El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

El Hijo Glorificado por el Padre

Y

El Padre Glorificado por el Hijo

 

UN SERMÓN PREDICADO POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“Estas cosas habló Jesús, y levantando los ojos al cielo, dijo: Padre, la hora ha llegado; glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti”. Juan 17: 1.

 

Esta oración fue formulada después de un sermón. Estas cosas habló Jesús, y después levantó Sus ojos al cielo en suplicación. Todo discurso debe ir acompañado de oración, pues ¿cómo podemos esperar una bendición sobre lo que hemos oído o hemos predicado a menos que se la pidamos al Señor? El sembrador debe regar con muchas súplicas la semilla que ha sembrado, y el oidor debe buscar con diligencia el favor de Aquel que da pan al que come y semilla al que siembra.

 

Fue una oración vinculada a la Cena del Señor. No hay duda de que por sobre todas las cosas la oración se debe mezclar con cada parte de nuestra participación en la mesa sagrada. ¿Nos atrevemos a venir al sagrado banquete sin oración? ¿Podemos sentarnos allí sin oración? ¿Podemos retirarnos sin oración? Si es así, no debe sorprendernos que la ordenanza se convierta en un mero formalismo y que no sea reconfortante para nuestras almas. Con el sermón y con el sacramente mezclemos la sal de la suplicación, sin prescripción de alguna dosis.

 

Observen la actitud en la oración. Parece que el Salvador oró mirando a lo alto. Esta manifestación externa de Su devoción es muy significativa. No tenemos tiempo de adentrarnos plenamente en ello, pero esto podría bastarnos: los ojos que miraban a lo alto mostraban a quién se dirigía, y daban testimonio de que no entesaba el arco a la ventura, sino que dirigía Su oración a Dios y miraba a lo alto mientras la flecha ascendía al trono de Su Padre. Mostraba también que lo que miraba estaba lejos y por encima de Sus discípulos y de su simpatía, por encima del mundo y de su enemistad, y aun por encima de Sí mismo. Su mirada se enfocaba en el Invisible: todo esto es para instrucción nuestra. Él pudo haber orado con los ojos cerrados, si así le hubiese agradado, pero los Suyos eran los ojos abiertos de la fe y del amor que podían contemplar el rostro de Dios, y que, no obstante, podían abarcar sin distraerse todas las cosas que le rodeaban, y por esto no era necesario que cerrara las cortinas de los párpados, sino que miraba al cielo abierto.

 

Noten el comienzo de Su oración, pues constituye nuestro texto. Él comenzó diciendo: “Padre”. No dijo: “Nuestro Padre”. “Padre nuestro” es para nosotros pues, en la relación filial que tenemos, somos muchos; pero “Padre” es para Él, pues Él es uno, y nosotros, en algunos sentidos, nunca podremos ser unos hijos como Él lo es. No nos corresponde entrar en la misteriosa doctrina de la eterna filiación, pero sabemos que es verdad. “Padre”, en su más excelso sentido concebible, es una palabra apropiada únicamente en labios de nuestro Señor, pero cuán grandiosamente brota de Él. Muestra Su amor a Dios, Su confianza en Dios, Su completa resignación a la voluntad divina, y Su dulce aquiescencia a ella. Él está a punto de ser quebrantado con la vara de hierro de la venganza de Su Padre, pero aun así le llama: “Padre”. Él está a punto de beber esa copa de ajenjo y hiel que habría sido el infierno para nosotros si no la hubiera vaciado hasta las heces, pero Él todavía dice: “Padre”. Y en esto nos da un ejemplo: en todo tiempo de tribulación debemos echar mano de nuestra condición filial, de nuestra adopción y de la paternidad de nuestro grandioso Dios. Vayamos a nuestro Padre, pues ¿a quién más acudirá presuroso un hijo? ¿Adónde más podríamos ir sino a nuestro Padre que sabe de qué tenemos necesidad antes de que se lo pidamos y que nunca abandonará a los Suyos, sino que así como un padre se apiada de sus hijos, Él se apiadará de los que le temen?

 

La oración misma: el hecho mismo de la oración nos muestra Su humanidad. Jesús suplica: tiene que ser hombre. Eleva Sus ojos al cielo y clama: “Padre”; tiene que ser un hombre como nosotros. Pero, en algunos sentidos, la oración indica la deidad que a duras penas oculta. Así como en algunas estatuas que a menudo deben de haber contemplado con admiración, a ustedes les parece ver el rostro de la figura a través del velo de mármol, lo mismo sucede aquí en la oración de Cristo: el Dios brilla a través del hombre. Es una oración que sólo la puede ofrecer Aquel que es tanto Dios como hombre. ¿Ustedes se atreverían a decir: “Padre, glorifícame, para que también yo te glorifique”? Sería una expresión presuntuosa si fuera pronunciada por los labios de una criatura. Sólo Quien no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, puede orar así. Aunque clama a Dios: “Padre, glorifica a tu Hijo”, con todo, puede agregar, sin intercalar ninguna frase explicativa: “para que también tu Hijo te glorifique a ti”. Él es capaz de devolver toda la gloria que Dios pueda darle, y tiene tanto poder para magnificar el nombre del Padre, como el Padre puede magnificar Su nombre. En esto veo la humanidad, pero admiro y adoro a la deidad de nuestro bendito Señor.

 

La primera frase de Su oración revela Su visión anticipada: “Padre, la hora ha llegado” –la hora ordenada en el eterno propósito- la hora profetizada que Daniel buscaba saber, la hora hacia la cual todas las horas habían apuntado, la hora central, la hora hasta la cual los hombres fijaban las fechas y a partir de la cual fijarán las fechas si leen el tiempo correctamente; el gozne, el pivote, y el punto de inflexión de toda la historia humana: la hora oscura pero liberadora, la hora de la venganza y de la aceptación. “La hora ha llegado”. Él lo sabía. Su previsión interior e infalible le hizo saber que ahora era el tiempo de Su ofrecimiento como sacrificio por el pecado.

 

Su expresión es, sin embargo, muy especial. “La hora ha llegado”. Su fe considera que es sólo una hora: la medianoche de Getsemaní, la mañana de la flagelación, el día de la crucifixión, todos esos momentos son sólo una hora, un breve espacio. Ahora está en dolores, pues Su tiempo de alumbramiento ha llegado, pero Él lo cuenta sólo como una hora por el gozo de lo que nacerá en el mundo por Sus agudos dolores. Su amor y paciencia le hacen despreciar así el tiempo de la vergüenza y calcularlo sólo como un breve intervalo.

 

La visión anticipada de la que hemos hablado le induce a mirar más allá de la hora. Ustedes y yo, como una regla frecuente, miramos la hora de tinieblas y no vemos más allá, pues nuestros ojos son mortecinos debido a la incredulidad; pero Él sigue adelante más allá de la hora, y Su oración es, “Glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti”. Él fija Su mirada en la gloria que habría de ser revelada, y por ese gozo cuenta incluso Su muerte como sólo una hora, considerando que pronto habrá pasado y quedará perdida en la gloria de Su Padre. En todo esto, hermanos, hemos de imitar a nuestro Señor, y hemos de mantener nuestros ojos, no en el presente, sino en lo que sigue; no en esta ligera aflicción, que es sólo momentánea, sino en un cada vez más excelente y eterno peso de gloria que provendrá de todo eso; y siempre que llegue nuestra hora de tinieblas hemos de recurrir a nuestro Dios en secreto. La mejor preparación para la peor hora es la oración; el mejor remedio para un espíritu deprimido es la cercanía con Dios. En esto, entonces, sigamos a nuestro Maestro, y que el Espíritu Santo nos ayude a hacerlo.

 

Consideremos ahora las palabras esenciales de la oración. Son de dos clases, y en ellas encontramos, primero, una petición personal; “Padre, glorifica a tu Hijo”; y, en segundo lugar, el motivo de esa petición: “para que también tu Hijo te glorifique a ti”.

 

I.   Comencemos, entonces, con LA PETICIÓN PERSONAL, y yo los invito a que la observen como una petición respondida. Mil ochocientos años y pico han transcurrido desde que esas divinas palabras brotaron de los labios de nuestro bendito Maestro, y han sido respondidas, y están siendo todavía respondidas. No las consideraremos desde el punto de vista de los apóstoles, sino desde el nuestro, y vamos a considerarlas como una oración que ha sido concedida.

 

Y, en primer lugar, fue respondida en y durante Sus sufrimientos. Algunos de los primeros padres limitaron el sentido de estas palabras a la pasión de nuestro Señor, y me agradan sus fuertes expresiones cuando dicen que Su cruz fue Su trono, y que Getsemaní fue tan glorioso como el monte de los Olivos, si no es que más; pues la gloria de la cruz sería un maravilloso tema si el ser humano tuviera suficiente mente y palabras para explayarse en ella. ¿Hablamos de ignominia? Sin duda sufrió la muerte de un criminal. ¿Hablamos de vergüenza? Sin duda le escupieron y se burlaron de Él. ¿Hablamos de debilidad? Sin duda durmió en un sepulcro. Pero en Su ignominia, vergüenza y debilidad, Jesús es sumamente honorable, adorable y fuerte. La fe ve un esplendor moral y espiritual que circunda a su Señor crucificado que eclipsa a todas las glorias previas de Su trono eterno.

 

Yo no voy a reducir de esa manera el sentido de las palabras, pero con todo, ese sentido debe ser incluido. El Hijo de Dios fue glorificado mientras se moría, y una parte de Su gloria era que fuera capaz de soportar el enorme peso de la culpa humana. Como raza nosotros estábamos aplastados por ese peso. Mil Sansones no hubieran podido mitigarlo. Ángeles y arcángeles, querubines y serafines no hubieran podido levantar esa masa estupenda; pero este hombre solo, sin ayuda, en debilidad de cuerpo y en dolores de muerte, cargó con el enorme peso de la culpa humana. El castigo de nuestra paz fue sobre Él. Dios puso sobre Él la iniquidad de todos nosotros. ¡Cuán grande carga era esa! Y que pudiera sostenerla fue ciertamente una demostración de Su gloria. Los perdidos en el infierno no pueden soportar la ira de Dios; una eternidad de sufrimiento no habría exonerado el terrible castigo, y, sin embargo, Él cargó con ese peso en una hora. ¡Oh, la maravillosa fortaleza del Dios encarnado! Glorioso eres en Tu cruz, en verdad, oh Cristo; más glorioso, incluso, que en aquel momento cuando con una palabra sacudirás no únicamente la tierra, sino también el cielo, pues ahora el peso del airado cielo descansa sobre Ti, y Tú estás firme debajo de él. Glorifíquenle, amados, ustedes por quienes Él aguantó ese peso, glorifíquenle porque fue capaz de sostenerlo.

 

Él fue glorificado también en la manera en que lo cargó: en que lo sostuvo sin rehusarlo o rehuirlo. No hubo ninguna culpa o engaño en Él, aunque fue interrogado una y otra vez ante Caifás y Herodes y Pilato. No hubo enfurecidas frases cuando querían intimidarlo ni cuando le abofetearon y le vendaron y le escupieron. Él no demostró otra cosa que gentileza, aun cuando Sus enemigos habían perforado Sus manos y Sus pies, nada sino una compasión triunfante y un amor todopoderoso aun cuando se burlaban de Sus agonías. No podían hacer que se enojara a pesar de todos sus ultrajes, ni cuando gritaban: “Si es el Rey de Israel, descienda ahora de la cruz, y creeremos en él”; sin embargo, Él no desprendió una mano del cruel madero para golpear a los escarnecedores, ni intentó liberar Su pie del clavo para dar un puntapié a los blasfemos.

 

Cuando piensan en Sus agonías físicas, en Su tortura mental, en Su tiniebla espiritual, cuando consideran que todos los poderes de la tierra y del infierno se soltaron contra Él, y cuando, lo que fue peor, recuerdan que el rostro del Padre se había ocultado para Él al punto que llegó a clamar: “¿Por qué me has desamparado?” y no obstante, cuando consideran que una vez que nuestro Adalid comenzó la obra redentora, la completó, y nunca retiró Su mano del pacto que había hecho, ni se acobardó bajo los golpes que soportó, yo digo que fue glorioso en Su pasión y que Su petición fue oída. El Padre glorificó en efecto a Su Hijo incluso en el madero. Aquella fue una hora de gloria que podría deslumbrar los ojos de los ángeles, la hora cuando dijo: “¡Consumado es!”, y entregó el espíritu. ¿Pues qué había consumado entonces? Él había consumado lo que ha salvado a Su pueblo, lo que ha poblado al cielo con espíritus inmortales que se deleitarán en Él para siempre, y lo que ha sacudido las puertas del infierno. Dios, en efecto, glorificó a Su Hijo capacitándolo para cargar, y para cargar tan bien, todo el peso del pecado y de la culpa que le correspondía.

 

Amados, y ahora vemos que Dios glorificó a Su Hijo en Su muerte, porque muriendo salvó a Su pueblo. Yo no creo ni por un instante que el resultado de la muerte de Cristo fuera incierto en algún momento o que pudiera serlo. Lo que Él pretendía hacer se hará, y ha sido hecho hasta la última jota y tilde hasta este momento. Su gran propósito era la redención de Sus escogidos: “Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella”. Se dice que los miembros de un cierto grupo cantan, “Él nos ha redimido de entre los hombres”. Ahora bien, cuando Él murió no hizo que la redención de Su pueblo fuera posible sino que los rescató completamente. Por Sus agonías y muerte no simplemente ofreció una desnuda esperanza de un perdón del pecado, sino que arrojó el pecado de Sus elegidos en las profundidades del mar en ese mismísimo instante. No hizo que la salvación de los hombres fuera una posibilidad si ellos querían, sino que salvó a Su pueblo de inmediato y completó la obra que vino a realizar, en prueba de lo cual está escrito que “Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios”, y no se habría sentado allí si Su obra no hubiera sido consumada. De acuerdo a las palabras del profeta terminó la prevaricación, puso fin al pecado y trajo la justicia perdurable, pues ofreció una expiación eficaz que nadie puede contradecir; entonces el Padre glorificó a Su Hijo, aun cuando murió, puesto que aceptó Su sangre redentora en nombre de Su pueblo.

 

El Padre glorificó a Su Hijo, aun en la hora de Su pasión, haciendo que fuera victorioso sobre todos Sus enemigos. Ese pie clavado hirió la cabeza de la serpiente de tal manera que nunca pudo recobrar su antiguo poder; esa mano clavada sujetó a la serpiente del pecado y la estranguló; y esa cabeza moribunda, al inclinarse, mató a la muerte con su propia espada, así como David mató a Goliat, pues “muriendo mató a la muerte”.

 

Los poderes del mal eran tremendos. Piensen en el pecado, en Satanás y en la muerte, pero todas sus huestes coaligadas fueron derrotadas en esa batalla campal de la que la cruz era el pendón y el Redentor moribundo el Adalid. Oh, glorioso Señor, Tú has conducido cautiva a la cautividad, haciendo abiertamente un ‘show’ de Tus adversarios aun en Tu cruz, y clavando en lo alto del maldito madero el manuscrito de las ordenanzas que había en contra nuestra. Sí, el Padre te glorificó incluso allí mientras Tú estabas en las agonías de la muerte.

 

Junto a esto, aun en Su muerte hubo algunos signos externos de la gloria de Cristo que difícilmente podemos detenernos a mencionar. ¿No rasgó su velo el templo? ¿No ocultó su rostro el sol? ¿No se abrieron las rocas y los muertos resucitaron? ¿No temblaba toda Jerusalén y no clamó el centurión: “Verdaderamente éste era Hijo de Dios”? Sí, el Padre glorificó a Su Hijo, aun cuando quiso herirle y someterlo a congoja. Con una mano hería, y con la otra glorificaba. Había un poder para aplastar, pero había también un poder para sustentar la obra al mismo tiempo. El Padre glorificó a Su Hijo.

 

Y ahora, amados, ¿qué voy a decir respecto a que el Padre glorificó al Hijo después de Su muerte, y como resultado de ella? No voy a intentar extenderme sino que simplemente voy a decir que la rasgadura del velo del templo en el momento de Su muerte fue la glorificación de Cristo, pues hay ahora un camino al trono de Dios que anteriormente había estado cerrado pero que ahora nos ha sido mostrado. Entonces la abertura de Su costado perforado fue otra glorificación Suya, pues en este día la doble fuente es para los creyentes la eficaz limpieza tanto de la culpa como del poder del pecado; y así el corazón traspasado del Salvador le glorificó en su poder para bendecir. Luego ese pobre cuerpo reposó en el sepulcro –lo llamo pobre porque lo parecía- envuelto en el lino y las especias. Pero, amados, el Padre glorificó incluso a ese cadáver que los hombres pensaban que era corruptible, pues no vio corrupción alguna. Durante los tres días y noches ningún gusano pudo acercarse a él, ni tampoco ningún rastro de corrupción. Ese envase de cristal en el que el rico ungüento del alma del Salvador había morado, no debía ser dañado. “Él guarda todos sus huesos; ni uno de ellos será quebrantado”. Embellecido por esas cicatrices -como cuando un talentoso artista embellece más una imagen con las marcas del cincel del escultor- ese cuerpo tenía que ser vigilado seguramente por ángeles custodios hasta que llegara la mañana. Apenas amanecía. Aún estaba saliendo el sol, ¡y he aquí el propio Sol de justicia se levantó! Así como un hombre se pone su ropa cuando se levanta de su lecho, así nuestro Señor se puso la vestimenta del cuerpo que había dejado a un lado, y vino otra vez al mundo, vivo en cuanto a Su cuerpo y a Su alma, un varón perfecto. Oh, fue una grandiosa glorificación de Cristo cuando el Padre le levantó de los muertos y Sus discípulos le vieron una vez más. La muerte no tenía ataduras para retenerle. La guardia del sepulcro no pudo retener al prisionero sin igual. Su oración fue oída pues fue declarado glorioso por la resurrección de los muertos.

 

Y en poco tiempo, cuando sólo habían transcurrido unas cuantas semanas, llegó otra gloria, pues ascendió suavemente desde la ladera del monte de los Olivos, flotando en el aire y apartándose del grupo de Sus discípulos y elevándose en medio de los ángeles hasta que una nube le recibió y le ocultó de ojos humanos.

 

“Trajeron Su carruaje de lo alto

Para llevarlo a Su trono;

Batieron sus triunfantes alas y clamaron,

‘La obra gloriosa ha sido consumada’”.

 

Su Padre le glorificó y ahora se sienta a la diestra de Dios. Palabras, ustedes son cosas mudas, ustedes no pueden expresar Su gloria presente. La otra mañana, temprano, un hermano se acercó a mi lecho para despertarme, y su rostro parecía irradiar gozo mientras me decía: “Anoche en mi sueño me pareció ver al Señor en Su trono; y, ¡oh, la gloria que el Padre había depositado en Él! Desearía quedarme dormido de nuevo para poder continuar soñando”. Tenía lágrimas en sus ojos mientras me decía: “¡Oh, la gloria de Cristo! ¡Oh, la gloria de Cristo!” Yo le recordé cómo Misericordia se reía en su sueño y Cristiana le preguntó por qué lo hacía; y cuando ella le narró su sueño, la matrona dijo que hacía bien en reírse si soñaba así. Dichosos son aquellos que, soñando o despiertos, viviendo o muriendo, pueden conseguir aunque sea una vislumbre de Su gloria. Nada embelesa más a mi corazón que el pensamiento de que mi Señor está siendo glorificado. ¡Oh, si yo pudiera por algún medio ayudar a honrarle! ¡Que pudiera ser la vasija de barro en la que se guarde Su tesoro, o la trompeta con la que se proclame Su nombre! Esa dicha me basta. Y todos los que le aman sienten lo mismo. Ustedes se deleitan pensando cuán excelso es Su trono, cuán refulgente es Su semblante y cuán resplandecientes son Sus atrios. Tengan paciencia. Pronto le verán, pues el Padre le glorificará en la segunda venida. Él se demora, Él se demora bastante, según creemos; sin embargo, Él dijo: “He aquí yo vengo pronto, y mi galardón conmigo”. Él va a venir para ser glorificado entre los hijos de los hombres. Así se cumplirá la oración del texto en las edades de oro que habrán de amanecer y luego a lo largo de toda la eternidad.

 

II.   Hacemos una pausa por un momento, y luego vamos a pensar brevemente en EL MOTIVO DE SU ORACIÓN.

 

“Padre, glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti”. Cuando oras, es algo grandioso orar con un corazón limpio; pero el egoísmo es inmundicia. En nuestro bendito Señor no había ningún egoísmo. Él dijo: “Yo no busco mi gloria”; y aun en esta oración esa palabra Suya es verdadera, pues Él únicamente busca la gloria para glorificar al Padre. Amados, el deseo de nuestro Señor ha sido concedido, pues Dios es glorificado en Jesucristo más que de cualquier otra manera. La gloria de Dios en la naturaleza es inconcebible. Este globo terráqueo y todo lo que habita en él; el mar abierto reflejando apaciblemente el cielo o agitado por las tempestades; el portentoso firmamento del cielo, arrebolado con nubes, o azul bajo el tórrido sol o encendido con innumerables estrellas; aquellas lomas con todos sus bosques, aquellos valles sonrientes con sus hatos mugientes y sus rebaños que balan:

 

“Estas son Tus obras gloriosas, Padre del bien, todopoderoso”,

 

Tú recibes gloria de cada trémula brizna de hierba o fronda de helecho, y cada insecto que revolotea y cada gusano rastrero te rinden alabanza; no hay nada que no te glorifique, desde leviatán hasta un pececillo. Con todo, toda la naturaleza en su conjunto no puede revelar todos Tus gloriosos atributos. La divina fidelidad y la justicia y la verdad son escasamente manifiestas en la naturaleza aunque se pueden ver algunos rastros de ellas; pero en la faz de Jesús, que es la expresa imagen del Padre, Dios es glorificado a plenitud. Sobre todas las cosas Dios es glorificado en la muerte de Cristo, pues allí son vistos todos los atributos de Dios. Allí estaba el poder que sustentó a Cristo debajo de Su tarea más que hercúlea; el amor que entregó al favorito de Su corazón para que muriera en lugar de unos traidores; la justicia que no quería y no podía perdonar el pecado sin la debida satisfacción; la verdad que había amenazado con castigar, y que castigó, que había prometido proporcionar un Salvador, y que en efecto lo hizo; la fidelidad para con el pacto, que guardó ese pacto a un costo tan terrible; la sabiduría que planeó la maravillosa forma de salvación por medio de un sustituto; es más, déjenme juntar todo, la perfección, la santidad de Dios, sí, todos Sus atributos son vistos, -cada uno igualmente magnificado- en la muerte de Jesucristo. Él es glorioso, y el Dios trino es glorificado en Él.

 

Y ahora, amados, Dios es glorificado en la muerte de Cristo por el amor de todos aquellos a quienes Jesús salva, por el sagrado respeto reverencial y el temor filial de todos aquellos a los que Jesús lleva a los pies del Padre, por la ardiente y paciente devoción de todos lo que se consagran de corazón, y que sienten la sagrada llama del amor por Cristo que incendia sus almas. Allá arriba en el cielo, donde los seres vestidos de blanco nunca cesan de cantar, y aquí abajo, donde los mártires fueron quemados por amor a Dios, donde los confesores desafiaron a todos los adversarios para propagar por todas partes la gloria de Su nombre, donde los humildes cristianos sufren con paciencia, o continúan laborando con diligencia o caminan en santidad, el nombre del Padre es glorificado por medio de la pasión del Cristo de Dios.

 

Teníamos que decir muchas cosas, pero el tiempo se nos agota, y por tanto, concluimos con estas tres observaciones que queremos dejar en sus mentes.

 

La primera es esta: El motivo de Cristo debe ser el nuestro. Cuando le pidan una bendición a Dios, pídansela para que puedan glorificar a Dios con ella. ¿Anhelan tener salud de nuevo? Asegúrense de que quieren gastarla para Él. ¿Desean algún progreso temporal? Deséenlo para promover Su gloria. ¿Anhelan crecer en la gracia? Pidan eso para glorificarle. Si hay algo que se atrevan a desear y oran pidiéndolo, háganlo así: “Padre, bendice a Tu hijo, para que Tu hijo pueda, a cambio, bendecirte y servirte”. Las oraciones que tienen un motivo así son limpias; todas las demás contienen la mancha del ‘ego’. Que Dios les ayude a hacer todo para Su gloria, a hablar para Su gloria, a vivir para Su gloria, a morir para Su gloria, y luego resucitarán para vivir para siempre para Su gloria. Dichoso, dichoso el varón cuya porción habrá de ser esa. Que éste sea el impulso que los gobierne, que es el que motivaba a su Señor.

 

En seguida, la teología de Cristo debe ser la nuestra. ¿Cuál es? Pues bien, primero, que Él ha de ser glorificado, y en segundo lugar, que el Padre ha de ser glorificado. El error algunas veces sopla en un sentido y otras veces en otro. Hace años la dificultad era llevar a los hombres a glorificar al Señor Jesús; querían adorar a Dios, pero no al Cristo de Dios, y así llegó la gran lucha arriana, y posteriormente las controversias socinianas, pues no querían glorificar a Cristo.  Oh, en este punto yo no siento miedo por ustedes que han sido salvados por Él, pero pareciera haber en nuestros días, en algunas mentes, un olvido del Padre. Se ama a Cristo, pues Él murió, pero muchos parecieran considerar que el Padre no tiene ninguna participación en la portentosa obra de la redención, si bien, amados, Ellos son uno en nuestra salvación. Padre, Hijo y Espíritu están al unísono de acuerdo en nuestra redención, y sería en verdad fatal que pusiéramos a una persona de la divina Trinidad sobre las otras dos. Todos los hombres deben honrar al Hijo así como honran al Padre y deben honrar al Padre así como honran al Hijo. Si fuéramos a glorificar al Hijo y dejáramos de reverenciar y amar al Padre, eso sería traicionar el más íntimo deseo de Cristo.

 

Por último, cada creyente ha de ver su seguridad. ¿Acaso no es una garantía sumamente maravillosa de la seguridad de todos y cada uno de aquellos por los que Cristo murió, que la gloria de Cristo y la gloria del Padre –puedo agregar la gloria del bendito Espíritu- están igualmente involucradas en la salvación del alma creyente? ¿Me atreveré a decirlo? Sería una mancha en la gloria eterna si alguna alma creyente se perdiera jamás. Entonces la verdad de Dios dejaría de ser segura, Su fidelidad dejaría de ser firme y Su amor dejaría de ser inmutable. Se podría dudar de Su poder. Su mutabilidad quedaría demostrada. Pero, amados, eso no puede ser. Cristo no perderá una oveja de Su rebaño, ni el Consolador perderá un espíritu en el que hubiera comenzado a morar. Entonces confíen en esto. Permanezcan sin dudas o temores en Cristo, porque los montes se moverán, y los collados temblarán, pero el pacto de Su amor no se apartará de ustedes, dice el Señor, el que tiene misericordia de ustedes.

 

Crean en el Señor Jesucristo, amados oyentes, y estos divinos privilegios serán suyos; y así como acabo de orar ahora, así voy a orar de nuevo, pidiendo que estas cosas pertenezcan a toda alma presente en esta casa sin ninguna excepción, por medio de la fe en Cristo Jesús, por la obra del Espíritu Santo. Amén.

 

Porción de la Escritura leída antes del sermón: Juan 17.   

 

 

Traductor: Allan Román

5/Diciembre/2013

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