El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano
¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?
NO. 1399
UN SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.
“¿Soy yo
acaso guarda de mi hermano?” Génesis 4: 9.
A qué vergonzoso extremo de insolencia había
llegado Caín cuando pudo insultar al Señor Dios de esta manera. Si no estuviera
registrado en la página de la inspiración, habríamos podido dudar de que un
hombre hablara tan desvergonzadamente a pesar de estar plenamente consciente de
que el propio Dios era su interlocutor. Los hombres blasfeman espantosamente,
pero esto se debe usualmente a que olvidan a Dios e ignoran Su presencia; pero
Caín estaba consciente de que Dios estaba hablándole. Le oyó preguntar: “¿Dónde
está Abel tu hermano?”, y, no obstante, se atrevió a replicarle a Dios con la
más descarada impertinencia: “No sé. ¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?” Era
tanto como decir: “¿Piensas que tengo que guardarlo como él guarda de sus
ovejas? ¿Acaso soy también un pastor como lo fue él, y habría de guardarlo como
Abel guardaba de una oveja lisiada?”
La descarada insolencia de Caín es un indicativo
del estado de su corazón que lo condujo al asesinato de su hermano; y era
también una parte del resultado de haber cometido ese crimen atroz. Caín no
habría procedido con ese cruel acto de derramamiento de sangre si no hubiera
desechado primero el temor de Dios ni hubiera estado dispuesto a desafiar a su
Hacedor. Habiendo cometido el asesinato, la influencia endurecedora del pecado
en la mente de Caín debe de haber sido muy intensa, y así, finalmente, fue
capaz de expresar delante de Dios lo que sentía dentro de su corazón, y de
decir: “¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?”
Esto nos explica en gran manera lo que ha
intrigado a algunas personas, es decir, la asombrosa calma con la que grandes
criminales enfrentan el juicio de sus crímenes. Yo recuerdo haberme enterado de
alguien que había cometido indudablemente un macabro asesinato pero que se
mostraba como un hombre inocente. Enfrentó a sus acusadores tan tranquila y
serenamente –según se decía- como sólo lo haría un inocente. Recuerdo haber
reflexionado, cuando me contaron eso, que un hombre inocente probablemente no
habría estado sereno. La turbación mental ocasionada a un hombre inocente cuando es objeto de una
acusación de tal naturaleza, le habría impedido tener la entereza exhibida por
aquel sujeto culpable. El hecho de que un hombre muestre un rostro de piedra
cuando es acusado de un grave crimen, en lugar de ser una evidencia de
inocencia, debería ser considerado por los hombres sabios como una evidencia en
su contra. Es posible que quien ya ha sido tan insensible como para bañar su
mano en sangre pudiera parecer desapasionado e impasible. Si estaba tan
endurecido como para realizar aquel acto reprobable, no es probable que muestre
más blandura cuando se le acusa de ese acto.
Oh, queridos amigos, evitemos el pecado, aunque
sólo fuera por el pernicioso efecto que tiene sobre nuestras mentes. Es un
veneno para el corazón. Embota a la conciencia, la droga, le provoca el sueño;
intoxica el juicio y sume a todas las facultades, por así decirlo, en un estado
de ebriedad a tal punto que nos hacemos capaces de una monstruosa insolencia y
de una ciega impertinencia que nos vuelven lo bastante locos como para
atrevernos a insultar a Dios en Su cara.
Sálvanos, oh Dios, de que nuestros corazones
sean moldeados hasta asumir la dureza del acero por el pecado, y guárdanos
diariamente, por Tu gracia, para que seamos sensibles y blandos delante de Ti,
y temblemos a Tu palabra.
Ahora, hemos de notar aquí que mientras estamos
censurando de esta manera a Caín, debemos tener cuidado de no ser culpables
nosotros de eso mismo, pues si lo vemos sin ningún prejuicio, cualquier tipo de
excusa que le presentemos a Dios no es sino una muestra refinada de presunción.
Cuando se nos acusa de cualquier forma de culpa, si comenzamos a negarla o atenuarla,
somos culpables del pecado de Caín en cuanto a insolencia delante de Dios; y
cuando hay algún deber que deba cumplirse, si comenzamos a eludirlo o tratamos
de hacer una apología para la desobediencia, ¿acaso no estaríamos olvidando en
presencia de Quién estamos? Dios me acusa de lo que he cometido, y ¿seré tan
perverso como para intentar negarlo? Me ordena que cumpla con un deber, y ¿acaso
comienzo a dudar, a cuestionar, y a preguntarme: “lo haré o no lo haré”? ¡Oh, qué
descarada rebelión! La esencia de la traición acecha en cada indecisión de
obedecer y mora en cada intento de atenuar nuestra falta, una vez que hemos
desobedecido.
Catalogas a Caín como un monstruo porque se
atrevió a confrontar a Dios; sin embargo, Dios está presente en todas partes, y
todo pecado es perpetrado mientras Él lo está mirando. Contra Él pecamos y en presencia
Suya hacemos el mal; y cuando comenzamos a disculparnos por el mal cometido, o
dudamos de cumplir con un deber, estamos desobedeciendo en la inmediata
presencia del Señor nuestro Dios. Puesto que, sin duda, hemos sido culpables de
este modo, confesémoslo humildemente y pidámosle al Señor que nos dé una gran
delicadeza de conciencia para que, de aquí en adelante, temamos al Señor y no
nos atrevamos nunca a levantarnos para cuestionar lo que tenga que decirnos.
Exactamente lo mismo, sin duda, yace en el fondo
de las objeciones levantadas en contra de las verdades de la Biblia. Hay
algunas personas que no acuden a la Escritura para quitarle lo que está allí,
pero viendo lo que es claramente revelado, comienzan a cuestionarlo y a juzgarlo y formulan unas conclusiones de acuerdo a sus
conceptos de lo que debió haber estado allí. ‘Mas antes, oh hombre, ¿quién eres
tú, para que alterques con Dios?’ Si Él lo dice, así es. Créelo. ¿No puedes entenderlo? ¿Quién eres tú para que
debas entenderlo? ¿Puedes encerrar al mar en el hueco de tu mano o apresar a
los vientos en tu puño? ¡Gusano del polvo, el infinito ha de estar siempre
fuera de tu alcance! Siempre ha de haber en torno al glorioso Señor algo que es
incomprensible, y no te corresponde a ti dudar porque no puedas entenderlo,
sino que has de inclinarte humildemente delante de la terrible presencia de
Aquel que te hizo, y en cuya mano está tu aliento. Que Dios nos libre de la
presunción que se atreve a decir como Faraón: “¿Quién es Jehová, para que yo
oiga su voz?”, y de la profana arrogancia que replica al Señor en el espíritu
de Caín.
Ahora veamos tranquilamente lo que dijo Caín. Le
preguntó al Señor: “¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?” Que el Espíritu Santo
nos guíe al considerar esta pregunta.
I. Primero, ha de notarse que EL HOMBRE NO ES GUARDA
DE SU HERMANO EN ALGUNOS SENTIDOS. Hay cierto peso en lo que dijo Caín.
Generalmente cada mentira lleva adherida cierta porción de verdad e incluso en
la mayor irreverencia hay, usualmente, aquí o allá, algo de verdad, aunque sea
penosamente torcida o distorsionada. En esta atroz pregunta de Caín hay una
pequeña medida de razón. En algunos sentidos, nadie es guarda de su hermano.
Primero, por ejemplo, todo hombre debe asumir su propia responsabilidad por sus propios actos
ante el Dios Todopoderoso. No es posible que un hombre transfiera sus
obligaciones para con el Altísimo, de sus propios hombros a los hombros de
alguien más. La obediencia a la ley de Dios ha de ser cumplida personalmente,
pues, de lo contrario, el hombre se vuelve culpable. Sin importar cuán santo
sea su padre o cuán justa sea su madre, él mismo habrá de estar sostenido sobre
sus propios pies para responder, por sí mismo, delante del tribunal de Dios.
Cada hombre que oye el Evangelio es responsable por lo que ha oído. Nadie más
puede creer el Evangelio por él, o arrepentirse por él, o nacer de nuevo por
él, o volverse cristiano por él. Él debe arrepentirse personalmente del pecado,
debe creer personalmente en Jesucristo, debe ser convertido personalmente, y personalmente
ha de vivir para el servicio y la gloria de Dios. Cada tonel ha de sostenerse
sobre su propia base.
Ha habido vanos intentos de transferir la
responsabilidad a un cierto orden de hombres llamados sacerdotes, o clérigos o
ministros, según sea el caso; pero eso no puede hacerse. Cada individuo debe,
por sí mismo, buscar al Señor, él mismo ha de poner su carga de pecado al pie
de la cruz, y él mismo debe aceptar para sí a un Salvador personal. No puedes
hacer con los asuntos de tu alma lo mismo que haces con los asuntos de tu
patrimonio, ni puedes emplear a un sacerdote de la misma manera que contratas a
un agente para que te represente.
Hay un sustituto y abogado que puede argumentar
por nosotros, pero ningún patrocinador terrenal podría servir en cuanto al
cielo. Dios exige el corazón, y con el corazón debe creer el hombre para
justicia, y además, debe hacerlo con su propio corazón, pues nadie puede tomar
su lugar. El grandioso Rey exige un servicio personal que ha de ser prestado so
pena de eterna destrucción. Ningún hombre puede ser guarda de su hermano en el
sentido de tomar sobre sí las responsabilidades de otro.
Y además, nadie
puede asegurar positivamente la salvación de otro, es más, ni siquiera
puede tener alguna esperanza de la salvación de su amigo, en tanto que ese
amigo permanezca en la incredulidad. Oh, personas inconversas, podemos orar por
ustedes, podemos pedirle al Señor que las renueve por Su Espíritu, pero
nosotros no podemos hacer nada con ustedes, y nuestras oraciones no serán
respondidas mientras ustedes mismos no hagan una confesión de su pecado y
acudan presurosamente a Cristo para su salvación. Es, sin duda, una grandísima
bendición tener amigos que llevan los nombres de ustedes en sus corazones
delante de Dios; oh, pero no tengan confianza alguna en las oraciones de otras
personas mientras ustedes mismos permanezcan sin orar. Deberíamos estar muy
agradecidos cuando otras personas oran con fe por nosotros, pero nunca seremos
salvos si nosotros mismos permanecemos en la incredulidad.
Ahora, puesto que no podemos convertir a otras
personas, nosotros no somos responsables de hacer aquello que no podemos hacer,
y en ese sentido, no somos guardas de nuestro hermano tan plenamente como para
ser responsables de que acepte o reciba a Jesús.
Y aquí permítanme decir, a continuación, que hacen muy mal quienes se comprometen
mediante votos y promesas a nombre de otros en este asunto, cuando en
realidad son completamente impotentes. Para mí sigue siendo siempre un enigma
que no puedo explicar, excepto por la total falta de corazón y por la impiedad
de esta época, que se deba encontrar hombres y mujeres que pasen al frente para
prometer solemnemente a nombre de un bebé, que no se da cuenta de nada, que
guardará todos los santos mandamientos de Dios y que caminará en los mismos
todos los días de su vida, y que renunciará a todas las pompas y vanidades de
este presente mundo malvado. No quisiera dejar de mencionar que cuando hacen
una promesa así, mienten de manera sumamente atroz. Y van más lejos que eso:
ustedes son culpables de perjurio delante del Dios todopoderoso. Con qué ira ha
de mirar el Señor a las personas que, en un edificio que consideran consagrado
en Su honor, y en presencia de quienes visten ornamentos sagrados que tienen el
propósito de distinguirlos como mensajeros especiales de Dios, se atreven a
decir que harán aquello que está completamente fuera de su alcance. No pueden
hacerlo y ustedes lo saben. Tal vez, ni ustedes mismos hayan renunciado a las
pompas y vanidades del mundo; ciertamente ustedes no han guardado todos los
santos mandamientos de Dios. ¿Cómo podrían hacerlo a nombre de otros? Si
ustedes se pusieran allí, y prometieran delante de Dios que el niño crecerá
hasta alcanzar un metro y ochenta centímetros de estatura, que su cabello será
de color rubio y que sus ojos serán verdes, estarían tan justificados al hacer
un voto así como al prometer eso que prescribe el Libro de Oración, sólo que
habría un toque de lo ridículo en torno a ello; pero en esto no hay nada que yo
pueda ver de lo que se pueda uno reír, sino todo que lamentar. Es triste que la
mente humana sea capaz de un uso tal de palabras que se atreva a pronunciar una
mentira como un acto de adoración, y que luego regrese tranquila y calmadamente
a casa como si todo se hubiese hecho para agradar a Dios. No, ustedes no pueden
ser guardas de otras personas. Por tanto, no se pongan en la terrible posición
de prometer que lo serán.
Es apropiado decir aquí que el más denodado
ministro de Cristo no debe enfatizar tanto la idea de su propia responsabilidad
personal al extremo de hacerse inadecuado para su servicio debido a una mórbida
visión de su posición. Si ha predicado fielmente el Evangelio y su mensaje
fuera rechazado, ha de perseverar en la esperanza y no debe condenarse a sí
mismo.
Yo recuerdo que hace algunos años, cuando me
esforzaba por sentir la responsabilidad de las almas de los hombres sobre mí,
me deprimí mucho en espíritu, y de allí surgió la tentación de renunciar a la
obra por causa de la desesperanza. Yo creo que esa responsabilidad debe ser
sentida debidamente, y no quiero decir ni una sola palabra para excusar a
cualquiera que sea infiel; pero en mi propio caso vi que podría insistir en tensar las cuerdas de mi naturaleza hasta
destruir mi poder de hacer bien, pues me volví
tan infeliz que la elasticidad de mi espíritu me abandonó. Luego recordé que si
hubiese presentado el Evangelio fielmente y con apremio ante ustedes, pero aun
así lo rechazaran, yo no tendría nada más que hacer al respecto excepto orar; recordé
que si supliqué denodadamente al Señor que enviase una bendición, y si tratara una
y otra vez de suplicar y exhortar a sus propias conciencias para que se
reconcilien con Dios, y aun así fallara, no sería considerado responsable por
no hacer aquello que no podía hacer, es decir, convertir los corazones de piedra
en corazones de carne, o resucitar a los pecadores muertos a una nueva vida.
Nuestra responsabilidad es lo bastante onerosa para que la exageremos; no somos
padrinos de los hombres, y si ellos rechazaran a nuestro Salvador a quien
predicamos fielmente, su sangre ha de recaer sobre sus propias cabezas.
Nuestro Señor no siempre lloró por Jerusalén;
algunas veces se regocijó en espíritu: ningún pensamiento ha de ocupar con
exclusividad nuestras mentes pues seríamos unos buenos para nada en la vida
práctica. Nosotros no somos guardas de las almas de otros hombres en un sentido
ilimitado; hay un límite para nuestra responsabilidad y es insensato permitir
que una sensibilidad excesiva nos abrume hasta casi perder la razón.
Sin embargo, hay un sentido en el que somos
guardas de nuestro hermano, y de eso voy a hablarles ahora. Tengan presente mi
advertencia para prevenir una mala interpretación aunque no disminuirá la
fuerza de lo que digo, sino que aumentará su peso, porque sentirán que he
analizado el tema de una manera integral.
II. Así que ahora, en segundo lugar, SOMOS EN UN
ALTO GRADO, CADA UNO DE NOSOTROS, GUARDAS DE NUESTRO HERMANO. Hemos de vernos
bajo esa luz, y es un espíritu cainita el que nos impulsa a pensar de otra
manera y a envolvernos en la insensibilidad y decir: “No es asunto mío cómo les
vaya a los demás. ¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?” Debemos mantenernos
alejados de ese espíritu.
Pues, primero, los sentimientos comunes de humanidad deberían conducir a cada
cristiano a sentir un interés por el alma de cada individuo inconverso. Yo
digo: “común humanidad” pues usamos la palabra ‘humanidad’ para significar
benevolencia. Un hombre así, -decimos- no tiene sentimientos humanos. Yo no
estoy muy seguro de que el sentimiento humano sea siempre tan humano como las
palabras parecieran implicar. La humanidad, por allá lejos, de cualquier manera,
en Rusia y en Turquía, no pareciera ser una flor digna de cultivarse, pero
deberíamos orar para ser liberados de tal humanidad. La bestia más terrible en
aquellas regiones pareciera ser un hombre. ¡La humanidad en Bulgaria! Que Dios
nos libre de tal humanidad. Sin embargo, yo todavía confío que la expresión
entre nosotros es usada en el sentido de que la ‘común humanidad’ nos conduzca
a desear la salvación de otros. Estoy seguro, mis queridos amigos, de que si
vieran que un hombre perece por falta de pan, ustedes desearían compartir su mendrugo
de pan con él.
¿Acaso permitirían que las almas perecieran por
falta del pan de vida, sin apiadarse de ellas ni ayudarlas? Si viéramos a un
pobre infeliz temblando en el frío del invierno, deberíamos estar dispuestos a
dividir nuestros vestidos para vestirlo a él. ¿Acaso veremos a los pecadores
carentes del manto de justicia y no estaremos ansiosos de hablarles de Aquél
que puede vestirlos con un hermoso lino blanco? Cuando una persona se encuentra
en peligro debido a un accidente, corremos a donde sea y hacemos lo que se
requiera por si pudiéramos rescatarlo de cualquier modo; y, sin embargo, esta
vida terrenal es trivial comparada con la vida eterna, y que permanezcamos
siendo indiferentes cuando los hombres están pereciendo, -indiferentes a los
terribles dolores que le sobrevienen a los pecadores impenitentes a lo largo de
toda la eternidad- sería actuar como si toda la compasión fraternal hubiere
abandonado nuestro pecho.
Cristianos, yo los exhorto, incluso sobre la
base de un motivo tan bajo como éste: debido a que son humanos, y todos los
hombres son sus hermanos, nacidos del mismo linaje, y morando bajo el mismo
techo abovedado del mismo Padre eterno, a que se preocupen por las almas de los
demás y sean, cada uno de ustedes, el guarda de su hermano.
Un segundo argumento es extraído del hecho que todos nosotros, especialmente los que somos
cristianos, tenemos el poder de hacer el bien a otros. No todos tenemos la
misma habilidad, pues no todos tenemos los mismos dones, o la misma posición,
pero igual que la joven sirvienta que servía a la esposa de Naamán tuvo la
oportunidad de comentar acerca del profeta que podría sanar a su señor, así no
hay ni un solo cristiano joven aquí presente que no tenga algún poder para
hacer el bien a otros. Los hijos convertidos pueden balbucear el nombre de
Jesús a sus padres y bendecirlos. Todos nosotros tenemos alguna capacidad para
hacer el bien.
Ahora, tomen como un axioma que el poder para
hacer el bien involucra el deber de hacer el bien. Dondequiera que estén
colocados, si pudieran bendecir a alguien, están obligados a hacerlo. Tener poder
y no usarlo es un pecado. Al detener tu mano y no hacer aquello que eres capaz
de hacer para el bien de tus semejantes, has quebrantado la ley del amor. No
necesitas un llamamiento especial para hablarle a un pecador acerca de Jesús.
No necesitas un llamamiento especial para acercarte a un niñito y hablarle del
amor del Salvador. No necesitas ninguna revelación por medio de ángeles del
cielo que te diga que lo que te ha beneficiado a ti mismo beneficiará a tus semejantes.
Todo tu conocimiento, toda tu experiencia, todo lo que posees que la gracia te
ha dado, exige un retorno en la forma del servicio prestado a los demás. Los
judíos eran la nación elegida de Dios, elegidos para guardar los oráculos de
Dios para todas las naciones; pero fallaron porque nunca se preocuparon por la
implicación de esas grandes verdades para los gentiles, sino que imaginaron que
las habían recibido para su propio beneficio especial. El espíritu egoísta
creció en ellos, de tal manera, que cuando fue mencionada la gracia de Dios
para los paganos, los hizo enloquecer de ira.
Y ustedes, los que son salvos, ustedes le deben
mucho a Dios, pero no piensen que son salvos únicamente para su propio
beneficio especial. Es un grandioso beneficio para ustedes, pero la gracia les
es otorgada como luz para que la den a otros que están en tinieblas; les es
otorgada como el pan que fue dado por el Señor a Sus discípulos en el desierto
para que lo repartieran entre la multitud, para que todos comieran y fueran
saciados. Piensen en esto: el poder de hacer el bien involucra la
responsabilidad de hacerlo en cualquier lugar en que exista el poder; y así, en
tanto que tengan alguna habilidad, por ese mismo hecho son constituidos en
guardas de su hermano.
Otro argumento es claramente extraído de la versión de nuestro Señor de la ley moral.
¿Cuál es el segundo y gran mandamiento de acuerdo a Él? “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Ahora,
así como nos hemos amado a nosotros mismos tan bien que a través de la gracia
de Dios hemos buscado y encontrado el perdón de nuestro pecado, ¿no deberíamos
amar a nuestro prójimo de igual manera como para desear que conozca su pecado y
busque también el arrepentimiento? Fue lo correcto que aseguráramos nuestros
más elevados intereses asiendo la vida eterna; pero si hemos de amar a nuestro
prójimo como a nosotros mismos, ¿podríamos darnos algún descanso mientras las
multitudes siguen despreciando a Cristo y rechazando la salvación? No,
hermanos, no hemos alcanzado la norma todavía; pero en la proporción en que
comencemos a amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos, sentiremos
ciertamente que Dios nos ha hecho, en una medida, ser guardas de nuestro
hermano.
Pero además, sin
ver a las almas de otros hombres, no podemos guardar el primero de los dos
grandes mandamientos en los que nuestro Señor ha resumido la ley moral.
Dice así: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y
con toda tu mente y con todas tus fuerzas”; pero es imposible que hagamos eso a
menos tengamos amor por el alma de nuestro hermano, pues muy bien pregunta el
apóstol: “Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a
Dios a quien no ha visto?” Es muy fácil ponerse de pie y cantar acerca de tu
amor a Dios y dejar que la colecta misionera pase de largo mientras tus ojos
están contemplando el cielo, pero si no te preocupas por las almas de los
paganos, ¿cómo es que te importa Dios? Es muy bonito estar enamorado de Cristo
y tener una dulce experiencia, o pensar que la tienes, y sin embargo, muchos
pobres infelices están muriendo en Londres sin el conocimiento del Salvador, y
tú puedes dejarlos morir y que se hundan en el infierno sin sentir ninguna
emoción. Que Dios nos salve de una piedad así. Es algo muy bonito para mirarse,
como la decoración color de oro sobre el pan de jengibre de las antiguas
ferias, pero no hay nada de oro en ello. Una religión sin amor no sirve para
nada. Aquél que no ama lo suficiente a su semejante como para desear su
salvación, ni la tenga por meta con todo su poder, no aporta ninguna prueba de
que ama a Dios en absoluto. Piensen en estas cosas y sopesen mis argumentos con
objetividad.
Algo más. La razón más poderosa para el
cristiano tal vez sea que todo el ejemplo
de Jesucristo, a quien llamamos Maestro y Señor, apunta en la dirección de que
somos el guarda de nuestro hermano; pues, ¿qué fue la vida de Jesús sino
una completa abnegación? ¿Qué se dijo de Él a la hora de Su muerte, sino que: “A
otros salvó, a sí mismo no se puede salvar”? El simple hecho de que haya un
Cristo significa que hubo Alguien que se preocupó por los demás, y que nuestro
Señor se hizo hombre significa que amó a Sus enemigos y vino aquí para rescatar
a aquellos que se rebelaron en contra de Su autoridad.
Si somos egoístas, si convertimos nuestra propia
ida al cielo en el único objetivo en la vida, no somos cristianos. Podríamos
llamar a quien queramos Señor, pero no estaríamos siguiendo a Jesucristo.
¿Derramas unas lágrimas? Pero, ¿lloras acaso por Jerusalén? Las lágrimas por
ustedes mismos son algo muy pobre si no hay nunca lágrimas derramadas por los
demás. Tú oras y agonizas; pero, ¿tu dolor es alguna vez causado por soportar
la carga de las almas de otras personas? De otra manera, ¿eres tú semejante a
Aquél con cuyo nombre Getsemaní ha de estar vinculado siempre en nuestra
memoria? Oh, aunque entregáramos nuestros cuerpos para ser quemados, pero no
tuviéremos amor por la humanidad, de nada nos serviría. Podríamos adelantar un
buen trecho del camino, y aparentemente llegar hasta el propio fin del camino
en las cosas externas de la religión cristiana, pero si el corazón no arde
nunca con un deseo de beneficiar a la humanidad, seríamos extraños todavía para
la mancomunidad de la cual Jesús es la grandiosa cabeza. Estoy seguro de que es
así. No estoy hablando según mi propia mente, sino según la mente de Cristo. Si
Él estuviese aquí, ¿qué diría a cualquiera que se llamara a sí mismo Su
discípulo, pero que nunca levantara su mano o moviera su lengua para arrebatar
al tizón de las llamas o para salvar al pecador del error de sus caminos? Debe
ser así, entonces: hemos de ser los guardas de nuestros hermanos.
A continuación consideremos que somos ordenados,
ciertamente, para el oficio de guarda del hermano porque hemos de rendir cuentas al respecto. Caín fue llamado a rendir
cuentas. “¿Dónde está Abel tu hermano?” Quiera Dios, queridos amigos, y
especialmente ustedes, jóvenes del Colegio del Pastor, que me pidieron que
hablara acerca de las misiones esta noche, que puedan oír ahora al Señor
hablándoles y diciéndoles: “¿Dónde está Abel tu hermano?”
Tomen primero a quienes están unidos a nosotros
por los lazos de la carne, que encajan bajo el término de “hermanos”, porque
nacieron de los mismos padres, o son
parientes cercanos. ¿Dónde está Juan? ¿Dónde está Tomás? ¿Dónde está
Enrique, tu hermano? ¿Sigue sin ser salvo? ¿Sigue sin Dios? ¿Qué has hecho por
tu hermano en toda tu vida? ¿Cuánto has orado por él? ¿Con qué frecuencia le
has hablado seriamente acerca de su condición? ¿Qué medios has usado para su
instrucción, para su persuasión, para su convicción?
Queridas hermanas, no he de hacerlas a un lado.
¿Dónde está su hermano? Ustedes, hermanas, ejercen un gran poder sobre sus
hermanos, y más poder todavía del que tienen los hermanos. ¿Dónde, amada
hermana –déjame hacerte la pregunta muy tiernamente- dónde está tu prole, dónde
tu hijo, dónde tu hija? No es todo lo que pudieras desear, dices tú. Pero,
¿podrías decir que si tu amado hijo fuera a perecer tú estarías libre de su
sangre?
Padre de familia, el muchacho te preocupa; ¿estás
completamente limpio de haber ayudado a sembrar en él los pecados que ahora son
tu tribulación? Vamos, ¿has hecho todo lo que debía hacerse? Si en el plazo de
una semana tuvieras que seguir el cuerpo de tu hijo en una procesión fúnebre
hasta su tumba, ¿estarías lo suficientemente limpio? ¿Muy limpio?
Parientes, los pongo juntos
a todos ustedes, ¿están limpios de la sangre de sus parientes?, pues el día
vendrá en que se deberá hacer la pregunta muy llanamente: “¿Dónde está Abel tu
hermano?” Yo sé que no puedes evitar que tal persona viva en pecado, y que se
haya vuelto un individuo incrédulo o un incorregible. No puedes evitarlo en
absoluto, pero, aun así, ¿has hecho todo lo que debiste haber hecho tendiente a
prevenir el pecado, conduciendo a esa alma a entrar en el camino de vida y paz?
Hago una pausa por un momento para dejar que esa
solemne pregunta sea planteada ante cada uno de ustedes. Dice el proverbio: “La
caridad ha de comenzar en casa”, y en verdad el amor cristiano ha de comenzar
allí. ¿Están barridas nuestras propias casas? En relación a nuestros propios
hijos, y siervos, y hermanos y hermanas: ¿hemos buscado, hasta donde nos
hubiere sido posible, ganarlos para Cristo? Por mi parte, yo desprecio a aquel
espíritu que aparta de sus hijos a una madre cristiana y que la lleva a hacer
el bien en otra parte excepto en su hogar. Me da miedo el celo de aquellos que
pueden dedicarse a muchos servicios pero cuyos hogares están descuidados; sin
embargo, algunas veces, se da ese caso. He conocido personas muy interesadas en
las siete trompetas y en los siete sellos pero que no se han preocupado por los
siete queridos hijos que Dios les ha confiado. Deja que alguien más abra la
Revelación, y tú mira a tus propios muchachos. ¡Preocúpate acerca de dónde
están por las noches! Y preocúpate porque tus hijas conozcan, al menos, el
Evangelio; pues ciertamente hay algunos hogares en los que hay ignorancia del
plan de salvación, a pesar de que los padres profesan ser cristianos. Tales
cosas no deberían ser. ¿Dónde está Abel tu hermano? ¿Dónde está tu hijo? ¿Dónde
está tu hija, tu hermana, tu padre, tu primo? Asegúrate de comenzar a buscar,
de inmediato y denodadamente, la salvación de tus parientes.
Pero, amados, no debemos acabar allí, porque la
hermandad se extiende a todos los rangos,
razas y condiciones; y de conformidad a la habilidad de cada quien, será
considerado responsable por las almas de otros a los que nunca vio. ¿Dónde está
Abel tu hermano? Por allá, en una callejuela escondida de Londres. Está
entrando justamente a la cantina. Ya está medio ebrio. ¿Has hecho algo, amigo,
tendiente a recobrar a ese borracho? ¿Dónde está tu hermana? Tu hermana, la que
frecuenta las calles a la medianoche. Te haces para atrás y dices: “ella no es
hermana mía”. Sí, pero Dios puede requerir de tus manos su sangre, si la dejas
que perezca de esa manera. ¿Has hecho algo para recobrarla? Ella tiene un
corazón blando a pesar de su pecado. Ay, muchas mujeres cristianas y muchos hombres
cristianos que se atraviesan en el camino de tales individuos ruines, se
retraerán con una nota de fariseísmo, sacudirán el polvo de sus pies, y
sentirán como si fueron contaminados por su simple presencia. Sin embargo, los
cristianos deberíamos amar a los que yerran y a los pecadores, y si no lo
hacemos, seremos llamados a rendir cuentas por ello. Si tenemos una oportunidad
de hacer el bien, incluso a los más viles, y no la aprovecháramos, no estaremos
sin culpa. Algunos de ustedes, que se enriquecen en Londres, luego se mudan
para vivir directamente en los suburbios y yo no podría culparlos. ¿Por qué no
habrían de hacerlo? Pero si dejan el corazón de Londres, donde está la gente
trabajadora, desposeída de los medios de gracia; si están contentos de oír
ustedes mismos el Evangelio y retiran su riqueza de las iglesias que están
batallando en medio de los pobres, Dios les dirá algún día: “¿Dónde está Abel
tu hermano?”
Comerciante citadino, ¿dónde están los pobres
que te permitieron ganar tu riqueza? ¿Dónde están aquellos que después de todo
fueron el hueso y el músculo que te hicieron rico, de los que huiste como si
hubiesen sido heridos por la plaga y a quienes dejaste morir en la completa
ignorancia? Oh, pongan mucho cuidado, ustedes, ricos, ustedes, personas en
posiciones respetables, para que la sangre de los pobres de Londres no sea
demandada de sus almas en el gran día de la rendición de cuentas. Ay, pero
Londres no está en todas partes, ni tampoco esta islita de Inglaterra lo es
todo. Miren si pueden a través de mar y tierra a la India, donde viven sus
compañeros súbditos y, ay, mueren de hambre en esta hora. El día vendrá cuando
Dios les dirá a los cristianos ingleses, “¿Dónde está el Hindú tu hermano?
¿Dónde está el Bramín tu hermano? ¿Dónde está el Sudra tu hermano?” Y ¿qué
respuesta darán los hombres que deberían estar allí y que tienen la capacidad
de estar allí? ¿Qué respuesta darán los ricos que deberían ayudar a enviar
misioneros para allá, pero que permiten que millones de personas perezcan sin
un conocimiento de Cristo y no alzan su mano para ayudarles? Y más allá,
todavía, está ubicada la China. Es muy doloroso pensar en China, con sus
prolíficos millones, millones que nunca han ni siquiera oído el sonido del
nombre de Jesús. Su destino lo dejamos con Dios, pero aun así sabemos que ser
ignorante de Dios y de Su Cristo es algo terrible; y todo hombre que posea la
luz, a menos que su deber esté en casa, debería ceñir sus lomos y decir en el
nombre de Dios: “No voy a tolerar que la sangre de India bañe mis vestidos
ensangrentados, ni que la sangre de China derrame una maldición sobre mi
cabeza”. Que el Señor conceda ver a todos los cristianos su relación para con
la humanidad, y que cumplan el papel de un hermano para todas las razas.
Una cosa más sobre este llamado a rendir
cuentas. Entre más necesitada, entre más
pobre sea la gente, mayor es la exigencia para nosotros; pues, de acuerdo
al libro de las cuentas- ¿acaso necesito buscar el capítulo?; pienso que
ustedes lo recuerdan, esas son las personas por las que principalmente
tendremos que rendir cuentas: “Porque tuve hambre, y no me disteis de comer;
tuve sed, y no me disteis de beber; fui forastero, y no me recogisteis; estuve
desnudo, y no me cubristeis; enfermo, y en la cárcel, y no me visitasteis”.
Estos sujetos susceptibles de caridad eran los más carentes y pobres de todos,
y la gran pregunta en el último día es acerca de qué fue hecho por ellos. Entonces si hubiere una
nación más ignorante que otra, nuestro llamado es hacia allá; y si hubiere
personas más hundidas y degradadas que otras, es en lo concerniente a ellas que
tendremos que rendir cuentas especiales.
Ahora, concluyo este segundo encabezado tocante
a que somos realmente guardas de nuestro hermano, diciendo esto: que hay algunos
de nosotros que somos guardas de nuestro hermano de manera voluntaria, pero aun
así de manera muy solemne, por el oficio que desempeñamos. Nosotros somos
ministros. Oh, hermanos ministros, nosotros somos guardas de nuestro hermano. “Si
el atalaya no les avisara perecerán”. Esa es una terrible sentencia para mí:
“Perecerán”. La siguiente no es tan terrible algunas veces para mi corazón,
pero es muy temible: “Demandaré su sangre de mano del atalaya”. No pueden
entrar al ministerio cristiano sin estar donde necesitarán la gracia todopoderosa
para quedar libres de la sangre de las almas. Sí, y ustedes, maestros de la
escuela dominical, cuando asumen la responsabilidad de enseñar a ese grupo de
niños, entran en la más solemne de las responsabilidades. Podría agregar que
todos ustedes que nombran el nombre de Jesús, por ese simple hecho, tienen su
medida de responsabilidad, pues Cristo ha dicho, no únicamente de los ministros
ni de los maestros de la escuela dominical, sino de todos: “Vosotros sois la
luz del mundo”. Si no proyectan ninguna luz, ¿qué se dirá de ustedes? “Vosotros
sois la sal de la tierra”; y si no hay sabor en ustedes ¿qué futuro les espera
sino ser echados fuera y hollados por los hombres?
III. Mi tiempo casi se está acabando. Necesitaría
mucho más tiempo, pero si dejo con ustedes estos pensamientos, me daré por
satisfecho. Sin embargo, he de ocupar un poco más de espacio mientras hablo sobre
el tercer encabezado, es decir, que SERÍA UNA GRAN PRESUNCIÓN DE NUESTRA PARTE
SI, DE ESTA NOCHE EN ADELANTE, ELUDIÉRAMOS LA RESPONSABILIDAD DE SER LOS
GUARDAS DE NUESTRO HERMANO.
Lo voy a poner brevemente bajo una intensa luz.
Si rehusáramos cumplir lo que se nos ordena, sería negar el derecho de Dios
para legislar y para exigirnos que obedezcamos la ley. Dios ha organizado la
sociedad de tal manera que todo hombre que recibe la luz está obligado a
proyectarla, y si declinaran ese bendito servicio, prácticamente le negarían a
Dios el derecho de exigir tal servicio de ustedes. Estarían juzgando a su Juez y
pretendiendo gobernar a su Dios. Eso sería un acto de alta traición.
Adviertan, además, que estarían negando todo
argumento en favor de ustedes para recibir la misericordia divina, porque si no
quieren otorgar misericordia a otros, y si rehúsan por completo su
responsabilidad ante los demás, se colocarían en la posición de decir: “No
necesito nada de nadie”, y por consiguiente, no necesitan nada de Dios. En la
medida en que muestren misericordia, en esa medida la tendrán. La pregunta no
es: ¿qué será del pagano si ustedes no le enseñan?; la gran pregunta es: ¿qué
será de ustedes si no lo hicieran? Si
permiten que mueran los pecadores, ¿qué será de ustedes? Allí está el punto. Se ponen fuera del alcance de la
misericordia, puesto que ustedes mismos rehúsan concederla. Cuando doblan su
rodilla en oración se maldicen a sí mismos, pues le piden a Dios que perdone
sus deudas así como ustedes perdonan a sus deudores, y así, de hecho, le piden
a Dios que trate con ustedes según están ustedes tratando con otros. ¿Qué
misericordia, entonces, podrían esperar?
Ciertamente vemos esto también al respecto: que
su acto es algo así como echarle la culpa a Dios por su propio pecado si dejan
que los hombres perezcan. Cuando Caín preguntó: “¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?”,
quería decir, probablemente: “Tú eres el preservador de los hombres. ¿Por qué
no preservaste a Abel? Yo no soy su guarda”. Algunos ponen sobre la soberanía
de Dios el peso que descansa sobre su propia indolencia. Si un alma perece sin
que se le hubiere enseñado el Evangelio, no podrías echar el peso de ese hecho
sobre la soberanía divina hasta que la iglesia cristiana hubiera hecho todo lo
que podía para dar a conocer el Evangelio. Si hubiéremos hecho todo lo que se
podía hacer, -me refiero a todos aquellos que son creyentes- y a pesar de ello
perecieran algunas almas, la culpa recaería sobre esas mismas almas culpables;
pero allí donde nos quedamos cortos, en ese grado somos guardas de nuestro
hermano y no debemos acusar al Señor.
Y además, me parece que hay una completa
ignorancia de todo el plan de salvación en aquel hombre que diga: “No voy a
asumir ninguna responsabilidad acerca de los demás”, porque todo el plan de
salvación está basado en la sustitución, en el cuidado de Otro por nosotros, en
el sacrificio de Otro por nosotros; y el pleno espíritu de ello es la
abnegación y el amor por los demás. Si tú dijeras: “no he de amar”, -bien, todo
el sistema es integral y estarías renunciando a todo-. Si no quieres amar, no
podrás recibir la bendición del amor. Si no quieres amar, no puedes ser salvado
por amor; y si supones que la fe cristiana te permite ser egoísta y desamorado
y que, sin embargo, te lleva al cielo, cometes un error. No hay una religión
así propagada por la palabra de Dios, pues la religión de Jesús enseña que
puesto que Cristo nos ha amado tanto, nosotros hemos de amarnos los unos a los
otros, y a amar a los impíos al punto de esforzarnos para conducirlos a los
pies del Salvador. Que Dios nos conceda que estas palabras tengan un efecto
saludable porque el Espíritu de Dios las aplica a sus almas.
Por último, podría
resultar que si no somos guardas de nuestro hermano terminemos siendo asesinos
de nuestro hermano. Les pido amablemente que consideren sus pecados antes de la
conversión. Quien no hubiere cometido pecados antes de su conversión que hayan
lesionado a otros, sería un hombre sumamente feliz; y hay algunas personas
cuyas vidas antes de volverse a Cristo se vieron espantosamente mezcladas con
la carrera de otros a quienes han dejado en hiel de amargura para perecer. He
visto lágrimas amargas derramadas por hombres que han llevado vidas
descarriadas, al recordar a otros con quienes han pecado. “Yo he sido
perdonado; yo soy salvo”, me dijo uno de ellos una vez. “Pero, ¿qué hay de esa
pobre muchacha? ¡Ay! ¡Ay!” Un hombre ha sido un infiel y ha guiado a otros a la
infidelidad, y él mismo ha sido salvado pero no puede rescatar a aquellos para
quienes sirvió de instructor en el ateísmo. Antes de la conversión tal vez
hayas cometido muchos asesinatos de almas. ¿Acaso no debería estimularte eso a
buscar ahora, de ser posible, en la medida tus posibilidades, llevar a Cristo a
quienes una vez apartaste de Él, y enseñar la palabra viviente puesto que una
vez enseñaste la palabra letal que arruinaba a las almas? Debería brotar de
todo esto una abundante reflexión solemne. Oren pidiendo que el poder del
Espíritu Santo obre por medio de ustedes para salvación de quienes por su
perniciosa influencia fueron orientados al abismo.
Pero, ¿qué se dirá de nuestra conducta desde que
hemos sido convertidos? ¿No habremos ayudado a asesinar almas desde entonces?
Les diré que un cristiano de corazón frío hace que los mundanos piensen que el
cristianismo es una mentira. ¡Cristianos inconsistentes –y los hay- es un
infortunio, es una calamidad que los haya! Gente irascible, ambiciosa, personas
intratables, burlonas, gruñonas, que esperamos que formen parte del pueblo del
Señor, ¿qué diremos de esas personas? Cuán poco se parecen a su Maestro; son propagadores
de la muerte. Yo en verdad creo que nadie es más dañino que un profesante que a
duras penas es un cristiano, o casi un cristiano, y continuamente muestra al
mundo su lado malo mientras se jacta de su piedad. Ese individuo hastía al
mundo con el nombre de Jesús. Hace que al mundo le repugne el nombre de Jesús.
Quizás algunos de ustedes se han rebelado desde su conversión y han cometido
actos que han hecho que el enemigo blasfeme el nombre de Cristo. Los exhorto
por el amor de Dios a que se arrepientan de esa iniquidad. Miren lo que han
hecho. Miren cómo han hecho que otros se descarríen. Oh, revisen eso de
inmediato. Ustedes saben que cuando David pecó con Betsabé, se arrepintió y fue
perdonado, pero nunca pudo hacer que el pobre Urías, que fue asesinado, reviviera.
Urías estaba muerto. Tú pudiste haberte descarriado y dañado a un alma eternamente,
pero no puedes revertir ese hecho. Aun así, si no puedes revivir al asesinado,
puedes lamentarte por el crimen. Despierten, levántense, ustedes, cristianos
indolentes, y pídanle al Espíritu Santo que les ayude a ser el guarda de su
hermano de ahora en adelante hasta donde su poder se los permita.
¿Y no piensan que podríamos haber sido
seriamente dañinos para otros al negarles el Evangelio? Si quisieras asesinar a
un hombre, no necesitarías apuñalarle: mátalo de hambre. Si quisieras destruir
a un hombre no necesitarías enseñarle a beber o a blasfemar: ocúltale el
Evangelio. Cuando estés en su compañía nunca le digas una palabra sobre Cristo.
Cuando estés donde deberías hablar pero permaneces pecadoramente silente, quién
sabe cuánta sangre será colocada a tu puerta. ¿No piensas que negarle un vaso
de agua fría a un hombre y dejarle morir de sed es un asesinato? Negar el
Evangelio, no decir ni una sola palabra por Jesús, ¿acaso no es esto un
asesinato del alma? Dios lo considera así.
“Bien” –dirá alguien- “yo no podría hablar ni
predicar”. No, pero ¿oras por la conversión de otras personas? Algunas personas
tienen también algún dinero confiado a ellas: no pueden ir a India o China,
según he estado comentando, pero muchos otros hombres están listos para ir, y
deberían ayudarles enviándolos allá. Cuento con hombres en el Colegio del
Pastor listos para ir, pero no tengo ningún poder para enviarlos. La Sociedad
Misionera está endeudada; no pueden enviar a las misiones a todos los que
desearían, y, sin embargo, aquí en Inglaterra hay personas con miles de libras
esterlinas que nunca requerirán, y sin embargo, los paganos podrían morir y
perderse antes de que se deshagan de su oro. ¿No hay ningún crimen en todo eso?
¿Acaso la voz de la sangre de tu hermano no clama a Dios desde la tierra? Yo
creo que sí clama. No se espera que hagas lo que no puedes hacer, sino lo que
puedes hacer; y ciertamente no puede haber ninguna pregunta acerca de un asunto
como este, porque si vieras alguna vez a personas en peligro, si estuvieras en
la playa y vieras que un buen barco se está hundiendo, si fueras capaz de
sostener un remo, querrías estar en el bote salvavidas. No hay ni una sola
mujer entre ustedes que no estuviera dispuesta a evitarle a su marido esa
tarea, o prestar su mano para empujar el bote desde la costa pedregosa hasta
que fuera lanzado sobre la ola. Por la vida –por la preciosa vida de nuestros
semejantes- haríamos cualquier cosa; pero si creemos –como en efecto lo
hacemos- que hay un mundo venidero y un infierno espantoso, y que no hay ningún
otro camino de salvación excepto por medio de Jesucristo, deberíamos sentir
diez veces más ardor por el rescate de las almas de los hombres, de la ira
venidera.
Si algunos han de ser conmovidos por estas
palabras, mi corazón se alegrará grandemente; pero si son despertados, no
prometan hacer un esfuerzo con su propia fuerza, sino más bien oren a Dios por
ello. Entrégate a Dios, y pide que el divino Espíritu te conduzca a los caminos
de la utilidad, para que antes de que te vayas de aquí, puedas haber llevado
algunas almas a Jesús; y a Su nombre será la gloria por todos los siglos de los
siglos. Amén.
Porción de la Escritura leída antes del sermón:
Génesis 4: 1-15; 1 Juan 3.
Traductor: Allan Román
24/Septiembre/2009
www.spurgeon.com.mx