El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
NO.
1084
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
“Y dada la
extraordinaria grandeza de las revelaciones, por esta razón, para impedir que
me enalteciera, me fue dada una espina en la carne, un mensajero de Satanás que
me abofetee, para que no me enaltezca. Acerca de esto, tres veces he rogado al
Señor para que lo quitara de mí. Y El
me ha dicho: Te basta mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad.
Por tanto, muy gustosamente me gloriaré más bien en mis debilidades, para que
el poder de Cristo more en mí”. 2 Corintios 12: 7, 8, 9.
Muchas personas tienen
un morboso deseo de descorrer la cortina para fisgar en las vidas secretas de
personajes eminentes. Los párrafos que detallan los hábitos privados de las
figuras públicas son manjares exquisitos para tales mentes. Libros repletos de
chismes y de pura basura tienen la garantía de una amplia circulación si
describen cómo comieron los príncipes, cómo bebieron los guerreros, cómo
durmieron los filósofos o cómo peinaron su cabello los senadores. Por esta vez
estamos en capacidad de satisfacer a la curiosidad, y no obstante, de ministrar
para edificación, pues ante nosotros está descorrido el velo de una porción de
la vida secreta de Pablo, el gran apóstol de los gentiles. No sólo podemos ver
su aposento, sino conocer las visiones del apóstol; no sólo podemos ver sus
debilidades privadas, sino conocer su origen. Sin embargo, al contemplar el
secreto revelado, no hemos de ser impulsados por un motivo tan rastrero como la
simple curiosidad; recordemos que el apóstol, cuando escribió estas palabras, nunca
tuvo la intención de entretener a los curiosos, sino que las escribió con un
propósito práctico. Leámoslas con el deseo de ser instruidos por ellas, y que
el Espíritu Santo nos enseñe a sacarles provecho. Esta información no nos fue
transmitida meramente para que nos enteráramos de que este eminente siervo de
Cristo recibía sublimes revelaciones, o que sufría por una espina en la carne,
sino que fue escrita para nuestro provecho.
Un excelente propósito
que puede ser cumplido por esta narración se encuentra en su propia superficie.
Se nos enseña claramente cuán errados estamos cuando aislamos a los santos
eminentes de los tiempos antiguos sobre una plataforma, como si fueran una clase
de seres superhumanos. Debido a que nos quedamos tan cortos con respecto a
ellos, excusamos nuestra indolencia concibiendo que son
de una naturaleza superior a la nuestra, de tal manera que no se puede esperar
que nosotros alcancemos su grado de gracia. Los elevamos poniéndolos sobre un
nicho fuera de nuestro alcance, de tal manera que no nos pueden servir de
reproche, y así les rendimos un homenaje que nunca buscaron, y les negamos una
utilidad que siempre ambicionaron. Así como nunca tratamos de volar porque no
tenemos alas angélicas, así tampoco aspiramos a la santidad suprema porque
imaginamos que no tenemos las ventajas apostólicas. Esa es ciertamente una idea
muy dañina y no debemos tolerarla. Nosotros podemos ser lo que fueron los
antiguos santos. Ellos eran hombres de igual condición a la nuestra, y por
tanto, son ejemplos sumamente idóneos y prácticos para nosotros. El Espíritu de
Dios que estuvo en ellos, está en todos los creyentes, y no se ha acortado de
ninguna manera. El Salvador de ellos es también nuestro Salvador; Su plenitud
es la plenitud de la cual hemos recibido todos nosotros. Alejemos de nosotros
cualquier noción de separar a los santos de los tiempos antiguos de nosotros,
como si fueran una casta santa que ha de ser admirada a la distancia, pero con
la que no podemos asociarnos como compañeros. Ellos pelearon la común batalla,
y ganaron por un poder que está disponible para todos los creyentes; debemos
estimarlos como nuestros hermanos, y con ellos tenemos que continuar el sagrado
conflicto en el nombre del líder común. Pongamos la mira en estos compañeros de
nuestra guerra, y considerándolos como nuestra solidaria nube de testigos,
corramos como ellos corrieron, para que ganemos como ganaron ellos, y
glorifiquemos a Dios en nuestro día y en nuestra generación, como ellos lo
hicieron en su tiempo. Hermanos míos, Pablo sin duda gozó de más revelaciones
que nosotros, pero, por otra parte, tenía una correspondiente espina en la carne;
él se levanta sobre nosotros pero se hunde también con nosotros, y así nos
anima a emular su ascenso. Era un buen hombre, pero no dejaba de ser hombre; era
un santo, pero tenía las debilidades de los pecadores; es nuestro hermano
Pablo, aunque “en nada haya sido inferior a aquellos grandes apóstoles”; y al
leer sobre su experiencia esta mañana, espero que seamos conducidos a sentir
una comunión con él, y así nos veamos estimulados a imitarlo.
I. Nuestro
texto nos ofrece para nuestra consideración, antes que nada, UN PELIGRO al que estaba
expuesto el apóstol: “para impedir que me enalteciera”. Hablemos primero
respecto a eso. He aquí un peligro al que todos estamos en mayor o menor medida
expuestos, aunque el apóstol Pablo estaba especialmente sujeto a ese peligro
debido a sus circunstancias peculiares. Había sido arrebatado hasta el tercer
cielo; cosas secretas nunca antes vistas quedaron al descubierto ante su
mirada; y no sólo fue colmada su mirada sino que sus oídos fueron también
saciados, pues oyó palabras que eran irrepetibles, y que, de haber podido
repetirlas, no habría sido conveniente ni siquiera que las susurrara a los
oídos sin purificar de la humanidad. Él había sido arrebatado hasta la parte
más recóndita del tercer cielo, a ese paraíso secreto donde Cristo mora con Sus
santos perfeccionados. Pablo había entrado en la más íntima comunión posible con
Dios para un hombre que permanece todavía en esta vida. ¿No debería sentirse un
poco enaltecido? ¡Seguramente la exultación ha de llenar el pecho del hombre
que ha sido llevado dentro del velo para ver a su Dios, y para oír las
indecibles armonías! Era natural que se enalteciera, y no era anormal que
estuviera en peligro de ser exaltado desmedidamente. El enaltecimiento devoto
rápidamente degenera en la autoexaltación. Cuando Dios nos enaltece, sólo queda
un paso adicional, es decir, que nos exaltemos a nosotros mismos; y entonces
caemos ciertamente en un grave mal. Yo me pregunto cuántos de nosotros
podríamos soportar recibir tales revelaciones como las que Pablo recibió. ¡Oh
Dios, en Tu bondad, Tú puedes muy bien evitarnos favores riesgosos de ese tipo!
No tenemos ni cabeza ni corazón para sostener un peso tan vasto de bendición.
Nuestra plantita no necesita que un río riegue su raíz; el tierno rocío le
basta pues la corriente podría arrastrarla. A cuántos ha bendecido Dios en el
ministerio durante un breve tiempo, o, si no en el ministerio, en alguna otra
forma de servicio, ¡y, ay, cuán pronto se han crecido con el engreimiento, y se
han vuelto demasiado grandes para que el mundo los contuviera! Inflados por la
vanidad, la honra puesta sobre ellos ha cambiado su cerebro, y se han
extraviado en una locura ruin, en pura vanidad o en el pecado corruptor. Muchas
ramas y una escuálida raíz han derribado al árbol; un ala liviana ha convertido
al pájaro en la diversión del huracán. Incluso la barca de Pablo, cuando gozaba
del viento tan poderoso de la revelación divina, casi se hundía por sus ráfagas,
y habría naufragado totalmente si no hubiese sido porque el Señor echó en su
interior el lastre sagrado del cual tendremos que hablar en breve, cuando
consideremos la aflicción preventiva que salvó a Pablo de ser exaltado sin
medida.
Ahora observen que si
Pablo estuvo en peligro, nosotros no podemos esperar escaparnos del peligro,
pues Pablo era eminentemente un santo, era eminentemente un hombre humilde, era
eminentemente un hombre sabio y era eminentemente un hombre experimentado.
Aunque especialmente favorecido, él era alguien para quien los más sublimes
privilegios no eran unos eventos extraordinarios que lo intoxicaran con
vanidad. Pablo había disfrutado de honores terrenales, había sido anteriormente
un Rabí altamente estimado entre sus coterráneos pero esto no elevó su orgullo;
él estimaba todos sus honores como pérdidas por causa de Cristo. Posteriormente
se convirtió en un apóstol bienamado de Jesús, y la narración de sus hechos y
de sus sufrimientos que tenemos en el capítulo precedente, es demasiado larga
para poder darles ni siquiera un resumen, y con todo, no pareciera que fuera
enaltecido por ello. Pablo realizó mil maravillas de heroísmo, y las dejó todas
tras de sí, siguiendo adelante como si hasta entonces no hubiera hecho nada; y
cuando hubo hecho todo, se consideraba menos que el más ínfimo de los santos y
decía que era el primero de los pecadores. De ninguna manera era un hombre
pueril y vano, sino que era un hombre de una gran mente, de una honda
comprensión y de un profundo conocimiento; no era influenciado fácilmente por
la aprobación ni se engreía con la autoestima. Aunque sabía mucho, también
sabía que sólo conocía en parte; y aunque su juicio era muy agudo, como en
efecto lo era, exclamaba a menudo: “¡Oh, profundidad!” El suyo era un intelecto
espléndido, bien balanceado y santificado por la gracia de Dios; sin embargo, a
pesar de todo eso, Pablo corría el riesgo de ser exaltado desmedidamente; entonces,
¿cuánto más proclives a correr ese riesgo somos nosotros, que no tenemos su
juicio, que no tenemos su conocimiento, que no hemos ocupado nunca una posición
tan excelsa y que nunca hemos realizado unas obras tan poderosas? Si una
columna tan sólida tiembla, ¿qué peligros no rodean a unas pobres cañas
sacudidas por el viento?
Observen que, en el caso
de Pablo, el favor que amenazaba con intoxicarlo de orgullo era uno que no
operaba de la manera común y burda en la que las tentaciones a la vanidad
asedian usualmente a la humanidad. La mayoría de los hombres que son enaltecidos
desmedidamente, se engríen con la aprobación de sus semejantes; aman la
adulación, cortejan la estimación, y las palabras de admiración son el propio
alimento del que se alimentan sus almas. Pero los dones del cielo de Pablo no
eran cosas que tendieran a provocar la alta estimación de sus semejantes; es
probable que si Pablo les hubiera hablado a sus colegas discípulos y les
hubiera dicho: “he gozado de revelaciones”, ellos habrían dudado de su
declaración o le habrían dado muy poca importancia; y si le hubiese hablado
sobre el tema al grupo de judíos y de paganos que no pertenecían a su círculo, más
que nunca se habría convertido en el blanco de su ridículo. ¿Qué hubiera
provocado más la risa de los griegos, o el escarnio de los romanos, o la ira de
los judíos, que oír que Pablo, el fabricante de tiendas, había penetrado en el
mundo invisible y había oído palabras inefables que no le era dado expresar?
Hermanos, pueden ver que
nuestro apóstol no fue tentado con la tentación común y vulgar de la adulación
y de la lisonja. Su alma habría dominado fácilmente un ataque tan ruin, y habría
hollado el mal como a lodo en las calles; pero la tentación era más sutil y más
adaptada al noble calibre del hombre. Pablo era un hombre eminentemente
independiente, un hombre que había aprendido a pensar por sí mismo, a hablar
por sí mismo y a actuar por sí mismo, y ahora la tentación era que debía decirse
en el interior de su propia alma: “Soy el único que ha visto con estos ojos lo
que otros no han visto; soy un hombre dotado de vista entre unos viejos ciegos
y seniles. ¿Qué saben esos seres rastreros? ¿Qué son ellos comparados conmigo?
Yo soy un favorito del cielo; he sido favorecido por el Eterno con un boleto de
admisión en Su salón de audiencias privadas; yo soy algo más que el resto de
los hijos de los hombres”. A Pablo no le importaba en absoluto ni el enojo ni
la sonrisa de los hombres, ya que estaba por encima de todo eso, pero su
tentación yacía en su interior y por eso era más difícil enfrentarla.
Pudiera ser, hermanos,
que algunos de ustedes, careciendo de revelaciones, poseyeran un algo en su
interior -una profunda experiencia, una penetración secreta en la médula de la
palabra divina, un íntimo conocimiento de alguna porción de la verdad divina- y
aunque a ustedes no les importara la estimación de sus semejantes, ni se
engrieran por la alabanza, con todo, este reconocimiento personal de que
ustedes tienen algo que otros no tienen, este sentido de superioridad sobre
ellos en algunas cosas, pudiera ser para ustedes una diaria piedra de tropiezo y
pudiera crear en ustedes un desmesurado amor propio.
Ahora bien, observemos
que aunque en la versión particular de Pablo esta tentación a la exaltación
desmedida pudiera no ser muy común en estos días, con todo, en alguna forma u
otra acecha a los mejores cristianos. El común de los cristianos –y son muy
numerosos- pudiera no ser tentado en este sentido; pero los espíritus selectos,
los elegidos de los elegidos, la élite de
los santos de Dios, son propensos a ser acosados por esta tendencia a ser
enaltecidos desmedidamente gracias a la abundancia de especiales revelaciones.
Algunos cristianos verdaderos tienen una tendencia constitucional hacia un amor
propio desmedido; nunca yerran por timidez, pero por otro lado son conducidos
fácilmente a la confianza en ellos mismos. Todo hombre ama el encomio de sus
semejantes; ningún ser humano viviente es indiferente a eso.
“El altivo, para conseguirlo, soporta trabajo tras trabajo;
El modesto, lo evade, pero para asegurarlo”.
En vano nos jactamos de
no preocuparnos al respecto; nos preocupa, en verdad, y nuestro deber es
mantener esa propensión bajo control. Aquel que piensa que es humilde, es
probablemente el hombre más soberbio del lugar. Pero hay algunos hombres en
quienes la conciencia de sí mismo es tan preponderante, y tan evidentemente
poderosa, que puedes verla en casi todo lo que hacen. Si son cristianos, su lucha
consiste en mantenerla dominada, pero se manifestará en la forma de ofenderse
muy fácilmente porque no se les toma en cuenta en alguna buena obra, o de
irritarse fácilmente porque se imaginan que alguien se les está oponiendo,
cuando probablemente ese alguien nunca pensó en ellos. La prominencia exagerada
del Ego es la falla de muchos y el
peligro de todos. No son unos cuantos los que tienen que batallar con esto
durante toda su vida, y no me sorprendería que tengan que ser las personas que
toda su vida soportarán una espina en la carne. Pero hay otros para quienes la
tentación viene de una manera más refinada. Ellos tienen más conocimiento que
aquellos entre quienes moran; me refiero a un mayor conocimiento de las
Escrituras, a un conocimiento espiritual más real, y a una experiencia interna
más profunda; y cuando oyen el parloteo de jóvenes principiantes, o cuando
escuchan los alarmantes desaciertos de muchos aspirantes a ser grandes santos,
no pueden evitar sonreírse en su interior; y, casi con la misma naturalidad, no
pueden evitar decir: “Gracias a Dios, yo sé que no es así”. La tentación de ser
exaltado desmedidamente, en tal caso, está a la mano. Probablemente hayan tal
vez gozado también de algún éxito en la sagrada obra, a la vez que han visto a
otros desocupados, indiferentes, y consecuentemente infructuosos. Ahora bien,
si Dios le da éxito a un hombre en ganar almas, estoy seguro de que se verá
encumbrado para su perdición, a menos que al mismo tiempo se abra una fuente
correspondiente de humillación para él. Tenemos que regocijarnos por el éxito
espiritual, pues sería ser ingrato no hacerlo; pero debemos estar en guardia
contra la jactancia del espíritu.
Mi querido amigo, si el
Señor te hiciera el progenitor espiritual de una veintena de almas, ¿no
sentirás tú ninguna euforia en el interior de tu espíritu al ver estas saetas
en mano del valiente, estos hijos espirituales habidos en la juventud? ¿No
sentirás ningún aumento de gozo? ¿No dará nunca un vuelco el corazón del padre
a la vista de su progenie? Tenemos que regocijarnos y lo haremos. Nadie nos
impedirá esta sagrada alegría; pero, ¡fíjense bien que allí estará nuestro
peligro! Entre las flores de la gratitud crecerá la cicuta del orgullo. Mientras
que nuestros pensamientos de gratitud, como ángeles, adoran al Señor, el Satanás
de la autoexaltación se introducirá en medio de ellos.
Es sumamente digno de
notarse que de todas las cosas de las que hemos hablado, ninguna de ellas
constituye una base justificable para la jactancia, si es que alguna vez
pudiese haber una tal base. ¿Qué importa que un creyente hubiese recibido más
iluminaciones divinas que su prójimo? ¿Acaso no se las dio el Señor? ¿Por qué
habría de jactarse como si no hubiese recibido esos favores? ¿Su propia razón, su
ingenio y su esfuerzo generaron esas cosas? Supongan que dos mendigos se
encuentran en la calle; a uno le doy un chelín y al otro le doy un centavo;
¿acaso el hombre que recibió el chelín habría de estar orgulloso y habría de
gloriarse ante su compañero? Si le doy la mayor limosna, independientemente de
cualquier consideración de mérito, sino simplemente porque decido hacer lo que
quiero con lo mío, ¿habría él de jactarse? Sin embargo, así somos de necios.
Generalmente la jactancia más estentórea en este mundo es provocada por
circunstancias accidentales. Si hay un muchacho en la escuela que es presumido,
no es el muchacho que ha trabajado duro y consistentemente en sus estudios, y
que por eso ha obtenido una posición distinguida; pero el joven jactancioso es
generalmente un genio juvenil que tiene gran disposición para cumplir con sus
tareas, pero que es tan indolente como es dotado. No se encuentra a menudo que
el hombre que haya realizado un gran invento y que haya bendecido a sus
semejantes con un valioso descubrimiento, asuma aires de grandeza; pero el
comportamiento del aristócrata sin cerebro que debe su posición al accidente de
su nacimiento, es altivo. Si hemos de gloriarnos, esperemos hasta que podamos
hacerlo legítimamente, pero las riquezas de la gracia soberana son prostituídas
cuando se convierten en objeto del orgullo. ¿Acaso Jesús, que tenía todas las
cosas en Sí mismo, habría de ser humilde, y nosotros, que lo debemos todo a Su
caridad, habríamos de ser encumbrados? Dios no lo quiera.
Amados, por encima de
todas las cosas es peligroso que un cristiano sea enaltecido desmedidamente,
pues si lo fuera, le robaría Su gloria a Dios, y este es un gran crimen y un
grave delito. El Señor ha dicho: “A otro no daré mi gloria”. Es malo dar la
gloria de Dios a imágenes esculpidas, pero usurparla para nosotros mismos no es
de ninguna manera mejor. Yo no veo ninguna diferencia entre la adoración de un
dios de piedra y la adoración de un dios de carne. El ‘yo’ es un ídolo tan
degradante como Vishnu (señor del mundo) o la diosa Kale. Dios no honra al
hombre que retiene el honor para sí mismo. Él exalta al manso, pero abate al
altanero.
La autoexaltación es
igualmente mala para la iglesia con la que el hombre se asocia, y entre más
prominente sea, más pestilente es su pecado. Si Pablo se hubiera exaltado,
habría sido posteriormente de poca utilidad para la iglesia gentil. Se habría
buscado a sí mismo y no a las cosas de Cristo, y muy pronto se habría
convertido en un fundador de partidos y en el líder de una secta; el clamor de:
“yo soy de Pablo”, habría sido una dulce música para él, y habría alentado de
todas maneras a quienes lo adoptaban, de tal manera que un cisma habría sido el
resultado. Si hubiera sido enaltecido desmedidamente, se habría podido
convertir en un rival más bien que en un siervo de Jesús. Habría podido
desdeñar su humilde oficio y haber aspirado a enseñorearse de la herencia de
Dios. Habríamos tenido noticias de él como un reverendísimo padre en Dios, más
bien que como el siervo de Jesucristo y de Su iglesia.
También habría sido
perjudicial para los pecadores impíos, pues un engreído Pablo no habría ido
nunca de ciudad en ciudad para ser perseguido por predicar el Evangelio. Los
predicadores engreídos no ganan los corazones de los hombres. Aquel que se autoexalta no exaltará nunca al Salvador, y aquel que no
enaltece al Salvador no ganará nunca las almas de los hombres.
Y habría sido pésimo
para el propio apóstol, pues antes del quebrantamiento es la soberbia, y antes
de la caída la altivez de espíritu. En la historia de Pablo habríamos tenido un
terrible ejemplo de cómo los hombres pueden ser como Lucifer, el Hijo de
II. Ahora,
en segundo lugar, consideremos
Pablo dice: “Me fue dada
una espina en la carne, un mensajero de Satanás que me abofetee, para que no me
enaltezca”. Ahora noten cada una de estas palabras. Primero, dice: “Me fue dada”. Él reconocía que su gran
tribulación era un don. Bien dicho. No dice: “Me fue infligida una espina en la
carne”, sino “Me fue dada”. Este es un santo reconocimiento. Oh hijo de Dios,
entre todos los bienes de tu casa, no tienes un solo artículo que sea una mejor
señal del amor divino hacia ti que tu cruz cotidiana. A ti te alegraría
liberarte de ella, pero si te fuera retirada perderías el tesoro más preciado.
Bendito sea Dios por el crisol y por el horno. “Me fue dada una espina en la
carne”. La rica gracia donó la bendición. Al principio, el apóstol pudiera no
haber visto que su espina era un don, pero después, cuando la experiencia le
hubo enseñado la paciencia, llegó a ver ese tormento agudo, punzante y
supurante, como una bendición de su Padre celestial. Tú, oh ser atribulado,
llegarás a hacer lo mismo uno de estos días. Cuando el barco fue botado en el
río la primera vez, y estaba a punto de atravesar el océano, se sentía ligero y
airoso, y listo para hendir las olas, de tal manera que ansiaba un viaje a
través del Atlántico para poder volar como un pájaro marino sobre la cresta de
las olas; pero súbitamente, para su aflicción, el galante barco fue detenido en
su carrera, y fue anclado cerca de un banco de arena y guijarros, y los
marineros comenzaron a echarle piedras y tierra en su interior. Entonces la
barca murmuró: “¡Qué! ¿He de ser llenada de peso y ser hundida en el agua con
un cargamento de cieno y de mugre? ¡Qué estorbo para mi velocidad! Yo pensé que
podía volar ahora mismo como un pájaro marino; ¿he de ser cargada hasta llegar
a ser como un leño?” Así fue; pues de no haber sido lastrado el barco, pronto
habría naufragado, y nunca hubiera alcanzado el puerto anhelado. Ese lastre fue
un don, un don como si se hubiese tratado de barras de oro o de lingotes de
plata. De igual manera, sus tribulaciones, sus problemas y sus debilidades son
dones para ustedes, oh creyentes, y tienen que considerarlos como tales.
El apóstol dice: “Me fue
dada una espina”. Noten eso: “una
espina”. Si la palabra en inglés expresa el significado exacto, y yo pienso que
es muy cercano a él, no tienen que tener problemas para entender el símil. Una
espina es algo muy pequeño que indica una prueba dolorosa pero no letal; no es
una aflicción gigantesca, aplastante o sobrecogedora, sino algo trivial; no es
menos dolorosa, con todo, por trivial e insignificante. Una espina es algo
agudo, que pincha, perfora, irrita, lacera, que se encona, y que provoca un
dolor y una incomodidad interminables. Sin embargo, es casi algo secreto, no
muy obvio para nadie excepto para quien la sufre. Pablo tenía una secreta
aflicción en algún lugar, yo no sé dónde, pero cerca de su corazón, que le
irritaba continuamente doquiera que estuviera; lo vejaba y lo lesionaba perpetuamente.
Una espina, una cosa trivial, una cosa que puede crecer en cualquier campo y
caerle en suerte a cualquier ser humano. Las espinas son lo suficientemente
abundantes, y lo han sido desde que el Padre Adán esparció el primer puñado de
sus semillas. Una espina, nada que haga a un hombre notable, o que le dé la
dignidad de una aflicción inusual. Algunos hombres se jactan de sus grandes
pruebas, y hay algo en sentir que tú eres un hombre grandemente afligido; pero
una espina no podría dar ni siquiera esa desventurada satisfacción. No era una
espada que hiere los huesos, o una amarga flecha en los lomos, sino únicamente
una espina respecto a la cual poco pudiera decirse. Todo el mundo sabe, sin
embargo, que una espina es uno de los más incómodos intrusos que pueden
molestar a nuestro pie o a nuestra mano. Esos dolores que son despreciados
porque raramente son fatales, son con frecuencia la fuente de las más intensa
angustia: un dolor de muelas, un dolor de cabeza, un dolor de oído, ¿qué
mayores miserias conocen los mortales? Y lo mismo sucede con una espina. Suena
como si no fuera nada; “puede ser retirada fácilmente con una aguja” es lo que
dicen los que no la sienten, y sin embargo, cómo se encona, y si permaneciera
en la carne generaría una tortura inconcebible. Así era la tribulación de
Pablo; un secreto dolor punzante, incesantemente irritante; algo… no sabemos
qué.
Era una espina “en la carne”: En la carne. Pablo no era
tentado en el espíritu; lo era en la carne. Yo supongo que el mal tenía una
íntima conexión con su cuerpo. Muchas cosas, como hojas en el otoño, han sido
las especulaciones de los eruditos respecto a cuál era la espina en la carne de
Pablo; casi cada enfermedad ha tenido sus abogados. A mí me complació
particularmente descubrir que Rosenmüller pensaba que se trataba de la gota;
pero otros críticos piensan que se trataba de una debilidad visual, de un tartamudeo,
o de una tendencia hipocondríaca. Richard Baxter, quien sufría de un desorden
muy doloroso que no necesito mencionar, pensaba que el apóstol era su compañero
de sufrimiento. Un teólogo es de la opinión que Pablo sufría de dolor de oído;
y yo encuentro generalmente que cada expositor ha seleccionado la particular
espina que ha perforado su propio pecho. Ahora bien, yo creo que el apóstol no
nos dijo cuál era su afección peculiar para que cada uno de nosotros pudiera
sentir que se identificaba con nosotros, para que cada uno de nosotros pudiera
creer que la nuestra no es una aflicción nueva. Era una aflicción
principalmente del cuerpo, y por el uso del término “carne”, en vez de
“cuerpo”, parecería que provocaba en el paciente alguna tentación carnal.
Pudiera ser que no fuera así, pero con todo, el escritor está tan acostumbrado
a asociar la idea de pecado con “la carne”, que yo considero que no es una
conjetura ociosa que alguna tentación que el buen hombre consideraba que había
vencido eficazmente, recaía sobre él en razón de su mal corporal; y se
convirtió para Pablo, por tanto, no meramente en una espina en su carne, sino
en “un mensajero de Satanás”, que lo tentaba a un mal que él aborrecía, y que
por tantos días había sido tan hollado por su naturaleza más noble, que casi
había llegado a pensar que tal propensión estaba extinta en su interior.
Luego agrega: “Un mensajero de Satanás”. No era el
propio Satanás. No era una tentación lo suficientemente grande para eso. Se trataba
de “un mensajero de Satanás”; uno de lo recaderos de Satanás, nada mejor, una
sugerencia de que se trataba de un espíritu maligno inferior. No la atribuye al
Gran Espíritu Maestro sino a un mero mensajero del príncipe de las tinieblas;
no era la intención de Dios que Satanás, en esta ocasión, saliera en contra de
Pablo, pues un tal encuentro podría no haberlo humillado. Es algo grande luchar
cara a cara y cuerpo a cuerpo con Satanás; ¡un gozo adusto llena el corazón de
un hombre valiente cuando siente que ante él está un enemigo digno de su acero!
Un combate con el archienemigo, por tanto, pudiera no haber humillado a Pablo;
pero ser asediado por un diablo escurridizo y despreciable, no un diablo grande
y grandioso, sino un mero lacayo del infierno, y ser turbado y atormentado por
un adversario tan despreciable, eso era amargo y humillante en sumo grado, y
por eso, tanto mejor para el propósito para el que fue enviado, es decir, para
prevenir que fuera encumbrado. “¡Qué!”, –parecía decir Pablo- “¿he de luchar
con una tentación tan despreciable como ésta? Yo, que he edificado
Y esa palabra “abofetear”. Noten eso: dar de
cachetadas. Eso es. No se trata de pelear contra él con la espada; esa sería
una obra viril y militar, sino de propinarle cachetadas como los capataces
solían cachetear a los esclavos, o como los pedagogos golpean los oídos de los
educandos. Pablo parecía sentir la degradación de ser abofeteado. “Yo, que lucharía
con Satanás, y que me pondría el yelmo de la esperanza y el pectoral de la
confianza, y que saldría en contra de todos los poderes del infierno, ¿he de
ser abofeteado como si fuera un esclavo y disciplinado como si fuera un
muchacho? ¿He de ser golpeado por estas vanas y desventuradas tentaciones que
aun en mi juventud espiritual yo era capaz de dominar?” Cada parte del proceso
tendía a rebajarlo, y tenía el propósito de hacerlo para que no fuera exaltado
desmedidamente.
Pueden ver, hermanos,
que esta medida preventiva estaba bien adaptada para cumplir su designio, pues
seguramente haría volver al apóstol de los éxtasis y de las emociones, y lo
haría sentir que estaba en el cuerpo después de todo. Pablo dijo una vez: “Si
en el cuerpo, no lo sé, si fuera del cuerpo, no lo sé”; pero cuando la espina
en la carne lo estaba desgarrando pronto resolvió esa cuestión. Esto lo hizo
sentir que era un hombre igual que los demás. Había soñado, tal vez, que se
estaba volviendo muy angélico, pero ahora se siente intensamente humano. Esto lo
hizo sentir que sólo era un hombre que si bien estaba muy lleno de Dios, aun
así, era sólo un hombre, y que podía también quedar igualmente lleno del
diablo, si fuera dejado de la gracia. Esto lo hizo sentir que era un hombre
débil, pues tenía que batallar con bajas tentaciones, tentaciones que no
parecían dignas de que se luchase con ellas; tenía que recibir cachetadas y ser
abofeteado en una pequeña medida, como los bebés en la gracia. Esto lo hizo
saber que era un hombre en peligro, y que necesitaba acudir presurosamente a
Dios en busca de refugio, pues estaba listo para ser enaltecido desmedidamente
incluso por bendiciones divinas, y sujeto a ser provocado al pecado por unos
meros bofetones de un espíritu maligno.
De todo esto yo deduzco
que la peor tribulación que un hombre puede experimentar pudiera ser la mejor
posesión que tenga en este mundo; que el mensajero de Satanás pudiera ser tan
bueno para él como su ángel de la guarda; que sería tan bueno para él ser
abofeteado por Satanás como siempre lo fue ser acariciado por el propio Señor;
que pudiera ser esencial para la salvación de nuestra alma que no hagamos
negocios solamente en aguas profundas, sino en aguas que remueven el cieno y la
mugre. La peor forma de tribulación pudiera ser nuestra mejor porción presente.
Percibo, también, que la
peor experiencia y la más profunda pudiera ser sólo el complemento necesario de
la más excelsa y de la más noble; quiero decir que pudiera ser necesario que
seamos abatidos si somos encumbrados. Pudiera ser sólo una parte integrante del
clamor: “Más cerca de Ti, mi Dios, más cerca de Ti”, que tengamos que gemir,
también: “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?” Las
dos experiencias encajan, una en otra, como dos piezas de un rompecabezas;
suben y bajan como las escalas de la balanza, y, sin su acompañante, cualquiera
de ellas pudiera ser ruinosa para nosotros.
Aprendamos, también, que
no debemos envidiar nunca a otros santos. Si oímos que Pablo habla de sus
visiones, recordemos la espina en su carne; si nos encontramos con un hermano
que se regocija abundantemente y a quien Dios reconoce y bendice, no
concluyamos que su senda es sin obstáculos. Sus rosas tienen sus espinas, sus
abejas sus aguijones. En cuanto a nosotros, no debemos desear nunca estar sin
nuestras cruces cotidianas. El cometa se separó de su cuerda, y en lugar de
remontarse a las estrellas descendió al lodo. El río se cansó de sus riberas
restrictivas, y ansió destruirlas para poder discurrir en el goce salvaje de la
libertad; los muros de contención se desplomaron, el río se convirtió en una
fuerte corriente, y llevó destrucción y desolación doquiera que se precipitó. ¡Denles
rienda suelta a los corceles del sol, y, he aquí, la tierra arderá; desaten el
cinturón a los elementos y reinará el caos! No debemos desear quedar libres
nunca de las restricciones que Dios ha considerado conveniente ponernos; son
más necesarias de lo que soñamos. Recuerden cómo la vid, cuando estuvo atada a
la estaca que la sostenía, se consideraba una mártir, y ansiaba su libertad;
pero cuando vio a la vid silvestre a sus pies, pudriéndose en los humedales y
languideciendo en medio de los calores, y sin producir ningún fruto, sintió
cuán necesarias era sus ataduras si sus racimos debían madurar alguna vez.
Debes estar contento, querido hermano, por conservar la espina en la carne si
te salva de ser exaltado desmedidamente.
III. EL
EFECTO INMEDIATO DE ESTA ESPINA EN PABLO.
Primero, lo indujo a
caer de rodillas. “Acerca de esto, tres veces he rogado al Señor”. Cualquier
cosa que nos haga orar es una bendición. Esta espina obligó a Pablo a clamar a
Dios, y, habiendo comenzado a orar, recurrió a la oración una y otra vez. “Tres
veces ha rogado al Señor”. Pudiera ser que este fuera el número exacto de sus
oraciones especiales sobre ese punto; pudiera ser, sin embargo, que sólo indicara
que a menudo clamó a Dios para ser liberado de este problema. Sí, pudiéramos
descuidar la oración cuando todas las cosas siguen su cauce, pero multiplicamos
las oraciones cuando las tribulaciones se incrementan. De esta manera Pablo fue
protegido de ser soberbio. Las revelaciones ahora parecían olvidadas, pues la
espina en la carne era la más prominente de las dos cosas. Ahora no hablaría de
visiones, y no podía hacerlo, pues, cuando su lengua era tentada a tocar ese tema,
la espina comenzaba a aguijonear su costado de nuevo. Un individuo no quiere
contar historias bonitas cuando le duele su cabeza, o cuando unos dolores
agudos lo están punzando. A Pablo no se le permitía que se deslumbrara con el
brillo que Dios había puesto delante de él; sus pensamientos estaban orientados
en otra dirección, sí, benditamente orientados al propiciatorio, donde no podía
recibir ningún mal y más bien obtener mucho provecho. Todavía siguió orando, hasta
que al fin recibió por respuesta, no que se le quitara la espina, sino esta
seguridad: “Te basta mi gracia”. Dios honrará siempre nuestras oraciones; nos
pagará ya sea en plata o en oro; y algunas veces, es una respuesta de oro para
nuestra oración que nos niegue nuestra petición y que nos dé exactamente lo
opuesto de lo que buscábamos. Si le fueras a decir a tu hijo que le concederás
todo lo que te pida, no pretenderías decirle con eso que le darías una droga venenosa,
si alguien le metiere la idea de que sería útil para él. Querrías decir que le
darías a tu hijo todo lo que fuera realmente bueno para él. Por tanto, sabiendo
Dios que esta espina en la carne era una sagrada medicina para Pablo, no quiso
quitársela, aunque se lo solicitara con mucha vehemencia. Bien dice Ralph
Erskine respecto a la oración:
“Soy escuchado cuando se me responde tarde o temprano,
Sí, soy escuchado cuando no recibo ninguna respuesta;
Soy escuchado muy atentamente cuando se me niega la petición;
Y soy bien tratado cuando soy duramente usado”.
Entonces, aunque su
petición fuera negada, Pablo recibió una respuesta, pues obtuvo algo mejor que
la remoción de la espina en la carne, y el resultado fue que la gracia que le
fue otorgada le permitió tolerar la espina, y lo izó por encima de ella, al
punto que aun se regocijó, y se glorió al pensar que se le permitiera sufrir
así. “Por tanto, muy gustosamente me gloriaré más bien en mis debilidades, para
que el poder de Cristo more en mí”. Esto es algo grandioso. Suponiendo que
alguno de los presentes fuera muy pobre, y que hubiera orado al Señor muchas
veces para que lo hiciera superar la carencia, y que al fin Dios le hubiere
dicho: “Te basta mi gracia”, ¿qué más podría necesitar? Mi querido hermano,
regocíjate en la pobreza, y da gracias a Dios por ser pobre, si el Señor recibe
mayor gloria por ello; agradece tu humilde estado, y di: “tengo el honor de que
se me permita glorificar a Dios en la pobreza”. Tal vez pudiera ser que eres el
blanco de una enfermedad corporal dolorosa, y has orado para que la quite de ti;
sin embargo, el Señor sabe que tu enfermedad es para Su gloria, y para tu bien.
Bien, cuando Él dice: “Bástate mi gracia”, acepta y soporta la tribulación no
sólo con resignación, sino con anuencia. No has de desear cambiar tu estado. Tu
Padre celestial es el mejor juez.
IV. Ahora
veremos, por último, EL RESULTADO PERMANENTE de esta medida preventiva en Pablo. Por lo
pronto, ustedes ven que lo protegió de ser enaltecido llevándolo orar y
conduciéndolo a recibir más gracia, pero, permanentemente, el remedio fue muy
exitoso, pues a través del poder del
Espíritu Santo lo mantuvo siempre humilde. Esta espina en la carne lo hizo
humilde respecto a sus visiones, pues no habló de ellas. Transcurrieron catorce
largos años, y el apóstol nunca le dijo a nadie que había sido arrebatado hasta
el tercer cielo. Por la manera en que lo expresa aquí, yo intuyo que nunca lo
mencionó a nadie. Eso fue muy singular. Vamos, si yo fuera arrebatado hasta el
tercer cielo, se los contaría tan pronto tuviera la oportunidad de dirigirme a
ustedes, y les garantizo que la mayoría de los presentes compartiría los
benditos secretos con sus amigos en un breve lapso. La espina en la carne debe
de haber tenido un potente efecto en la mente del apóstol, ya que lo condujo a
envolver su tesoro en su pecho, y a ir por el mundo sin que nadie se enterara
de todo lo que él había visto. Pablo era en verdad un hombre humilde.
Cuando lo contó
finalmente, le fue arrancado de su interior. Lo dijo con un propósito. Fue sólo
porque los corintios habían negado su condición de apóstol y decían: “¿Qué sabe
Pablo en relación a las cosas divinas?”, que se sintió obligado a vindicar su
carácter pues de otro modo no lo hubiera dicho. Noten cuán modestamente habla
de ello, de tal manera que no deja la impresión en la mente de ustedes de que fuera
un hombre eminentemente honrado por haber recibido la revelación. La impresión
recibida es más bien de lo débil que fue Pablo al ser exaltado desmedidamente,
y lo clemente que fue Dios al darle la espina en la carne para mantenerlo donde
debía estar. Observen que esta manera de contar la historia es modesta en su
forma misma, pero es especialmente humilde en su espíritu, pues nos quita la
idea de cuán gloriosamente Dios se reveló a Pablo, y nos hace ver más bien la
debilidad del receptor de la revelación que el gran honor conferido por la
revelación.
No es poca cosa que Dios
envíe una espina en la carne y que cumpla su cometido, pues en algunos casos no
lo hace. Sin el poder santificador del Espíritu Santo, las espinas son
productoras de mal más que de bien. En mucha gente la espina en su carne no
pareciera haber cumplido ningún admirable designio en absoluto; ha creado otro
vicio, en vez de quitar una tentación. Hemos conocido a algunos cuya pobreza
los ha vuelto envidiosos; a otros cuya enfermedad los ha hecho impacientes y
petulantes; y a otros, también, cuya debilidad personal los ha vuelto
perpetuamente inquietos y rebeldes contra Dios.
Oh, amados hermanos y hermanas
en Cristo Jesús, luchemos con todas nuestras fuerzas en contra de esto, y si le
ha agradado a Dios ponernos una traba de algún tipo u otro, pidámosle que no
permita que la convirtamos en una excusa para una nueva locura, sino, al
contrario, que aguantemos la vara y aprendamos sus lecciones. Oremos pidiendo
que cuando seamos afligidos, crezcamos en gracia y seamos hechos semejantes a
nuestro Señor Jesús, y demos así mayor honra a Su
nombre. ¿Acaso no nos enseña eso a todos el solemne deber de estar contentos,
cualquiera que sea nuestra suerte –contentos sin la revelación sin estamos sin
la espina, y contentos con la espina si tenemos la revelación- contentos ya sea
sin revelación o sin espina, en tanto que tengamos una humilde esperanza en
Jesucristo nuestro Salvador?
Oh, amados, qué pueblo
tan feliz es el pueblo de Dios, y debe serlo, cuando todo es para su bien,
cuando aun la espina que era una maldición se vuelve una bendición para ellos,
y cuando del león sale miel. Si la espina es una bendición, ¿qué no será la
propia bendición? Si los dolores punzantes de la tierra nos sanan, ¿qué no
harán por nosotros los goces del cielo? ¡Debemos alegrarnos! ¡La nuestra es una
porción dichosa! Prosigamos nuestro camino regocijándonos porque somos
favorecidos para poseer la vida divina, y debemos cargar con nuestra cruz
alegremente, puesto que pronto (¡ah, y cuán pronto!) llevaremos nuestra corona.
El último pensamiento es,
¡qué triste cosa ha de ser no ser un creyente en Jesucristo, porque tendremos
espinas si no estamos en Cristo, pero esas espinas no serán bendiciones para
nosotros! Yo entiendo que haya que beber una medicina amarga, si ha de curarme;
pero ¿quién beberá ajenjo y hiel sin que se origine algún buen resultado? Yo
entiendo que haya que trabajar si hay una paga en perspectiva, pero no puedo
ver el sentido de trabajar si no hay recompensa por el trabajo. Ahora, ustedes
que no aman a Dios, no todas sus vidas son flores y brillo del sol. No todo es
música y danza para ustedes ahora. Yo sé que tienen sus cuidados y sus
problemas, que tienen sus espinas en la carne, y tal vez se trate de una gran
cantidad de ellas, pero no tienen ningún Salvador a quien acudir. Son como un
barco en una tormenta, y no hay un puerto seguro para ustedes; son como pájaros
sacudidos por el viento que no tienen ningún nido en el que guarecerse, sino
que tienen que ser llevados por siempre delante del torbellino de la ira de
Jehová. Consideren eso, se los ruego, mediten en su condición y en sus
perspectivas, y cuando lo hayan hecho, que su corazón exclame: “Me alegraría
que Dios fuera mi amigo”. Recuerden que Aquel que envió espinas a Pablo para su
bien, una vez llevó una corona de espinas para la salvación de los pecadores; y
si tú vienes y te inclinas delante de Él cuando lleva esa diadema, y confías en
Él como el Hijo de Dios hecho carne por los pecadores, y que se desangró y
murió por ellos, serás salvado esta mañana; tus pecados, que son muchos, te
serán perdonados; y aunque no puedo prometerte que estarás sin una espina en tu
vida, puedo prometerte que tus espinas serán quitadas, que se convertirán para
ti en una rica bendición, lo cual será aun mejor. Hay una espina que nunca
tendrás, si crees en Jesús: la espina del pecado no perdonado, el miedo de la
ira venidera. Tendrás la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento, que
guardará tu corazón y mente por Cristo Jesús. Oh, que algunos confiaran en
Jesús esta mañana. Vayan, hermanos, y oren para que así suceda. Que el Señor conceda
eso, por Cristo nuestro Señor. Amén.
Porción de
Traductor: Allan Román
1/Noviembre/2012
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