El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
Bajo Apremio
NO.
1411
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
“Porque el
amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego
todos murieron”. 2 Corintios 5: 14.
El apóstol y sus
hermanos eran desprendidos en todo lo que hacían. Pablo podía decir de sí mismo
y de sus hermanos que, aun cuando variaran sus modos de acción, siempre
conservaban el mismo objetivo a la vista: vivían únicamente para promover la
causa de Cristo y bendecir a las almas de los hombres. El apóstol dice: “Porque
si estamos locos, es para Dios; y si somos cuerdos, es para vosotros”. Algunos
pudieran haber dicho que Pablo era demasiado excitable y que se expresaba rotundamente.
“Bien” –decía- “si es así, es para Dios”. Otros pudieran haber notado que la
facultad de razonamiento de Pablo era sumamente poderosa, y pudieran haber
pensado que era fríamente argumentativo. “Pero” –decía Pablo- “si somos
cuerdos, es para vosotros”.
Visto desde algunos
ángulos, el apóstol y sus colaboradores deben de haber parecido fanáticos delirantes
comprometidos en una empresa quijotesca, que estaban medio
desquiciados si es que no lo estaban por completo. Uno que había oído al
apóstol contar la historia de su conversión exclamó: “Estás loco, Pablo; las
muchas letras te vuelven loco”; y, sin duda, muchos que vieron el cambio
singular en su conducta y que sabían a lo que había renunciado y lo que había
soportado por su nueva fe, hubieron de concluir lo mismo. Pablo no se sentiría
en absoluto ofendido por ese veredicto, pues recordaría que su Señor y Maestro
había sido acusado de locura y que incluso los propios parientes de nuestro
Señor habían dicho: “Está fuera de sí”. A Festo le había respondido: “No estoy
loco, excelentísimo Festo, sino que hablo palabras de verdad y de cordura”; y a
algunos impugnadores de Corinto les había dado todavía una respuesta más amplia.
Bienaventurados quienes
son acusados de estar locos debido a su celo por la causa de Jesús; ellos
tienen una respuesta más que satisfactoria cuando pueden decir: “Si estamos
locos, es para Dios”. No es algo inusual que los locos piensen que los demás
están locos, y no es algo extraño que un mundo loco acuse de ser necios y
lunáticos a los únicos seres moralmente sanos que habitan en medio de los
hombres. Pero la sabiduría es justificada por sus hijos. Si otros asediaban al
apóstol con alguna otra acusación, insinuando que su locura era metódica, que
el hecho de que a todos se hubiera hecho de todo mostraba un exceso de
prudencia y que sin duda era un medio para un fin, sugiriendo que ese fin era
un deseo de poder, Pablo les podía responder de manera sumamente contundente: “Si
somos cuerdos, es para vosotros”. Pablo había actuado tan desinteresadamente
que podía apelar a la iglesia de Corinto, pidiéndoles que dieran testimonio de
que no buscaba lo que era de ellos, sino a ellos, y que si había juzgado sus
desórdenes con gran cordura había sido por causa de ellos. Para todo lo que
hacía, o sentía, o sufría o decía, tenía un solo designio y ese designio era la
gloria de Dios en el perfeccionamiento de los creyentes y en la salvación de
los pecadores.
Todo ministro cristiano
debería ser capaz de usar las palabras del apóstol sin la más mínima reserva,
sí, y todo cristiano debería ser capaz de decir también lo mismo: “Si estoy
excitado, es en defensa de la verdad; si soy cuerdo, es por el mantenimiento de
la santidad; si parezco extravagante es porque el nombre de Jesús enardece lo
más íntimo de mi alma; y si soy de espíritu moderado y de disposición
reflexiva, es para poder promover de la manera más sabia los intereses del
reino de mi Redentor”.
Que Dios nos conceda que,
ya sea llorando o cantando, ansiosos o esperanzados, victoriosos o derrotados,
creciendo o disminuyendo, exaltados o deprimidos, persigamos todavía nuestro
propósito y que nos entreguemos a la sagrada causa. Que vivamos para ver
iglesias constituidas por personas que están resueltas a hacer una cosa, y que
esas iglesias tengan unos ministros aptos para dirigir a tales personas,
gracias a que ellos están dominados también por el mismo propósito sagrado. Que
el fuego que antaño cayó en el Carmelo caiga sobre nuestro altar -donde yace el
sacrificio que ha sido remojado hasta una segunda y una tercera vez por el mar
salado del mundo- para consumir el holocausto, y la madera, y las piedras, y el
polvo, y lamer el agua que está en la zanja. Entonces toda la gente lo verá, y
se postrará y clamará: “¡Jehová es el Dios, Jehová es el Dios!”
El apóstol prosigue
ahora explicándonos la razón por la que toda su conducta y la de sus
colaboradores tendían a un fin y a un objetivo. Dice: “El amor de Cristo nos
constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron”. Yo
les doy aquí la traducción más exacta posible (1).
Voy a notar dos cosas en
el texto: primero, bajo apremio; en
segundo lugar, bajo un apremio que su
entendimiento justificaba.
I. Nuestro
principal punto estará bajo el encabezado: “BAJO APREMIO”. He ahí al apóstol,
un hombre nacido libre, un hombre que disfrutaba de una mayor libertad
espiritual que todos los demás, gloriándose porque estaba siendo apremiado.
Estaba siendo apremiado porque una gran
fuerza lo mantenía bajo su poder. “El amor de Cristo nos constriñe”. Yo
supongo que “nos constriñe” es probablemente la mejor traducción que pudiera
encontrarse para este pasaje. Pero también podría traducirse como: “nos
restringe”. El amor de Cristo restringe a los verdaderos creyentes de ser
egoístas, y les impide perseguir cualquier otro objetivo que no sea el más
sublime. Ya fuera que estuvieran locos o cuerdos, los primeros santos se
sometían a una restricción divina, así como un buen barco responde a su timón o
un caballo obedece a la rienda. No carecían de la fuerza restrictiva para
prevenir la más mínima sujeción a motivos impuros. El amor de Cristo los
controlaba y los sometía a su poder. Pero la palabra ‘restringir’ expresa sólo
una parte del sentido, pues también significa que Pablo estaba “forzado o presionado”,
y, por tanto, que estaba propulsado como alguien que era movilizado por una
presión. El amor de Cristo lo presionaba por todos lados alrededor suyo así como
el agua de un río presiona al nadador y lo arrastra en su corriente. Bengel, quien
es una reconocida autoridad, entiende el pasaje así: “Nos mantiene empleados”,
pues somos inducidos a la diligencia, urgidos al celo, guardados en la
perseverancia y propulsados por el amor de Jesucristo. Los apóstoles trabajaban
arduamente, pero toda su labor provenía del impulso del amor de Jesucristo. Tal
como Jacob trabajó arduamente por Raquel por amor a ella exclusivamente, así
los verdaderos santos sirven al Señor Jesús bajo la imponente imposición del amor.
Un eminente expositor
traduce la palabra así: “nos contiene”, como si significara que los siervos del
Señor eran mantenidos juntos y conservados como un grupo bajo una bandera o
estandarte, y cita muy atinadamente las palabras de la iglesia en el Cantar: “Su
bandera sobre mí fue amor”. Así como los soldados son juntados y reagrupados
bajo la bandera, así los santos son sustentados en la obra y en el servicio a
su Señor por el amor de Cristo que los constriñe a soportar todas las cosas por
la causa de los elegidos y por la gloria de Dios. Es como la enseña izada en el
centro y como la piedra imán de todas sus energías. En el amor de nuestro Señor
tenemos el mejor motivo para practicar la lealtad, la mejor razón para tener
energía y el mejor argumento para desarrollar la perseverancia.
La palabra puede significar
también “comprimido” y entonces querría decir que todas las energías son
comprimidas en un solo canal y son echadas a andar por el amor de Cristo.
¿Puedo condensar esas palabras: ‘restricción’ y ‘constreñimiento’, y todas las
demás palabras en una sola, agrupándolas en una sola figura? Pienso que podría
hacerlo. Cuando una inundación anega una extensión de terreno de una vega y se
empoza formando charcos de poca profundidad, los hombres la restringen
conteniéndola en una represa y la constriñen a formar un canal poniéndole
diques. Así, una vez comprimida, se convierte en un torrente que se mueve con
fuerza en una dirección. Vean cómo apresura su paso, vean cuánta fuerza acumula:
mueve aquella rueda de molino, lava a una oveja, salta como una cascada,
atraviesa gorjeando una aldea en la forma de un torrente en el que permanece el
ganado bajo el sol del verano. Va creciendo en todo momento hasta convertirse
en un río que puede transportar lanchas y barquitos; y hecho esto, crece
todavía sin detenerse hasta que fluye con aguas potentes hacia el gran mar.
El amor de Cristo había
comprimido las energías de Pablo en una sola fuerza, las había canalizado y las
había propulsado con una fuerza sorprendente hasta convertir al apóstol y a sus
compañeros en una poderosa fuerza para el bien, siempre activos y llenos de
energía. “El amor de Cristo”, -dice- “nos constriñe”.
Todas las grandes vidas
han estado bajo el apremio de algún principio dominante. Un hombre que es
inconstante y que no persevera en nada es un don nadie; un hombre que
desperdicia la vida en caprichos y fantasías, en ocios y placeres, nunca logra
nada: se desliza sobre la superficie de la vida sin dejar una mayor huella
sobre su época que la que deja un pájaro en su vuelo en el cielo; pero cuando un
hombre se enfoca en algo, se vuelve grande, incluso para lo malo. ¿Qué hizo
notable al joven príncipe de Macedonia, Alejandro el Grande, sino la concentración
de su mente entera en un deseo de conquista? El hombre no era feliz jamás
cuando estaba tranquilo y en paz. Sus mejores días los pasaba en el campo de
batalla o en la marcha. Mírenlo apresurarse al frente de batalla haciendo que
el soldado más común se convierta en un héroe al observar el temerario valor de
su rey, y entonces entenderán la grandeza del hombre. Él no habría podido ser
nunca el conquistador del mundo si no hubiera sido apremiado por la insaciable
ambición de conquista. De ella provienen también los Césares y los Napoleones;
son hombres de una sola pieza en su ambición que están sujetos a una sola pasión
de dominio.
Ese mismo hecho queda
muy claro cuando trasladas el pensamiento a una mejor y más santa esfera. Howard
no habría podido ser jamás el gran filántropo que fue, si no hubiese estado
extrañamente sujeto al embrujo del amor por los prisioneros. Era más feliz en
un hospital o en una prisión de lo que habría sido en la corte o en el sofá de
la sala de su hogar. Ese hombre no podía evitar visitar las cárceles. Era un
cautivo de la simpatía que sentía por los hombres en cautiverio, y así se pasó
la vida buscando su bien. Miren a alguien como Whitefield o como su colega
Wesley. Esos hombres sólo tenían un pensamiento que consistía en ganar almas
para Cristo; su ser entero corría sobre el lecho del río del celo por Dios, que
los hacía desbordantes y poderosos como el
caudaloso Ródano. Trabajar para Cristo era como un descanso para ellos. Era un
honor ser aporreados mientras predicaban así como ser calumniados por el nombre
de Jesús; un obispado o un asiento en
“El amor de Cristo en verdad me constriñe
A buscar las almas descarriadas de los hombres;
Con clamores, súplicas y lágrimas, a salvarlas
Y arrebatarlas de la ola de fuego”.
Su vida entera, su ser,
su pensamiento, sus facultades, su espíritu, su alma y su cuerpo se
convirtieron en algo único e indivisible en cuanto a propósito, y su condición
de hombres santificados los impulsaba irresistiblemente, de tal manera que
podrían ser comparados con rayos arrojados por la mano eterna que tienen que
seguir adelante hasta alcanzar su objetivo. Para ellos era tan imposible dejar
de predicar como es imposible para el sol dejar de brillar o revertir su curso
en los cielos.
Ahora, este tipo de
apremio no implica ninguna compulsión ni involucra ninguna servidumbre. Es el
más alto nivel de libertad, pues cuando un hombre hace exactamente lo que le
gusta hacer, si quisiera expresar la alegría entusiasta y la dicha con los que
desempeña sus actividades, usaría generalmente un lenguaje similar al de mi
texto. “Vamos” –dice- “estoy absorto en mi estudio favorito; me cautiva; no
puedo resistirme a sus encantos, me tiene hechizado”. ¿Acaso el hombre es menos
libre por ello? Si alguien se entrega por completo a alguna ciencia o a
cualquier otra ocupación, aunque sea perfectamente libre de abandonarla cuando
quiera, declarará comúnmente que no puede dejarla, que lo tiene cautivado de tal
manera que se ha vuelto un adicto a ella. No han de pensar, por tanto, que cuando
hablamos de que estamos bajo apremio por causa del amor de Cristo, queremos
decir con ello que hemos cesado de ejercitar nuestras voluntades o que hemos
dejado de ser agentes voluntarios en nuestro servicio. Lejos de eso,
reconocemos que nunca somos tan libres como cuando estamos encadenados a Cristo.
No, nuestro Dios no nos constriñe por medio de la fuerza física. Sus cuerdas
son de amor, y las Suyas son cuerdas humanas. Nos alegramos de sentir ese
apremio; damos un pleno asentimiento a su presión y en eso radica su poder. Nos
regocijamos al admitir que “el amor de Cristo nos constriñe”, y sólo desearíamos
que el apremio aumentara cada día.
Hemos visto que Pablo
contaba con una gran fuerza que lo sustentaba; demos un paso más y notemos que la fuerza apremiante era el amor de Cristo. Pablo no habla de
su amor a Cristo; ese era también un
gran poder, aunque era secundario al primero, pero a Pablo le basta mencionar
al mayor ya que incluye al menor: “El amor de Cristo nos constriñe”, esto es,
el amor de Cristo por nosotros es la fuerza dominante. Y, oh, hermanos, es una
dicha someterse a ese poder; es una fuerza digna de comandar a las mentes más
grandes. “El amor de Cristo”. ¿Quién podría medir esa fuerza omnipotente? Ese
amor, de acuerdo a nuestro texto, es más fuerte cuando es visto en Su muerte
por los hombres. Fíjense en el contexto: “Pensando esto: que si uno murió por
todos”. El peculiar despliegue del amor de Cristo que tuvo una suprema
influencia sobre Pablo, fue el amor revelado en Su muerte sustitutiva. Piensen
en ello por un momento. Cristo, el siempre bendito, a quien no le podía sobrevenir
ningún dolor, ningún sufrimiento, ninguna vergüenza, amó a los hombres. ¡Oh,
qué amor tan singular! ¡Él ama a los hombres culpables, sí, ama a Sus enemigos!
Por amor a los pobres hombres caídos asumió la naturaleza de ellos y se hizo
hombre. ¡Cuán maravillosa condescendencia! El Hijo de Dios es también el Hijo
de María, y estando en la condición de hombre, se humilla a Sí mismo y se
despoja a Sí mismo. ¡Véanlo siendo llevado ante jueces humanos y siendo
condenado injustamente; véanlo siendo sujetado por los custodios romanos y
siendo azotado con el látigo! Contemplen un poco más y véanlo clavado a un
patíbulo, colgado como un criminal, abandonado entre escarnios y mofas y crueles
miradas y palabras maliciosas hasta morir desangrado, y cuando muere, es
colocado en un sepulcro. Detrás de todo ello está el misterio de que no sólo
murió, sino que murió en lugar de otros, soportando la ira todopoderosa, padeciendo
esa terrible sentencia de muerte que acompaña al pecado del hombre. Hay un
verdadero amor, en verdad, en el hecho de que el Ser infinitamente puro
sufriera por los pecadores, el justo por los injustos para llevarnos a Dios. El
amor nunca alcanzó una altura tan sublime como cuando condujo a Jesús al madero
sangriento para recibir la terrible sentencia de la ley inexorable. Piensen en
este amor, amados, hasta sentir su impelente influencia. Era un amor eterno,
pues mucho antes que la tierra fuera formada,
Ahora podemos dar un
paso más y decir que el amor de Cristo
opera engendrando en nosotros amor por Él. Hermanos amados, yo sé que
ustedes aman a nuestro Señor Jesucristo, pues todo Su pueblo lo ama. “Nosotros
le amamos a él, porque él nos amó primero”. Pero, ¿qué diré? Difícilmente hay
algunos otros temas sobre los que me siento menos capaz de hablar que estos
dos: el amor de Cristo por nosotros y nuestro amor por Él, porque, de alguna
manera, el amor necesitaría otra lengua diferente de la que habita en la boca que
estuviera ubicada en alguna otra parte. Nuestra lengua está en la cabeza y
puede expresar, por tanto, nuestros pensamientos; pero necesitaríamos una
lengua en el corazón que expresara aquellas emociones que ahora tienen que
pedir prestada la expresión del defectuoso orador del cerebro. Hay un amplio
espacio entre el cerebro frío y el llameante corazón y los asuntos se enfrían
mientras van en camino hacia la lengua, de tal manera que el corazón ardiente
se cansa de las frías palabras.
Pero, oh, nosotros
amamos a Jesús. Hermanos y hermanas, nosotros lo amamos verdaderamente. Su
nombre es dulce como el panal de miel y Su palabra es preciosa como el oro de
Ofir. Su persona es muy querida para nosotros; de Su cabeza a Sus pies todo Él
es codiciable. Cuando al fin nos acerquemos a Él y lo veamos, me parece que nos
desmayaremos por el exceso de gozo al contemplarlo, y yo soy uno de los que no
piden un cielo más allá de una visión Suya y de un sentido de Su amor. No dudo
de que disfrutaremos de todas las armonías, de todos los honores y todos los
compañerismos del cielo, pero si todo eso fuese suprimido, no creo que
representaría una considerable diferencia para nosotros, siempre y cuando
pudiéramos ver a nuestro Señor en Su trono, y viéramos cumplida Su propia
oración: “Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también
ellos estén conmigo, para que vean mi gloria”. Él es nuestra felicidad, sí, Él
es todo en todo.
¿No consideran que los
sermones más dulces que oyen son aquellos que están más
impregnados de Él? Cuando tengo la oportunidad de oír algunas veces algún
sermón, me enferma escuchar los finos intentos que se hacen para diluir el
Evangelio con filosofías, o escuchar algunos sutiles ensayos que son mejor
descritos como un cascabeleo de elegantes palabras. Pero puedo oír arrobado al
hermano más iletrado y torpe de labios si su corazón arde en su interior, y si habla
desde su corazón de mi Señor, el Bienamado de mi alma. Nos alegra estar en el
lugar de reunión cuando Jesús está adentro, pues ya sea en el Tabor con dos o
tres, o en la congregación de los fieles, cuando Jesús está presente es bueno
estar allí. Ese sentimiento de gozo que experimentas cuando oyes hablar sobre
Jesús demuestra que tú amas Su persona, y tus esfuerzos por divulgar el
Evangelio demuestran que amas Su causa. El amor de Cristo por ustedes los ha
conducido a desear la llegada de Su reino, y sienten que podrían dar su vida
para extender los límites de Sus dominios, pues Él es un Rey glorioso y todo el
mundo debería saberlo. Oh, que pudiéramos ver a todas las naciones inclinándose
ante Su cetro de paz. Lo amamos tanto que no podremos descansar nunca hasta que
la tierra entera sonría en la luz de Su trono.
En cuanto a esta verdad,
una parte sustancial de nuestro amor por Cristo se muestra por el apego al Evangelio
puro. Yo no tengo mucha paciencia con una cierta clase de cristianos que, en
nuestros días, están dispuestos a oír a cualquiera persona que predica en tanto
que puedan decir: “él es muy hábil, es un excelente predicador, un hombre de
genio, un orador nato”. ¿Acaso es habilidad hacer que una falsa doctrina sea grata
al paladar? Vamos, señores, la habilidad de un hombre que predica el error es
para mí motivo de aflicción más bien que de admiración. No puedo tolerar la
falsa doctrina, prescindiendo de cuán pulcramente pudiera ser presentada.
¿Acaso querrías que comiera carne envenenada sólo porque el plato es del más
selecto material? Me indigna oír que otro evangelio sea presentado a la gente
con palabras seductoras por hombres que gustosamente harían de las almas una
mercancía; y me maravillan aquéllos que tienen finas palabras para tales
engañadores. “Eso es intolerancia tuya”, dirá alguien. Llámala así si quieres,
pero es la misma intolerancia del amoroso Juan cuando escribía: “Si alguno
viene a vosotros, y no trae esta doctrina, no lo recibáis en casa, ni le
digáis: ¡Bienvenido! Porque el que le dice: ¡Bienvenido!, participa en sus
malas obras”.
Pluguiese a Dios que
todos tuviéramos un poco más de esa decisión, pues su carencia priva a nuestra
vida religiosa de su espina dorsal y sustituye la virilidad honesta con la masa
de la trémula gelatina de la mutua adulación. Quien no odia lo falso no ama lo
verdadero, y aquel para quien da lo mismo si la palabra es de Dios o del
hombre, no tiene un corazón regenerado. Oh, si algunos de ustedes fueran como
sus padres, no habrían tolerado en esta época las carretadas de basura bajo las
que el Evangelio ha sido sepultado últimamente por ministros elegidos por
ustedes mismos. Habrían arrojado fuera de los púlpitos de sus iglesias a los
hombres que son enemigos de las doctrinas fundamentales, pero que son lo
suficientemente astutos para convertirse en sus pastores y para socavar la fe
de una generación voluble y superficial. Esos hombres se roban los púlpitos de
iglesias otrora ortodoxas, porque de otra manera no tendrían acceso a ningún
púlpito en absoluto. Su impotente teología no puede despertar por sí misma el suficiente
entusiasmo que les permitiera construir una ratonera a costa de sus
admiradores, y, por tanto, profanan las casas que sus antepasados construyeron
para la predicación del Evangelio, y descarrían a las organizaciones de
comunidades antes ortodoxas para promover su infidelidad; yo la llamo en claro
inglés por ese nombre, pues el “pensamiento moderno” no es ni una pizca mejor,
y de esos dos males yo le doy la palma a la infidelidad, pues es menos
engañosa. Le pido al Señor que les devuelva a las iglesias mucho amor por Su
verdad para que puedan discernir los espíritus y echar fuera a quienes no son
de Dios. Comparto algunas veces el sentimiento de Juan, de quien se dice que,
aunque era el más amoroso de todos los espíritus, con todo, era el más decidido
de todos por la verdad; y cuando fue a los baños y encontró que el hereje,
Cerinto, estaba allí, se apresuró a salir del edificio pues no aceptaría quedarse
en el mismo sitio con él. Hay algunas personas con quienes no deberíamos tener
ninguna comunión, es más, con quienes ni siquiera deberíamos compartir el pan,
pues aunque esa conducta pareciera severa y dura, es según la mente de Cristo,
pues el apóstol hablaba por inspiración cuando dijo: “Mas si aun nosotros, o un
ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos
anunciado, sea anatema”. De acuerdo al afeminamiento moderno deberíamos decir:
“Que se le hable amablemente en privado, pero les ruego que no hagan un revuelo.
No cabe duda de que el buen hermano piensa muy originalmente y no deberíamos cuestionar
su libertad. Sin duda él cree lo mismo que nosotros, sólo que hay un pequeña
diferencia en cuanto a los términos”. Eso es una traición a Cristo, una infidelidad
a la verdad y una crueldad para con las almas. Si amamos a nuestro Señor guardaremos
Sus palabras y nos apegaremos a la fe, abandonando a los falsos maestros, lo
cual no es inconsistente con la caridad, pues el amor más verdadero por los que
yerran no es fraternizar con ellos en su error, sino ser fieles a Jesús en
todas las cosas.
El amor de Jesucristo
genera en los hombres una profunda adhesión al Evangelio, especialmente a las
doctrinas que se aglutinan en torno a la persona de nuestro Señor; y yo pienso
que más especialmente a esa doctrina que es la piedra angular entre todas, es
decir, que Cristo murió en lugar de los hombres. El que toca a la doctrina de
la sustitución toca a la niña de nuestros ojos; quien la niega le roba a
nuestra alma su única esperanza, pues de allí recibimos toda nuestra
consolación para el presente y nuestra expectativa para los días venideros.
Entonces, una gran fuerza sustentaba al apóstol y esa fuerza era el amor de
Cristo que a su vez producía en él amor por Cristo.
Ahora, esta fuerza actúa proporcionalmente en los
creyentes. Actúa más o menos en todo cristiano, pero difiere en grado.
Todos nosotros estamos vivos, pero el vigor de la vida difiere grandemente en
un tísico y en un atleta, y de igual manera, el amor de Jesús actúa sobre todos
los hombres regenerados pero en diferente medida. Cuando un hombre es
perfectamente influenciado por el amor de Cristo, es un perfecto cristiano;
cuando el hombre está de manera creciente bajo la influencia del amor de Cristo,
es un cristiano en crecimiento; cuando el hombre es afectado sinceramente por
el amor de Cristo, es un cristiano sincero; pero aquel hombre sobre quien el
amor de Cristo no tienen ningún poder, no es un cristiano en absoluto.
“Yo pensaba” –dirá
alguno- “que la fe era el punto principal”. Cierto, pero la fe obra por amor, y
si tu fe no obra por amor, no es la fe que salva al alma. El amor nunca deja de
florecer ahí donde la fe echa sus raíces.
Amados, ustedes sentirán
el poder del amor de Cristo en su alma en proporción a los siguientes puntos:
En proporción a que lo conozcan. Estudien,
entonces, el amor de Cristo; escarben hondo y aprendan sus secretos. Son cosas
en las cuales anhelan mirar los ángeles. Observen su eternidad: sin principio. Su
inmutabilidad: sin cambio. Su infinitud: sin medida. Su eternidad: sin fin. Piensen
mucho en el amor de Cristo hasta comprender con todos los santos cuál sea su
anchura, y su longitud, y conforme lo conozcan comenzarán a sentir su poder. Su
poder será también proporcional al sentimiento que de él tengan. ¿Sienten el amor de Dios derramado en
abundancia por el Espíritu Santo en su corazón? Conocerlo es bueno, pero
disfrutarlo como resultado de creerlo es aún mejor. Cuando piensan que Jesús
los amó y se entregó por ustedes, ¿no provoca eso algunas veces que broten lágrimas
de sus ojos? Por otro lado, ¿no sienten a veces como si, al igual que David,
pudieran bailar delante del arca del Señor al pensar que el amor de Dios se
hubiera fijado jamás en ustedes, que
Cristo hubiera muerto por ustedes? ¡Ah,
piensen y piensen de nuevo; por ustedes fue el sudor sangriento, por ustedes la
corona de espinas, por ustedes los clavos, la lanza, las heridas, el corazón
traspasado, todo, todo por amor a ustedes que eran Sus enemigos! En la
proporción en que su corazón sea tierno y sensible a este amor, se convertirá
en una influencia rectora para su vida entera. La fuerza de esta influencia
también dependerá mucho de la gracia que
habita en ustedes. Pueden medir su gracia por el poder que el amor de Cristo
tiene sobre ustedes. Quienes habitan cerca de su Señor están tan conscientes de
Su poder sobre ellos que las simples miradas de Sus ojos los llenan de un santo
ardor. Si poseen mucha gracia serán movidos grandemente por el amor que les
proporcionó esa gracia y serán asombrosamente sensibles a ella, pero quien posee
poca gracia -que es el caso de no pocas personas- puede leer la historia de la
cruz sin emoción y contemplar la muerte de Jesús sin sentimiento. Que Dios nos
libre de un corazón marmóreo, frío y duro.
El carácter tiene también mucho que ver con la medida en que
sentimos el apremio del amor de Jesús: entre más semejantes a Cristo seamos más
constreñidos por Cristo seremos. Amado hermano y amada hermana, ustedes tienen
que lograr ser como Cristo por medio del Espíritu Santo y de la oración, y
cuando lo hubieren logrado, Su amor tomará una posesión más plena de ustedes de
la que tiene en este momento, y estarán más manifiestamente bajo su poder que
constriñe.
Nuestro último punto
bajo este encabezado es que doquiera que su energía sea sentida operará según su género. Las fuerzas
obran de acuerdo a su naturaleza: la fuerza del amor genera amor, y el amor de
Cristo engendra un amor afín. Quien siente el amor de Cristo actúa como Cristo
actuaba. Si tú sientes realmente el amor de Cristo que lo llevó al sacrificio
de Sí mismo, tú mismo serás también un sacrificio. “En esto hemos conocido el
amor, en que él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos poner
nuestras vidas por los hermanos”. Por causa de nuestro Señor estimaremos todas
las cosas como escoria por la excelencia de Su conocimiento. Oh alma, habiendo
conocido y elegido a tu Señor no te quedará ninguna otra elección. Aquel camino
conduce a la riqueza, pero si no glorifica a Cristo, de inmediato dirías:
“Adiós riquezas”. Aquel otro camino conduce al honor; serás famoso si tomas esa
senda, pero si sientes el poder de Su amor en tu alma y el honor no le
proporcionara ninguna gloria a Cristo, dirías: “Adiós honor: abrazaré la
vergüenza por Cristo, pues mi único pensamiento es sacrificarme por Aquel que
se sacrificó a Sí mismo por mí”.
Si el amor de Cristo te
constriñe te inducirá a amar a otros, pues el Suyo fue un amor por otros, un amor
por quienes no le podían servir, por quienes no merecían nada de Sus manos. Si
el amor de Cristo te constriñe, amarás especialmente a aquellos que no tienen
ningún aparente derecho sobre ti, y que no pueden esperar justamente nada de
ti, sino que, por el contrario, merecen tu censura. Dirás: “los amo porque el
amor de Cristo me constriñe”. Pequeñas criaturas sucias de los bajos fondos,
inmundas mujeres que contaminan las calles, viles hombres que salen de la
cárcel meramente para repetir sus crímenes, estas son las humanidades caídas a
quienes aprendemos a amar cuando el amor de Cristo nos constriñe. No sé de qué
otra manera podríamos preocuparnos por algunas pobres criaturas, si no fuera
porque Jesús nos enseña a no despreciar a nadie y a no desesperar de nadie. A esas
ingratas criaturas, a esas maliciosas criaturas, a esas criaturas
abominablemente blasfemas y profanas a quienes te encuentras algunas veces y a
las que rehúyes, debes amarlas porque Cristo amó al peor de los pecadores. Su
amor por ti debe reflejarse en tu amor por los más indignos y los más viles. Él
es tu sol; tú has de ser como la luna para la noche del mundo.
El amor de Jesucristo
era un amor práctico. Él no amaba únicamente en pensamiento y en palabra, sino
de hecho y en verdad, y si el amor de Cristo nos constriñe, dedicaremos nuestras
almas a la obra y al servicio del amor; nos pondremos a trabajar realmente por
los hombres, daremos limosnas de nuestra riqueza, soportaremos nuestra medida
de sufrimiento, y dejaremos muy en claro que nuestro cristianismo no es de meras
palabras, sino de claras obras; seremos como el becerro del holocausto que es
colocado sobre el altar para ser consumido enteramente; no consideraremos nada
excepto cómo podremos ser completamente consumidos por el celo de la casa de Dios,
cómo sin reserva de ninguna facultad podremos ser enteramente consumidos en el
servicio de nuestro Señor y Maestro. Que el Señor nos conduzca a eso.
II. EL APREMIO DEL QUE HEMOS
HABLADO FUE JUSTIFICADO POR EL ENTENDIMIENTO DEL APÓSTOL. “Porque el amor de
Cristo nos constriñe, pensando esto”. El
amor es ciego. Un hombre puede decir que en los asuntos del amor él ejerce una
tranquila discreción, pero yo me permito ponerlo en duda. Sin embargo, en el amor
por Cristo puedes dejarte llevar de inmediato y puedes ser tan ciego como
quieras, y, con todo, actuarías según el más sano juicio. El apóstol dice
cálidamente: “El amor de Cristo nos constriñe”, y, con todo, agrega con
frialdad, “pensando esto”. Cuando el entendimiento es la base del afecto,
entonces el corazón del hombre es arreglado y su conducta se vuelve ejemplar en
un alto grado. Así es aquí. Hay una firme base de juicio: el hombre ha sopesado
y juzgado el asunto tanto como si el corazón estuviera fuera; pero la conclusión
lógica es de una emoción tan completamente absorbente y de un afecto tan
dominador como si el entendimiento quedara fuera del asunto. Su juicio era como
el altar de bronce, frío y duro, pero sobre él puso los carbones del afecto
ardiente, lo suficientemente vehemente en su llama para consumirlo todo. Lo
mismo debería suceder con nosotros. La religión debería ser para el hombre un
asunto tanto del intelecto como del afecto, y su entendimiento debería ser
siempre capaz de justificar la más fuerte pasión de su alma, como dice el
apóstol que lo hacía en su caso y en el de los hermanos.
Tenían razones para todo
lo que hacían, pues, primero, reconocían
la sustitución: “Pensando esto: que si uno murió por todos”. Oh, hermanos,
esta es la fuerza misma del esfuerzo cristiano: Cristo murió en lugar del
pecador. Cristo es la fianza, el sacrificio y el sustituto de los hombres. Si
se suprimiera de la religión cristiana la doctrina del sacrificio vicario, yo
protesto que no quedaría nada que fuera digno de ser llamado: ‘revelación’. Esto
es el corazón, la cabeza, las entrañas, el alma y la esencia de nuestra santa
fe: que Jehová cargó en Él el pecado de todos nosotros, y por Su llaga fuimos
nosotros curados. Los apóstoles creían firmemente que esto era un hecho, y gracias
a esa fe desarrollaron un intenso amor por Jesús, hasta donde les fue posible. ¿Ocupó
Jesús mi lugar? Oh, cuánto lo amo. ¿Murió por mí? Entonces Su amor me domina y
a partir de ahora me mantiene como su cautivo voluntario. Oh, sagrado
Sustituto, yo soy Tuyo y también todo lo que tengo es Tuyo.
A continuación reconoció la unión con Cristo, pues
dijo: “Si uno murió por todos, luego todos murieron”, pues ese es el sentido,
es decir, que todos aquellos por quienes Cristo murió, murieron en Su muerte.
Su muerte por ellos fue la muerte de ellos. Él muere por ellos y ellos mueren
en Él. Él resucita y ellos resucitan en Él. Él vive y ellos viven en Él. Ahora
bien, si esto es realmente así, es decir, que ustedes y yo que hemos creído en
Cristo somos uno con Cristo y somos miembros de Su cuerpo, entonces, aunque esa
verdad ha de ser declarada fríamente, contiene fuego lo mismo que el pedernal. Si
morimos en Jesús, estamos muertos a partir de ese momento para el mundo, para
el yo y para todo, menos para nuestro Señor. Oh, Espíritu Santo, obra
plenamente esta muerte en nosotros. El apóstol reconoce la consecuencia natural
de la unión con el Señor agonizante y decide consumarla.
Hermanos, cuando Adán
pecó nosotros pecamos, y hemos sentido el resultado de ese hecho; fuimos
constituidos pecadores por el acto de nuestro primer representante, y cada día
comprobamos que así es: cada niñito que es llevado a la tumba da testimonio de
que la muerte ocurre para todos los hombres puesto que todos pecaron en Adán,
aunque no hayan pecado personalmente a la manera de su transgresión. Ahora
bien, tal como nuestro pecado en Adán opera eficazmente en nosotros para mal,
así nuestra muerte en Cristo tiene que operar eficazmente para bien en nuestras
vidas. Debe hacerlo así. ¿Cómo podría vivir para mí? Yo morí hace más de dieciocho
siglos. Yo morí y fui sepultado, ¿cómo podría vivir para el mundo? Hace más de
mil ochocientos años el mundo me colgó como un malhechor; sí, y yo he crucificado también al mundo en lo más
profundo de mi corazón y a partir de entonces lo considero como un malhechor
muerto. ¿Cómo habría de enamorarme de un mundo crucificado o de apetecer sus
deleites? Nosotros morimos con Cristo.
“Ahora” –dice el
apóstol- “el amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por
todos, luego todos murieron”. Todos los que estaban en Cristo, aquellos por
quienes murió, murieron cuando Él murió, con todo lo que eso conlleva, para que
los que viven ya no vivan para sí, sino para Aquel que murió y resucitó por
ellos. Somos uno con Cristo, y lo que Él hizo por nosotros, nosotros lo hicimos
en Él, y por tanto, estamos muertos porque Él murió; por esa razón no debemos
vivir más de la antigua manera egoísta, sino que debemos vivir sólo para el
Señor. Esa es la base sobre la cual descansa el intelecto, y entonces los
afectos se entregan a la sagrada fuerza del amor agonizante de Jesús.
Concluyo con las siguientes
reflexiones, exponiéndolas muy brevemente.
La primera reflexión es:
cuán diferente es la conclusión del apóstol de la de muchos profesantes. Ellos
dicen: “Si Cristo murió una sola vez por todos, y así completó la obra de mi
salvación, entonces yo soy salvo, y puedo sentarme cómodamente y gozarme, pues
no hay ninguna necesidad de esfuerzo ni de preocupación”. Ah, qué miseria es
pensar que eres salvo, y luego retirarte a dormir en un rincón de tu
reclinatorio. ¡Un hombre convertido, y gracias a ello, acurrucado sobre la cama
de la pereza! Es ciertamente un terrible espectáculo, pero es algo muy común
(2). Tales personas tienen muy poca o ninguna consideración por los que
permanecen siendo inconversos. “El Señor salvará a los que le pertenecen”,
afirman, y poco les importa si lo hace o no. Parecieran estar terriblemente
temerosos de hacer la obra de Dios, aunque no hay ni la más mínima necesidad de
tal temor, ya que ni siquiera harían su propia obra. Son personas presuntuosas,
desconocedoras de la gracia de Dios, que ignoran que una parte importante de la
salvación radica en el hecho de que somos salvados del egoísmo y de la dureza
de corazón.
Concluir que gracias a
que Cristo hizo tanto por mí ahora no tengo que hacer nada por Él es una
inferencia que proviene del diablo; tengo incluso que pedirle perdón al diablo
pues pienso que él no es lo bastante vil para concluir eso respecto de la
gracia de Dios. Ciertamente él nunca tuvo la oportunidad para intentar realizar
un crimen tan detestable. Es despreciable a lo sumo que un hombre que está tan
endeudado con el Señor Jesucristo concluya luego que la única consecuencia de
su endeudamiento sea una indolencia egoísta. Un verdadero hijo de Dios no diría
nunca: “Alma, tómalo con calma: tú estás muy bien: ¿qué importa todo lo demás?”
Oh no; “El amor de Cristo nos constriñe”.
Cuánto más
ennoblecedora, además, es una conducta como la del apóstol comparada con la de muchos
cristianos profesantes. Yo no pretendo juzgar a nadie, pero les pediría que se
juzgaran a ustedes mismos. Hay algunos, -y yo esperaría que sean cristianos; el
Señor conoce a los Suyos- que efectivamente dan para la causa de Dios y que
efectivamente sirven a Dios de alguna manera; pero el principal pensamiento de
su vida no es Cristo ni es Su servicio, sino que sigue siendo todavía la
ganancia de riquezas. Ese es su principal objetivo y todas sus facultades están
orientadas en esa dirección. Hay otros miembros de la iglesia –quiera Dios que
no los juzguemos- cuyo gran pensamiento es el éxito en su profesión. Yo no
estoy condenando a quienes piensan así, pero la principal ambición del apóstol y
la de los que eran como él, no era eso, sino algo más sublime. El principal
objetivo de todos nosotros no debería ser nada del yo, sino servir a Cristo.
Debemos estar muertos a todo menos a la gloria de nuestro Señor, viviendo con
esta meta ante nosotros, con ese premio por el que debemos esforzarnos: que
Cristo sea glorificado en nuestros cuerpos mortales. En nuestro negocio, en
nuestros estudios y en todo, nuestro lema debe ser: Cristo, Cristo, Cristo. Ahora
bien, ¿acaso no es una cosa mucho más noble que el hombre viva enteramente para
Cristo y no para las riquezas, ni para el honor ni para uno mismo en cualquier
forma? Como a sensatos os hablo; juzgad vosotros lo que digo.
¿No piensan también que
un propósito como este proporciona mayor paz al espíritu? La gente va a juzgar
nuestra conducta, y tengan la seguridad de que juzgarán tan severamente como
puedan: si nos ven celosos y abnegados dirán de nosotros: “Vamos, ese hombre está
loco”. Eso no nos importaría mucho si pudiéramos replicar: “Es para Dios”; y si
dijeran: “Oh, ustedes, viejos estirados, cuán solemnes son ustedes”, no nos
ofenderíamos si pudiéramos replicar: “Ah, pero es por el bien de otros que soy
cuerdo”. Ustedes estarían muy poco turbados por las agudas críticas si supieran
que su motivación es enteramente generosa. Si vivieran para Cristo, y sólo para
Cristo, no los abatiría nunca toda la animadversión de los hombres o de los
demonios.
¿No piensan que una vida
invertida únicamente para Jesús es más digna de ser considerada retrospectivamente
al final, que cualquier otro tipo de vida? Si se llaman cristianos, ¿cómo
juzgarían una vida invertida en hacer dinero? No puede pasar mucho tiempo antes
de que encojan sus pies en la cama y entreguen su alma a Dios. Ahora, supongan
que están sentados completamente solos en su habitación elaborando la hoja del
balance final de su mayordomía. Cómo se vería si tuvieran que confesar: “He
sido un cristiano profesante; mi conducta ha sido externamente decente y
respetable, pero mi propósito primordial no fue la gloria de mi Señor. He
vivido con el objetivo de juntar muchos miles de pesos, y lo he conseguido”.
¿Quisieras quedarte dormido y morir con eso como la consumación de tu vida? ¿O
ha de ser: “He vivido para levantar en alto mi cabeza en la sociedad, pagar lo
que me corresponde y dejar un poco para mi familia”? ¿Te dejaría satisfecho eso
como tu reflexión postrera?
Hermanos, no somos
salvados por nuestras obras, pero estoy hablando ahora sobre la consolación que
un hombre puede extraer al considerar su vida pasada. Supongan que hubiera
sentido el poder de mi texto, y que fuera capaz de decir: “He sido capacitado
por la gracia de Dios, a la cual doy toda la gloria, para consagrar todo mi ser
a la entera glorificación de mi Dios y Señor; y por muchos que hubieren sido
mis errores -y son muchos- y mis descarríos y fallas -y son incontables- con
todo, el amor de Cristo me ha constreñido, pues yo juzgué que morí en Él, y
desde entonces he vivido para Él. He peleado la buena batalla. He guardado la
fe”. Vamos, me parece que valdría la pena morir de esa manera. Ser constreñido
por el amor de Cristo produce una vida heroica, exaltada, ilustre; no, tengo
que bajarme de esas sublimes palabras: es la vida que todo cristiano debería
vivir; es una vida que todo cristiano tiene que vivir si realmente es
constreñido por el amor de Cristo, pues el texto no dice que el amor de Cristo
debería constreñirnos, sino declara que en verdad nos constriñe. Varones y
hermanos, si no los constriñe a ustedes, júzguense
ustedes mismos, para que no sean juzgados y hallados faltos al final. Que Dios
nos conceda que podamos sentir el amor de Dios derramado abundantemente en
nuestros corazones por el Espíritu Santo. Amén.
Porción de
2: 1-15.
Nota del traductor:
(1) El pastor Spurgeon
ofrece aquí una pequeña modificación al texto en inglés de
(2) El pastor Spurgeon
hace uso de la ironía en estas frases. En
inglés está expresado así: “Ah, what a mercy to feel that you are saved, and
then to go to sleep in the corner of your pew”. La traducción literal
sería: “Ah, qué misericordia es pensar que eres salvo, y luego
retirarte a dormir en un rincón de tu reclinatorio”. En español se perdería el
sentido irónico y más bien confundiría a los lectores u oyentes. Por eso lo
traducimos: “Ah, qué miseria es pensar que…” De igual manera dice: “A pretty
sight surely…”, es decir: “Un bello espectáculo…”, que nosotros traducimos, por
la misma razón anterior: “Es ciertamente un terrible espectáculo…”
Traductor: Allan Román
13/Octubre/2011
www.spurgeon.com.mx