El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

Jesucristo Mismo

NO. 1388

 

SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 9 DE DICIEMBRE, 1877

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“Jesucristo mismo”. Efesios 2: 20.

 

“Jesucristo mismo” va a ocupar todos nuestros pensamientos esta mañana. ¡Qué océano se abre ante mí! ¡Aquí hay superficie de maniobra para el barco más grande! ¿En qué dirección he de orientar los pensamientos de ustedes? Tengo tal sobreabundancia de riquezas que no sé por dónde comenzar, y una vez que comience, ¿dónde voy a terminar? Definitivamente no tenemos que ir a ningún lado esta mañana para buscar goces, pues tenemos un festín en casa. Las palabras son exiguas, pero el significado es vasto: “Jesucristo mismo”.

 

Amados, la religión de nuestro Señor Jesucristo no contiene nada tan maravilloso como Él mismo. Si bien es un cúmulo de prodigios, Él es EL milagro de ella; el portento de portentos es “El Admirable” mismo. Si se nos pidiese alguna prueba de la verdad proclamada por Él, señalaríamos a Jesucristo mismo. Su carácter es excepcional. Desafiamos a los incrédulos a que imaginen a otro como Él. Es Dios y, con todo, es hombre, y los retamos a componer una narración en la que esos dos elementos aparentemente incongruentes, sean incorporados armoniosamente; una narración en la que lo humano y lo divino sean portentosamente visibles sin que lo uno opaque a lo otro. Los incrédulos cuestionan la autenticidad de los cuatro Evangelios. ¿Querrían intentar escribir un quinto evangelio? ¿Querrían siquiera intentar agregar unos cuantos incidentes a Su vida que fueran dignos de la sagrada biografía y que fueran congruentes con los hechos que ya han sido descritos? Si todo fuera una falsificación, ¿serían tan amables de mostrarnos cómo realizarla? ¿Querrían encontrar a un novelista que escribiera otra biografía de un hombre del siglo que escogieran, de cualquier nacionalidad, de cualquier grado de experiencia, de cualquier rango o posición, para ver si puede describir en esa vida imaginaria una devoción, una abnegación, una veracidad y una integridad de carácter que fueran comparables a los de Jesucristo mismo? ¿Podrían inventar otro carácter perfecto aun si se dejara fuera al elemento divino? Necesariamente fracasarían, pues no hay nadie semejante a Jesús mismo.

 

El carácter de Jesús se ha labrado el respeto incluso de quienes han aborrecido su enseñanza. Ha sido una piedra de tropiezo para todos los impugnadores que conserven alguna sombra de franqueza. Ellos dicen que podrían refutar la doctrina de Jesús. Se jactan de que podrían mejorar Sus preceptos. Aseveran que Su sistema es estrecho y anticuado. Pero, en cuanto a Él mismo, ¿qué pueden hacer con Él? Tienen que admirarlo aun si no lo adoraran, y al hacerlo, admiran a un personaje que o bien es divino o bien permitió intencionalmente que Sus discípulos creyeran en una mentira. ¿Cómo habrán de superar esta dificultad? No pueden hacerlo recurriendo al vituperio contra Él, pues no tienen material con que lanzar una acusación. Jesucristo mismo silencia sus frívolas objeciones. Esta es una lima que llega ser mordida por esos áspides, pero cuando lo hacen se rompen sus dientes. Más allá de todo argumento o milagro, Jesucristo mismo es la prueba de Su propio Evangelio.

 

Y como Él es su prueba, entonces, amados, Él es su médula y su esencia. Cuando el apóstol Pablo quiso decir que se predicaba el Evangelio, comentó: “Cristo es anunciado”, pues el Evangelio es Cristo mismo. Si quieren saber qué enseñó Jesús, conózcanlo a Él mismo. Él es la encarnación de esa verdad que por Él y en Él es revelada a los hijos de los hombres. ¿Acaso no dijo Él mismo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida”? No tienen que investigar incontables tomos, ni tienen que estudiar escrupulosamente algunas misteriosas frases de doble significado para saber qué cosa ha revelado nuestro grandioso Maestro; sólo tienen que voltearse y contemplar Su rostro, observar Sus acciones y ver Su espíritu, y así pueden conocer Su enseñanza. Él vivió lo que enseñó. Si deseamos conocerlo, podemos oír su suave voz que dice: “Ven y ve”. Estudien Sus heridas y entenderán Su más recóndita filosofía. “Conocerle, y el poder de su resurrección” es el grado más excelso del aprendizaje espiritual. Él es el fin de la ley y es el alma del Evangelio, y cuando hemos predicado de lleno Su palabra, podemos concluir diciendo: “Ahora bien, el punto principal de lo que venimos diciendo es que tenemos tal sumo sacerdote, el cual se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos”.

 

Y Él no es solo la prueba y la sustancia de Su Evangelio, sino que es el poder y la fuerza a través de los cuales se propaga. Cuando un corazón es verdaderamente quebrantado por el pecado, Él es quien lo venda. Es Cristo, el poder de Dios, quien convierte al hombre. Si entramos en la paz y en la salvación, es gracias a la misericordiosa manifestación del propio Jesús. Si los hombres han amado entusiastamente el cristianismo, es porque antes que nada amaron a Cristo. Por Él los apóstoles trabajaron arduamente y por Él fueron valientes los confesores; por Él los santos han sufrido la pérdida de todas las cosas y por Él han muerto los mártires. “Jesucristo mismo” es El poder que crea una heroica consagración. Los recuerdos suscitados por Su nombre tienen una mayor influencia en los corazones de los hombres que todas las demás cosas en la tierra o en el cielo. El entusiasmo que es la vida misma de nuestra santa causa proviene de Él mismo. Los que no conocen a Jesús no conocen la vida de verdad, pero los que moran en Él están llenos de un poder que desborda de tal manera que de su interior brotan ríos de agua viva.

 

Y no es sólo eso, amados, pues el poder que propaga el Evangelio es Jesús mismo. En el cielo intercede y gracias a eso viene Su reino. “La voluntad de Jehová será en su mano prosperada”. Desde el cielo gobierna todas las cosas y promueve el avance de la verdad. Todo poder le es dado en el cielo y en la tierra, y, por tanto, tenemos que proclamar Su palabra que da vida teniendo la plena seguridad del éxito. Él hace que la rueda de la providencia gire de tal manera que ayude a Su causa. Él restringe el poder de los tiranos, sujeta el flagelo de la guerra, establece la libertad en las naciones, abre los misterios de continentes por largo tiempo ignotos, quebranta los sistemas del error y guía la corriente del pensamiento humano. Él hace uso de miles de instrumentos para preparar el camino del Señor. En breve vendrá del cielo y cuando venga, cuando Cristo mismo ejerza toda Su fuerza, entonces el yermo se gozará y la soledad se alegrará. La fuerza de reserva del Evangelio es Cristo Jesús mismo. El poder latente que al final romperá todas las coyundas, y logrará un dominio universal, es la energía, la vida y la omnipotencia de Jesús mismo. Él duerme en la barca ahora, pero habrá una profunda calma una vez que se levante y reprenda a la tempestad. Él se oculta por ahora en los palacios de marfil de la gloria, pero cuando sea manifestado en aquel día, las ruedas de Su carro traerán la victoria para Su iglesia militante.

 

Si estas cosas son así, tengo ante mí un tema inasequible. Me abstengo de la imposible tarea de captarlo, y sólo voy a notar brevemente unos cuantos asuntos evidentes que están en la superficie del tema.

 

Hermanos, “Jesucristo mismo” debe ser siempre el pensamiento prominente en nuestras mentes como cristianos. Nuestra teología debe estar enmarcada por el hecho de que Él es el Centro y la Cabeza de todo. Debemos recordar que “en él están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento”. Algunos de nuestros hermanos están primordialmente ocupados con las doctrinas del Evangelio y son un poco amargos en su estrecha ortodoxia. Nosotros hemos de amar cada palabra de nuestro Señor Jesús y de Sus apóstoles, y hemos de contender ardientemente por la fe que ha sido una vez dada a los santos, pero, con todo, es bueno sostener siempre la verdad en conexión con Jesús y no como si fuera en sí misma la suma de todas las cosas. La verdad, aislada de la persona de Jesús, se vuelve dura y fría. Nosotros conocemos a algunos en quienes la más ligera variación con respecto a su sistema despierta su indignación, aun cuando admiten que el hermano está lleno del Espíritu de Cristo. Para ellos lo único es doctrina, doctrina, doctrina; para nosotros, así lo espero, es Cristo mismo. La verdadera doctrina es inapreciable para nosotros como un trono para nuestro Señor viviente, pero nuestro deleite supremo no está en el trono vacante, sino en la presencia del Rey en él. No me den Sus vestiduras, aunque valoro cada uno de sus hilos, sino a la bendita Persona que las usa, cuya sagrada energía hizo que incluso el borde del manto sanara a su contacto.

 

Otros hermanos nuestros se deleitan sin medida en lo que ellos llaman: una predicación práctica, que expone la vida interior del creyente, incluyendo la furia de la depravación y el triunfo de la gracia; eso es bueno en su debida proporción, de acuerdo a la analogía de la fe; pero aún así, Jesús mismo debería ser más conspicuo que nuestros cuerpos y que nuestros sentimientos, que nuestras dudas y que nuestros temores, que nuestras luchas y que nuestras victorias. Podríamos ponernos a estudiar a tal grado la acción de nuestros propios corazones que hay peligro que caigamos en el desaliento y en la desesperación. “Mirar a Jesús” es mejor que mirar a nuestro propio progreso; el autoexamen tiene sus usos necesarios, pero el mejor curso para un cristiano es acabar con el yo y vivir por la fe en Jesucristo mismo.

 

Luego hay otros individuos que admiran debidamente los preceptos del Evangelio, y nunca se sienten tan felices como cuando se enteran de que reciben su debido cumplimiento, como, en verdad, deberían recibirlo; pero, después de todo, los mandamientos de nuestro Señor no son nuestro Señor mismo, y derivan su valor para nosotros y su poder para que los obedezcamos del hecho de que son Sus palabras, y de que Él dijo: “Si me amáis, guardad mis mandamientos”. Nosotros conocemos la verdad de Su declaración: “El que me ama, mi palabra guardará”, pero tiene que haber un amor personal para comenzar.

 

Hermanos, todos los beneficios de estas tres escuelas serán nuestros si vivimos en Jesús mismo. Cada una recoge una flor, pero nuestra divina “planta de renombre” tiene toda la belleza y toda la fragancia de todo lo que pudieran recoger, pero sin las espinas que son tan dadas a crecer en su peculiares rosas. Jesucristo mismo es para nosotros precepto, pues Él es el camino; Él es para nosotros doctrina, pues Él es la verdad; Él es para nosotros experiencia, pues Él es la vida. Convirtámoslo en la estrella polar de nuestra vida religiosa en todas las cosas. Él ha de ser lo primero, lo último y ha de estar ubicado también en el centro; sí, digamos: “Él es toda mi salvación y mi deseo”. Y, con todo, les suplico que no desdeñen la doctrina, no vaya a ser que al viciar la doctrina resulten culpables de insultar a Jesús mismo. Tratar con ligereza a la verdad es despreciar a Jesús como nuestro Profeta. Ni por un momento subestimen la experiencia, no vaya a ser que al descuidar al hombre interior desprecien también a su propio Señor como su Sacerdote limpiador; y ni por un instante olviden Sus mandamientos no vaya ser que si los quebrantan transgredan contra Jesús mismo como su Rey. Debemos tratar con reverencia todas las cosas que tienen que ver con Su reino por causa de Él mismo: Su libro, Su día, Su iglesia, Sus ordenanzas, todo eso ha de ser precioso para nosotros, porque tiene que ver con Él; pero al frente de todo tiene que estar siempre “Jesucristo mismo”, el Jesús personal, viviente y amoroso; Cristo en nosotros, la esperanza de gloria, Cristo, nuestra plena redención para nosotros, Cristo con nosotros, nuestro guía y nuestro solaz, y Cristo sobre nosotros, intercediendo y preparando nuestro lugar en el cielo. Jesucristo mismo es nuestro capitán, nuestra armadura, nuestra fortaleza y nuestra victoria. Nosotros inscribimos Su nombre en nuestro estandarte, pues es el terror del infierno, el deleite del cielo y la esperanza de la tierra. Llevamos esto en nuestros corazones en lo recio del conflicto pues es nuestra coraza y nuestra cota de malla.

 

Esta mañana no me voy a esforzar por decir nada que semeje un lenguaje hermoso, pues esforzarse por adornar al Ser Todo Codiciable sería una blasfemia. Colgar flores sobre la cruz es ridículo, y esforzarse por adornar a Aquel cuya cabeza es como el oro más fino y cuya persona es como marfil reluciente recubierto de zafiros, sería profano. Sólo les diré cosas sencillas en un sencillo lenguaje; con todo, estas son las verdades de la revelación que se cuentan entre las más preciosas y las más satisfactorias para el alma.

 

I.   Al respecto de Jesucristo mismo comenzamos por decir, primero, que Jesús mismo es LA ESENCIA DE SU PROPIA OBRA, y, por tanto, de muy buen grado deberíamos confiar en Él. Jesús mismo es el alma de Su propia salvación. ¿Cómo lo describe el apóstol? “El cual me amó y se entregó a sí mismo por mí”. Por nosotros Él dejó Su corona, Su trono y Sus joyas en el cielo, pero eso no fue todo pues Él se dio a Sí mismo. Dio Su vida en la tierra, renunció a todas las comodidades de la existencia y soportó todas sus aflicciones. Dio Su cuerpo, Su agonía y dio la sangre de Su corazón, pero el resumen de todo ello es que se entregó a Sí mismo por mí. “Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella”. “Quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero”. ¡Aquí no hay la intermediación de ningún representante! ¡No hay ningún sacrificio que tenga como límite la propia persona! No hubo ningún límite para el dolor de Jesús como el que fue establecido para el sufrimiento de Job: “Solamente no pongas tu mano sobre él”, o “Mas guarda su vida”. No, fue una entrega sin reservas, pues Él se entregó a Sí mismo. “A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar”, porque Él mismo era la propia esencia de Su propio sacrificio en favor nuestro. Debido a que Él es lo que es, fue capaz de redimirnos: la dignidad de Su persona impartió eficacia a Su expiación. Él es divino, Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos, y por tanto, un infinito poder se encuentra en Él. Él es humano y es perfecto en esa humanidad, y por tanto, es capaz de obediencia y sufrimiento en nombre y representación del hombre. Puede salvarnos porque Él es Emanuel: “Dios con nosotros”. Aunque fuera concebible que un ángel hubiera podido sufrir las mismas agonías y realizar las mismas labores, como nuestro Señor, con todo, no sería concebible que se hubiera dado el mismo resultado. La preeminencia de Su persona dio peso a Su obra. Entonces, cuando vean la expiación, piensen siempre que Jesús mismo es el alma de ella. En efecto, allí radica la eficacia de Su sacrificio. Por esa razón el apóstol, en la Epístola a los Hebreos, habla de Él como “habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo”. Esta purificación fue obrada por Su sacrificio, pero el sacrificio fue Él mismo. Pablo dice: “ofreciéndose a sí mismo”. Él estuvo en el altar como un sacerdote que ofrecía un sacrificio cruento, pero la ofrenda no era ni un novillo, ni un carnero, ni una tórtola, sino que era Él mismo. “Pero ahora, en la consumación de los siglos, se presentó una vez para siempre por el sacrificio de sí mismo para quitar de en medio el pecado”. La única razón por la que somos agradables a Dios se remonta a Él, pues Él es nuestra ofrenda de olor grato; y la única razón por la que nuestro pecado es quitado se encuentra en Él, porque Él es nuestra ofrenda por el pecado. La limpieza por medio de la sangre y el lavatorio por el agua son el resultado, no de la sangre y del agua en y por sí solas y aparte de Él, sino debido a que eran lo esencial de Él mismo. Estoy persuadido de que pueden ver esto sin que me tenga que extender al respecto.

 

Ahora, debido a eso, el Señor Jesucristo mismo es el objeto de nuestra fe. ¿Acaso no es descrito así siempre en la Escritura? “Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra”. No es “mirad a mi cruz”, ni es “mirad a mi vida”, ni es “mirad a mi muerte”, ni mucho menos es “mirad a mis sacramentos o a mis siervos”, sino “mirad a mí”. De Sus labios resuenan las palabras: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar”. De hecho, el lema de la vida del cristiano es: “Puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe”. ¿Acaso no puedo seguir adelante y decir: cuán sencilla y cuán fácil y natural debería ser la fe a partir de ahora? Yo podría estar perplejo ante varias teorías de la expiación, pero puedo creer en Jesús mismo; yo podría vacilar frente a los diversos misterios que conciernen a la teología y que doblegan incluso a verdaderos cerebros, pero puedo confiar en Jesús mismo. Él es alguien en quien es difícil desconfiar: Su bondad, Su benignidad, y Su verdad invitan a nuestra confianza. Podemos confiar y en efecto confiamos en Jesús mismo. Si me es propuesto como mi Salvador, y si lo que me salva es la fe en Él, entonces me arrojo sin reservas a Sus amados pies, y me siento seguro cuando me ve desde lo alto. No se puede dudar más de Aquel que se desangró para que los pecadores pudieran ser salvados: “Creo; ayuda mi incredulidad”. Ahora, yo quiero que ustedes, que han estado mirando a su fe, miren a Jesús mismo más bien que a su pobre y débil fe. Ahora yo les suplico a quienes hayan estado estudiando los resultados de la fe en ustedes mismos y que estén insatisfechos, que aparten su mirada de ustedes mismos y que miren a Jesús mismo. Ahora, ustedes que no pueden entender esto y no pueden entender aquello, renuncien por lo pronto a querer entender, y vengan y miren a Jesucristo mismo: “Para que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de gloria, os dé espíritu de sabiduría y de revelación en el conocimiento de él”. Que el Señor nos conceda gracia para ver a Jesucristo mismo como todo en todo en el tema de nuestra salvación, de tal manera que podamos tener tratos personales con Él, y que ya no pensemos en Él como una simple idea, o como un personaje histórico, sino como un Salvador personal que está en medio de nosotros y que nos invita a entrar en la paz a través de Él.

 

II.   “Jesucristo mismo” es, como hemos dicho, LA SUSTANCIA DEL EVANGELIO, y, por tanto, cuán atentamente deberíamos estudiarlo. Él enseñó a Sus discípulos mientras estuvo aquí, y el propósito de Su enseñanza era que lo conocieran a Él mismo, y que a través Suyo conocieran al Padre. Los discípulos no aprendieron muy rápido, pero podemos apreciar qué es lo que quiso que aprendieran gracias a la observación que le hizo a Felipe: “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe?” Él quería que lo conocieran a Él mismo; y cuando resucitó de los muertos el mismo objetivo estaba ante Él. Cuando viajó con los dos discípulos camino a Emaús, había una amplia gama de temas de conversación, pero Él eligió el viejo tema, y “comenzando desde Moisés, y siguiendo por todos los profetas, les declaraba en todas las Escrituras lo que de él decían”. Ningún tópico era ni la mitad de importante o de útil. Ningún simple humano puede venir a enseñar acerca de sí mismo, pero este divino Ser no puede tener nada mejor que revelar, pues Él mismo, el Dios encarnado, es lo primordial de toda la verdad. Por esto nuestro Señor se preocupó por ser conocido por Su pueblo, y, por ello una y otra vez leemos que “Jesús se manifestaba a sus discípulos”. Sin importar qué otra cosa ignoren, es esencial que los discípulos conozcan a su Señor. Tenemos que conocer Su naturaleza, Su carácter, Su mente, Su espíritu, Su objetivo, Su poder, en una palabra, debemos conocer a Jesús mismo.

 

Esta también, amados, es la obra del Espíritu Santo. “El me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber”. El Espíritu Santo nos revela a Cristo y lo revela en nosotros. El Espíritu Santo abre a la mente y al entendimiento todas aquellas cosas que Cristo dijo mientras estuvo aquí, y así, gracias a que habla de Cristo en nuestro interior, continúa la obra que nuestro Señor comenzó cuando estuvo aquí. El Consolador es el instructor y Jesús es la lección. Yo me atrevo a decir que ustedes anhelan conocer mil cosas, pero el punto principal del conocimiento deseable es Jesús mismo. Esta fue Su enseñanza y esta es la enseñanza del Espíritu Santo y este es el fin y el propósito de la Biblia. Moisés, Isaías, y todos los profetas hablaron de Él, y las cosas que están registradas en este Libro fueron escritas para que crean que Jesús es el Cristo, y para que creyendo, tengan vida en Su nombre. Este libro es precioso, pero su principal valor radica en su revelación de Jesús mismo; es el campo que esconde la perla de gran precio, es el estuche que encierra a la joya más reluciente del cielo. Habríamos perdido nuestro camino en la Biblia si su rastro de seda carmesí no nos llevara a la cámara central donde vemos a Jesús mismo. Nunca habríamos sido enseñados verdaderamente por el Espíritu Santo, y nos habríamos perdido de la enseñanza de la vida de Cristo si no llegáramos a permanecer en Jesús mismo. Conocerlo a Él es nuestro principio de la sabiduría y es nuestra corona de la sabiduría. Conocerlo a Él es nuestra primera lección en el banquillo de la penitencia y nuestro último logro al entrar al cielo. Nuestra ambición es que podamos conocer el amor de Cristo que excede a todo conocimiento. Aquí tenemos el estudio de toda una vida, y tenemos a buenos colegas en él, pues estas son cosas en las cuales anhelan mirar los ángeles. ‘Que el Señor alumbre los ojos de vuestro entendimiento, para que sepáis cuál es la esperanza a que él os ha llamado, y cuáles las riquezas de la gloria de su herencia en los santos’.

 

Amados, debido a que Jesús es el compendio del Evangelio, Él debe ser nuestro tema constante. “Lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo”. “Me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado”. Así hablaban los hombres de antes, y lo mismo decimos nosotros. Cuando dejemos de predicar a Cristo sería mejor que dejáramos de predicar del todo; cuando dejen de predicar a Jesucristo mismo en sus clases, renuncien a la obra de la escuela dominical, pues ninguna otra cosa es digna de sus esfuerzos. Si apagaran al sol, la luz se extinguiría, la vida se extinguiría y todo se extinguiría. Cuando se empuja a Jesús hasta el fondo de la escena o cuando se lo deja fuera de la enseñanza de un ministro, la oscuridad es una oscuridad que se puede palpar, y la gente escapa de allí para adentrarse en la luz del Evangelio tan pronto como puede. Un sermón que no contenga el Evangelio es un sermón sin sabor y sin valor para los atribulados santos de Dios, y pronto buscan otro alimento. Entre más contenga de Cristo nuestro testimonio, más luz y vida y poder habrá para salvar. Algunos predicadores son culpables de la más fastidiosa tautología, pero no pueden ser acusados de eso cuando su tema es Jesús. He oído declarar a algunos oyentes que su ministro parecía haber traído un organillo del que se podían extraer cinco o seis tonadas y ninguna más, y que las hacía sonar por los siglos de los siglos, amén. Están hartos, muy hartos, de esas vanas repeticiones; pero hasta este día no me he enterado de nadie a quien se le acusara de predicar demasiado a Cristo, o de hacerlo demasiado frecuentemente, o demasiado ardientemente, o demasiado alegremente. No recuerdo haber visto a ningún cristiano salir de una congregación con un rostro afligido diciendo: “exaltó demasiado sublimemente al Redentor; exageró burdamente las alabanzas de nuestro Salvador”. No recuerdo haberme encontrado jamás con un caso en el que los enfermos que languidecían en sus lechos se hayan quejado de que los pensamientos de Jesús fueran agobiantes para ellos. No recuerdo nunca que los cristianos sinceros hayan denunciado a un solo libro porque hablaba demasiado exaltadamente del Señor o le daba demasiada prominencia.

 

No, hermanos míos, Aquel a quien los santos estudian debe ser el tema cotidiano de los ministros, si es que quieren alimentar al rebaño de Dios. Ningún otro tema anima tanto al corazón, despierta tanto a la conciencia, satisface tanto los deseos y calma tanto los miedos. Nunca tal acontezca que dejemos de predicar a Jesucristo mismo. No hay temor de agotar el tema ni de ahuyentar a nuestros oyentes, pues Sus palabras siguen siendo válidas todavía: “Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo”.

 

III. Jesucristo mismo es EL OBJETO DE NUESTRO AMOR, y cuán valioso debería ser. Todos los que somos realmente salvos podemos declarar que “Nosotros le amamos a él, porque él nos amó primero”. Sentimos un intenso afecto por Su bendita persona, así como gratitud por Su salvación. La personalidad de Cristo es algo que debe ser mantenido siempre de manera prominente en nuestros pensamientos. El amor por una verdad está muy bien, pero el amor por una persona contiene mucho más poder. Nos hemos enterado de seres humanos que mueren por una idea, pero es infinitamente más fácil despertar el entusiasmo por una persona. Cuando una idea se encarna en un hombre, tiene una fuerza que nunca esgrimió en su forma abstracta. Nosotros amamos a Jesucristo como la personificación de todo lo que es amable y verdadero y puro y de buen testimonio. Él mismo es la perfección encarnada, inspirado por el amor. Amamos Sus oficios, amamos los tipos que lo describen, amamos las ordenanzas por medio de las cuales es expuesto, pero lo amamos a Él mismo más que a nada. Él mismo es nuestro amado; nuestro corazón se apoya únicamente en Él.

 

Como lo amamos a Él, amamos a Su pueblo, y a través de Él entramos en unión con sus miembros. Nuestro texto es tomado de un versículo que dice: “Siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo”. Él es la trabazón esquinera que une a judíos y gentiles en un templo. En Jesús esas antiguas diferencias cesan, pues “él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno, derribando la pared intermedia de separación, aboliendo en su carne las enemistades”. Tenemos paz con todo hombre que tenga paz con Cristo. Basta que nuestro Señor diga: “Yo amo a ese hombre”, y nosotros lo amamos de inmediato; y sólo esperamos que nuestro amigo diga: “amo a Jesús”, y nos apresuramos a responderle: “y yo te amo a ti por causa de Jesús”. Tan ardiente es el fuego de nuestro amor por Jesús que todos Sus amigos pueden sentarse en torno a él y son bienvenidos. Nuestro círculo de afectos incluye a todos los que de cualquier manera tienen que ver verdaderamente con Jesús mismo.

 

Debido a que lo amamos a Él mismo, nos deleitamos en servirle. Cualquiera que sea el servicio que hagamos por Su iglesia y por Su verdad, lo prestamos por causa de Él; incluso si sólo podemos rendirlo al más pequeño de Sus hermanos, lo hacemos por Él. La mujer con el vaso de alabastro de perfume de gran precio es un tipo que valoramos grandemente, pues ella sólo estaba dispuesta a romper el precioso frasco para Él, y cada gota de sus valiosos contenidos debía ser derramada sobre Su cabeza. Los presentes se quejaron de desperdicio, pero no puede haber ningún desperdicio en algo que se haga para Jesús. Si el mundo entero y los cielos y el cielo de los cielos fueran un gran vaso de alabastro, y todas las dulzuras que pudieran ser concebidas estuvieran contenidas en él, desearíamos ver que todo fuera quebrado, para que cada gota de dulzura pudiera ser vertida en Jesucristo mismo.

 

“Jesús es digno de recibir

Honor y poder divino;

Y mayores bendiciones de las que podamos dar,

Sean Señor, Tuyas para siempre”.

 

Oh, Amado nuestro, si hay algo que pudiéramos hacer por Ti, nos encantaría tener el privilegio de hacerlo. Si se nos permitiera lavar los pies de Tus discípulos, o cuidar de los más pobres de Tus pobres o de la ovejita más pequeña de Tu rebaño, aceptamos el oficio como un excelso honor, pues nosotros te amamos con todo nuestro corazón. Nuestro amor por Jesús debería ser algo tan real como nuestro afecto por nuestro esposo, esposa, o hijo, y debería influir mucho más en nuestras vidas. El amor por nuestro Señor, así confío, los motiva a todos ustedes a rendir un servicio personal. Tal vez hayan pagado una suscripción y hayan permitido que otros trabajaran, pero no pueden hacerlo más en vista de que Jesús se entregó a Sí mismo por ustedes. Jesús mismo exige que yo mismo sea consagrado a Su alabanza. Se debe prestar un servicio a un Cristo personal, quien personalmente nos amó y murió personalmente por nosotros. Cuando nada nos mueve a celo, cuando el espíritu agotado no puede mantener su laboriosidad, basta que Jesús mismo aparezca y de inmediato nuestras pasiones arden en llamas, y el espíritu de fuego obliga a la carne a calentarse para hacer su obra de nuevo. Cuando Jesús está cerca nos gloriamos incluso en la debilidad y nos aventuramos en obras que de otra manera nos habrían parecido imposibles. Podemos hacer cualquier cosa y todas las cosas por “Jesucristo mismo”.

 

IV.   En cuarto lugar, nuestro Señor Jesucristo mismo es LA FUENTE DE TODO NUESTRO GOZO. Cómo debemos regocijarnos teniendo tal fuente viva de bendiciones. Jesús mismo es nuestro solaz en los tiempos de aflicción. Que Jesús mismo sea un hombre no es una pequeña fuente de consuelo para el afligido. Cómo nos alienta leer: “Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo”. La humanidad de Cristo proyecta un encanto que únicamente el que está apaciblemente afligido descubre. Yo he conocido lo que es contemplar la encarnación con un apacible reposo de corazón cuando mi cerebro parecía estar quemándose de angustia. Si Jesús es verdaderamente un hombre hermano para mí, tengo esperanza en todo tiempo. Un mejor bálsamo que el de Galaad es este: “Él mismo tomó nuestras enfermedades, y llevó nuestras dolencias”. “Pues en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados”. Jesús mismo ha sufrido dolor, hambre, sed, deserción, menosprecio y agonía. Tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado, se ha convertido en el principal Consolador de los afligidos. Muchísimos sufrientes en las solitarias vigilias de la noche han pensado en Él y han sentido que su fuerza era renovada. Nuestra paciencia revive cuando vemos al Varón de Dolores callado delante de Sus acusadores. ¿Quién podría rehusar beber de Su copa y ser bautizado con Su bautismo?

 

“Su camino fue mucho más escabroso y oscuro que el mío:

Sufrió Cristo, mi Señor, ¿y yo he de quejarme?

 

La oscuridad de Getsemaní ha sido luz para muchas almas agonizantes, y la pasión hasta la muerte ha hecho que los moribundos canten de gozo de corazón. Jesús mismo es el solaz de nuestra alma afligida y cuando emergemos de la tormenta de la turbación y nos adentramos en la profunda calma de la paz, como a menudo sucede, Él es nuestra paz, bendito sea Su nombre. Nos dejó como legado la paz, y crea la paz en persona. No conocemos nunca una paz profunda de corazón mientras no conozcamos al Señor Jesús mismo. Ustedes recuerdan aquella dulce palabra cuando los discípulos se encontraban reunidos y las puertas estaban cerradas por miedo de los judíos: “Jesús se puso en medio de ellos, y les dijo: Paz a vosotros”. Pueden ver que Jesús mismo trajo el mensaje; pues sólo Su presencia podía hacerla eficaz. Cuando lo vemos a Él, nuestro espíritu tiene un grato olor de reposo. ¿Dónde más puede encontrar una cabeza dolida otra almohada semejante a Su pecho?

 

En días de celebración y de fiesta nuestros espíritus se remontan sin dar lugar al descanso; ascendemos al cielo de gozo y de exultación, pero es el gozo de nuestro Señor que está en nosotros y que hace pleno nuestro gozo. “Los discípulos se regocijaron viendo al Señor”, entonces nosotros nos alegramos también. Por fe vemos a Jesús mismo entronizado, y esto nos llena de deleite, pues Su glorificación es nuestra satisfacción. “Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre”. No me importa lo que me pase en tanto que Él sea glorificado. El soldado muere feliz cuando el grito de victoria alegra su oído y su débil visión ve a su príncipe triunfante. Qué gozo es pensar que Jesús resucitó y que resucitó para no morir más. El gozo de la resurrección es superlativo. Qué bienaventuranza es saber que Él ascendió llevando cautiva la cautividad, saber que se sienta ahora entronizado en un bienaventurado estado y que vendrá en toda la gloria del Padre para desmenuzar a Sus enemigos como con vara de hierro. Ahí radica el más grande gozo de Su iglesia expectante. Ella tiene en reserva un potente trueno de hosannas para aquel día auspicioso.

 

Si ha de experimentarse algún gozo, oh cristiano, que sea a la vez seguro y dulce, un gozo del que nadie podría saber demasiado, ha de encontrarse en Aquel a quien no ves todavía, pero en quien te regocijas con gozo indecible y lleno de gloria por la fe en Él.

 

Tenemos que desprendernos de ese pensamiento para tomar otro, pero definitivamente es rico en felices recuerdos y benditas expectativas.

 

V.   En quinto lugar, JESUCRISTO MISMO ES EL MODELO DE NUESTRA VIDA, y, por tanto, cuán bienaventurado es ser semejante a Él. En cuanto a nuestra regla de vida, somos como los discípulos sobre el monte de la transfiguración cuando Moisés y Elías desaparecieron, pues a nadie vemos “sino a Jesús solo”. Encontramos en Él, en mayor perfección, cada virtud que encontramos en otros seres humanos; admiramos la gracia de Dios en ellos, pero Jesús es nuestro modelo. Hablando de Enrique VIII, un crítico dijo en una ocasión que si las características de todos los tiranos que han vivido jamás fueran olvidadas, podría verse a todas ellas en vivo en ese específico rey; nosotros podemos decir más verazmente con respecto a Jesús que si todas las gracias y todas las virtudes y todas las dulzuras que hayan sido vistas jamás en hombres buenos fueran olvidadas, se podría encontrarlas a todas en Él, pues en Él habita todo lo que es bueno y grandioso. Por tanto, nosotros deseamos copiar Su carácter y poner nuestros pies sobre Sus huellas. Nos corresponde seguir al Cordero dondequiera que vaya. ¿Qué dice nuestro propio Señor? “Sígueme”, y otra vez “Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas”. Nuestro guía no es el apóstol de Cristo, sino Cristo mismo; no debemos tomar un modelo secundario, sino que debemos imitar a Jesús mismo. Por la morada interior del Espíritu Santo y por Sus misericordiosas operaciones, nos estamos convirtiendo en la imagen de Cristo hasta que Cristo sea formado en nosotros; y nos desarrollamos porque la vida celestial que hay en nosotros es Su propia vida. “Yo en ellos” dijo Él, y también “Yo soy la vida”. Pues “hemos muerto, y nuestra vida está escondida con Cristo en Dios”. “El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida”. Lo que nos hace cristianos no es recibir el bautismo, ni es llevar el nombre de Cristo, sino que es tener a Jesús mismo en nuestros corazones, y en la proporción en que sea formado en nosotros y en que crezca la nueva vida, nos hacemos más y más semejantes a Él. Y esta es nuestra visión para la eternidad: que vamos a estar con Él y que vamos a ser semejantes a Él, pues “cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es”. Quienes hoy lamentan sus imperfecciones, piensen en Él; piensen en Jesús mismo, y tengan la seguridad luego de que han de ser como Él. ¡Qué cuadro! Vamos, amigo artista, trae tu mejor habilidad aquí. ¿Qué puedes hacer? Todos los lápices fallan al dibujarlo a Él. Se necesita el ojo de un poeta así como la mano de un artista para dibujar al Ser Codiciable. Pero, ¿qué puede hacer el poeta? Ah, tú fallas también; tú no puedes cantar respecto a Él como tampoco tu amigo puede dibujarlo. Una fructífera concepción y una imaginación desbordada podrían acudir en tu ayuda, pero no podrían impedir tu fracaso. Él es demasiado hermoso para ser descrito; tiene que ser visto. Con todo, aquí viene lo maravilloso: “Seremos semejantes a él”, semejantes a Jesucristo mismo. ¡Oh, santo, cuando tú resucites de los muertos, cuán hermoso serás! ¿Te conocerás a ti mismo? Hoy estás lleno de arrugas por la vejez, lleno de cicatrices con las marcas de la enfermedad y del dolor, y tal vez estés deforme por un accidente o estés consumido por la tisis, pero nada de esto te desdorará entonces. Tú no tendrás ni mancha ni arruga; serás sin tacha delante del trono.

 

“¡Oh, gloriosa hora! ¡Oh, bendita morada!

Estaré cerca de Dios y seré semejante a Él.

 

Y no sólo en forma corporal seremos semejantes a Aquel cuyos ojos son como ojos de palomas, y cuyas mejillas son como las eras de las especias; también en espíritu y en alma seremos perfectamente conformados al Bienamado. Seremos santos tal como Él es santo, y felices como Él es feliz. Entraremos en el gozo de nuestro Señor: el gozo de Jesús mismo. No digo que vayamos a ser divinos, pues eso no puede ser; pero, con todo, como hermanos de Aquel que es el Hijo de Dios, estaremos muy cerca del trono. Oh, qué embeleso es saber que mi pariente más cercano vive, y que cuando esté en el último día sobre la tierra no solamente he de ver a Dios en mi carne, sino que seré semejante a Él, porque le veré tal como Él es. Cristo mismo se vuelve entonces para nosotros indeciblemente precioso, como el modelo de nuestra vida presente y la imagen de la perfección hacia la cual el Espíritu Santo nos está llevando a través de Su obra.

 

VI.   Por último, ÉL ES EL SEÑOR DE NUESTRA ALMA. Cuán bueno será estar con Él. Encontramos hoy que Su amada compañía hace que todo suceda gratamente, ya sea que corramos en el camino de Sus mandamientos o que atravesemos el valle de sombra de muerte. Los santos han permanecido encerrados en calabozos, y no obstante, han caminado libremente cuando Él ha estado allí; han sido torturados en el potro, y lo han considerado incluso un lecho de rosas cuando Él ha estado junto a ellos. Uno fue colocado sobre una parrilla hirviente, con los fuegos encendidos debajo de Él; pero en medio de las llamas retó a sus atormentadores a que incrementaran al máximo sus torturas, y se burlaba de ellos, pues su Señor estaba allí. Se ha visto a algunos mártires aplaudir cuando cada dedo suyo ardía como una vela encendida, y se les ha oído clamar: “Cristo es todo, Cristo es todo”. Cuando el Cuarto, semejante al Hijo de Dios, camina en el horno, lo único que el fuego puede hacer es romper sus ataduras y dejar libres a los que sufren.

 

Oh, hermanos, yo estoy seguro de que la única felicidad que ha valido la pena que disfrutaran fue encontrada en saber que Él los amaba y que estaba cerca de ustedes. Si se han regocijado alguna vez en la abundancia de su grano, de su vino y de su aceite, ha sido un triste gozo; pronto perdió sabor en su paladar, y nunca tocó las grandes profundidades de su espíritu, y pronto ha desaparecido y los ha dejado agudamente desfallecidos de corazón. Si se han regocijado en sus hijos y en sus parientes y en su salud corporal, cuán pronto Dios ha enviado un infortunio sobre todos ellos. Pero cuando se han regocijado en Jesús ustedes han oído una voz que les pide que procedan a experimentar más deleites. Esa voz ha exclamado: “Comed, amigos; bebed en abundancia, oh amados”; pues quedar ebrio de un gozo como este es alcanzar la mejor condición mental e instalar al alma donde debe estar. Nunca estaremos bien mientras no salgamos de nosotros mismos y entremos en Jesús; pero cuando se presenta el estado de éxtasis, y estamos fuera del yo, y estamos en Él, de tal manera que si en el cuerpo, o fuera del cuerpo, no lo sabemos, Dios lo sabe, entonces regresamos adonde Dios quería que el hombre estuviera cuando caminaba con él en Edén, y nos acercamos adonde Dios quiere que estemos cuando lo veamos cara a cara.

 

¡Hermanos cómo será la visión sin el velo! ¡Si la visión de Él aquí es tan dulce, qué será verlo a Él en el más allá! Pudiera ser que no vivamos hasta que Él venga, pues el Señor podría demorarse, pero si no viniera, y fuéramos llamados a atravesar las puertas de la muerte, no debemos temer. No me sorprendería que cuando pasemos a través del velo y salgamos en el estado incorpóreo, uno de nuestros asombros sea encontrar a Jesús mismo esperando allí para recibirnos. El alma esperaba que una escolta de ángeles ministradores estaría cerca del lecho y nos escoltaría al atravesar el río y al subir por los montes rumbo a la Ciudad Celestial; pero no; en vez de eso, el Señor mismo saludará al espíritu. Cómo se quedará asombrado y exclamará: “Es Él, Él mismo, mi bien Amado, Jesús mismo; Él ha venido a recibirme. El cielo pudiera haber sido una sorpresa demasiado grande; incluso mi espíritu incorpóreo se hubiera podido desvanecer, pero es Él, el hombre Cristo Jesús en quien confié aquí abajo, y quien fue el amado compañero de mis horas moribundas. ¡He cambiado mi lugar y mi estado, pero no he cambiado a mi Amigo ni he cambiado mi gozo, pues Él está aquí!” Qué mirada de amor será aquella que Él nos dará y que le devolveremos. ¿Apartaremos alguna vez nuestros ojos de Él? ¿Desearíamos hacerlo alguna vez? Estas palabras del poeta serán verdaderas:

 

“Millones de años mis ojos asombrados,

Recorrerán Tus bellezas;

Y por edades sin fin adoraré

Las glorias de Tu amor”.

 

Pudiera ser que en el término de una semana tenga lugar nuestra reunión con Jesús mismo; tal vez ocurra dentro de una hora. A una pobre chica que estaba recluida en el hospital el doctor o la enfermera le dijeron que sólo podía vivir otra hora; ella esperó pacientemente, y cuando sólo faltaba un cuarto de hora, exclamó: “Un cuarto de hora más, y luego________” no pudo decir qué, ni yo tampoco; solo Jesús mismo ha dicho: “Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria”. Y así como Él oró, así será, y así ha de ser. Amén y Amén.

 

Porción de la Escritura leída antes del sermón: Cantar de los Cantares 4: 16; 5; 6: 1, 2.

 

Nota del traductor:

 

Tautología: repetición de un mismo pensamiento expresado de distintas maneras. Repetición inútil y viciosa.

 

  

 

Traductor: Allan Román

20/Enero/2012

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