El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

El Discípulo a Quien Amaba Jesús

NO. 1539

 

SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 23 DE MAYO DE 1880

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“El discípulo a quien amaba Jesús, el mismo que en la cena se había recostado al lado de él”. Juan 21: 20.

 

Nuestro Señor amaba a todos Sus discípulos, según este texto: “Como había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin”. Dijo a todos los apóstoles: “Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre, os las he dado a conocer”. Y, no obstante, en el interior de ese círculo de amor había un recóndito lugar donde el amado Juan había recibido el permiso de morar. Sobre la montaña del amor del Salvador había una cima un poco más elevada que el resto del monte y allí a Juan se le permitía estar muy cerca de su Señor. No porque Juan hubiese sido especialmente amado hemos de tener en un menor concepto, ni siquiera en el más mínimo grado, al amor que Jesucristo prodigaba al resto de Sus escogidos. Yo entiendo, hermanos, que quienes manifiestan un amor extraordinario por alguien son tanto más capaces de sentir un gran afecto por muchos, y por eso mismo, debido a que Jesús amaba más a Juan, opino que Su amor por los otros discípulos era también muy grande. No ha de suponerse ni por un instante que alguno sufriera por causa de Su amistad suprema con Juan. Juan fue engrandecido pero ellos no se vieron empequeñecidos, sino engrandecidos con él. Todos los creyentes son los objetos amados de la elección del Salvador; son la compra hecha con Su sangre, Su porción y Su herencia, son las joyas de Su corona. Si bien en el caso de Juan él es más grande en amor que otros, todos son eminentemente grandes, y por tanto si llegara a suceder que no te atrevieras a esperar poder alcanzar la altura de Juan, y no pudieras esperar ser distinguido por encima de otros como “el discípulo a quien amaba Jesús”, no obstante has de estar muy agradecido por pertenecer a la hermandad en la que cada quien puede decir: “Él me amó y se dio a sí mismo por mí”. Si no igualas a los tres primeros, debes sentirte feliz de pertenecer al ejército de los que siguen al Hijo de David (2 Samuel 23: 19). Es un privilegio incomparable y es un honor indecible gozar del amor de Jesús aunque sólo marches en medio de los soldados rasos de los ejércitos del amor. El amor de nuestro Señor por cada uno de nosotros contiene alturas inmensurables y honduras insondables. Excede a todo conocimiento.

 

No obstante yo no diría estas palabras de aliento sólo para hacer que se queden tranquilos en un bajo nivel de gracia; más bien yo quisiera motivarlos a que asciendan al punto más elevado del amor pues ya que el Señor los ha amado con un amor eterno, y los ha elegido, y los ha llamado, y los ha guardado, y los ha instruido, y los ha perdonado y se ha manifestado a ustedes, ¿por qué no habrían de esperar que se pudiera dar un paso más o dos, y que así pudieran subir hasta la más excelsa eminencia? ¿Por qué no podrían ser descritos muy pronto como Daniel, es decir, como un varón “muy amado”, o como Juan, “el discípulo a quien amaba Jesús”?

 

Ser amado como Juan lo fue, con un amor especial, es la forma más recóndita de esa misma gracia con la cual han sido favorecidos todos los creyentes. No han de imaginar que cuando trato de exhibir algunos de los rasgos que inspiraban amor en el carácter de Juan, quisiera que concluyeran que el amor que Cristo sentía por Juan fluía de cualquier otra manera que de acuerdo a la ley de la gracia, pues sin importar qué hubiera de amable en Juan, todo era obrado en él por la gracia de Dios. Bajo la ley de obras Juan habría sido condenado tan seguramente como cualquiera de nosotros, pues no había en él ningún merecimiento legal. Así como la gracia escoge al más vil pecador de entre los impíos así también esa gracia distinguió a Juan. Aunque pudiera admitirse que había ciertas características naturales que lo hacían afable, con todo Dios es el creador de todo lo que es estimable en el hombre y no fue sino hasta que lo natural hubo sido transformado y transfigurado por la gracia en lo espiritual que esas cosas se volvieron el objeto de la complacencia de Cristo Jesús. Hermanos, nosotros no decimos hoy que Juan fuera amado por sus obras, ni que tuviera un lugar prominente en el corazón de Cristo sobre la base del mérito personal, algo de lo que pudiera gloriarse. Juan, como todo el resto de sus hermanos, era amado por Jesús porque Jesús es todo amor y decidió poner Su corazón en Juan. Nuestro Señor ejerció una soberanía de amor y escogió a Juan por causa de Su propio nombre; y sin embargo, al mismo tiempo mucho fue creado en Juan que lo convertía en un objeto idóneo para el amor de Cristo. El amor de Jesús fue derramado en abundancia en el corazón de Juan, y así el propio Juan se volvió fragante con aromas deleitosos. Todo fue por gracia; la suposición de cualquier otra cosa está fuera de lugar. Yo considero esta especial forma del amor de nuestro Señor como uno de esos “dones mejores” que se nos indica que hemos de procurar con avidez. Pero es enfáticamente un don y no un salario o un artículo comprable. El amor no se compra. No habla nunca de precio o derecho. Su atmósfera es de un favor gratuito. “Si diese el hombre todos los bienes de su casa por este amor, de cierto lo menospreciarían”. El más supremo amor ha de buscarse, entonces, -siguiendo la analogía de la gracia-, como los hombres que tienen gracia buscan mayor gracia y no como los legalistas que intercambian y regatean conforme a recompensa y merecimiento. Si alguna vez llegamos a los aposentos superiores del palacio del amor, el amor mismo tiene que ayudarnos a subir las escaleras, sí, y tiene que convertirse en la escalera misma para nuestros pies dispuestos. Oh, que contemos con la ayuda del Espíritu Santo mientras hablamos sobre este tema.

 

I.   Y ahora, queridos amigos, para acercarnos más al texto, primero CONSIDEREMOS EL NOMBRE MISMO, “El discípulo a quien amaba Jesús”.

 

Nuestra primera observación al respecto es que es un nombre que Juan se da a sí mismo. Creo que lo repite cinco veces. Ningún otro escritor llama a Juan “el discípulo a quien amaba Jesús”: Juan es, entonces, quien se ha puesto ese sobrenombre, y todos los escritores de la antigüedad lo reconocen bajo ese título. Sin embargo, no sospechen que sufriera de egoísmo. Es uno de esos casos en los que el egoísmo está completamente fuera de duda. Ustedes y yo estaríamos renuentes naturalmente a aceptar tal título aun si sintiéramos que nos pertenecía, porque estaríamos celosos de nuestra reputación y temerosos de ser considerados presuntuosos; pero con una dulce naiveté (ingenuidad) que lo lleva a olvidarse por completo de sí mismo, Juan tomó el nombre que él sabía que lo describía de manera muy precisa, sin importar que otros lo objetaran o no. Lejos de haber algún orgullo involucrado en ello, muestra simplemente la sencillez de su espíritu, la apertura, la transparencia de su carácter y su completo olvido de sí mismo. Sabiendo que se trataba de la verdad, no duda en decirla: estaba seguro de que lo amaba más que a otros, y, aunque se sorprendía por ello más de lo que se hubiera sorprendido cualquier otro, con todo, se regocijaba tanto en ese hecho que no podía evitar publicarlo sin importar cuáles pudieran ser las consecuencias que para él mismo pudieran darse. A menudo hay bastante más orgullo en dejar de dar testimonio de lo que Dios ha hecho por nosotros que en darlo. Todo depende del espíritu que nos mueva. He oído a un hermano hablar con la más profunda humildad pero con plena seguridad del amor divino, y mientras algunos pensaban que era presuntuoso, yo he sentido en mi interior que su categórico testimonio era perfectamente consistente con la más profunda humildad, y que era su sencilla modestia la que lo hacía olvidarse por completo de sí mismo como para correr el riesgo de ser considerado exagerado y egoísta. Estaba pensando en cómo glorificaría a Dios, y la apariencia de glorificarse a sí mismo no lo alarmaba, pues se había olvidado de sí mismo en su Señor. Yo desearía que pudiéramos soportar que se rían de nosotros como si fuéramos orgullosos por causa de nuestro Señor. No tendremos nunca el nombre de Juan hasta que, como Juan, nos atrevamos a llevarlo sin ningún rubor.

 

Es un nombre tras el cual se oculta Juan. Es muy cauteloso de no mencionar a Juan. Habla de “otro discípulo”, y de “el otro discípulo”, y luego de “el discípulo a quien amaba Jesús”. Estos son los nombres con los cuales quería viajar “de incógnito” a través de su propio evangelio. Sin embargo, nosotros lo descubrimos pues el disfraz es demasiado tenue, pero aun así Juan tiene la intención de ocultarse detrás de su Salvador; lleva el amor de su Maestro como un velo, aunque resulta ser un velo de luz. Pudo haberse llamado, si así lo hubiera decidido: “el discípulo que contempló visiones de Dios”, pero prefiere hablar de amor antes que de profecía. En la iglesia primitiva encontramos escritos concernientes a él en los que es nombrado, “el discípulo que se recostaba en el pecho de Jesús”, y eso lo menciona él mismo en nuestro texto. Pudo llamarse “el discípulo que escribió uno de los evangelios”, o “el discípulo que más conocía del propio corazón de Cristo que cualquier otro”; pero Juan le da la preferencia al amor. No es el discípulo que hiciera cualquier cosa, sino el que recibía amor de Jesús; y él no es ese discípulo que amaba a Jesús, sino “a quien amaba Jesús”. Juan es el varón con la máscara de plata; pero nosotros conocemos al hombre y sus comunicados y le oímos decir: “Nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios tiene para con nosotros. Dios es amor; y el que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él”.

 

El nombre que estamos considerando es un nombre con el que Juan se sentía muy a gusto. Ningún otro título le describiría tan bien. Su propio nombre: “Juan”, significa el “don de Dios”, y él era un don precioso de Dios el Padre para Su Hijo sufriente, y un gran consuelo para el Salvador durante los años de Su residencia entre los hombres. Jesús sin duda lo consideraba Su Jonatán, Su Juan, Su don de Dios, y lo atesoraba como tal; pero Juan no piensa tanto en ser de algún servicio para su Señor, como en lo que su Señor había sido para él. Él se llama a sí mismo: “el discípulo a quien amaba Jesús” porque reconocía la deleitable obligación que brota del gran amor, y deseaba estar siempre bajo su regia influencia. Él miraba al amor de Jesús como la fuente y la raíz de todo lo que había en él que era agraciado y encomiable. Si tenía alguna valentía, si tenía alguna fidelidad, si tenía alguna profundidad de conocimiento era porque Jesús había generado en él el amor por todas esas cosas. Todas las fragantes flores que florecían en el huerto de su corazón fueron plantadas allí por la mano del amor de Cristo, así que cuando se llamó a sí mismo “el discípulo a quien amaba Jesús”, sentía que había ido a la raíz y al fondo del asunto, y que había explicado la principal razón de ser lo que era.

 

Ese nombre de cariño era muy precioso para él porque evocaba los recuerdos más luminosos de toda su vida. Esos cortos años en los que había estado con Jesús debieron de ser considerados por él en su vejez con gran embelesamiento como la corona y gloria de su existencia terrenal. No me sorprende que viera a Cristo de nuevo en Patmos, después de haberle visto en Palestina como le vio, pues tales visiones son muy propensas a repetirse. Tales visiones, digo; pues la visión de Juan de su Señor no era una visión ordinaria. Hay a veces un eco de las visiones así como lo hay de los sonidos; y aquel que vio al Señor con el ojo de águila de Juan, con su ojo interior asentado en lo profundo, era el varón que tenía mayor probabilidad en todo el mundo de verle repetidamente en visión tal como le vio en medio de las rocas del Mar Egeo. Todos los recuerdos de la mejor parte de su vida fueron despertados por el nombre que ostentaba, y mediante ese poder renovaba a menudo la íntima comunión con el Cristo viviente que había tenido lugar durante los horrores de la crucifixión y que había durado hasta el fin de Sus días. Ese nombre encantador puso a repicar todas las campanas de su alma; ¿acaso no suena muy musical? “El discípulo a quien amaba Jesús”.

 

Ese nombre era un potente resorte que le impulsaba a la acción mientras viviera. ¿Cómo podría traicionar a Aquel que le había amado tanto? ¿Cómo podría rehusar dar testimonio del Evangelio del Salvador que le había amado tanto? ¿Cuántas leguas de viaje podrían ser demasiado largas para los pies de ese discípulo a quien Jesús amaba? ¿Qué turbas de hombres crueles podrían intimidar el corazón del discípulo a quien Jesús amaba? ¿Qué forma de destierro o de muerte podrían desalentar a aquel a quien Jesús amaba? No, a partir de entonces, en el poder de ese nombre, Juan se vuelve osado y fiel, y sirve a su amoroso Amigo con todo su corazón. Digo, entonces, que este título debe de haber sido muy valioso para Juan porque se sentía sumamente a gusto con él; los secretos resortes de su naturaleza eran tocados por él y sentía que su ser entero, su corazón, su mente, su memoria, que todo ello estaba incluido en el alcance de las palabras “el discípulo a quien amaba Jesús”.

 

Era un nombre que nunca fue disputado. No se encuentra que nadie se quejara de Juan por describirse de esa manera. El consenso general le concedía ese título. Sus hermanos altercaron un poco con él cuando su cariñosa madre, Salomé, quería sendos tronos para sus dos hijos a la derecha y a la izquierda del Mesías, pero el amor de Jesús por Juan no causó nunca ninguna mala voluntad entre los hermanos, ni tampoco Juan se aprovechó indebidamente de eso. Yo creo que los apóstoles reconocieron tácitamente que su Señor tenía la razón en Su selección. Había algo en Juan que hacía que sus hermanos lo amaran, y por eso no se sorprendieron de que su Señor lo convirtiera en Su amigo más íntimo. Quien es amado verdaderamente por Dios generalmente recibe el amor de sus hermanos, sí, y aun el amor de los impíos en cierto modo, pues ‘cuando los caminos del hombre son agradables a Jehová, aun a sus enemigos hace estar en paz con él’. Cuando David caminaba con Dios, todo Israel lo amaba, y aun Saúl se veía forzado a exclamar: “Más justo eres tú que yo”. Juan era tan amoroso que se conquistaba el amor por doquier. Haríamos bien en ambicionar esta bendición especial puesto que sólo ella, de todos los tesoros conocidos, no provoca ninguna envidia entre los hermanos sino que más bien hace que todas las personas piadosas se regocijen. Puesto que los santos desean ser amados grandemente, se alegran cuando se encuentran con aquellos que han obtenido esa bendición. Si nosotros queremos oler a mirra y áloes y casia, nos alegra conocer a aquellos cuyas ropas ya son fragantes. Nunca se ve a Juan dictando cátedra a sus hermanos o enseñoreándose de la herencia de Dios, sino que con toda gentileza y humildad justificaba el afecto que nuestro Señor le manifestaba.

 

II.   Suficiente, entonces, en cuanto al nombre. En segundo lugar, CONSIDEREMOS EL CARÁCTER QUE RESPALDABA AL NOMBRE. Yo sólo puedo dar un retrato en miniatura de Juan. Es absolutamente imposible pintar un cuadro completo en el poco tiempo de un sermón; y, ciertamente, yo no soy tan buen artista como para lograrlo aun si intentara realizar la tarea. En el carácter de Juan vemos mucho que es admirable.

 

Primero, consideremos su personalidad como un individuo. El suyo era un corazón grande y cálido. Tal vez su fuerza principal radica en la intensidad de su naturaleza. Juan no es vehemente, pero es profundo y fuerte. Todo lo que hacía lo hacía de todo corazón. Juan era confiado; era un hombre en quien no había engaño; no había ninguna división en su naturaleza, era uno e indivisible en todo lo que sentía o hacía. No albergaba preguntas, no era criticón ni era propenso a espiar las fallas de los demás, y con respecto a las dificultades, ya fueran mentales o de otro tipo, parece haber estado felizmente libre de ellas. Habiendo ponderado y llegado a una conclusión, toda su naturaleza se movía en una sólida falange con una marcha enérgica; doquiera que iba, iba integralmente y muy resueltamente. Algunos hombres van en dos sentidos, o cambian de línea de conducta, o se dirigen a su objetivo de una manera indirecta, pero Juan orienta su locomotora directamente hacia adelante, con los fuegos llameantes y con la máquina trabajando a toda velocidad. Su alma entera estaba involucrada en la causa de su Señor pues era un pensador profundo, un estudiante silencioso y luego un actor enérgico. No era impetuoso con la premura de Pedro, pero no obstante era cabal y resuelto y ardía en celo.

 

Juan vivía sus creencias y creía al máximo lo que había aprendido de su Señor. Lean su Epístola completa y vean cuántas veces dice: “sabemos”, “sabemos”, “sabemos”. En él no hay algunos de los condicionales tales como “si”; es un creyente sólido y profundo. Su corazón da un asentimiento y un consentimiento genuinos.

 

Además había una intensa calidez en Juan. Amaba a su Señor y amaba a sus hermanos; amaba con un gran corazón pues tenía una noble naturaleza. Amaba constantemente y amaba de tal manera como para ser valiente por su Maestro en la práctica, pues era un hombre osado, un verdadero hijo del trueno. Estaba dispuesto a ir al frente si tenía que hacerlo, pero de una manera muy tranquila y no con prisa ni ruido; el suyo no es el desplome de una catarata sino el discurrir tranquilo de un río profundo.

 

Juntando todo lo que sabemos acerca de su personalidad, lo vemos como un hombre que era lo opuesto del típico hijo de la desconfianza, frío, calculador y precavido. Ustedes saben a qué tipo de personas me refiero, a personas muy buenas a su manera pero de ninguna manera fascinantes o que hayan de ser muy imitadas. Juan era completamente lo contrario de esos hermanos secos, sin jugo, que no poseen una naturaleza humana, seres que son en algún punto casi perfectos porque no tienen suficiente vida para pecar. No hacen ningún mal porque no hacen nada en absoluto. Yo conozco a unos cuantos de esos deleitables individuos, críticos agudos de otros y ellos mismos sin tacha, con esta única excepción: que no tienen corazón. Juan era un hombre cordial; era un hombre de cerebro pero de alma también, un hombre de un alma caritativa, un hombre en el que prevalecía una vida intensa pero tranquila. Un hombre a ser amado. La suya no era la vida de un arbusto congelado sino de una rosa roja. Él llevaba el verano en su semblante, la energía en sus modales, una fuerza firme en todos sus movimientos. Era semejante a aquel otro Juan de quien una vez fuera el discípulo, “Él era antorcha que ardía y alumbraba”. Había en Juan calidez y luz a la vez. Era intenso, sincero y abnegado por naturaleza, y una plenitud de gracia que santificaba esas virtudes se derramaba sobre él.

 

Veámoslo ahora en su relación con su Señor. El nombre que adopta para sí mismo es “el discípulo a quien amaba Jesús”. Jesús lo amaba como a un discípulo. ¿Qué tipo de discípulos aman los maestros? Los que han sido alguna vez maestros de jóvenes saben que si los maestros pudieran elegir, ciertos alumnos serían elegidos de preferencia a otros. Cuando enseñamos, amamos a la gente enseñable, tal como Juan. Era un hombre que aprendía rápido. No era como Tomás, lento, argumentador, cauteloso, sino que habiéndose asegurado una vez que tenía a un verdadero maestro, se le entregaba por completo y estaba dispuesto a recibir lo que tuviera que revelarle.

 

Juan era un discípulo de mirada muy perspicaz que penetraba en el alma de la enseñanza de su instructor. Su emblema en la iglesia primitiva era un águila, el águila que se remonta, pero también el águila que ve a la distancia. Juan veía el significado espiritual de los tipos y los emblemas; no se detenía en los símbolos externos, como lo hacían algunos discípulos, sino que su alma penetrante leía en las profundidades de la verdad. Se puede ver esto tanto en sus evangelios como en sus epístolas. Era un hombre orientado a lo espiritual; no se detiene en la letra, sino que se sumerge debajo de la superficie. Perfora la concha y llega hasta la enseñanza interior. Su primer maestro fue Juan el Bautista, y fue tan buen discípulo que fue el primero en dejar a su maestro. Tú sugieres que eso no demuestra que fuera un buen discípulo. Ciertamente sí lo demostraba, pues el propósito del Bautista era enviar a sus seguidores a Jesús. El Bautista dijo: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”, y Juan era un seguidor tan aventajado del precursor que inmediatamente siguió al propio Señor, a quien el precursor le había presentado. Esto lo hizo sin ninguna sacudida violenta; su progreso fue natural y consistente. Pablo vino a Jesús con un gran sobresalto y un inesperado giro cuando se vio en peligro en el camino a Damasco; pero Juan se deslizó suavemente hasta el Bautista y luego desde el Bautista hasta Jesús. No era obstinado ni tampoco débil sino que era dócil y por eso progresaba constantemente en su aprendizaje; ese es el tipo de discípulos que un maestro invariablemente ama, y por tanto, Juan era “el discípulo a quien amaba Jesús”.

 

Juan estaba lleno de fe para aceptar la enseñanza que recibía. La creía, y la creía real e íntegramente. No creía como lo hacen algunas personas, con la punta de los dedos del entendimiento, sino que sujetaba la verdad con ambas manos, la albergaba en su corazón, y permitía que fluyera desde ese centro y que saturara su ser entero. Era un creyente en lo más íntimo de su alma; cuando vio la sangre y el agua que brotaban desde la cruz y los lienzos enrollados en el sepulcro, vio y creyó.

 

Su fe generó en él un amor sólido y duradero pues la fe obra por amor. Él creía en su Maestro de una manera dulcemente familiar, “en el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor”. Un discípulo confiado y entregado de esa manera con seguridad será amado por su maestro.

 

Juan tenía una gran receptividad. Absorbía todo lo que se le enseñaba. Era como el vellón de Gedeón, listo para ser remojado con el rocío del cielo. Su naturaleza entera absorbía la verdad que es en Jesús. No hablaba mucho; yo pensaría que más bien era un discípulo callado. Hablaba tan poco que sólo tenemos una expresión suya registrada en los evangelios. “Vamos” –dirá alguien- “yo recuerdo dos o tres participaciones”. ¿Me estás recordando que él preguntó si podía sentarse a la diestra de Cristo? No he olvidado esa petición, pero yo te respondo que fue su madre, Salomé, quien habló en aquella ocasión. Tú me dices también que en la cena Juan preguntó: “Señor, ¿quién es?” Sí, pero fue Pedro quien puso esa pregunta en su boca. La única declaración que yo recuerde en el Evangelio que era genuinamente de Juan fue junto al mar de Tiberias, cuando le dijo a Pedro: “¡Es el Señor!” Ese fue un pequeño discurso muy significativo, un reconocimiento de su Señor que el vivaz ojo del amor hace con seguridad. Aquel que vivía más cerca de Jesús podía discernirlo mejor cuando estaba en la costa. “¡Es el Señor!”, es la alegre exclamación del amor que se llena de júbilo al ver a su Amado. Habría podido servirle a Juan como su lema: “¡Es el Señor!” Oh que fuéramos capaces, en medio de la oscuridad y de la agitación, de discernir al Salvador y de regocijarnos en Su presencia. “Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios”, y el discípulo amado era uno de esos.

 

Un rasgo grandioso del carácter de Juan, como discípulo, era su intenso amor por su maestro; no sólo recibía la verdad, sino que recibía al Maestro mismo. Yo entiendo que la proclividad a las fallas en un hombre a menudo revela más su corazón que sus virtudes. La observación que hago pudiera parecer extraña, pero es válida. Un corazón verdadero puede ser visto tanto en su debilidad como en su excelencia. ¿Cuáles eran los puntos débiles de Juan, según dirían algunos? En una ocasión fue intolerante. Ciertas personas estaban echando fuera demonios y él se los impidió porque no seguían a los discípulos. Ahora bien, esa intolerancia, indebida como era, brotaba del amor por su Señor pues temía que esos intrusos se constituyeran en rivales de su Señor y quería que se sometieran al gobierno de su amado Jesús. En otra ocasión los samaritanos no querían recibirlos, y él le pidió a su Maestro que hiciera descender fuego del cielo sobre ellos. Uno no lo encomia, pero aun así fue el amor a Jesús lo que le hizo indignarse ante su conducta poco generosa para con su mejor amigo. Se sentía tan indignado de que los hombres no atendieran al Salvador que había venido al mundo para bendecirlos, que quería hacer descender fuego del cielo. Eso demostraba su amor ardiente por Jesús. Incluso cuando su madre pidió que él y su hermano se sentaran sobre sendos tronos a la derecha y a la izquierda de Cristo, era una profunda y razonada fe en Jesús la que había sugerido eso. Su idea de honor y gloria estaba ligada a Jesús. Si cede a la ambición, es por una ambición de reinar con el despreciado Galileo. No quiere un trono a menos que sea al lado de su Líder. Además, ¡cuánta fe había en esa petición! Yo no voy a justificarla, pero voy a decir algo para moderar su condenación. Nuestro Señor subía a Jerusalén para ser escupido allí y para ser llevado a la muerte y, con todo, Juan se involucró tan integralmente en la carrera de su Señor que gustosamente correría la suerte de su grandioso César con la seguridad de que debía concluir en Su entronización. Está dispuesto, dice, a ser bautizado con Su bautismo y a beber de la copa; él sólo pide ser partícipe con Jesús en todas las cosas. Tal como dice un buen escritor, a uno le recuerda la valentía del ciudadano romano el cual, cuando Roma había caído en manos del enemigo, compró una casa dentro de los muros. Juan solicita heroicamente un trono al lado de Uno que estaba a punto de morir en la cruz, pues estaba convencido de que Él triunfaría. Cuando la causa y el reino de Cristo parecían a punto de extinguirse, con todo, tan entregado estaba Juan a su fe en Dios y a su amor por su amado Señor que su más excelsa ambición era estar aun con Jesús y participar con Él en todo lo que haría y sería. Entonces, ustedes ven que en todo momento amó a su Señor con todo su corazón, y por consiguiente Jesucristo lo amó; o déjenme decirlo a la inversa: el Señor amó a Juan, y por tanto, Juan amó al Señor Jesús. Es su propia explicación del hecho: “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero”.

 

Debo pedirles que miren una vez más a Juan como una persona instruida. Fue un discípulo amado, y permaneció siendo un discípulo, pero su conocimiento creció más y más, y en esa condición yo diría de Juan que sin duda nuestro Señor Jesús le amó debido a la ternura que fue propiciada por la gracia en su natural calidez. Cuán tierno fue con Pedro después de la grave caída del apóstol, pues muy de mañana Juan fue con él al sepulcro. Fue el hombre que restauró al que había caído. Era tan tierno que nuestro Señor no le dijo a Juan: “Apacienta a mis corderos”, pues sabía que lo haría con toda seguridad; y ni siquiera le dijo: “Pastorea mis ovejas”, como le dijo a Pedro, pues sabía que lo haría partiendo de los instintos de su amorosa naturaleza. Juan era un hombre que bajo la tutoría de Cristo creció, además, hasta llegar a ser muy espiritual y muy profundo. Los vocablos que utiliza en sus epístolas son mayormente monosílabos, pero cuán extraordinarios significados contienen. Si pudiéramos comparar a un escritor inspirado con otro, yo diría que ningún otro evangelista es comparable a Juan en profundidad. Los otros evangelistas nos dan los milagros de Cristo, y algunos de Sus sermones, pero Sus discursos profundos y Su oración sin par están reservados para ese discípulo a quien amaba Jesús. Donde están involucradas las cosas profundas de Dios allí está Juan, con sublime sencillez de expresión declarándonos las cosas que él ha gustado y palpado.

 

De todos los discípulos, Juan es el que más se asemeja a Cristo. Como reza el refrán popular: “Tal para cual”. Jesús amaba al discípulo por lo que veía de Él mismo en Juan, creado por Su gracia. Pienso que así verán que, sin suponer que Juan tuviera algún mérito, había rasgos en su carácter, en su carácter como un discípulo y en su carácter como un varón educado y espiritual, que justificaban que nuestro Salvador le hiciera objeto de su más íntimo afecto.

 

III.   En tercer lugar, y muy brevemente, REPASEMOS LA VIDA QUE BROTÓ DE ESTE EXTRAORDINARIO AMOR POR CRISTO.

 

¿Cómo fue la vida de Juan? Primero, fue una vida de íntima comunión. Juan estaba dondequiera que Cristo estaba. Él prescinde de otros discípulos, pero Pedro, Jacobo y Juan están presentes. Cuando todos los discípulos están sentados a la mesa, ni aun Pedro está más cerca del Señor Jesús, pero Juan está recostado cerca del pecho de Jesús. Su trato era muy cercano y especial. Jesús y Juan eran una nueva versión de David y Jonatán. Si tú eres un varón muy amado, vivirás en Jesús y tu comunión será con Él día a día.

 

La de Juan era una vida de una especial instrucción. Le fueron enseñadas cosas que nadie más sabía, pues no se podrían soportar. En la etapa final de su vida fue favorecido con visiones tales que ni siquiera Pablo, que en nada había sido inferior a aquellos grandes apóstoles, había visto jamás. Debido a la grandeza del amor de su Señor por Juan, Él le mostró cosas futuras y alzó el velo para que pudiera ver el reino y la gloria. Quienes aman mucho, verán mucho; los que más entregan sus corazones a la doctrina, aprenderán más.

 

A partir de entonces Juan se convirtió en un hombre en cuya vida había una asombrosa profundidad. Si bien como regla no había dicho mucho mientras su Señor estuvo con él, estaba absorbiéndolo todo para un uso futuro. Vivía una vida interior. Era un hijo del trueno y podía tronar valientemente la verdad, porque, así como una nube de tormenta está cargada de electricidad, así Juan había acumulado la misteriosa fuerza de la vida, del amor y de la verdad de su Señor. Cuando por fin se manifestó, había en él una voz como la voz de Dios; había en él un arrollador poder de Dios, profundo y misterioso. ¡Qué relámpago es el Apocalipsis! ¡Qué terribles truenos duermen dentro las copas y de las trompetas! La suya era una vida de poder divino debido al gran fuego que ardía en su interior; el suyo no era el resplandor que acompaña al estrépito de los espinos debajo de la olla, sino el fulgor de carbones en un horno cuando se funde toda la masa al rojo vivo. Juan es el rubí en medio de los doce. Brilla con una cálida brillantez que refleja el amor que Jesús prodigaba en él.

 

De aquí que su vida fuera de especial utilidad. A él le fueron confiadas comisiones selectas que involucraban un alto honor. El Señor le encargó una obra del tipo más tierno y delicado que me temo que no podría confiar a algunos de nosotros. Cuando el Redentor pendía moribundo del madero vio que Su madre estaba entre la muchedumbre y no la encomendó a Pedro, sino a Juan. Pedro se habría alegrado con el encargo, estoy seguro, y lo mismo habría hecho Tomás, y también Jacobo, pero el Señor le dijo a Juan: “He ahí tu madre”, y a su madre, “Mujer, he ahí tu hijo”. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa. Juan era tan modesto, tan apartado, iba a decir tan caballeroso, que era el varón que habría de responsabilizarse de una madre dolida. ¿Me equivoqué al decir que era un verdadero caballero? Dividan la palabra y se verá que ciertamente era el hombre más bondadoso (1). Juan tiene un aire delicado y modales considerados, rasgos necesarios para cuidar de una madre honrosa. Pedro es bueno, pero es áspero; Tomás es amable, pero frío; Juan es tierno y afectuoso. Cuando amas mucho a Jesús, te confiará a Su madre; me refiero a Su iglesia y a la gente más pobre en ella, tales como las viudas y los huérfanos y los ministros pobres. Te los confiará a ti porque te ama mucho. No pondría en ese oficio a cualquiera. Algunos de entre Su pueblo son muy duros y tienen un corazón de piedra, siendo más aptos para ser recaudadores de impuestos que repartidores de limosnas. Podrían ser oficiales distinguidos en un ejército, pero no enfermeros en un hospital. Si amas mucho a Jesús tendrás que realizar muchos oficios delicados que serán para ti pruebas de la confianza en ti de tu Señor y renovadas señales de Su amor.

 

Además, la de Juan fue una vida extraordinariamente beatífica. Se le conoce como Juan el Divino (es decir, el Teólogo), y lo era. Sus alas de águila lo hicieron remontarse a los lugares celestiales y allí contempló la gloria del Señor. Ya fuera en Jerusalén o en Antioquía, en Éfeso o en Patmos, su conversación era en el cielo. El Día del Señor lo encontró en el espíritu esperando a Aquel que viene con las nubes y esperaba de tal manera que quien es el Alfa y la Omega se apresuró a revelarse a él. Fue el amor de su Señor el que lo había preparado de esa manera para las visiones de gloria. Si ese amor no hubiese encendido su propio amor como para sostenerlo fielmente al pie de la cruz a lo largo de toda la agonía, podría no haber sido nunca capaz de contemplar el trono. Había seguido amorosamente a Aquel de quien le dijeron que era el “Cordero de Dios”, y por tanto, había sido hecho apto para verle como el Cordero en medio del trono, adorado por los ángeles y por los santos redimidos cuyas arpas y copas son colmadas con Su alabanza. Oh que nosotros también pudiéramos ser liberados de la rudeza de la tierra y que pudiéramos remontarnos a la más pura atmósfera de las cosas espirituales y celestiales.

 

IV.   Concluimos diciendo, muy brevemente esto: APRENDAMOS NOSOTROS MISMOS LAS LECCIONES de ese discípulo al que amaba Jesús. Que el Espíritu Santo las comunique a lo más íntimo de nuestros corazones.

 

Primero, les hablo a aquellos de ustedes que son todavía jóvenes. Si desean ser “el discípulo a quien amaba Jesús” comiencen pronto. Yo supongo que Juan tenía entre veinte y veinticinco años cuando fue convertido; de cualquier manera, era un hombre bastante joven. Todas las representaciones de él que han llegado hasta nosotros, si bien yo no les asigno ningún gran valor, coinciden en el hecho de su juventud. La piedad juvenil tiene la mayor oportunidad de convertirse en una piedad eminente. Si comienzas pronto a caminar con Cristo mejorarás tu paso y el hábito crecerá en ti. El que es convertido en cristiano en los últimos años de su vida difícilmente alcanzará el primero y más excelso grado por falta de tiempo y por la influencia limitante de los viejos hábitos; pero quienes comienzan pronto son plantados en buen suelo, con una buena exposición al sol, y deben llegar a la madurez. Los soldados que se alistan temprano bajo el estandarte de nuestro David tienen la esperanza de convertirse en veteranos, y de alcanzar a los tres primeros (2 Samuel 23: 19).

 

A continuación, si queremos ser como Juan en el hecho de ser amados por Cristo, hemos de entregar los mejores pensamientos de nuestro corazón a las cosas espirituales. Hermanos y hermanas, no se detengan en la ordenanza externa, antes bien, sumérjanse en su sentido interior. Nunca permitan que su alma, en el Día del Señor, por ejemplo, esté feliz y agradecida simplemente porque fueron al lugar de adoración. Háganse la pregunta: “¿En verdad adoré? ¿Tuvo mi alma comunión con Dios?” En la práctica de las dos ordenanzas del bautismo y de la cena, no se contenten con la concha sino busquen obtener el núcleo de su significado interno. No descansen a menos que el propio Espíritu de Dios more en su interior. Recuerden que la letra mata; el espíritu es el que da vida. El Señor Jesucristo no se deleita en aquellos que gustan de anchas filacterias, ni de sacramentos multiplicados, ni de representaciones santas ni de observancias supersticiosas. El Padre busca a los que le adoren en espíritu y en verdad. Si son espirituales, estarán entre aquellos que tienen la probabilidad de ser hombres grandemente amados.

 

A continuación de eso, alimenten una santa calidez. No repriman sus emociones ni congelen sus almas. Ustedes conocen la clase de hermanos que son dotados con un poder frigorífico. Cuando les das la mano, pensarías que habías sujetado un pescado: te corre un frío hasta el alma. Óyelos cantar. ¡No, no puedes oírlos! Siéntate en una banca junto a ellos, y nunca oirás el blando siseo o murmullo que ellos llaman canto. Desde sus talleres se les puede oír a un cuarto de milla de distancia, pero si oran en la reunión, tienes que aguzar tus oídos. Ellos hacen cualquier servicio cristiano como si estuviesen trabajando a jornal para un mal capataz y por un bajo salario; pero cuando entran al mundo trabajan a destajo como si su amada vida estuviera en juego. Esos hermanos no pueden ser afectuosos. Nunca animan a un joven pues tienen miedo de que un ponderado encomio pudiera exaltarlo por encima de toda medida. Un poco de ánimo ayudaría poderosamente a un joven que pugna, pero ellos no tienen ningún ánimo que ofrecer. Calculan y evalúan y se mueven prudentemente pero minimizan cualquier cosa que sea parecida a una valiente confianza en Dios, tildándola de temeridad y locura. Que Dios nos conceda una abundante temeridad, digo, pues lo que los hombres consideran como imprudencia es una de las cosas más grandes bajo el cielo. El entusiasmo es un sentimiento que estos frigoríficos no soportan. Su canto es “Como era en el principio, es ahora, y será siempre, por los siglos de los siglos. Amén”. Pero cualquier cosa como correr para alcanzar a Cristo y un apremio por las almas no la entienden. Observen esto: si siguen a esos hermanos a su hogar, descubrirán que tienen poco gozo en sí mismos y son causa de muy poca alegría para otros. Nunca están muy seguros de ser salvos, y si no están seguros de eso, podemos adivinar con facilidad que otras personas tampoco lo están. La fuerza que debería haberse invertido en un amor ardiente la gastan en un pensamiento ansioso. Nacieron en el polo norte y viven en medio de una helada perpetua; ni todas las pieles de la Bahía de Hudson podrían calentarlos. En torno a ellos no ves las ricas flores tropicales que engalanan el corazón en el que brilla el Sol de Justicia con rayos perpendiculares. Estos gélidos mortales no han atravesado nunca las soleadas regiones del amor celestial donde las especias del santo deleite saturan todo el aire y donde hay manzanas de oro por todas partes que están al alcance de los corazones resplandecientes. ¡Que el Señor nos lleve allí! Jesucristo ama a la gente cálida. Él no brilla nunca sobre un témpano de hielo excepto para derretirlo. Su propia vida está tan llena de amor que Su fuego santo enciende la misma llama en otros y así tiene comunión con aquellos cuyos corazones arden por dentro. La aptitud para el amor es el amor. Para gozar del amor de Jesús tenemos que desbordar amor. Oren pidiendo un afecto sincero, ávido e intenso. Pongan sus corazones entre los carbones de enebro hasta que se derritan y resplandezcan.

 

Querido hermano, si quieres ser el hombre a quien Jesús ama, cultiva un fuerte afecto y deja que tu naturaleza sea tierna y amable. El varón que habitualmente está enfadado y frecuentemente enojado, no puede caminar con Dios. Un hombre de un temperamento irascible y enojón que nunca trata de controlarlo, o un hombre en quien hay un nocivo recuerdo de las injurias, como un fuego que arde en medio de las brasas, no puede ser el compañero y amigo de Jesús, cuyo espíritu es de un carácter opuesto. Un corazón compasivo, caritativo, abnegado y generoso es el que nuestro Señor aprueba. Perdona a tu semejante como si nunca hubieras tenido algo que perdonar. Cuando los hermanos te injurian, espera que hayan cometido un error, o de lo contrario, si te hubieran conocido mejor, te habrían tratado peor. Ten tal mentalidad para con ellos que ni ofendas ni te sientas ofendido. Has de estar dispuesto a deponer no sólo tu comodidad, sino aun tu vida por los hermanos. Vive en el gozo de otros, tal como los santos lo hacen en el cielo. Ama a otros como para olvidar tus propias aflicciones. Así te volverás un varón muy amado.

 

Por último, que el Espíritu de Dios les ayude a elevarse a una condición beatífica. No sean miserables avaros o sórdidas lombrices de tierra; no sean cazadores de placeres ni buscadores de novedades; no pongan su afecto en esos juguetes infantiles que pronto serán inservibles. No sean ya más niños, sino hombres de Dios. Oh, que encuentren su gozo en Cristo, su riqueza en Cristo, su honor en Cristo, su todo en Cristo pues eso es la paz. Estar en el mundo pero no ser del mundo; permanecer aquí como si fueras un ángel enviado del cielo para morar por un tiempo entre los hijos de los hombres, para hablarles del cielo y señalarles el camino: eso es permanecer en el amor de Cristo, Estar siempre listos a volar, estar esperando en puntas de pie la llamada para ir al cielo, esperar oír la trompeta que suene su nota de clarín, la trompeta de la venida de su Señor: eso es tener comunión con Cristo. Suelten, se los ruego, las ataduras de este mundo; sujétense más firmemente al mundo venidero pues así será derramado abundantemente el amor de Jesús en su interior. Arrojen su ancla hacia arriba, en el plácido mar del amor divino, y no la echen hacia abajo, como los marineros, en un océano turbulento. Ánclense en el trono eterno y no se separen nunca, ni siquiera en el pensamiento, del amor de Dios, que es en Cristo Jesús nuestro Señor. Que sea el privilegio de ustedes y el mío, hermanos y hermanas, recostar nuestras cabezas en el pecho de Jesús, hasta que apunte el día, y huyan las sombras. Amén y Amén.

 

Porción de la Escritura leída antes del sermón: 1 Juan 2.

 

Notas del traductor:

 

(1) El pastor Spurgeon dice: “Dividan la palabra”. Se refiere a la palabra ‘gentleman’. Entonces tenemos que dividirla: gentle-man. Luego dice: “and surely he was the gentlest of man”: “y ciertamente era el hombre más bondadoso”.

 

Falange: cuerpo de tropas numeroso.

 

 

Traductor: Allan Román

31/Julio/2013

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