El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

La Naturaleza Dual y el Duelo Interior

NO. 1459B

 

UN SERMÓN PREDICADO POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“Pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros”. Romanos 7: 23.

 

Yo me pregunto si hay quien se entienda a sí mismo aunque estoy completamente seguro de que ningún cristiano puede hacerlo. En más de un sentido “Grande es el misterio de la piedad”. El creyente es un gran enigma para quienes lo observan: “él no es juzgado de nadie”. Es igualmente un enigma para sí mismo. No es nada sorprendente la frecuencia con la que aparecen libros tales como “Paradojas Ortodoxas” de Venning y el “Enigma del Creyente” del buen Ralph Erskine, pues pudieran elaborarse mil enigmas sobre el cristiano ya que él es una paradoja de principio a fin. Así como Platón solía decir de cada individuo que era dos personas, así podemos decir enfáticamente de cada cristiano que es dos hombres en uno. Con frecuencia para él mismo, el hombre malo en su interior pareciera ocupar la posición prevaleciente, pero, a pesar de ello, por la gracia de Dios no puede lograrlo nunca pues la victoria definitiva le pertenece a la nueva vida espiritual. En cada cristiano se advierte lo que fue visto en la sulamita en el Cantar, “algo como la reunión de dos campamentos”. El creyente no siempre sabe acerca de esto cuando comienza la nueva vida. Cuando empieza, sabe que es un pecador y que Jesús es su Salvador, pero conforme avanza descubre que es más pecador de lo que pensaba. Muchas sorpresas le aguardan y algunas otras cosas que, si no estuviera preparado para ellas, lo dejarían pasmado como si algo extraño le estuviera sucediendo. Tal vez mi discurso sobre este tema pudiera evitar que algún nuevo convertido se vea sorprendido por tormentas inesperadas, y tal vez le ayude a resolver esta pregunta que surgirá entonces en su mente, “¿Pudiera sucederme esto si yo fuera un hijo de Dios?”

 

Nuestro primer encabezado será que HAY DOS PRINCIPIOS EN TODOS LOS CREYENTES. El apóstol habla de la ley de su mente, y luego de otra ley en sus miembros que se rebela contra la ley de su mente. El convertido es un nuevo hombre en Cristo Jesús pero la vieja naturaleza sigue estando en su interior.

 

En orden cronológico, la primera vida de un cristiano es la naturaleza del viejo Adán. Está allí desde el principio. Nace de la carne y con la carne, y sigue estando en nosotros después de que nacemos del Espíritu, pues el segundo nacimiento no destruye en nosotros los productos del primer nacimiento. La regeneración inserta en nosotros un nuevo y más elevado principio que ha de destruir finalmente a la naturaleza pecaminosa, pero el viejo principio permanece todavía y se esfuerza por retener su poder. Algunos suponen que la mente carnal ha de ser mejorada, que ha de ser gradualmente amansada y santificada, pero ella es enemistad contra Dios y no está reconciliada con Dios, ni tampoco puede estarlo, en verdad. La vieja naturaleza es de la tierra, terrenal, y tiene que ser crucificada con Cristo y sepultada con Él, ya que es en suma demasiado mala para que pueda tener remedio. Esta vieja naturaleza vive en nuestros miembros, es decir, el cuerpo es su nido y obra por medio del cuerpo. Hay ciertos apetitos en nosotros que son perfectamente permisibles, es más, que son incluso necesarios para la existencia; pero esos apetitos pueden ser llevados muy fácilmente a extremos pecaminosos, y entonces lo que legal y recto se convierte en un nido de lo que es ilegal e indebido. Es algo encomiable que un hombre busque proveer para su propio hogar, y sin embargo, cuántos crímenes y cuánta codicia entran en el mundo por culpa de una indulgencia desordenada de ese deseo. Un individuo puede comer y beber, y, con todo, es por medio de esos apetitos que miles de pecados son engendrados. Cuando se encuentra en su recta condición un hombre pone un freno en la boca de sus deseos y los sujeta como con cabestro y con freno; su naturaleza superior gobierna sus apetitos corporales pero no sin un gran esfuerzo pues, desde la caída de Adán, la máquina trabaja siempre irregularmente y no es controlada apropiadamente por lo que debería ser su fuerza gobernante.

 

Me he enterado de algunos profesantes que sueñan con que el pecado está completamente destruido en ellos y que ya no tienen más tendencias perversas ni malos deseos. No voy a contradecir su creencia. Si así fuera, yo los felicito, y desearía grandemente que a mí me sucediera lo mismo. Sin embargo, he tenido alguna experiencia con esa gente perfecta y generalmente me han parecido las personas más desagradables, quisquillosas y sensibles del mundo, y algunas de ellas han resultado ser hipócritas tan detestables que más bien me da miedo una persona que no tenga ninguna imperfección. Tan pronto como me doy cuenta de que un hermano declara que ha vivido sin pecado durante largos meses, me pregunto si su vicio secreto es la concupiscencia, o el robo, o la bebida, pero estoy seguro de que en una u otra parte hay una vía de agua en el barco.

 

El pecado que asecha en la carne se debilitará en la medida en que se fortalezca el santo principio del cual debo hablar, y no debe ser tolerado o excusado en ningún momento sino que debemos luchar contra él, y vencerlo, y finalmente habrá de ser destruido en nosotros por completo; sin embargo, está allí, y el joven cristiano no debe quedarse perplejo al encontrarlo allí.

 

Cuando nacemos de nuevo llega a nuestra alma la simiente viva e incorruptible de la palabra de Dios que vive y permanece para siempre. Se asemeja a la naturaleza divina y no puede pecar porque es nacida de Dios; no tiene ninguna tendencia a pecar y todos sus apetitos están orientados al cielo y a Cristo. Nunca se rebaja desde su elevada posición; siempre está aspirando al cielo. Tiene una enemistad mortal con la vieja naturaleza a la que terminará por destruir, pero, como ya he dicho antes, tiene una tarea que cumplir y es una tarea que aun con el auxilio de la fuerza divina no será cumplida de inmediato. Es una guerra que cuando parece concluida tiene que ser retomada con frecuencia ya que después de largas y victoriosas campañas el enemigo derrotado regresa al campo de batalla.

 

Yo quisiera ahora que cada cristiano tuviera la certeza de que tiene en él este segundo principio. Pudiera ser débil, pudiera estar luchando por existir, pero allí está, hermano mío. Si has creído en Jesús, tú tienes una vida que odia el pecado y que te conduce a arrepentirte cuando has caído en él. Esa es la vida que clama “Abba, Padre” cuantas veces piensa en Dios, es la vida que aspira a la santidad y que se deleita en la ley de Dios. Este el principio nacido de nuevo que no te permitirá estar en paz si cayeras en pecado, que no encuentra descanso excepto en el pecho de ese Dios de quien vino, y a semejanza de ese Dios de quien provino.

 

Estos son los dos principios que constituyen el hombre dual: la carne y el espíritu, la ley de la mente y la ley del pecado, el cuerpo de muerte y el espíritu de vida.

 

Notamos, en segundo lugar, que LA EXISTENCIA DE ESTOS DOS PRINCIPIOS EN UN CRISTIANO OBLIGA A UN CONFLICTO, tal como lo dice el texto: “Otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente”. En nosotros el león no se acostará con la oveja, el fuego no estará en buenos términos con el agua, la muerte no conversará con la vida, ni Cristo con Belial. La vida dual provoca un duelo cotidiano.

 

No estoy seguro de que todos los jóvenes cristianos sientan al principio el conflicto entre la nueva y la vieja naturaleza. La vida cristiana puede ser dividida con frecuencia en tres etapas: el primer período es el del consuelo, en el que el joven cristiano se regocija en el Señor, y su principal oficio es cantar y anunciar lo que Dios ha hecho por él.

 

Entre más se experimente eso, mejor. Después, muy a menudo viene la etapa del conflicto: en vez de ser hijos en el hogar, nos hemos convertido en hombres y, por tanto, debemos ir a la guerra. Bajo la antigua ley, cuando un hombre se desposaba con mujer o edificaba casa nueva, se le eximía de combatir durante un tiempo, pero cuando ese período concluía, debía tomar su lugar entre las filas de combatientes. Lo mismo sucede con el hijo de Dios: puede descansar por un tiempo, pero está destinado a la guerra. Al período del conflicto le sigue a menudo, especialmente en la ancianidad, una tercera etapa que podríamos llamar de contemplación, en la que el creyente se sienta a reflexionar en la bondad del Señor para con él, y en todas las cosas buenas que le están reservadas. Esta es la tierra de Beula que John Bunyan describe como ubicada en las márgenes del río y tan cercana a la Ciudad Celestial que se puede oír la música del cielo al otro lado del torrente y cuando el viento sopla desde ese punto, se puede aspirar los dulces perfumes de los jardines de los bienaventurados. Esa es una etapa que no debemos esperar por el momento. Mi joven amigo, en la medida en que tú seas débil y tierno al principio, pudiera agradarle al Señor protegerte de muchas tentaciones y de las rebeliones de tu carne, pero las probabilidades son que antes de que pase mucho tiempo vas a colgar tu arpa y a tomar tu espada, y el gozo de tu espíritu dará paso a la agonía del conflicto. El pecado está en ti asechando en lugares secretos, aunque todavía no haya saltado sobre ti como un leoncillo sobre su presa. Tal vez hayas pensado: “a mí me va a ir mejor que a los que me han precedido; yo voy a resplandecer como un santo brillante”; ‘no se alabe tanto el que se ciñe las armas, como el que las desciñe’. Te esperan luchas, y te prevengo sobre ellas, de manera que cuando pases del estado de contentamiento al estado de conflicto puedas confesar: “Antes de que sucediera fui advertido de esto, y, por tanto, estoy preparado para ello”. La razón de la lucha es esta: la nueva naturaleza entra en nuestro corazón para gobernar en ella, pero la mente carnal no está dispuesta a ceder su poder. Un nuevo trono es instaurado en el corazón, y el viejo monarca, destronado, proscrito y obligado a asechar en agujeros y en rincones, se dice: “No voy a tolerar esto. ¿Por qué habría de ser? He aquí que yo, que una vez fui rey de este hombre, he sido desairado y obligado a esconderme como si fuera un extraño. Voy a recuperar el trono”. Ustedes saben que el maestro Bunyan, en su “Guerra Santa”, que es una alegoría muy admirable, describe que a Diábolo le es arrebatada su ciudad. Pero, después de que la ciudad fue tomada, en los agujeros y en los rincones de esa ciudad asechaban ciertos súbditos de Diábolo que siempre estaban tramando y planeando para ver cómo podían recuperar la ciudad, ya fuera abriendo las puertas en la noche para dejar entrar a su antiguo rey o sembrando el descontento entre los habitantes. Esa es la razón para la perpetua reyerta en el interior de nuestras almas. Las viejas concupiscencias están proscritas y permanecen bajo maldición y a ellas les damos caza para crucificarlas, pero juntan sus cabezas y se esfuerzan por recuperar el dominio. La carne va a esperar hasta que estés en un estado mental muy apacible y te sientas muy seguro, y entonces se abalanzará sobre ti con sus perversas fascinaciones. Pudiera ser que en otro momento estés en un grave problema y sientas que estás a punto de hundirte, y entonces cae el diablo sobre ti como un león rugiente esperando destruir tu fe. Él sabe cómo programar la tentación, y la carne sabe cómo levantarse en insurrección cuando estamos descuidados y cuando las circunstancias que nos rodean conducen al pecado. No podemos vigilar en demasía, pues la carne se rebelará inesperadamente. Podemos tumbarla y pensar que la hemos encadenado firmemente; pero, ¡ah!, libera sus manos, rompe sus cadenas y dispara una flecha a nuestro corazón. Tú decías: “no me voy a enojar nunca”, y mientras te felicitabas por la dulzura de tu carácter, fuiste provocado de pronto por alguien y tu ira se encendió de inmediato. “No” –dijiste- “ya no seré nunca más impaciente”, y, con todo, en unos pocos instantes estabas tan lleno de murmuración como siempre lo estuviste en tu vida. Mientras la carne no descanse en la tumba el pecado no estará muerto.

 

Y déjenme advertirles que la carne pudiera ser más dañina que nunca cuando pareciera que no está haciendo ningún daño en absoluto. Durante la guerra los zapadores y los mineros trabajan en las partes subterráneas de una ciudad, y los que están en su interior dicen: “El enemigo está muy tranquilo; no oímos ningún rugido de cañón, y no vemos ninguna captura de habitantes de Malakoff. ¿Qué pretenderá el enemigo?” Ellos conocen su oficio lo suficientemente bien y están colocando sus minas para dar golpes inesperados. Por esto un viejo teólogo solía decir que no le tenía tanto miedo a algún diablo como a ningún diablo. Es decir, cuando Satanás no tienta esa es a menudo la peor tentación. Que lo dejen a uno en paz tiende a engendrar una seca putrefacción en el alma. “Sobre su sedimento ha estado reposado, y no fue vaciado de vasija en vasija”, dijo el profeta en la antigüedad y eso lo dijo con respecto a uno que estaba bajo el furor divino. El estancamiento es una de las peores cosas que pudiera sucedernos, y entonces sucede que no estamos seguros nunca.

 

Así, queridos amigos, les he mostrado que hay un conflicto en el interior y permítanme felicitarlos si es que hubiera un conflicto. Los impíos no conocen tal guerra intestina. Ellos pecan, y les encanta hacerlo, pero la gracia de Dios está presente ahí donde hay un conflicto espiritual. Nosotros efectivamente pecamos, pero odiamos el pecado; caemos en pecado, pero lo aborrecemos y luchamos contra él, y todo verdadero hijo de Dios puede decir honestamente que no hay nada en este mundo que tema tanto como contristar a su Dios. Si estuvieras muerto en el pecado no tendrías ningún problema al respecto; pero esas punzadas internas de remordimiento, esas profundas emociones, esos amargos suspiros y clamores, ese grito de “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?”, todas esas cosas hablan de una vida espiritual. Si bien yo simpatizo con tu aflicción, te felicito por sentirla, pues esa es una de las señales de un hijo de Dios. No olvides que en los hombres regenerados hay dos fuerzas que se oponen y que obligan a una guerra vitalicia.

 

En tercer lugar, tenemos que notar ahora que esta guerra NOS CONDUCE ALGUNAS VECES A LA CAUTIVIDAD. Observen, “veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros”. “¿Qué quiere decir eso?”, dirá alguien. Quiere decir que si pecas siendo un hijo de Dios eso será un cautiverio para ti. El pecador puede encontrar placer en el pecado, pero tú no, si es que eres un hijo de Dios. Si cayeras en pecado serías como un esclavo en cadenas, encerrado en un horrible calabozo. Pero, ¿acaso la vieja naturaleza sujeta a los cristianos a un cautiverio? Sí, de la manera siguiente. Primero, un cristiano se siente cautivo por el solo hecho de que la vieja naturaleza se haya levantado en su interior. Permítanme explicarme. Supón que la vieja naturaleza te sugiera algún pecado: tú odias el pecado y lo aborreces, y te desprecias por estar expuesto a ser tentado de esa manera. El simple hecho de que un tal pensamiento haya atravesado por tu mente es ya una servidumbre para tu espíritu puro. No caes en el pecado; sacudes a la serpiente, pero sientes sobre tu alma su viscosa sustancia. ¿No sabes lo que es tener un impulso muy violento hacia un mal cuyo simple pensamiento es detestable para ti? Tu mente regenerada exclama: “¿Cómo, pues, haría yo este grande mal, y pecaría contra Dios?” Pero aun así la carne dice: “Hazlo, hazlo, hazlo”, y retrata su dulzura y su placer. Con toda tu alma te enfrentas a la tentación. Un sudor frío brota en tu frente ante el simple pensamiento de caer en una transgresión tan inmunda, y clamas a Dios en oración; pero, con todo, el cautiverio de tu alma es grande mientras dura la prueba y aun por causa de su simple recuerdo. Te dices: “Me temo que tuve un flirteo con la tentación. La carnada no habría sido tan atractiva para mí si no hubiera habido algún consentimiento de mi alma en cuanto a ella”. También acusas a tu corazón de locura, diciendo: “Si bien no cometí ese pecado, tuve un anhelo de él”. Aunque otros no pudieran condenarte y más bien debieran honrar tu abnegación, con todo, tú te condenas por cualquier grado de inclinación en la dirección equivocada y sientes que la tentación te ha llevado de inmediato al cautiverio. Qué diferencia hay entre una mancha sobre una cosa y una mancha sobre otra distinta. Alguien mancha con tinta mi abrigo, pero nadie percibe la mancha; pero si derramara una gota de tinta en este pañuelo blanco, cuán pronto la vería todo el mundo. La vieja naturaleza es como un abrigo negro, demasiado oscuro para mostrar una mancha; pero la mancha de tizne de una tentación que cae sobre el fino lino blanco de la nueva naturaleza nos turba sobremanera; la vemos, y la aborrecemos, y clamamos a Dios para vernos libres de ella. El simple tránsito de la tentación a través de un alma regenerada la lleva al cautiverio. Un día, estando en Roma, me quedé mirando una gran fotografía muy bien tomada de una calle y de un antiguo templo. Nunca había visto una fotografía tan excelente; pero noté que por todo el centro de la fotografía había un rastro de una mula y de una carreta. El artista hizo todo lo que pudo para taparlo, pero allí estaba el fantasma de la carreta y de la mula por todo  el centro del cuadro. No digo que lo arruinara pero ciertamente no le daba ningún realce. De igual manera, muchas veces cuando nuestro corazón está más limpio y muestra mejor la imagen de Dios, por todo lo ancho del hermoso cuadro aparece el rastro de una tentación, y nos afligimos. Un novato observador en materia de arte pudiera dejar de advertir la marca sobre la fotografía, pero un artista cuidadoso con un elevado ideal sufre al ver su obra desfigurada de esa manera. Lo mismo sucede con las manchas morales: lo que el hombre común opina que es una nimiedad resulta ser una gran aflicción para el hijo de Dios de limpio corazón, razón por la cual es llevado al cautiverio.

 

A veces el cautiverio de un cristiano consiste en la pérdida de su goce debido a la rebelión de la carne. Digo algo que estoy seguro que conocen muchos de los hijos de Dios que están presentes. Ustedes se están regocijando en el Señor y triunfan en Su nombre, pero poco a poco alguna corrupción lucha por alcanzar el dominio. “No se levantará”, dices tú. La derribas, pero se esfuerza y tú también te esfuerzas, y en la lucha pareciera que te es arrebatado el gozo del Señor que era tu fuerza. Te aterra un sentido del terrible hecho de la presencia de la lepra en la casa de barro en la que vives, y estás tan ansioso por eliminar la lepra de las paredes que preferirías ver que la vieja casa se desmoronara haciéndose polvo antes que vivir donde el mal se te acerca tan fácilmente. Este espectáculo del pecado engendrado en tu interior es una influencia deprimente para tu gozo. Quieres cantar las loas de Dios pero la tentación viene justo en ese preciso instante, y tienes que combatir con ella, y el canto cede su lugar al grito de batalla. Es tiempo de orar y tú estás en una actitud de devoción, pero de alguna manera no puedes controlar tus pensamientos; andan vagando por aquí y por allá bajo el dominio de la carne. Mis pensamientos semejan con frecuencia muchos potros desbocados que destrozan irrestrictamente los campos de mi alma. En la santa contemplación tratas de concentrar tus pensamientos en el tema a la mano, y no puedes; muy probablemente alguien toca a la puerta en ese mismo momento o un niño comienza a gritar o un hombre comienza a tocar un órgano bajo tu ventana, y, ¿cómo puedes meditar? Todas las cosas parecen estar en contra tuya. Cositas externas que son nimiedades para otros a menudo comprueban ser terribles perturbadoras para tu espíritu y lo que hace sonreír a otros a ti te hace llorar, pues la carne se asirá de las preocupaciones más mezquinas para impedir que entres en comunión con el Señor tu Dios. De esta manera, al arrebatar nuestro gozo y al arrebatar nuestra comunión, la vieja corrupción en nuestro interior nos conduce a la cautividad.

 

Pero, ah, hermanos, eso no es todo, pues no siempre escapamos del pecado real. En momentos de olvido hacemos lo que quisiéramos deshacer de buena gana, y decimos lo que de buena gana quisiéramos desdecir. El espíritu está dispuesto a ser perfecto, pero la carne es débil, y entonces la consecuencia para un hijo de Dios es que se siente cautivo. Ha cedido a halagos traicioneros y ahora, como a Sansón, sus guedejas le han sido recortadas. Sale para liberarse como lo hacía antes, pero los filisteos están sobre él, su Dios no está con él, y sería algo dichoso para él si no perdiera sus ojos y no llegara a moler en el molino como un esclavo. Oh, cuánta necesidad tenemos de vigilar y buscar la fuerza en el fuerte, pues esta vieja naturaleza en nuestro interior nos llevaría al cautiverio si pudiera, y nos retendría allá.

 

Pero tengo que concluir con una reflexión: que ESTA GUERRA Y ESTE TRIUNFO OCASIONAL DE LA CARNE HACEN QUE PONGAMOS LA MIRA EN CRISTO PARA LA VICTORIA. El apóstol pregunta: “¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” Y su respuesta es: “Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro”. Hermanos y hermanas, estoy persuadido de que no hay ningún lugar tan seguro y ninguno tan apropiado y adecuado para cualquiera de nosotros, como el lugar de un pecador al pie de la cruz. He leído mucho acerca de la perfección en la carne y he tratado de obtenerla. He intentado también orar a la manera en que yo supongo que un hombre perfecto oraría; pero la teoría no resistiría un examen crítico en lo que a mí concierne. Cuando subí al templo de esa manera e intenté orar, encontré a un fariseo muy cerca de mí. A una distancia muy grande vi a un pobre pecador golpeándose el pecho y diciendo: “Dios, sé propicio a mí, pecador”, y percibí que se retiró justificado mientras que yo seguía allí y le envidiaba. No pude soportarlo y regresé a mi antiguo lugar a su lado, y me di golpes de pecho expresando el viejo clamor: “Dios, sé propicio a mí, pecador”. Entonces yo también me sentí tranquilo y regresé a mi casa justificado y regocijándome en el Señor.

 

Amados, siempre que hay un debate entre el diablo y yo con respecto a si soy un hijo de Dios, he renunciado a buscar evidencias en mi propio favor o a recurrir a mi experiencia para demostrar que yo estoy en un estado de gracia, pues ese astuto y viejo abogado sabe más de mis debilidades que yo, y muy pronto puede rebasarme con sus argumentos. Mi actitud constante es decirle al acusador: “Bien, si no soy un santo, soy un pecador, y Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, por tanto, voy a ir a Cristo, y voy a mirarlo de nuevo. El diablo mismo no puede responder a eso. Ustedes que son los de mayor edad en la vida divina –y les hablo a algunos que han conocido al Señor durante estos cincuenta años- estoy seguro de que encuentran momentos en los que ninguna marca, evidencia, o experiencia vale un centavo para ustedes en el sentido de ser una fuente de consuelo, y son conducidos a adoptar el simple recurso que les he recomendado a todos los que son tentados. Será sabio vivir de Jesús siempre. Comiencen de nuevo al pie de la cruz, donde comenzaron al principio, con el viejo clamor:

 

“Nada en mis manos traigo,

Simplemente a Tu cruz me aferro”.

 

Esta es la manera de vencer al pecado así como también de dominar la desesperación, pues, cuando la fe en Jesús regrese a tu alma, serás fuerte para luchar con tus corrupciones y obtendrás la victoria que nunca alcanzarías si permitieras que tus luchas con tus pecados te alejaran de tu Salvador. Recurramos, entonces, a Cristo que nos da la victoria, y entre más vivamos más hemos de alabar a Cristo. Ustedes, jóvenes cristianos, no saben todavía cuán valioso Salvador han encontrado. Ustedes saben que le han encontrado, pero es un Cristo mayor de lo que piensan que es. Ustedes estaban desnudos y Él los vistió; sí, Él los ha vestido con la armadura que repelerá los dardos del archienemigo. Ustedes estaban hambrientos, y Él los  ha alimentado; sí, pero Él los ha alimentado con pan inmortal y está nutriendo una vida divina en el interior de sus almas. Él les ha dado la paz, y ustedes están agradecidos por ello; sí, pero Él les ha dado una paz que sobrepasa todo entendimiento y que guardará sus corazones y sus mentes. Dices que es dulce tenerlo contigo. Sí lo es, pero oh, cuán dulce será tenerlo contigo cuando pases por los fuegos y no te quemes, cuando pases por las aguas y no te ahogues, cuando entres en el combate final y no tengas miedo. Oh, amados, podemos descubrir más de nuestras carencias, y seguramente lo haremos, pero vamos a descubrir más de la plenitud de Cristo que basta para todo. La tormenta se volverá más terrible, pero el poder del timonel para gobernar esa tormenta sólo se hará más patente. El barco puede mecerse a un lado y al otro hasta que todo su maderamen esté a punto de romperse y su quilla amenace con partirse en dos, pero

 

“Él lo preservará, Él lo gobierna

Aun cuando el barco se bambolee más.

Las tormentas son el triunfo de Su arte”.

 

Él llevará a Su gente de manera segura a través del aullante desierto y de la tierra seca. No tengan miedo, ustedes que han comenzado el peregrinaje divino, pues Su columna de fuego y de humo los acompañará. Es cierto que hay dragones, pero con la espada del Espíritu herirán al dragón así como fue herido en el Mar Rojo en la antigüedad. Habrá que luchar con la muerte, pero Cristo murió y ustedes saldrán victoriosos sobre la tumba. Esperen el conflicto; no se sorprendan cuando llegue, pero con la misma confianza esperen la victoria y den voces anticipándola. Tan ciertamente como el Señor los ha llamado a esta guerra celestial, Él los sustentará a lo largo de ella. Ustedes cantarán al otro lado del Jordán a Aquel que los amó y los lavó de sus pecados en Su sangre. Cantarán las loas de Dios y del Cordero en el puerto seguro de los bienaventurados, en la tierra del más allá, en el hogar de los santos, donde descansan los cansados.

 

Quisiera Dios que este sermón tuviera una relación con todos aquellos que lo oigan o lo lean, pero me temo que no es así. Que Dios les conceda que no se queden tranquilos en el pecado, pues estar en paz con el pecado es dormirse camino al infierno. Que Dios los despierte, para que puedan acudir presurosos a Cristo en busca de misericordia en este mismo instante, y habrá gozo en Su presencia. Amén.

 

Porción de la Escritura leída antes del sermón: Romanos 7.

 

 

Traductor: Allan Román

25/Noviembre/2013

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