la esperanza?

 

Para cumplir Su función de Juez de manera competente, nuestro Señor posee el conocimiento más amplio. Un juez debería ser el más instruido de los hombres, pues de otra manera no sería apto para decidir en asuntos de gran dificultad e importancia. Jesucristo, como Juez, es incomparablemente idóneo para juzgar a los hombres, pues Él los conoce exhaustivamente. Siendo Él mismo un hombre, conoce nuestras tentaciones y nuestras debilidades; de hecho, sabe todo acerca de nosotros tanto por experiencia como por observación. Él lleva consigo el corazón de un hombre al tribunal, y se sienta ahí en Su condición de hombre, para pesarnos en las balanzas de la verdad. Eso lo hace apto para juzgar al mundo con equidad.

 

A continuación, Él conoce la ley. ¿No ha dicho: “Tu ley está en medio de mi corazón”? Nadie conoce la ley de Dios como Jesús la conoció, pues la guardó en cada punto. No la leyó y la aprendió simplemente, sino que la obedeció plenamente. La ley está escrita en caracteres vivos en Su santa vida y en Su muerte obediente. ¡Cuán capaz es para juzgar, puesto que Él es Maestro de cada línea en el libro del estatuto real! Además, Él sabe qué es el pecado; no es que haya pecado alguna vez, pero ha vivido entre los pecadores como un Médico y ha estudiado sus quejas, haciendo de la enfermedad del pecado una especialidad. Aunque no cometió pecado, con todo, todo pecado fue puesto sobre Él. “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él”. El Señor Jesús conoce también el castigo del pecado. Un juez tiene que saber qué castigos debe imponer. Jesús conoce eso lo suficientemente bien, pues Él propio sufrió una vez por el pecado, el Justo por los injustos, para llevarnos a Dios. Él conoce el castigo merecido por la culpa humana, pues sobre Sus espaldas araron los aradores e hicieron largos surcos, y Su propia alma fue aplastada en Su interior en el lagar de la ira divina.

 

Hagamos una pausa aquí y pensemos durante un momento. En tanto que este conocimiento califica a Cristo para ser tu Juez, oh alma mía, igualmente lo califica para perdonarte, pues Él te conoce plenamente, y puede limpiarte completamente. Él conoce el pecado, queridos hermanos, el pecado de ustedes y el mío, de tal manera que el perdón otorgado por Él será el perdón de todo pecado, de todo tipo de transgresiones, de iniquidades y de crímenes, todos los cuales son evidentes delante de Él. Él conoce la ley, y por tanto, Él sabe cómo absolver legalmente, de tal manera que no puede surgir ningún cuestionamiento posterior. Él no cometerá ningún error respecto al asunto, pues conoce los procedimientos de las cortes del cielo. Puesto que Él conoce el castigo, ya que lo ha soportado íntegramente, Él se cuidará de que nada de ese castigo recaiga sobre nosotros jamás. Quien concede el perdón a  los creyentes no es un Dios ciego. Tampoco lo concede por error. No hay ninguna falla en el juicio divino, no hay ninguna artimaña ni subterfugios gracias a los cuales se pueda evadir el significado del estatuto hecho y provisto en ese caso, sino que todo es hecho en justicia y equidad. El Señor no presta oídos a lo que escapa a los hechos, antes bien, todos Sus juicios son hechos según verdad. El Juez de toda la tierra debe actuar justamente. Si Tú me has perdonado, Señor mío, sabes por qué lo has hecho, y lo has hecho íntegramente, y bien, y sabiamente, y prevalecerá en la corte de apelaciones contra todos los impugnadores. Yo no seré condenado cuando sea juzgado, sino que seré absuelto y justificado delante del tribunal de Dios, pues Jesucristo, el propio Juez, ha quitado mi pecado; vean aquí la plena remisión concedida a mi fe. ¿Quién acusará a los escogidos de Dios puesto que Dios es el que justifica?

 

¿No ven también, queridos amigos, que todas las aptitudes personales de nuestro Señor para actuar como Juez tienden notablemente a hacer que el perdón de Su pueblo sea más benditamente claro, pues, antes que nada, como Juez Él es muy justo? “Has amado la justicia y aborrecido la maldad; por tanto, te ungió Dios, el Dios tuyo, con óleo de alegría más que a tus compañeros”. “Se llamaba Fiel y Verdadero, y con justicia juzga y pelea”. Él es imparcial e inmutable, y cuando se sienta en el tribunal, son conspicuas en Él las más nobles y excelsas cualidades de la humanidad y la deidad. Bien, entonces, cuando Él perdona, tiene que ser justo para perdonar, y cuando Él perdona, tiene que ser consistente con la santidad de Dios que seamos perdonados. Alguien como Él, a quien Dios considera digno de juzgar a los hijos de los hombres en el último gran día, cuando dice: “tus pecados te son perdonados”, no ha pervertido el juicio, ni se ha apartado de lo recto. Nuestro perdón es afirmado y establecido por la sabiduría y la verdad del Juez divino, y su autenticidad y corrección son demostradas por los mismos atributos. ¿Quién podría disputar nuestra absolución puesto que emana del propio Juez? Si han captado mi pensamiento y han visto la verdad, tiene que propender a su consuelo y deleite; toda la pompa del juicio, toda la autoridad del trono, toda la justicia del libro del estatuto, todo el poder del gobierno del mediador, y toda la santidad del Juez mismo están comprometidos a mantener el veredicto de Su gracia, y a hacerlo tan firme como la sentencia de Su ira. En esto está la base de la reconfortante seguridad.

 

IV.   Hemos de notar a continuación el hecho de que NUESTRO CONOCIMIENTO DEL PRIMER OFICIO DEL MEDIADOR ES SUMAMENTE NECESARIO PARA NUESTRA ACEPTACIÓN DE ÉL EN SU SEGUNDO CARÁCTER. Esa es la razón por la que Pedro lo predicó. Esa es la razón por la que Pablo disertó ante Félix acerca de la justicia, del dominio propio y del juicio venidero. Esa es la razón por la cual el propio Espíritu Santo convence al mundo de pecado, de justicia y de juicio.

 

Querido oyente, si no crees en Cristo como tu Juez, nunca lo aceptarás como tu Salvador. A menos que te pongas delante de ese terrible trono, ese gran trono blanco, como lo llama Juan, y te veas compareciendo allí para rendir cuentas, no acudirás presuroso al Salvador para implorar misericordia. Yo quisiera que cada persona inconversa trajera a su mente la hora de su muerte, el momento de la comparecencia de su espíritu desnudo delante del tribunal de Cristo y luego la resurrección y las solemnidades de aquel gran día por el cual todos los demás días fueron hechos, cuando el cielo y la tierra pasen y todas las cosas se derritan como sueños, y lo único real será el hombre, sus actos, su Juez, su futuro. ¡Oh, piensa en esto! Algunos de ustedes no han sido perdonados esta mañana, y tan cierto como que ustedes viven, a menos que se arrepientan, comparecerán delante de Dios para recibir una segura condenación, una condenación irreversible y eterna. Dejen que los que quisieran embrujarlos digan lo que quieran, pero ustedes recibirán una condenación que atronará tras de ustedes a lo largo de las edades sin fin, para marchitar todas sus esperanzas y secar los manantiales de consuelo dentro de su naturaleza, y dejarles una eterna desolación. No puedo hablar muy extensamente acerca de este tópico pues el tema es demasiado espantoso. Que ninguno de ustedes incurra jamás en la condenación del último día. Que nunca suceda que alguien que se sentó en el Tabernáculo mientras tratábamos de predicar el Evangelio sea conducido por el remolino de la justicia divina lejos de la presencia de Dios y de la gloria de Su poder. Y sin embargo, así sucederá con algunos de ustedes, me temo, pues no se vuelven a Dios, no buscan al Salvador, y es muy probable que mueran en sus pecados, y, si murieran así, “ya no queda más sacrificio por los pecados, sino una horrenda expectación de juicio y de hervor de fuego” que ha de devorarlos.

 

Oh, que sintieran esto, y que ahora, conscientes de eso, vinieran y confiaran en Jesucristo el Salvador. Él es valioso únicamente para los pecadores. Cristo no es valorado nunca por nadie sino por los culpables. Él vino al mundo para salvar a los pecadores; fue bueno que lo hiciera, pues nadie más lo recibirá sino aquellos que sienten su pecado y condenación. Oh, vengan y recíbanlo como su Salvador, y que esa bendita palabra: “Todos los que en él creyeren” sea como una ancha puerta que les permita entrar. “Todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados”; ¿por qué no habrías de obtener esa plena remisión en este instante? Aquí tenemos algunas líneas sobre las que quisiera que reflexionaran cuando estén en sus aposentos, en casa; espero que hagan suya la oración final:

 

“Aquel día de ira, aquel terrible día,

Cuando pasen el cielo y la tierra,

¡Qué poder será el sostén del pecador!

Cómo se enfrentará a aquel terrible día,

Cuando, marchitándose como pergamino quemado,

Rueden juntos los cielos llameantes;

Cuando más fuerte todavía, y todavía más terrible

Resuene la aguda trompeta que despierta a los muertos.

 

¡Oh!, en aquel día, aquel día de ira,

Cuando el hombre al juicio despierte desde la arcilla,

Sé Tú el sostén del trémulo pecador,

¡Aunque el cielo y la tierra pasen!”

 

V.   La última observación es que LA OBRA SALVADORA DEL OFICIO DE MEDIACIÓN DE CRISTO ES LA QUE MÁS NOS CONCIERNE EN EL TIEMPO PRESENTE. ¿Qué hace Jesús como Mediador? Juzga, pero también perdona. Noten las palabras: “Recibirán perdón de pecados”. ¿Qué es la remisión de pecados? Óiganlo y asómbrense de que sea posible: es lo que causa que el pecado cese de ser. Concedido que han pecado; es de lamentarse que hayan pecado; concedido también que su pecado merezca el máximo castigo; sin embargo Dios, en prodigiosa misericordia, está dispuesto a perdonar su pecado, a borrarlo, a echarlo tras Su espalda para arrojarlo en lo profundo del mar; todas esas expresiones de la Escritura sirven para exponer que lo quitará por completo, de tal manera que considerará que nunca ofendieron en absoluto.

 

Hombre culpable, ¿has oído eso? Ustedes que no son culpables, ustedes, seres con justicia propia, no me importa si oyen esto o no, pues Cristo no vino para llamarlos a ustedes, puesto que los sanos no tienen necesidad de un médico. Pero, oh, ustedes que son culpables y que saben que son culpables, oigan esto: hay perdón, y les es predicado en el nombre de Jesucristo. Dios es un Dios de misericordia, y Él pasa por alto la iniquidad, la transgresión y el pecado, y los culpables pueden ser tratados justamente por Él como si fueran perfectamente inocentes.

 

Noten este grandioso hecho, y luego observen que esto ha de ser realizado en el nombre de Cristo. No hay otro nombre en el que el perdón pueda ser otorgado, pero viene en el nombre de Jesús. Sin derramamiento de sangre no hay remisión, y esa sangre es la sangre de Jesucristo, el Hijo amado de Dios, que nos limpia de todo pecado. Es en el nombre de Jesús el Nazareno, despreciado y desechado entre los hombres, quien es también Señor de todo, es en Su nombre que el perdón es presentado libremente para los más culpables de la raza humana. Estén donde estén, Dios está dispuesto a olvidar sus pecados y a aceptarlos a través de Jesucristo.

 

De acuerdo al texto esto ha de ser alcanzado a través de la fe, pues el texto dice: “el que en él cree”. El plan es muy sencillo. Cada gran descubrimiento es muy simple una vez que ha sido completado. ¿Notaron jamás que cuando una máquina es complicada se puede tener la seguridad de que su desarrollo sólo está en su infancia? Entre más perfecta se vuelva más sencilla se torna, hasta que al fin, cuando ya no se pueda hacer ninguna mejora, se puede comprobar que es así porque todas las complicaciones fueron eliminadas. Así es el Evangelio. No es una ciencia que necesite aprenderse en las universidades; no es una doctrina misteriosa que requiera del intelecto de un doctor en teología para poder captarla; es simplemente un Evangelio básico como el A B C que los bebés entienden con frecuencia mientras que los sabios no lo captan. Es: confía en Jesucristo; confía en Dios en Jesucristo, y entonces eres reconciliado con Él, y tus pecados son borrados por medio de Cristo.

 

Por último, estas benditas nuevas incluyen a todo aquel en el mundo entero que crea en Jesús. Esas palabras grandes e incluyentes: “todo aquel”, son dignas de su más devota atención. “Todo aquel que cree en él”. Esto no excluye a ninguna raza de hombres, ni el más degradado hotentote, ni el hindú más intelectual; esto no deja fuera a ningún rey, ni a ningún mendigo, ni a ningún moralista, ni a ningún proxeneta, ni a ningún adúltero, ni a ningún blasfemo, ni a ningún ladrón, ni a ningún asesino. Bendito sea el Dios de toda gracia porque no me deja fuera a mí. Yo me regocijo grandemente en esto. Soy alguien que está incluido en la descripción de “todo aquel”, pues en verdad creo en Jesús con todo mi corazón. Yo sólo espero en Él, y por tanto, sé que tengo el perdón de mis pecados. Yo anhelo que todos ustedes lo tengan también, no debido a ningún mérito de ustedes, no debido a cualquier sentimiento de ustedes, no debido a ninguna acción de ustedes, sino que obtendrán remisión gracias a Aquel que colgó del madero, si creen en Él. Oh, confíen en Él; confíen en Él, y recibirán el perdón. Mi corazón anhela que ustedes acepten a Jesús en este momento y que vivan. ¿Por qué no? Con frecuencia, cuando hemos hablado de esta manera, el Espíritu Santo ha animado a los corazones de los hombres y los ha traído a Cristo y ¿por qué no habría de hacerlo esta mañana? ¡Creyentes, oren pidiendo eso! En este momento eleven intensas oraciones al cielo en silenciosas jaculatorias. El Espíritu de Dios está aquí en esta asamblea y Él obrará en respuesta a nuestros ardientes deseos. Yo he predicado el Evangelio. Sé que es el propio Evangelio de Dios. ¿No dará Él testimonio de Su propia verdad? ¿No se ha comprometido a hacerlo Él mismo? Yo he predicado esta verdad tan bien como he podido, confiando únicamente en Su ayuda, y he evitado cuidadosamente todo lenguaje deslumbrante de humana sabiduría, diciéndoles con toda simplicidad la vieja, vieja historia de mi bendito Señor, y por tanto, confiadamente espero ver que la palabra prospere. El Espíritu Santo tiene que bendecir la predicación de la cruz; es Su oficio, es Su naturaleza, es Su forma usual de hacerlo. Él no ha cambiado, ni ha dejado de hacer lo que solía hacer y, por tanto, Él bendecirá a Su pueblo y hará que Su Evangelio sea poder de Dios para salvación. Oh mi querido oyente, aprópiate de la bendición mediante una fe instantánea. Que Dios te ayude a hacerlo, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

 

Porción de la Escritura leída antes del sermón: Hechos 10.   

 

 

Traductor: Allan Román

12/Enero/2012

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