El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

¿Y Por Qué No?

NO. 1323

 

SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 12 DE NOVIEMBRE, 1876

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“Y dijo a sus discípulos: Tiempo vendrá cuando desearéis ver uno de los días del Hijo del Hombre, y no lo veréis”. Lucas 17: 22.

 

Cuando el Señor estaba aún en la tierra, los días del Hijo del Hombre eran menospreciados. Los fariseos hablaban de ellos despectivamente y exigían que se les dijera cuándo vendría el reino de Dios. Era tanto como si dijeran: “¿Acaso es esta la venida de Tu reino prometido? ¿Acaso esos pescadores y esos campesinos son Tus cortesanos? ¿Acaso son estos los días que los profetas y los reyes tanto esperaron?” “Sí” –les dice Jesús- “estos son precisamente esos días. El reino de Dios es establecido en los corazones de los hombres y está entre ustedes aun ahora, y tiempo vendrá cuando ustedes desearán que regresen estos días, y aun quienes más los aprecian pronto confesarán que los tenían en poca estima, y sus corazones suspirarán por su regreso”. Esto sugiere el comentario de que somos malos jueces de nuestras experiencias presentes. Aquellos días que teníamos en poca estima mientras los íbamos viviendo, pronto llegan a ser recordados con gran nostalgia. ¿No han experimentado que así ha ocurrido en sus vidas? ¿No les ha sucedido que la propia experiencia que provocó su ansiedad mientras la estaban viviendo, ha parecido ser posteriormente tan excelente a sus ojos que habrían deseado que regresara? Algunas veces he dicho a mi alma: “¡Cuán afligida estás! ¡Cuán abatida! ¡Cuán poco te regocijas en el Señor! Es triste que caigas en esa condición”. El período de la aflicción ha pasado y entonces he regañado a mi alma de otra manera, diciendo: “¡Alma, cuán descuidada e insensible eres! ¡Sería mejor que estuvieras tan afligida ahora como lo estuviste hace poco tiempo, pues entonces lo tomabas con seriedad, entonces eras conducida a una oración poderosa y prevaleciente, pero ahora estás sumida en el letargo, has perdido tu fervor y casi no vives en absoluto!” Esa etapa ha transcurrido y he tenido que mirar de nuevo al pasado y comprobar que, cuando me consideraba insensible, era realmente muy espiritual y sensible, y que mis temores de caer en la tranquilidad carnal eran pruebas seguras de que estaba velando cuidadosamente. De esa manera somos librados de la seguridad carnal al ser conducidos a ver más belleza en las experiencias pasadas que en las que estamos inmersos ahora. Cuando la santa ansiedad se cierne sobre nosotros es confundida a menudo con la incredulidad; se sospecha que la plena seguridad es presunción y se duda de la dicha y se la limita por miedo a que sea orgullo y autoengaño. Cuando nuestra primavera espiritual está con nosotros estamos temerosos de sus vientos de Marzo y de sus lluvias de Abril; pero una vez que se ha marchado y nos abrasa el calor del verano, entonces nos gustaría que volvieran los vientos y las lluvias. Así también, cuando llega el otoño, confundimos el proceso de maduración con la descomposición y deseamos nostálgicos que regresaran las rosas del verano; por otra parte, a lo largo de todo el invierno estamos suspirando por aquellas horas de verano que una vez disfrutamos y por aquellos frutos maduros del otoño que eran tan dulces a nuestro gusto. Así, hermanos, si nos permitimos hacerlo, continuamos juzgando que cada estado en el que estuvimos es mejor que aquel en el que nos encontramos, y derramamos inútiles lágrimas de pesar por los tiempos y las estaciones que ya no se pueden recuperar. Vemos sus deficiencias mientras están con nosotros pero cuando se han ido únicamente recordamos sus excelencias. Sería más sabio que mientras tuvieran vigencia tomáramos cada tiempo y cada estación, cada estado y cada experiencia, y los convirtiéramos en cosas de provecho para la gloria de Dios, regocijándonos en su misericordia mientras los disfrutamos. Andemos entre tanto que tengamos luz. Festejemos entre tanto que tengamos al Esposo con nosotros; habrá tiempo suficiente para llorar cuando Él nos haya dejado. Después de todo cada estación tiene sus frutos y sería una lástima que los marchitemos con remordimientos ociosos. Saquémosle provecho al viejo lema del hombre mundano y ‘vivamos mientras tengamos vida’. Vivamos un día a la vez, disfrutemos del bien presente y dejemos el ayer a nuestro Dios perdonador. Los días del Hijo del Hombre fueron días que los apóstoles tuvieron comparativamente en poca estima pero que añoraron después, y estos días presentes de los cuales nos quejamos, podrían llegar a ser considerados como unas de las más selectas porciones de nuestras vidas.

 

Nuestro segundo comentario no es ninguna novedad pues ya lo han oído mil veces: casi siempre valoramos nuestras misericordias hasta que las perdemos. Apreciamos mejor su excelencia cuando tenemos que deplorar su ausencia. Esto se ha dicho tantas veces que yo desearía que ya no siguiera siendo verdad, pues, después de todo,  es una atroz locura que nos veamos obligados a perder nuestras bendiciones para que podamos aprender a ser agradecidos por ellas. ¿Somos tan tontos que nunca vamos a saber que no debe ser así? ¡Tal conducta es digna únicamente de los idiotas o de los dementes! ¿No podemos deshacernos de tal puerilidad y suprimir así una fuente para nuestras aflicciones? ¿No sería bueno que, en la fortaleza de Dios, resolviéramos estimar la bendición mientras la tengamos, y así usarla para que cuando se haya ido podamos recordar que la convertimos en algo de sumo provecho para beneficio de nuestras almas, para el beneficio de otros y para la gloria de Dios? No podemos pedirle al sol que regrese y que alargue estos días que se acortan, pero al menos podemos vivir de tal manera que cada hora que transcurra se lleve con ella las buenas nuevas de nuestra entusiasta diligencia en la causa de nuestro Señor. Vamos, queridos hermanos, bendigamos ahora al Señor por cualquier cosa que sea buena en nuestra presente condición, y usemos de inmediato sus oportunidades y ventajas peculiares, no sea que en algún día futuro debamos lamentar nuestro insensato descuido y deseemos demasiado tarde ver más días como esos.

 

Esta mañana, con la ayuda del Espíritu Santo, tengo la intención de usar el texto, primero, explicando su directa interpretación; luego, en segundo lugar, dando una interpretación adaptada a los creyentes en el día presente; y luego, presentándoles otra interpretación, en gran medida en el mismo sentido, pero adaptada a los incrédulos de esta época.

 

I.   Primero, consideremos LA INTERPRETACIÓN DIRECTA de nuestro texto. En todo discurso, el primer significado debería gozar siempre de la preferencia. Hemos de tener siempre presente la mente del Espíritu. ¿No quiso decir nuestro Salvador dos cosas: primero, que el día vendría en el que Sus discípulos contemplarían con nostalgia el pasado deseando que pudiera caminar con ellos de nuevo; y, en segundo lugar, que esperarían anhelantes el futuro, deseando poder contemplarlo en Su gloria aunque sólo fuese por un día, entronizado en poder como lo estará en los últimos días cuando venga una segunda vez a la tierra? Mirando ya fuera al pasado o al futuro, lo que anhelaban era tener a su Señor personalmente y visiblemente con ellos.

 

Primero, entonces, digo que nuestro Señor quiso decir que recordarían con nostalgia los días que había pasado con ellos. Sus palabras se cumplieron cabalmente en un breve tiempo, pues las aflicciones llegaron densas y por triplicado. Al principio ellos comenzaron a predicar con un vigor excepcional, y el Espíritu de Dios estaba en ellos, de manera que miles fueron convertidos en un solo día. Luego vieron cuán ventajoso era que su Señor se hubiera marchado y que les fuera enviado el Espíritu. Sin embargo, pronto se levantó la persecución y ellos fueron dispersados por todas partes, y, sin duda muchos de ellos añoraban aquellos días más apacibles cuando la presencia de su Señor los protegía. Aun así, en todo su desperdigamiento, el poder del Espíritu descansaba en ellos y se aumentaron y se multiplicaron y el gozo del Señor era su fortaleza. Pero pronto el amor de muchos se enfrió y su primer celo declinó; la persecución aumentó en intensidad y los tímidos se hicieron a un lado; los malignos y los malos maestros entraron en la iglesia; herejías y cismas comenzaron a dividir el cuerpo de Cristo y lo cubrieron días oscuros de tibieza y de falta de entusiasmo. En tales circunstancias, repetidas veces el verdadero siervo de Cristo decía: “¡Oh, qué diera por tener una hora con el Señor Jesús! ¡Oh, qué diera por uno de aquellos días del Hijo del Hombre, cuando el brazo del Señor era revelado en medio de nosotros! ¡Oh, que pudiéramos ir a Él y contarle todo nuestro caso y pedirle Su guía y suplicarle que manifieste Su poder! Puedo imaginar que toda la primera generación, y la siguiente, y la siguiente después de que nuestro Señor hubo ascendido, tenían con frecuencia en sus labios el suspiro: “¡Pluguiera a Dios que pudiéramos ver uno de los días del Hijo del Hombre! ¡Oh!, ¿dónde está Aquel que caminó sobre el mar, e hizo que las olas del lago de Galilea se apaciguaran bajo Sus pies? ¡Oh!, ¿dónde está Aquel que echaba fuera a los demonios y enfrentaba a nuestros enemigos en todo momento?” Deben de haber sentido a menudo un fuerte deseo de ver uno de aquellos grandiosos días de prodigios cuando aun los demonios se sujetaban a ellos. A menudo nos ha ocurrido a nosotros desear lo mismo. Aunque ya hace más de mil ochocientos años desde que el Señor ascendió a Su gloria, y aunque nos ha enviado al bendito Espíritu para que more en nosotros en lugar Suyo, con todo, hemos deseado ardientemente (pero lo hemos deseado en vano) poder verlo al menos por un día sanando enfermos y resucitando muertos. Vean, los burladores nos dicen que Dios no vive, o que si hubiese un Dios, no tiene ninguna influencia en este mundo, sino que ha hecho a un lado Su poder y lo ha entregado a unas ciertas leyes rígidas con las que Él no tiene nada que ver. ¡Oh, que pudiéramos tener al Dios Encarnado entre nosotros aunque fuese por un día para que obrara Sus portentos de gracia, para que alimentara a los hambrientos, para que abriera los ojos de los ciegos, para que destapara los oídos de los sordos, para que hiciera que los cojos saltaran como ciervos y la lengua de los mudos cantara! ¿No lo han deseado ustedes? Su deseo no se verá cumplido: “Y no lo veréis”. No sería de mucha ayuda que lo vieran. Eso sólo podría ocurrir en un lugar específico en un día dado, y ustedes, los que ya creen, serían confirmados por lo que hubieran visto, mas no así los incrédulos. Todo se reduciría a tener que comenzar una nueva batalla contra los infieles que negarían tan fácilmente lo que hubiera ocurrido hoy como lo que ocurrió hace mil años. Solamente aquellos que vieran el milagro creerían que ocurrió, y una gran proporción de ellos comenzaría a decir: “Esto probablemente se realizó por medio de prestidigitación”, o lo atribuirían al magnetismo, o a la electricidad o a alguna fuerza recién descubierta. Los milagros no convencerán si los hombres están resueltos a no creer. La fe no nace por la vista ni puede ser nutrida por ella. Es un don de Dios y es obra del Espíritu Santo y erramos si creyéramos que aun la presencia corporal de Cristo y la repetición de Sus milagros serían de algún valor. El que no cree ni a Moisés ni a los profetas tampoco creería aunque fuese deslumbrado con milagros. El tipo de fe que las meras señales visibles producirían no sería la fe de los elegidos de Dios.

 

Nos hemos desgastado también en fieras disputas sobre esta doctrina y sobre aquella otra, y uno ha dicho: “Esto es lo que el Maestro pensaba”, y otro ha dicho: “No”. Un maestro ha denunciado a su colega, y su oponente le ha respondido excomulgándolo. En estas controversias habríamos deseado acudir a Jesús con todas las preguntas y decirle: “Maestro, danos una palabra infalible, desata o corta estos nudos con una palabra de Tus labios. Tu pobre Iglesia ya no sería intranquilizada entonces con debates”. Hermanos, Jesús no está aquí. En vez de Su presencia tenemos la presencia de Su Espíritu, y si bien ustedes pudieran desear Su presencia corporal, no sería de gran ayuda para ustedes en el asunto para el cual la desean, pues, extraño es decirlo, si nuestro Señor fuera a hablar de nuevo, los hombres comenzarían a disputar mañana acerca de lo que Él quiso decir hoy, así como ahora disputan con respecto a Sus palabras de hace mil ochocientos años. Su lenguaje en este Libro es ya tan claro que, si fuese a hablar de nuevo, yo no sé si pudiera hablar más claramente de lo que lo hizo. De todos modos Sus oyentes decían de Él en los días de Su morada aquí: “¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre!”, y yo supongo que si fuese a hablar de nuevo no agregaría nada a lo que ya ha dicho, ni nos enseñaría mucho más. Si le oyéramos hablar de nuevo eso sólo crearía un nuevo punto de partida para un renovado conjunto de controversias, y tendríamos entre nosotros a los cristianos de la Vieja Escuela y a los cristianos de la Última Revelación, lo cual duplicaría la confusión y empeoraría el mal. No, hermanos míos, necesitamos que el Espíritu Santo nos ilumine con respecto a lo que nuestro Señor ha dicho ya, pero sería inútil desear que Él enseñara entre nosotros de nuevo. Nosotros deseamos ignorantemente ver uno de los días del Hijo del hombre, pero la divina providencia nos niega amablemente nuestro deseo y nos dice claramente: “Y no lo veréis”.

 

“¡Ah!” –pero tú has dicho- “¡que sólo pudiera ver a nuestro bendito Señor una vez! ¡Que sólo pudiera posar la mirada en Su amada persona por un instante, y oyera aunque fuese una sola vez el tono de Su voz conmovedora! ¡Oh, si yo pudiera desatar Sus sandalias o besar Sus pies, aunque sólo fuese una vez, cómo sentiría mi espíritu gozo y confianza todos sus días! Cómo aumentaría la fe si pudiese gozar de una pequeña relación real e íntima con el Bienamado. De buen grado daría todo lo que tengo por una mirada de Sus ojos”. Yo sé que tú has albergado ese pensamiento, pues yo lo he albergado a menudo; pero, amado hermano, si el Señor Jesús viniera a la tierra, no estoy seguro de que pudieras gozar mucho de Su compañía, pues Su pueblo es muy grande y cada uno desearía brindarle hospitalidad. Como hombre, Él podría estar en un lugar a la vez, y tal vez pudieras llegar a verlo una vez en el año, pero, ¿qué harías todo el resto del tiempo cuando no pudieras oír Su voz porque Él podría estar en América o en Australia? ¿En qué mejor condición te encontrarías? Ciertamente no estarías nada mejor. Es mucho mejor que sigas diciendo: “A quien no habiendo visto, amamos; en quien, aunque ahora no lo vemos, creemos, y en quien nos regocijamos con gozo indecible y lleno de gloria”. El hecho es, hermanos y hermanas, que la gran batalla del Señor tiene que ser peleada en las líneas de la fe, y si viéramos con los ojos, eso lo arruinaría todo. Esa visión de los ojos y esa audición con los oídos que nosotros deseamos sólo para romper la monotonía de la caminata de la fe, de hecho lo arruinaría todo y equivaldría a una derrota virtual. Nuestro Dios nos está diciendo: “Hijos míos, ¿pueden confiar en Mí? ¿Pueden alcanzar la bendición de quienes no han visto y, sin embargo, han creído? Abraham confió en Mí, pero él me oyó hablar con una voz audible; Moisés confió en mí, pero él vio mis portentos en Egipto y en el desierto; ¿pueden confiar en Mí sin la voz y sin los prodigios?” El Señor nos ha hablado por medio de Su Hijo, quien es mejor que todas las voces o prodigios. ¿Podemos creer en Él ahora? ¿Es la vida espiritual en nuestro interior lo suficientemente sólida para creer en el Señor sin necesidad de ninguna evidencia adicional? ¿Podemos honrarle confiando en Su palabra segura sin necesidad de ver señales o portentos? Nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos, estamos resueltos a resolver el gran problema de derrotar a los poderes de las tinieblas y de caminar a lo largo de toda una vida por medio de una fe sencilla y concentrada: ¿podemos lograrlo? Podemos hacerlo, con la ayuda del Espíritu. Yo les suplico, hermanos, que le digan al Señor: “Señor, aumenta nuestra fe, y concédenos que confiemos de tal manera en Ti que a partir de ahora no pidamos ni visión, ni sonido, ni ninguna otra cosa que impida que confiemos en Tu palabra desnuda”. Ustedes cayeron en esa condición errada y desearon uno de los días del Hijo del Hombre, pero no lo tendrán, pues su Padre celestial les ha reservado algo mejor: que de aquí hasta el fin, con una fe simple y pura en Él, resistan y venzan por medio de la sangre y del poder de su Redentor invisible, quien está realmente con ustedes aunque no lo puedan ver.

 

Nuestra segunda lectura del texto es que aquellos discípulos esperaban algunas veces el futuro con una expectativa ansiosa. “Si no podemos volver atrás” –dirían- “oh, que se apresurara y nos llevara rápidamente a la era predicha de triunfo y de gozo. ¡Oh, anhelamos uno de los días de gloria del Hijo del Hombre!” De buena gana hubieran querido tener una gota de la gloria antes de la lluvia del milenio. Ellos hubieran querido oír el sonido de Su trompeta antes de que resuene para levantar a los muertos, y ver un destello de la mañana eterna cuya alborada verá huir por siempre a las sombras. ¿No han deseado ustedes lo mismo algunas veces? Yo recuerdo que cuando estuve al pie de la así llamada Escala Santa en Roma y pude ver a las pobres criaturas engañadas arrastrándose hacia arriba y hacia abajo sobre las escalinatas, con la esperanza de obtener la remisión de los pecados por sus oraciones, me hubiera gustado que el Señor irradiara un instante Su poder sobre esos horribles sacerdotes que han degradado al pueblo con tales supersticiones. Uno de los días del Hijo del Hombre con el azote de pequeñas cuerdas produciría un gran cambio en la Iglesia de Roma, pero sería mejor uno de los días del Hijo del Hombre con la vara de hierro, pues hay muchas vasijas de alfarero alrededor del Vaticano que necesitan ser destrozadas. Nuestra indignación anticiparía el juicio y pondría un pronto fin al anticristo. Anhelamos ver que el ángel  arroje con su mano la piedra de molino al mar, y que nunca más sea hallada (Apocalipsis 18: 21). En toda esta indignada impaciencia hay mucho que necesita ser reprimido. Nuestro Señor nos dice: “¿Qué tienen conmigo, hijos míos? Aún no ha venido mi hora”. No sabemos de qué espíritu somos, pues en realidad queremos renunciar a la batalla en las líneas presentes, y verla combatida de otra manera; o, en otras palabras, aceptamos una derrota en lo que respecta a la fe, pero quisiéramos consolarnos con una victoria obtenida de otra manera.

 

Supongan que deseáramos uno de los días del Hijo del Hombre para derribar a los ídolos de los paganos y las imágenes de los Papistas, para derrocar a todos los sistemas de error y para establecer de inmediato el reino de Cristo mediante la fuerza de la omnipotencia; ahora bien, si nuestro deseo pudiese ser concedido, ¿a qué equivaldría? Sólo manifestaría lo que ya es bastante claro, es decir, el poder de Dios en el mundo de la materia, pero no demostraría Su grandeza en el mundo moral y en el espiritual. Si piensan en ello unos instantes, verán que la omnipotencia de Dios no es el problema. Es claro que el Señor puede realizar de inmediato cualquier acto de poder. Más allá de toda duda, Él podría confundir a Sus enemigos y destruir completamente sus errores, aplastando a sus defensores en un instante. Pero ese no es el punto. La pregunta es: ¿puede la fuerza del amor y de la verdad ganar los corazones de los hombres mediante el Evangelio de Jesús? ¿Puede Cristo vencer al pecado y a la falsedad y al odio en Su pueblo por medios puramente espirituales? ¿Pueden unas criaturas pecadoras -tales como somos nosotros- seguir siendo fieles a Dios bajo la tentación y las seducciones? ¿Podrá Dios destruir las obras de Satanás, abolir los falsos dioses, dispersar la infidelidad y el anticristo, y establecer el reino de la gracia y de la paz y de la justicia por medio de la débil instrumentalidad de hombres y mujeres que viven y enseñan el Evangelio de Cristo, y por medio del poder del Espíritu Santo que es un poder puramente espiritual? ¿Acaso no ven, hermanos, que invocar la intervención del mero poder es arruinar el experimento? La gloria de los últimos días corresponde al período de triunfo, pero no al tiempo de conflicto. Arrancarle al futuro un día de sus esplendores sería alterar las condiciones de la gran lucha, y, por tanto, sería aceptar una derrota. El resultado es bastante seguro. La batalla es del Señor y Él la ganará; por tanto no cedamos a estos deseos y anhelos que están fuera de lugar.

 

“Ah”, -dirá alguien- “yo desearía que viniera ahora y que apartara las ovejas de los cabritos”. ¿Por qué razón? ¿No es mejor que los pecadores estén entre los santos por un tiempo para que el Evangelio pueda llegarles más fácilmente? Recuerden que el labrador no quería que la cizaña fuese separada del trigo antes que llegara la cosecha. “Oh, pero desearíamos que el Señor viniera y pusiera un fin al pecado”. ¿No es mejor que Su longanimidad espere pacientemente, llamando a los hombres al arrepentimiento y entresacando a Sus propios escogidos de entre los hijos de los hombres a lo largo de muchas generaciones? La espera es pesada para ustedes, pero no es ni larga ni pesada para Su infinita paciencia. “Oh, pero esta demora es tediosa y los infieles están reclamando: ‘¿dónde está la promesa de Su venida?’” Hermanos, ¿qué importancia tiene lo que digan los incrédulos? ¿Acaso los asuntos del reino han de ser ordenados con miras a satisfacer sus necias mofas? “El que mora en los cielos se reirá; el Señor se burlará de ellos”. ¿No te sería mejor que despreciaras sus menosprecios? ¿Quiénes son ellos para que les tengamos miedo a sus agravios? “Ah” –dices- “pero el error ha prevalecido durante mucho tiempo y empeora y se agrava”. ¿Qué importa si empeora? A pesar de ello, el error será vencido para gloria de Dios. Dios está aún en el trono. Él no tiene ninguna prisa. Recuerden el tiempo infinito del Eterno. ¿Qué es un millón de millones de edades para Él? Él viene en verdad con presteza pero no tienen que entender esa “presteza” según la propia interpretación de ustedes, pues “prestamente” para Él pudiera ser algo muy lento para nosotros. No podemos medir los pasos del Infinito pues la historia entera del hombre no es sino la punta de un alfiler para Su eternidad. Nuestros juicios con respecto a la salida de Jehová tienen la seguridad de errar: Él camina, se nos dice, sobre las alas del viento. Él está simplemente caminando cuando se mueve tan raudo como la tempestad. Pudiéramos errar con igual facilidad en el sentido opuesto, y pensar que Él es lento cuando en realidad cabalga sobre un querubín y vuela. Mil años para Él son como un día, y un día para Él es como mil años. No, no vamos a suplicarle al Señor por el momento que separe con Su infalible voz a los pecadores de los santos; no hemos de esperar aún que diga: “Apartaos, malditos” y “Venid, benditos”; no le rogaremos que manifieste de inmediato Su gran poder y que derribe todos los principados del mal con Su vara de hierro. Esperaremos y no temeremos. La fe es ahora la consigna y el orden del día. La vista es para los incrédulos, pero la paciente confianza es para los santos. Esta es la victoria que vence al mundo: nuestra fe. Esto es lo que glorifica a Dios y vence a los poderes del mal. Cree, y así te volverás valiente en la lucha y harás huir a los ejércitos de las naciones. Cree, y así serás afirmado. No pidas ver, pues la visión te es negada sabiamente. El cielo será mucho más brillante y la eternidad mucho más gloriosa porque esperamos lo que no vemos y lo esperamos pacientemente.

 

II.   En segundo lugar, con una convicción muy solemne, voy a dar UNA INTERPRETACIÓN ADAPTADA QUE ES APROPIADA PARA LOS CREYENTES EN ESTE MOMENTO PRESENTE. “Tiempo vendrá cuando desearéis ver uno de los días del Hijo del Hombre, y no lo veréis”, es decir, que primero yo llamo a nuestros días de santa comunión con Jesús: ‘días del Hijo del Hombre’, y esos días podrían llegar a su fin para nuestra inmensa aflicción. Hemos conocido días en los que nuestra fe en Cristo ha sido sólida y palpable, y nuestros corazones se han acercado mucho a Él. Nuestros oídos no le han oído hablar y, sin embargo, Él ha hablado a nuestras almas; nuestros ojos no le han visto, y con todo, nuestro corazón se ha visto embelesado con Su hermosura. Oh, los deleites, los goces celestiales que hemos experimentado entonces. Tal vez me esté dirigiendo a algunos que están gozando de toda esa bienaventuranza en el momento presente, y esto les ha durado meses y, tal vez, hasta años. ¡Dichosos esos hermanos! ¡Dichosas esas hermanas! ¡Son dichosos por permanecer en tal condición mental! Pero no desechen mi palabra de celosa advertencia esta mañana, pues hablo motivado por el más puro amor. ‘Mirad que el tiempo vendrá cuando desearéis ver de nuevo uno de esos días y no lo veréis’. Sujétense al Amado mientras esté con ustedes, y no lo dejen ir. “Yo os conjuro, oh doncellas de Jerusalén, por los corzos y por las ciervas del campo, que no despertéis ni hagáis velar al amor, hasta que quiera”. Recuerda que el Señor Jesús es un Salvador celoso. Él se marchará si detecta que tú amas más alguna cosa terrenal que a Él mismo; se ocultará si comienzas a jactarte por tus gracias y a pensar que seguramente has de ser ‘alguien’ pues de otra manera tu Señor no se revelaría tan dulcemente a ti. Él se levantaría y se marcharía si te enfriaras y te volvieras negligente, si despreciaras los medios de gracia y especialmente si tu práctica de la oración privada declinara y si Su palabra se volviera un hueso seco para ti. Ah, qué vacío queda en el alma cuando el Señor parte. Esto es lo mejor que puedo decir de eso: yo espero que el triste vacío sea deplorado y lamentado; yo espero que el corazón no descanse nunca hasta que Jesús regrese y que deplore y que lamente.

 

¿Dónde está la bienaventuranza que conocí

En unión con mi Señor?

¿Dónde está la refrescante visión que había en mi corazón,

De Jesús y Su palabra?

 

Pero, amados, el Señor Jesús no necesita irse y ustedes no necesitan partir. Él permanecerá con ustedes tal como lo hizo cuando le apremiaron los discípulos de Emaús, si estuvieran tan ávidos de Su compañía. Él instalará Su tienda con ustedes y ya no será más un forastero o un huésped, sino que será como un hijo en casa; sólo tengan cuidado de no contristarlo por el pecado. Él permanecerá con ustedes hasta que apunte el día y huyan las sombras, y ustedes permanecerán por siempre en Su amor y sus almas estarán llenas de Su gozo. Pero presten atención a la bondadosa advertencia de esta mañana, pues si caminaran desenfrenadamente, carnalmente, descuidadamente, altivamente y olvidadizamente, tiempo vendrá cuando desearán ver uno de los días del Hijo del Hombre, y no lo verán.

 

Vean el texto desde otro ángulo y aprendan algo más. Queridos amigos, hemos gozado de días de deleitable comunión de unos con otros así como con nuestro Señor. En los días del Hijo del Hombre los discípulos estaban tan unidos de corazón que cuando Él ascendió “estaban todos unánimes juntos”. Ahora bien, es un gran gozo para los creyentes cuando todos estamos entrelazados en amor, y cuando la hermandad cristiana es un hecho y no meras palabras. Son días de bienaventuranza cuando el círculo familiar es piadoso, cuando el esposo y la esposa y los hijos pueden hablar juntos de las cosas de Dios, y cuando no hay división ni frialdad en el hogar. Son días de dicha cuando los amigos íntimos de ustedes son amigos íntimos de Cristo, cuando aquellos con quienes hablan familiarmente tienen comunión con Dios. Es una grande felicidad subir a la casa de Dios en compañía de quienes observan el día de guardar y comprobar que somos de un mismo sentir con respecto a las cosas de Dios. Es también una dicha para nosotros cuando en la iglesia hay un compañerismo indiviso en la oración, cuando todo el mundo pareciera ser propenso a orar, cuando hay comunión en la alabanza y las miradas se transmiten la dicha con un deleite que es generalizado por causa de la bendición del Señor; cuando hay comunión y acuerdo, un Señor, una fe, un bautismo, y un Espíritu que está en todos y sobre todo. Esos son, en verdad, los días del Hijo del Hombre. Hemos conocido algo semejante a eso durante años; esos días han sido comunes para nosotros. Hermanos, yo espero que nunca conozcamos la pérdida de esos días, pero pudiéramos perderlos fácilmente. La iglesia podría permitir pronto que su comunión se viera fracturada. ¿Y cómo? Pues bien, algunos hacen un mundo de daño en este asunto negando que haya compañerismo en absoluto y aseverando que el amor y el celo se han extinguido. ¿Acaso no oí decir a un hermano que hay muy poco amor cristiano hoy en día? Tú eres un excelente juez de ti mismo, hermano, pues debes recordar que hablas por ti mismo. Otro dirá: “oh, yo no veo nunca ningún compañerismo cristiano”. Es muy probable, hermano; nuevamente te digo que estás hablando por ti mismo, y tú eres el caballero que probablemente ponga un fin a cualquier cosa parecida al compañerismo en otros por tu espíritu mordiente y tu amarga plática. La dicha del compañerismo puede verse lesionada de otras maneras. Basta que haya una ausencia de un caminar santo, una falta de celo o una carencia de humildad; basta que surja en cada miembro de la Iglesia el deseo de ser el mayor y que haya poco interés por la gloria de Dios; basta que cada individuo se vuelva altivo y encumbrado para que pronto la comunión cristiana llegue a su fin. Amado hermano, ¿descuidas la oración privada y te vuelves tan frío como un témpano de hielo? Entonces doquiera que vayas desanimarás a otra gente, y habrá indiferencia doquiera que te encuentres. Cuando el diablo y un corrillo de personas prejuiciadas se ponen de acuerdo para arruinar la comunión de los santos, eso termina siendo una de las cosas más fáciles en el mundo; pero si nos esforzamos para que el amor sea promovido y aumente, no tendremos que añorar los días del Hijo del Hombre sin encontrarlos, pues serán continuos para nosotros durante toda nuestra vida.

 

Además, ciertos tiempos pudieran ser llamados apropiadamente los días del Hijo del Hombre cuando hay abundante vida y poder en la iglesia de Dios. Nosotros sabemos lo que eso significa en esta Iglesia, pero yo desearía que lo supiéramos más plenamente; y sabemos lo que significa el contraste por haber observado a muchas iglesias muertas y en estado de descomposición. Cuán infelices comunidades son algunas iglesias, pues el alma de la religión está ausente. Hay un grupo de personas que es llamado: ‘una iglesia cristiana’, y hay un hombre que es llamado: ‘ministro’, el cual les ofrece una piadosa pieza de oratoria cada domingo por la mañana, y esas personas entran y salen y regresan a casa y allí termina todo; mientras tanto, sus vecinos están pereciendo porque les falta conocimiento, pero eso no les importa, y los paganos están muriendo sin Cristo, pero no le prestan atención a eso. Entregan una determinada suma de dinero para la causa de Dios, misma que es pagada como por obligación, para cumplir con las ordenanzas externas, pero no hay ningún celo, ninguna consagración, ningún amor ferviente. Que nunca lleguemos a eso. Oh amados míos, yo anhelo ver entre nosotros cada vez con mayor abundancia el espíritu de la vida divina, de una vida energética, ferviente y abnegada, de una vida que lo consume todo para alcanzar la gloria de Dios. Amados, ustedes tienen ese espíritu y podrían tenerlo con mayor abundancia, pero también pudieran perderlo. La vida y el poder pudieran marcharse pronto; tanto el pastor como el pueblo pudieran dormir en la pereza espiritual, y entonces, en tales momentos, habiéndose marchado el poder de la iglesia, su energía ya no se siente más entre los inconversos. Una iglesia viva agarra con cien manos todo lo que se le aproxima; es una poderosa institución salvadora de almas que con sus redes de largo alcance rescata a miles del mar de la muerte. Una iglesia viva atrae aun a los infractores del día de guardar y despierta a los infieles. Alarma a los que no salva. Cuando la iglesia está en ese estado sus convertidos son abundantes; su enseñanza y su predicación son entonces con poder, y la verdad derriba a los adversarios. Yo me he visto postrado en lo más íntimo de mi alma delante del Señor con terrible espanto pensando que los días del Hijo del Hombre que hemos disfrutado en gran medida durante tanto tiempo, pudieran sernos arrebatados. Tiemblo pensando que pudiéramos echarnos a dormir y que no hagamos nada; me alarma pensar que pudiera dejar de haber conversiones del todo, y que a nadie le preocupe que no las haya, y, no obstante, que parezca que todo prospera. Yo sé que la gente pudiera estarse volviendo más respetable, y que pareciera ser más piadosa de lo que hubiere sido jamás, y con todo, pudiera ser que todo esté retrocediendo. Dios no quiera que la corrupción de la indiferencia se apodere del corazón de la iglesia mientras aún se muestre sana y fuerte. Antes de que eso ocurra, que Dios se agrade en llamarme a casa. Muchos de ustedes comparten ese mismo deseo, y hacen bien, pues creo que hemos vivido demasiado tiempo en una atmósfera de celo como para tolerar la condición fría y gélida de una iglesia descuidada. Sin embargo, esa sería pronto nuestra porción si el Espíritu de Dios se retirase. ¡Oh, Espíritu Santo, no te apartes de nosotros! Mientras Su poder esté con nosotros, hermanos, hagamos algo y estemos siempre haciendo algo, sirviendo al Señor Jesús con toda nuestra alma, y así la nube de la bendición se quedará por largo tiempo.

 

“Tiempo vendrá cuando desearéis ver uno de los días del Hijo del Hombre”. Esto pudiera ser cierto en relación a un ministerio poderoso, pues en los días del Hijo del Hombre el Evangelio fue fielmente predicado por Cristo y por Sus apóstoles y evangelistas. No me corresponde a mí exaltar mi oficio -si por eso se pudiera suponer que tengo en mente alguna exaltación de mí mismo- pero aun así yo creo que para cualquier iglesia y para cualquier pueblo un ministerio ardiente, claro, sencillo y fiel, es una bendición de indecible valor. Sin embargo, el Señor muy bien pudiera quitarlo de Su iglesia o pudiera paralizar su poder de manera que ya no fuese más una bendición. Esto lo saben muy bien. El Señor, en Su ira, pudiera quitar de su lugar el candelero y entonces ¿qué sucedería? La muerte pudiera acallar la lengua ardiente y entonces habría lamentación. Aquel que era un padre nutricio espiritual y un líder en Israel, pudiera ser quitado, y ¿entonces, qué pasaría? ¿Somos lo suficientemente agradecidos por los ministros y por los pastores mientras están con nosotros? ¿Acaso no son quitados muchos de los fieles porque no han sido valorados nunca como deberían haberlo sido? Los siervos de Dios son preciosos a Sus ojos y Él no quiere que los menospreciemos.

 

Pudiera ser que en esta tierra nuestra los ministros del Evangelio se vuelvan lo suficientemente escasos en años por venir. Si la tendencia al papado que ahora prolifera en la Iglesia de Inglaterra siguiera aumentando, pudiera llegar el día cuando la voz del ministerio cristiano sea silenciada por ley, y que se permita que la persecución se agrave, pues no se engañen, Roma no ha cambiado sus puntos de vista, y basta que tomara de nuevo el poder para que todas las leyes penales fueran puestas nuevamente en vigor, y ustedes que son protestantes pero que desechan sus libertades como algo sin valor, lamentarán el día en el que permitieron que colocaran las viejas cadenas alrededor de sus muñecas. El papado encadenó y mató a nuestros antepasados y con todo, nosotros lo estamos convirtiendo en la religión nacional. O si nunca llegara a ser un tema de ley que los ministerios fuesen silenciados, con todo, pudieran escasear más y más a tal grado que un niño pudiera ponerlos por escrito. Aun ahora no tenemos demasiados ministros fieles de Cristo, pero incluso ellos pudieran ser llamados a irse. El Señor pudiera decirle a este pueblo culpable: “He aquí, voy a recoger a mis profetas y a mis mensajeros porque ustedes no los oyeron mientras los tenían. No los tuvieron en estima cuando clamaban a ustedes mañana, tarde y noche y les pedían que se aferraran a Jesucristo y fueran salvos, y por tanto, he aquí, voy a quitar a sus maestros y voy a llevarlos lejos de ustedes y ya no verán más sus rostros”. ¿Están preparados para eso? ¿Qué son los días de guardar para algunos cristianos que conozco, sino días de amarga decepción? Asisten a sus lugares de culto como una cuestión de deber, pero no son alimentados, ni son consolados, ni son conmovidos; no reciben ningún aliento divino, ni encuentran ninguna influencia en el ministerio que les ayude en su camino. ¿Acaso no hay cientos de predicadores que no edifican y cientos de congregaciones donde el servicio del día domingo es un fastidio y una desgracia? Que Dios les conceda que nunca tengan que lamentar y añorar los días felices cuando el Evangelio era predicado entre ustedes con sencillez y denuedo. Pero recuerden que si esos días no fueran valorados, podrían llegar rápidamente a un fin. Las debilidades del cuerpo y las frecuentes enfermedades no sólo son admoniciones para el predicador, sino también para sus oyentes.

 

III.   Mi última promesa consistía en darles UN SIGNIFICADO ADAPTADO A LOS INCONVERSOS. Permítanme decirles a ellos, estas dos o tres ideas. Para algunos de ustedes que están aquí presentes, que han oído el Evangelio durante años y que, no obstante, lo han rechazado, mi texto se convertirá en una solemne realidad algún día. “Tiempo vendrá cuando desearéis ver uno de los días del Hijo del Hombre, y no lo veréis”. Tal vez ustedes emigren; deambularán por las más remotas regiones de América o en las selvas de Australia, donde no oirán nunca más el repique de las campanas que llaman a la iglesia, donde los ministros y los sermones y los servicios serán cosas desconocidas. Entonces pudiera ser que digan: ‘Ojalá hubiera aprovechado mis días de guardar mientras los tenía y hubiera oído constantemente el Evangelio cuando podía hacerlo’. O si permanecieran en Inglaterra, en un cierto tiempo, ya sea corto o más largo, estarían postrados en cama; y será claro para todos los que les rodeen que se trata de su última postración en cama y de su última enfermedad, y entonces comenzarán a decir: “Oh Dios, ¿no hay más días de guardar para mí? ¿No hay más predicaciones del Evangelio para mí? Oh, que las pudiera oír de nuevo”. ¿No estarán dispuestos entonces a dar todo lo que poseen para poder oír una vez más la voz del ministro de Dios proclamando el perdón por medio de la sangre de Jesús? Ustedes saben que sí estarían dispuestos. En un momento así pudiera suceder que las emociones que ahora sienten ocasionalmente se acabaran, pues muchas veces las flechas de Dios penetran firmemente en su conciencia y quedan heridos. No habrá flechas que los atraviesen entonces produciendo tiernas heridas de penitencia esperanzada, sino que el remordimiento los destrozará con sus colmillos envenenados. Bajarán al infierno llenos de dureza de corazón. Las emociones que ustedes apagaron en épocas pasadas ya no regresarán; ustedes resistieron al Espíritu, y Él los dejará solos; y no obstante, pudiera quedar un resto de conciencia que los hiciera desear poder estar de nuevo en una de esas reuniones fervientes y poder sentir una vez más lo que una vez sintieron cuando por poco fueron persuadidos a ser cristianos. Pudiera ser que en tales momentos recordaran las súplicas de su madre con gran remordimiento y desearan que pudiera estar a su lado para amarlos de nuevo, y para llorar por su hijo moribundo. “Ah” –dirás- “ojalá mi madre pudiera hablarme acerca de Jesús como lo hacía antes, pero ella ya ha partido”. Y pudieras desear que estuvieran también las hermanas y los amigos que una vez, según decías, te atosigaban con la religión, pero ellos ya han partido. ¡Nunca te afligirán ya más con sus salmodias! ¡Ya no estarás cansado nunca más, ni desfallecido, ni aburrido con sus súplicas -puedes estar seguro de ello- pues están en el cielo y tú te estás muriendo sin esperanza! Tú estás bajando a la tumba ahora, y no tendrás que quejarte nunca más de domingos aburridos ni de ministros prosaicos. Los predicadores y los misioneros callejeros ya no te fastidiarán. No recibirás más advertencias, no oirás más súplicas, no se elevarán más oraciones ni habrá más servicios de avivamiento. Ahora estás entrando en otra región. Me pregunto si habrás de pensar de manera diferente de lo que piensas ahora acerca de estas cosas. ¿Recordarás entonces mis advertencias y te reconocerás insensato por haberlas rechazado?

 

Sólo te estoy dando un esbozo de lo que me hubiera gustado decir, y decírtelo con mucho mayor ardor, pero te suplico que esta tarde reflexiones sobre estas cosas en la quietud de tu aposento. En un breve tiempo todas las oportunidades y medios de gracia que ahora disfrutas llegarán a un fin; en un breve tiempo a lo sumo, terminarán todas las exhortaciones, las invitaciones, las advertencias y súplicas, y pudiera ser que cuando llegaran a un fin querrías tenerlas de regreso. ¿No sería mucho mejor que las aprovecharas ahora? Escapa y encuentra vida en Cristo, pues la lámpara de la vida no se encenderá nunca más para darte una segunda oportunidad. Entra y encuentra vida eterna mientras la puerta de la misericordia esté aún abierta, pues si fuese cerrada una vez ya nunca girará sobre sus goznes de nuevo, y te quedarás fuera por los siglos de los siglos. Que Dios conceda Su bendición a estas débiles palabras, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

 

Porciones de la Escritura leídas antes del sermón: Lucas 17: 20-37;

Lucas 18: 1-14.             

 

 

Traductor: Allan Román

18/Junio/2013

www.spurgeon.com.mx