El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
Cristo: el Fin
de
NO.
1325
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
“Porque el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que
cree”.
Romanos 10: 4
Recordarán que el
domingo pasado por la mañana hablamos de “los días del Hijo del Hombre”. Oh,
que cada día de guardar, en el sentido más espiritual, fuera un día de ese tipo.
Yo espero que nos esforzaremos por hacer de cada Día del Señor, conforme
lleguen, un día del Señor en que pensemos mucho en Jesús, en que nos
regocijemos mucho en Él, en que trabajemos para Él y en que de manera creciente
elevemos una oración importuna pidiendo que para Él sea la reunión de la gente.
¡Pudiera suceder que ya no pasemos muchos domingos juntos pues la muerte puede
separarnos pronto; pero mientras seamos capaces de reunirnos como una asamblea
cristiana no hemos de olvidar nunca que la presencia de Cristo es nuestra necesidad
primordial, y debemos orar pidiéndola, y debemos suplicar al Señor que nos
conceda siempre esa presencia en torrentes de luz, vida y amor! Yo procuro cada
vez más solícitamente que cada tiempo de predicación sea un tiempo de salvación
de almas. Puedo identificarme profundamente con lo que dijo Pablo: “Ciertamente
el anhelo de mi corazón, y mi oración a Dios por Israel, es para salvación”.
Hemos gozado de una abundante predicación, pero, comparativamente hablando, de muy
poca fe en Jesús, y, si no hay fe en Él, ni la ley ni el Evangelio responden a
su fin y nuestra labor es completamente en vano. Algunos de ustedes han oído, y
oído y oído repetidamente, pero no han creído en Jesús. Si no hubieran oído el
Evangelio no serían culpables de rechazarlo. “¿No han oído?”, pregunta el
apóstol. “Sí, verdaderamente”, -pero aun así- “no todos obedecieron al
evangelio”. En el caso de muchas personas que amamos, hasta este preciso
momento no ha habido una audición con el oído interior ni ninguna obra de fe en
el corazón. Queridos amigos, ¿ha de ser siempre así? ¿Cuánto tiempo ha de durar
esto? ¿No habrá de venir pronto un fin a esta recepción de los medios externos
pero a este rechazo de la gracia interna? ¿Acaso tu alma no se acercará pronto a
Cristo para una salvación presente? ¡Despunta, despunta, oh día celestial, sobre
los que están asentados en tinieblas pues nuestros corazones sufren por ellos!
La razón por la que
muchos no vienen a Cristo no es porque carezcan hasta cierto punto de un serio
interés, ni porque no sean precavidos ni tengan deseos de ser salvados, sino
porque no pueden aceptar la manera en que Dios salva. “Tienen celo de Dios,
pero no conforme a ciencia”. Los encaminamos tanto con nuestra exhortación que
tienen deseos de obtener la vida eterna, pero “no se han sujetado a la justicia
de Dios”. Observen que dice: “no se han sujetado”, pues se precisa de la
sujeción. El hombre altivo quiere salvarse a sí mismo; cree que lo puede hacer
y no cederá la tarea mientras no descubra su propia impotencia a través de
infelices fracasos. La salvación por gracia, que debe ser solicitada in forma pauperis, (en carácter de
indigencia), que debe ser pedida a la gracia libre e inmerecida como una
bendición inmérita, eso es a lo que la mente carnal no quiere llegar en tanto
que pueda evitarlo; yo le suplico al Señor que obre de tal manera en algunos de
ustedes que no puedan evitarlo. Y oh, mientras esta mañana procuro exponer a
Cristo como el fin de la ley, he orado para que Dios bendiga la exposición para
algunos corazones y les haga ver la obra de Cristo y percibir que es muchísimo
mejor que cualquier cosa que ellos pudieran hacer; que puedan ver lo que Cristo
consumó, y que se cansen de lo que ellos mismos han procurado realizar durante
tanto tiempo pero que ni siquiera en este día han podido comenzar bien. Tal vez
le agrade al Señor embelesarlos con la perfección de la salvación que es en
Cristo Jesús. Como diría Bunyan: “Tal vez se les haga agua la boca”, y una vez
que se desarrolla un sagrado apetito no tardará mucho para que disfruten el
festín. Pudiera ser que cuando vean el traje de brocado de oro que Jesús coloca
tan gratuitamente sobre las almas desnudas, se desharán de sus propios trapos
de inmundicia que ahora abrazan tan estrechamente.
Esta mañana voy a hablar
de dos cosas, conforme el Espíritu de Dios me ayude, y la primera es, Cristo con respecto a la ley: Él es “el
fin de la ley para justicia”; y en segundo lugar, nosotros mismos con respecto a Cristo: “a todo aquel que cree
Cristo es el fin de la ley para justicia”.
I. Primero,
entonces, veremos a CRISTO CON RESPECTO A
Ahora, ¿qué tiene que
ver nuestro Señor con la ley? Él tiene que ver con la ley en todos sentidos
pues Él es su fin para el más noble propósito, es decir, para justicia. Él es
el “fin de la ley”. ¿Qué significa eso? Me parece que significa tres cosas: primero,
que Cristo es el propósito y objetivo de
la ley; en segundo lugar, que Él es el
cumplimiento de ella; y en tercer lugar, que Él es su terminación.
Primero, entonces, nuestro Señor Jesucristo es el propósito y
objetivo de la ley. La ley fue dada para que nos condujera a Él. La ley es
nuestro ayo para llevarnos a Cristo, o más bien nuestro acompañante que nos
conduce a la escuela de Jesús. La ley es la gran red en la que son encerrados
los peces para que puedan ser extraídos fuera del elemento del pecado. La ley
es el viento tormentoso que lleva a las almas al puerto de refugio. La ley es
el oficial del alguacil que encierra a los hombres en prisión por sus pecados,
concluyendo que todos ellos están bajo condenación con el objeto de que pongan
su mirada únicamente en la gracia inmerecida de Dios para liberación. Ese el
objetivo de la ley: vacía para que la gracia pueda llenar y hiere para que la
misericordia pueda sanar. La intención de Dios para con nosotros, como hombres
caídos, no ha sido jamás que la ley sea considerada como un camino de salvación
para nosotros, pues no puede ser jamás un camino de salvación. Si el hombre no
hubiese caído nunca, si su naturaleza hubiese permanecido como Dios la hizo, la
ley habría sido sobremanera útil para él para mostrarle el camino en que
debería andar, y guardándola habría vivido, pues “El que hiciere estas cosas
vivirá por ellas”. Pero desde que el hombre cayó, el Señor no le ha propuesto
nunca un camino de salvación por obras pues sabe que eso es imposible para una
criatura pecadora. La ley ya ha sido quebrantada y, sin importar lo que pudiera
hacer el hombre, no puede reparar el daño que ya ha hecho; por tanto, en lo que
respecta a la esperanza de mérito, eso está fuera de toda consideración. La ley
exige perfección, pero el hombre ya ha resultado deficiente, y, por tanto,
aunque hiciera su mejor esfuerzo no podría cumplir con lo que es absolutamente
esencial. La ley tiene por objeto conducir al pecador a la fe en Cristo
mostrándole la imposibilidad de cualquier otro camino. Es el perro negro que
sirve para llevar a las ovejas al pastor, es el calor ardiente que lleva al viajero
a la sombra del gran peñasco en tierra calurosa (Isaías 32: 2).
Miren cómo se adapta la
ley para eso pues, primero que nada, le
muestra al hombre su pecado. Lean los diez mandamientos y tiemblen al
hacerlo. ¿Quién podría colocar su propio carácter, lado a lado, con las dos tablas
del precepto divino sin verse convencido de inmediato de que no ha cumplido con
la norma? Cuando la ley se hace clara para el alma es como una luz en un cuarto
oscuro que revela el polvo y la suciedad que de otra manera habrían pasado
desapercibidos. Es la prueba que detecta la presencia del veneno del pecado en
el alma. “Yo sin la ley vivía en un tiempo” –dijo el apóstol- “pero venido el
mandamiento, el pecado revivió y yo morí”. Nuestra belleza se desvanece por
completo cuando la ley sopla sobre ella. Miren los mandamientos, les digo, y
recuerden cuán grande amplitud tienen, cuán espirituales son y cuál es su gran
alcance. No tocan simplemente el acto externo, sino que se sumergen en el
motivo interno y tratan con el corazón, con la mente y con el alma. Hay un
significado más profundo en los mandamientos del que pareciera haber en la
superficie. Fijen la mirada en sus profundidades y vean cuán terrible es la
santidad que exigen. Conforme entiendan lo que la ley exige, percibirán cuán
lejos están de cumplirla y cómo abunda el pecado allí donde pensaban que era
muy escaso o inexistente. Pensabas que eras rico y que te habías enriquecido y
que no necesitabas nada, pero cuando la ley quebrantada te visita, tu
bancarrota espiritual y tu total penuria te miran en la cara. Una verdadera
balanza descubre un faltante en el peso y ese es el primer efecto de la ley en
la conciencia del hombre.
La ley también muestra el resultado y la maldad del pecado. Miren
los tipos de la antigua dispensación mosaica y vean cómo tenían el propósito de
conducir a los hombres a Cristo, haciéndoles ver su condición inmunda y su necesidad
de una limpieza que sólo Él puede proporcionar. Cada tipo apuntaba a nuestro
Señor Jesucristo. Si los hombres eran apartados por motivo de enfermedad o
inmundicia, eran conducidos a ver cómo el pecado los separaba de Dios y de Su
pueblo; y cuando eran llevados de regreso y eran purificados con ritos místicos
en los que había lana escarlata e hisopo y cosas semejantes, eran conducidos a
ver cómo podían ser restaurados únicamente por Jesucristo, el grandioso Sumo
Sacerdote. Cuando el ave era sacrificada para que el leproso pudiera ser
purificado, se exponía la necesidad de la purificación mediante el sacrificio
de una vida. Cada mañana y cada tarde era inmolado un cordero para declarar la necesidad
cotidiana del perdón si es que Dios ha de morar con nosotros. Algunas veces
incurrimos en culpa por hablar demasiado acerca de la sangre; sin embargo bajo el antiguo testamento la sangre parecía
serlo todo, y no sólo se hablaba de ella, sino que era realmente visible a los
ojos. ¿Qué nos dice el apóstol en
Volviendo nuestros pensamientos
a la ley moral más que a la ley ceremonial, esa ley tenía el fin de enseñar a
los hombres su completa impotencia. Les
muestra cuán deficientes resultaban respecto a lo que deberían ser, y también
les muestra, cuando lo consideran cuidadosamente, cuán completamente imposible
es para ellos alcanzar la norma. Nadie puede alcanzar por sí mismo la santidad
que la ley exige. “Amplio sobremanera es tu mandamiento”. Si un hombre dice que
puede cumplir la ley, es porque no sabe lo que es la ley. Si se imagina que
puede llegar al cielo alguna vez trepando por los trepidantes costados del
Sinaí, seguramente no ha podido ver nunca ese monte ardiente en absoluto. ¡Guardar
la ley! Ah, hermanos míos, mientras todavía estamos hablando acerca de ella la
estamos quebrantando; mientras estamos pretendiendo que podemos cumplir su
letra estamos violando su espíritu, pues el orgullo quebranta la ley tanto como
la lujuria o el asesinato. “¿Quién hará limpio a lo inmundo? Nadie”. “¿Y cómo
será limpio el que nace de mujer?” No, alma, tú no puedes ayudarte a ti misma
en este asunto ya que sólo por la perfección tú puedes vivir por la ley, y como
esa perfección es imposible, no puedes encontrar ayuda en el pacto de obras. En
la gracia hay esperanza, pero como pago de una deuda no hay ninguna esperanza
pues no ameritamos nada sino ira. La ley nos dice eso, y entre más pronto
sepamos que así es, mejor, pues más pronto acudiremos con premura a Cristo.
La ley nos muestra
también nuestra gran necesidad: nuestra
necesidad de limpieza, de una limpieza con el agua y con la sangre. Nos
descubre nuestra inmundicia y esto nos conduce naturalmente a sentir que
debemos ser limpiados de ella si hemos de acercarnos alguna vez a Dios. La ley
nos conduce entonces a aceptar a Cristo como la única persona que puede
limpiarnos y hacernos aptos para estar dentro del velo en la presencia del
Altísimo. La ley, por sí misma, sólo
barre y levanta el polvo, pero el Evangelio rocía agua limpia sobre el polvo y
todo queda bien aplacado en la habitación del alma. La ley mata, pero el
Evangelio hace vivir; la ley desnuda y entonces Jesucristo entra
y viste al alma de belleza y de gloria. Todos los mandamientos y todos los
tipos nos dirigen a Cristo si prestamos atención a su evidente intención. Nos
destetan del yo, nos sacan de la falsa base de la justicia propia y nos
conducen a saber que sólo en Cristo se encuentra nuestra ayuda. Entonces,
primero que nada, Cristo es el fin de la ley en el sentido de que Él es su gran
propósito.
Y ahora, en segundo
lugar, Él es el cumplimiento de la ley. Es
imposible que alguno de nosotros fuera salvo sin justicia. Por una inmutable
necesidad, el Dios del cielo y de la tierra exige justicia de todas Sus
criaturas. Ahora bien, Cristo ha venido a darnos la justicia que la ley exige
pero que nunca confiere. En el capítulo que estamos considerando leemos acerca
de la “justicia que es por la fe”, que es llamada también “la justicia de
Dios”; y leemos sobre aquellos que “no serán avergonzados” porque son justos
por creer, “porque con el corazón se cree para justicia”. Jesús ha hecho lo que
la ley no podía hacer. Él provee la justicia que la ley exige pero que no puede
producir. Qué asombrosa justicia ha de ser aquella que es tan amplia y profunda
y de tan gran longitud y altura como la ley misma. El mandamiento es
sobremanera amplio pero la justicia de Cristo es tan amplia como el mandamiento
y llega hasta sus límites. Cristo no vino para suavizar la ley, o para hacer
posible que nuestra agrietada y maltratada obediencia sea aceptada como una
suerte de compromiso. La ley no es forzada a rebajar sus términos como si
originalmente hubiera exigido demasiado; es santa y justa y buena, y no ha de
ser alterada en una sola jota o tilde, ni podría serlo. Nuestro Señor le da a
la ley todo lo que requiere, no una parte, pues eso sería una admisión de que
hubiera podido contentarse justamente con menos al principio. La ley reclama completa
obediencia sin tacha, o mancha, o falla o defecto, y Cristo ha traído una
justicia como esa y se la da a Su pueblo. La ley exige que la justicia sea sin
omisión de deber y sin comisión de pecado, y la justicia que Cristo ha traído
es precisamente tal que por su causa el grandioso Dios acepta a Su pueblo y lo
considera como que no tiene ni mancha ni arruga ni cosa semejante. La ley no
estará contenta sin una obediencia espiritual y los simples cumplimientos
externos no satisfarían. Pero la obediencia de nuestro Señor fue tan profunda
como amplia, pues Su celo para cumplir la voluntad de Aquel que lo envió lo
consumía. Él mismo dice: “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu
ley está en medio de mi corazón”. Él pone esa justicia en todos los creyentes.
“Por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos”; plenamente
justos, perfectos en Cristo. Nos regocijamos usando el costoso manto de hermoso
lino blanco que Jesús ha preparado, y sentimos que podemos vestirlo delante de
la majestad del cielo sin un trémulo pensamiento. Esto es algo que debemos
meditar, queridos amigos. Sólo como justos podemos ser salvos, pero Jesucristo
nos hace justos, y por tanto, somos salvos. El que cree en Él es justo, así
como Abraham creyó a Dios y le fue contado por justicia. “Ahora, pues, ninguna
condenación hay para los que están en Cristo Jesús”, porque son hechos justos
en Cristo. Sí, el Espíritu Santo por boca de Pablo reta a todos los hombres,
ángeles y demonios a que presenten alguna acusación en contra de los elegidos
de Dios, puesto que Cristo ha muerto. Oh ley, cuando tú me exiges una perfecta
justicia, yo, siendo un creyente, te la presento, pues por medio de Cristo
Jesús la fe me es contada por justicia. La justicia de Cristo es mía pues yo
soy uno con Él por la fe, y este es el nombre con el que Él será llamado: “Jehová,
justicia nuestra”.
Jesús ha cumplido así
con las exigencias originales de la ley, pero ustedes saben, hermanos, que como
nosotros hemos quebrantado la ley, hay otras exigencias. Para la remisión de
pecados pasados se pide ahora algo más que la obediencia presente y futura. Por
culpa de nuestros pecados, sobre nosotros ha sido pronunciada la maldición y
hemos incurrido en un castigo. Está escrito que Él “de ningún modo tendrá por
inocente al malvado”, y cada transgresión e iniquidad tendrán su justo castigo
y su recompensa. Admiremos entonces que el Señor Jesucristo es el fin de la ley
en cuanto al castigo. Pensar en esa maldición y en ese castigo es algo
terrible, pero Cristo ha terminado con todo su mal y nos ha exonerado así de
todas las consecuencias del pecado. En lo que se refiere a cada creyente, la
ley no exige ningún castigo y no pronuncia ninguna maldición. El creyente puede
señalar a
Además, no sólo pagó el
castigo, sino que al pagarlo, Cristo puso un gran honor especial sobre la ley.
Me aventuro a decir que si toda la raza humana hubiera guardado la ley de Dios
y ni uno solo la hubiera violado, la ley no estaría en una posición tan
espléndida de honor como lo está hoy cuando el hombre Cristo Jesús, quien es también
el Hijo de Dios, le ha rendido reverencia. En Su vida y más aún en Su muerte el
propio Dios encarnado ha revelado la supremacía de la ley. Él ha mostrado que
ni siquiera el amor o la soberanía pueden hacer a un lado a la justicia. ¿Quién
dirá una palabra en contra de la ley a la cual se sometió el propio Legislador?
¿Quién dirá ahora que es demasiado severa cuando el propio Legislador se somete
a sus castigos? Porque estaba en la condición de hombre y era nuestro
representante, Dios exigió de Su propio Hijo una obediencia perfecta a la ley,
y el Hijo voluntariamente se sometió a ella sin decir ni una sola palabra y sin
hacer ninguna excepción a Su tarea. “Sí, tu ley es mi delicia”, dice Él, y
demostró que lo era rindiéndole homenaje a plenitud. ¡Oh, la ley bajo la cual
sirve Emanuel es asombrosa! Oh, ley sin igual cuyo yugo aun el Hijo de Dios no
desdeña llevar, sino que estando resuelto a salvar a Sus elegidos, nacido bajo
la ley, vivió bajo la ley y murió bajo la ley, “obediente hasta la muerte, y
muerte de cruz”.
La estabilidad de la ley
ha sido también asegurada por Cristo. Lo único que puede permanecer es lo que
demuestra ser justo, y Jesús ha demostrado que la ley es justa engrandeciéndola
y haciéndola honorable. Él dice: “No penséis que he venido para abrogar la ley
o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir. Porque de cierto
os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde
pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido”. Tendré que mostrarles cómo
El ha puesto un fin a la ley en otro sentido, pero en cuanto a la conciliación
de los eternos principios del bien y del mal, la vida y la muerte de Cristo han
logrado esto para siempre. “Confirmamos la ley”, dice Pablo, “no invalidamos la
ley por la fe”. El propio Evangelio de la fe comprueba que la ley es santa y
justa, pues el Evangelio en el que cree la fe no altera o reduce a la ley, sino
que nos enseña cómo fue cumplida integralmente. Ahora la ley permanecerá firme
por los siglos de los siglos, puesto que aun para salvar al hombre elegido Dios
no la altera. Él tenía un pueblo elegido, amado y ordenado para vida, y con
todo no lo salvaría a costa de un principio de rectitud. Ellos eran pecadores,
y ¿cómo podían ser justificados a menos que la ley fuera suspendida o cambiada?
Entonces, ¿fue cambiada la ley? Parecía que así tenía que ser si el hombre iba
a ser salvado, pero Jesucristo vino y nos mostró cómo la ley podía permanecer
firme como una roca y, no obstante, los redimidos podían ser salvados
justamente por la infinita misericordia. En Cristo vemos tanto la misericordia
como la justicia brillando a plenitud, y no obstante ninguna de las dos eclipsa
a la otra en el más mínimo grado. La ley tiene todo lo que exigió jamás, tal como
debía ser, y, sin embargo, el Padre de todas las misericordias ve a todos Sus
elegidos salvados tal como determinó que lo serían por medio de la muerte de Su
Hijo. De este modo he procurado mostrarles cómo Cristo es el cumplimiento de la
ley de manera integral.
Y ahora, en tercer
lugar, Él es el fin de la ley en el sentido de que Él es su terminación. Él ha terminado con la ley en dos sentidos. Primero
que nada, Su pueblo no está bajo la ley como un pacto de vida. “No estamos bajo
la ley, sino bajo la gracia”. El antiguo pacto según estuvo vigente con el
padre Adán era “Haz esto, y vivirás”; Adán no guardó el mandato, y en
consecuencia, no vivió, ni tampoco vivimos nosotros en él, puesto que todos
morimos en Adán. El antiguo pacto fue quebrantado, y por esa razón todos
quedamos condenados, pero ahora, habiendo sufrido la muerte en Cristo, ya no estamos
más bajo el pacto sino que estamos muertos para él. Hermanos, en este momento,
aunque nos regocijamos haciendo buenas obras, no buscamos la vida por medio de
ellas, no esperamos obtener el favor divino por nuestra propia bondad y ni
siquiera esperamos mantenernos en el amor de Dios por algún mérito nuestro.
Siendo elegidos, no por nuestras obras, sino según el puro afecto de Su
voluntad eterna; siendo llamados, no por obras, sino por el Espíritu de Dios,
deseamos continuar en esta gracia y no regresar más a la servidumbre del
antiguo pacto. Puesto que hemos depositado nuestra confianza en una expiación
provista y aplicada por gracia por medio de Cristo Jesús, ya no somos más
esclavos sino hijos; no obramos para ser salvos sino que ya somos salvos y
estamos obrando porque somos salvos. Ni lo que hacemos, y ni siquiera lo que el
Espíritu de Dios obra en nosotros es para nosotros el fundamento y la base del
amor de Dios por nosotros, puesto que Él nos amó desde el principio porque
quiso amarnos, indignos como éramos; y Él nos ama aún en Cristo, y nos mira, no
como somos en nosotros mismos, sino como somos en Él: lavados en Su sangre y
cubiertos con Su justicia. Ustedes no están bajo la ley. Cristo los ha sacado
de la esclavitud servil de un pacto condenatorio y los ha hecho recibir la
adopción de hijos, de tal manera que ahora claman: ‘Abba, Padre’.
Además, Cristo ha
terminado con la ley, pues ya no estamos más bajo su maldición. La ley no puede
maldecir a un creyente pues no sabe cómo hacerlo; lo bendice, sí, y será bendecido,
pues como la ley exige justicia y mira al creyente en Cristo y ve que Jesús le
ha dado toda la justicia que exige, la ley está obligada a pronunciarlo
bendecido. “Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y
cubierto su pecado. Bienaventurado el hombre a quien Jehová no culpa de
iniquidad, y en cuyo espíritu no hay engaño”. ¡Oh, el gozo de ser redimidos de
la maldición de la ley por Cristo, quien fue “hecho por nosotros maldición”,
como está escrito: “Maldito todo el que es colgado en un madero”! Hermanos
míos, ¿entienden el dulce misterio de la salvación? ¿Han visto alguna vez a
Jesús ocupando el lugar de ustedes para que ustedes pudieran ocupar Su lugar?
Cristo fue acusado y Cristo fue condenado y Cristo fue llevado a la muerte y
Cristo fue herido por el Padre hasta la muerte, y por esa razón ustedes son
absueltos, justificados y librados de la maldición, porque la maldición se ha
cumplido en su Redentor. Ustedes son admitidos a disfrutar de la bendición
porque la justicia que era Suya ha sido transferida ahora a ustedes para que
puedan ser bendecidos por el Señor por todos los siglos. Triunfemos y
regocijémonos en esto perennemente. ¿Por qué no habríamos de hacerlo? Y, sin
embargo, algunos miembros del pueblo de Dios se someten a la ley en cuanto a
sus sentimientos y comienzan a temer que porque están conscientes del pecado no
son salvos a pesar de que está escrito: “Él justifica al impío”. En lo que a mí
respecta, me encanta vivir cerca de un Salvador del pecador. Si mi condición
delante del Señor dependiera de lo que yo soy en mí mismo y de qué buenas obras
y qué justicia pudiera ofrecer, ciertamente yo tendría que condenarme mil veces
al día. Pero si me aparto de eso y digo: “yo he creído en Jesucristo y por
tanto la justicia es mía”, ¡eso es paz, reposo y el principio del cielo! Cuando
uno logra esa experiencia, su amor por Jesucristo comienza a arder, y uno
siente que si el Redentor le ha librado de la maldición de la ley, no
continuará en el pecado, sino que se esforzará por vivir una vida nueva. Nosotros
no nos pertenecemos; hemos sido comprados por precio, y por tanto, queremos
glorificar a Dios en nuestros cuerpos y en nuestros espíritus que le pertenecen
al Señor. Esto basta en cuanto a Cristo con respecto a la ley.
II. Ahora,
en segundo lugar, tenemos que vernos a NOSOTROS MISMOS CON RESPECTO A CRISTO,
pues “El fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree”. Ahora vean el punto: “a todo aquel que
cree”, ahí se ubica el énfasis. Vamos, varón, mujer, ¿creen ustedes? No puede
hacerse ninguna otra pregunta de mayor peso bajo el cielo. “¿Crees tú en el
Hijo de Dios?” ¿Y qué es lo que debe creerse? No se trata de aceptar meramente
un conjunto de doctrinas y decir que tal y tal credo es tuyo, para luego
ponerlo sobre el anaquel y olvidarlo. Creer es confiar, depender, descansar en,
reposar en. ¿Crees tú que Jesucristo resucitó de los muertos? ¿Crees tú que
ocupó el lugar del pecador, y que padeció, el justo por los injustos? ¿Crees
que puede salvar perpetuamente a los que por Él se acercan a Dios? ¿Y pones tú,
por tanto, todo el peso y el énfasis de la salvación de tu alma en Él y
únicamente en Él? Ah, entonces, Cristo es el fin de la ley para justicia para
ti, y tú eres justo. Si tú crees, estás vestido con la justicia de Dios. No
sirve de nada presentar ninguna otra cosa si no crees, pues nada servirá. Si la
fe está ausente falta lo esencial. Puedes juntar sacramentos, oraciones,
lecturas de
Ahora observen que no se
hace ninguna pregunta en cuanto al carácter previo, pues está escrito: “El fin
de la ley es Cristo, para justicia a todo
aquel que cree”. ‘Pero, Señor, este hombre era un perseguidor y un abusivo
antes que creyera, se enfurecía y despotricaba contra los santos, los
arrastraba a prisión y buscaba su sangre’. Sí, querido amigo, y ese es
precisamente el hombre que escribió estas palabras inspirado por el Espíritu
Santo, “el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree”.
Entonces si me dirijo a alguien en esta mañana cuya vida ha sido contaminada
con todo pecado y manchada con toda transgresión que podamos concebir, yo le
digo a tal persona que recuerde que “Todo pecado y blasfemia será perdonado a
los hombres”. Si tú crees en el Señor Jesucristo, tus iniquidades son borradas
pues la sangre de Jesucristo, el amado Hijo de Dios, nos limpia de todo pecado.
Esta es la gloria del Evangelio: que es un Evangelio para el pecador, buenas
nuevas de bendición, no para quienes están sin pecado, sino para quienes lo
confiesan y lo abandonan. Jesús vino al mundo, no para recompensar a los que no
tienen pecado, sino para buscar y salvar lo que se había perdido; y aquel que
estando perdido y estando lejos de Dios se acerca a Dios por Cristo, y cree en
Él, encontrará que Él confiere la justicia al culpable. Él es el fin de la ley
para justicia para todo aquel que cree y, por tanto, lo es para la pobre ramera
que cree, para el borracho de muchos años que cree, para el ladrón y para el
mentiroso y para el burlador que creen y para los que anteriormente se
desbocaban en el pecado pero que ahora se apartan del pecado para confiar en
Él. Pero no sé si deba mencionar casos como esos; para mí el hecho más
maravilloso es que Cristo es el fin de la ley para justicia para mí, pues yo creo en Él. Yo sé a
quién he creído, y estoy seguro de que es poderoso para guardar mi depósito
para aquel día.
Otro pensamiento que
surge del texto es que no se dice nada a modo de calificación en cuanto a la
fuerza de la fe. Él es el fin de la ley para justicia para todo el que cree, ya
sea para ‘Poca Fe’ o ‘Gran Corazón’. Jesús protege la retaguardia así como la
vanguardia. No hay diferencia entre un creyente y otro en cuanto a la
justificación. En tanto que haya un vínculo entre Cristo y tú, la justicia de
Dios es tuya. El eslabón pudiera ser tan tenue como una telilla, como un hilo
de araña de fe trémula, pero, si va directamente desde el corazón hasta Cristo,
la gracia divina puede fluir y fluirá a lo largo del hilo más delgado. Es
maravilloso ver cuán fino puede ser el alambre que transmite el fluido
eléctrico. Pudiéramos necesitar un cable para transmitir un mensaje a través
del mar, pero eso es sólo para la protección del alambre; el alambre que
realmente transporta el mensaje es una cosa muy delgada. Aunque tu fe fuera del
tipo del grano de mostaza, aunque fuera algo que sólo toca trémulamente el
borde del manto del Salvador, basta con que digas: “Señor, creo; ayuda mi
incredulidad”; con sólo que fuese la fe de Pedro al momento de hundirse, o la
de María en su llanto, con todo si fuera fe en Cristo, Él será el fin de la ley
para justicia para ti de la misma manera que lo fue para el primero de los
apóstoles.
Si esto es así, entonces,
queridos amigos, todos los que creemos somos justos. Creyendo en el Señor
Jesucristo hemos obtenido la justicia que aquellos que siguen las obras de la
ley desconocen por completo. No hemos sido santificados completamente; ojalá
hubiéramos sido santificados; aunque lo odiamos, no estamos libres de pecado en
nuestros miembros; pero aun así, a pesar de todo eso, somos verdaderamente
justos a los ojos de Dios, y siendo hechos idóneos por la fe tenemos paz con
Dios. Vamos, miren a lo alto, ustedes, creyentes que están agobiados con un sentido
de pecado. Mientras se disciplinan y lamentan su pecado, no duden de su
Salvador ni cuestionen Su justicia. Ustedes están negros, pero no se detengan
allí, antes bien prosigan a decir como lo hizo la esposa: “Morena soy, pero
codiciable”.
Aunque en nosotros mismos somos deformes,
Y negros, tal como se ven las tiendas de Cedar,
Con todo, cuando nos vestimos con Tu hermosura,
Somos bellos como los atrios de Salomón”.
Ahora, observen que el
contexto de nuestro texto nos asegura que siendo justos, somos salvos, pues
¿qué dice ahí? “Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en
tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo”. El que es justificado es salvado, pues si no, ¿cuál sería
el beneficio de la justificación? Sobre ti, oh creyente, Dios ha pronunciado el
veredicto de: “salvado”, y nadie lo
revertirá. Eres salvado del pecado y de la muerte y del infierno; eres salvado
aun ahora con una salvación presente; “Quien nos salvó y llamó con llamamiento
santo”. Siente el embelesamiento por ello en esta hora. “Amados, ahora somos
hijos de Dios”.
Y ahora habré concluido
una vez que haya dicho justo esto. Si alguien aquí presente piensa que puede
salvarse a sí mismo, y que su justicia propia le bastará delante de Dios, yo le
rogaría encarecidamente que no insulte a su Salvador. Si tu justicia propia
basta, entonces ¿por qué vino Cristo aquí para cumplir una? ¿Compararás por un
instante tu justicia con la justicia de Jesucristo? ¿Qué semejanza hay entre tú
y Él? Tanta como la que hay entre una hormiga y un arcángel. Es más, ni
siquiera como esa; tanta como la que hay entre la noche y el día, como la que
hay entre el infierno y el cielo. Oh, aunque yo tuviera una justicia propia que
nadie pudiera criticar, yo la desecharía voluntariamente para tener la justicia
de Cristo, pero como no tengo ninguna justicia propia, en verdad me regocija
más tener la de mi Señor. Cuando el señor Whitefield predicó por primera vez a
los mineros del carbón en Kingswood, cerca de Bristol, podía ver cuando sus
corazones comenzaban a ser tocados gracias a las estrías de color blanco que
formaban las lágrimas al descender por sus negras mejillas. Veía que estaban
recibiendo el Evangelio, y escribió en su diario: “como estos pobres mineros
del carbón no tenían ninguna justicia propia, se gloriaban en Aquel que vino a
salvar a los publicanos y a los pecadores”. Bien, señor Whitefield, eso es
válido en cuanto a los mineros, pero es igualmente válido en cuanto muchos de
nosotros aquí, que tal vez no teníamos negros nuestros rostros, pero teníamos
negros los corazones. Podemos decir en verdad que también nos regocijamos al
desechar nuestra justicia propia y tenerla por escoria y estiércol para ganar a
Cristo y ser hallados en Él. En Él está nuestra única esperanza y nuestra única
confianza.
Por último, si
cualquiera de ustedes rechaza la justicia de Cristo eso equivale a perecer
eternamente, porque no puede ser que Dios los acepte o que acepte su pretendida
justicia si han rehusado la justicia real y divina que pone ante ustedes en Su
Hijo. Si pudieras subir a las puertas del cielo y el ángel te dijera: “¿Qué
derecho tienes para entrar aquí?”, y tú le respondieras: “yo tengo mi propia
justicia”, entonces si fueras admitido eso implicaría que tu justicia es igual
a la del propio Emanuel. ¿Puede suceder eso jamás? ¿Piensas que Dios va a
permitir alguna vez que sea sancionada una mentira tal? ¿Dejará que una
justicia falsa de un pobre pecador desgraciado pase como legítima lado a lado
con el oro fino de la perfección de Cristo? ¿Por qué fue llenada la fuente con
sangre si no necesitas ser lavado? ¿Acaso es Cristo una superfluidad? Oh, no
puede ser. Tienes que tener la justicia de Cristo o serás injusto, y siendo
injusto no serás salvado, y no siendo salvado has de permanecer perdido por los
siglos de los siglos.
¡Cómo! ¿Acaso todo se
reduce a que debo creer en el Señor Jesucristo para justicia y debo ser hecho
justo por medio de la fe? Sí, así es: en eso consiste todo. ¿Cómo; debo confiar
únicamente en Cristo y entonces puedo vivir como yo quiera? No puedes vivir en
pecado después de haber confiado en Jesús, pues el acto de fe conlleva un
cambio de naturaleza y una regeneración de tu alma. El Espíritu de Dios que te
conduce a creer, también cambiará tu corazón. Hablaste de “vivir como se te
antoje”, pero entonces querrás vivir de manera muy diferente a como lo haces
ahora. Cuando creas, odiarás las cosas que amabas antes de tu conversión y
amarás las cosas que odiabas. Ahora tú estás tratando de ser bueno y
experimentas grandes fracasos porque tu corazón está alejado de Dios; pero una
vez que hayas recibido la salvación por medio de la sangre de Cristo, tu
corazón amará a Dios y entonces guardarás Sus mandamientos que ya no serán onerosos
para ti. Lo que tú necesitas es un cambio de corazón, y no lo tendrás nunca
excepto por medio del pacto de gracia. En el antiguo pacto no hay ni una sola
palabra acerca de la conversión; para eso tenemos que mirar al nuevo pacto, y
esto es lo que dice: “Esparciré sobre vosotros agua limpia, y seréis limpiados
de todas vuestras inmundicias; y de todos vuestros ídolos os limpiaré. Os daré
corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra
carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. Y pondré dentro de
vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis
preceptos, y los pongáis por obra”. Esta es una de las más grandes promesas del
pacto y el Espíritu Santo la cumple en los escogidos. Oh, que el Señor los
persuada tiernamente a creer en el Señor Jesucristo y esa promesa y todos los
otros compromisos del pacto serán cumplidos en tu alma. ¡Que el Señor los
bendiga! Espíritu de Dios, envía Tu bendición sobre estas pobres palabras mías
por nuestro Señor Jesucristo. Amén.
Porción de
Traductor: Allan Román
28/Junio/2013
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