El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
NO.
1067
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
“¡Qué! ¿Se
juzga entre vosotros cosa increíble que Dios resucite a los muertos? Hechos 26:
8.
Nosotros no sufrimos
ninguna angustia por las almas de nuestros amigos creyentes que han fallecido,
pues estamos seguros de que están donde está Jesús y de que contemplan Su gloria
conforme a la memorable oración de nuestro Señor. Muy poco sabemos sobre el
estado incorpóreo, pero sí lo suficiente para estar seguros, sin ningún lugar a
dudas, de que:
“Son supremamente dichosos,
Terminaron de una vez con el pecado, con los cuidados y la aflicción,
Y reposan con su Salvador”.
Nuestra principal
inquietud tiene que ver con esos cuerpos que depositamos en el sepulcro lóbrego
y solitario. No podemos reconciliarnos con el hecho de que sus amados rostros
estén siendo despojados de toda su belleza por los dedos de la putrefacción, y
que todos los distintivos de su condición humana sean víctimas de la
corrupción. Para nosotros es duro que las manos y los pies y toda la hermosa
textura de sus nobles formas se conviertan en polvo y que terminen en una completa
ruina. No podemos evitar las lágrimas junto al sepulcro; aun el Hombre perfecto
no pudo impedir el llanto junto a la tumba de Lázaro. Nos duele pensar que
nuestros amigos están muertos y por eso nunca vamos a poder mirar con amor a la
tumba. No podemos decir que las catacumbas o las bóvedas nos complazcan. Aún
lamentamos -y sentimos que es natural el hacerlo- que una maldición tan
terrible haya caído sobre nuestra raza como para que “esté establecido para los
hombres que mueran una sola vez”. Dios la envió como un castigo y no podemos
regocijarnos en ella.
La gloriosa doctrina de
la resurrección tiene el propósito de suprimir esa fuente de aflicción. No
debemos turbarnos con respecto al cuerpo como tampoco debemos hacerlo con
respecto al alma. La fe en la inmortalidad nos alivia de toda ansiedad en lo
referente al espíritu de los justos y esa misma fe, si es ejercida en la
resurrección, disipará con igual certeza cualquier desesperanzada aflicción en
cuanto al cuerpo, pues, aunque aparentemente está destruido, ese cuerpo vivirá
de nuevo. No ha sido entregado a la aniquilación. Ese mismo cadáver que depositamos
en el polvo dormirá sólo por un tiempo, y, al sonido de la trompeta del
arcángel, despertará envuelto en una belleza excelsa, revestido con unos atributos
desconocidos para él mientras permaneció aquí. El amor del Señor para con Su
pueblo es un amor por su humanidad integral. Él los escogió, no como espíritus
incorpóreos, sino como hombres y mujeres vestidos de carne y sangre. El amor de
Jesucristo para con Sus escogidos no es meramente un afecto hacia su naturaleza
superior, sino también hacia aquello que somos propensos a considerar como su
parte inferior pues, en Su libro, todos sus miembros fueron registrados. Él
guarda todos sus huesos, y aun los cabellos de su cabeza están todos contados.
¿Acaso no asumió Él nuestra íntegra condición humana? Él tomó en unión con Su
Deidad un alma humana, pero también asumió un cuerpo humano, y en ese hecho nos
ha proporcionado una evidencia de Su afinidad con nuestra humanidad completa,
con nuestra carne y con nuestra sangre, así como con nuestra mente y con
nuestro espíritu. Además, nuestro Redentor ha rescatado perfectamente tanto el
alma como el cuerpo. No fue una redención parcial la que nuestro Pariente realizó
por nosotros. Sabemos que nuestro Redentor vive, no sólo con respecto a nuestro
espíritu, sino con respecto a nuestro cuerpo; así que, aunque el gusano devore
su piel y su carne, resucitará, porque lo ha redimido del poder de la muerte y
lo ha rescatado de la prisión de la tumba.
La humanidad íntegra del
cristiano ya ha sido santificada. No es meramente con su espíritu que sirve a
su Dios, sino que presenta sus miembros para la gloria de su Padre celestial como
instrumentos de justicia. El apóstol pregunta: “¿O ignoráis que vuestro cuerpo
es templo del Espíritu Santo?” Ciertamente lo que ha sido un templo del
Espíritu Santo no será destruido definitivamente. Puede ser desmantelado, como
era desmantelado el tabernáculo en el desierto, pero era desmontado para ser
levantado de nuevo, o, para usar una variante de la misma figura, el
tabernáculo puede desaparecer pero sólo para ser remplazado por el templo. “Sabemos
que si nuestra morada terrestre, este tabernáculo, se deshiciere, tenemos de
Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos”. Hermanos
míos, si el Salvador dejara una parte de los componentes de los miembros de Su
pueblo en la tumba, no sería una victoria completa sobre Satanás; si sólo
emancipara sus espíritus no se vería como si hubiese destruido todas las obras
del diablo. No habrá ni un solo hueso, ni tampoco un solo trozo de hueso de alguno
de los miembros del pueblo de Cristo que permanezca en el osario al final. La
muerte no podrá mostrar ni un solitario trofeo; su prisión será despojada de
todo el botín que haya tomado de nuestra humanidad. El Señor Jesús tendrá en
todas las cosas la preeminencia e incluso con respecto a nuestro componente
material, Él vencerá a la muerte y al sepulcro, llevando cautiva nuestra cautividad.
Es un gozo pensar que ya que Cristo ha redimido al hombre y ha santificado al
hombre integralmente, y ya que será honrado en la salvación integral del hombre,
entonces nuestra humanidad completa podrá glorificarlo. Las manos con las que
pecamos serán alzadas en una adoración eterna; los ojos que han contemplado el
mal, verán al Rey en Su hermosura. No solamente la mente que ama ahora al Señor
estará perpetuamente enlazada a Él y el espíritu que lo contempla se deleitará
por siempre en Él y estará en comunión con Él, sino que su propio cuerpo que ha
sido un obstáculo y un estorbo para el espíritu, y que ha sido un archirebelde
en contra de la soberanía de Cristo, le rendirá homenaje con voz y manos y
cerebro y oídos y ojos. Tenemos puesta la mira en el tiempo de la resurrección
para el cumplimiento de nuestra adopción, es a saber, la redención del cuerpo.
Ahora bien, siendo esta
nuestra esperanza, aunque creemos y nos regocijamos en ella en alguna medida, con
todo tenemos que confesar que algunas veces surgen preguntas y que el corazón
malvado de la incredulidad exclama: “¿Puede ser cierto? ¿Es posible?” En tales
momentos es sumamente necesaria la pregunta de nuestro texto: “¡Qué! ¿Se juzga
entre vosotros cosa increíble que Dios resucite a los muertos?”
Esta mañana, amados
hermanos, voy a pedirles que miren
primero a la dificultad directamente a la cara; y, luego, en segundo lugar, vamos a intentar suprimir
la dificultad. Hay una sola manera de hacerlo, y es algo muy simple; y
luego, en tercer lugar, diremos una o
dos palabras acerca de nuestra relación
con esta verdad.
I. Primero,
entonces, MIREMOS ESTA DIFICULTAD A
Ni por un instante vamos
a desistir de hacer la más valiente y la más clara aseveración de nuestra fe en
la resurrección, aunque dejaremos que afloren sus dificultades. En diferentes
momentos, algunos cristianos confundidos han intentado paliar o atenuar el
impacto de la doctrina de la resurrección y de otras verdades semejantes, con
el objeto de hacerlas más aceptables para las mentes escépticas o filosóficas,
pero eso no ha tenido ningún éxito nunca. Nadie ha quedado convencido jamás de
una verdad si descubre que quienes profesan creerla adoptan un tono apologético
al exponerla en razón de que están medio avergonzados de ella. ¿Cómo puede
alguien convencer a otra persona de una verdad si no siente una convicción por
esa verdad, pues, hablando claramente, es a eso a lo que se reduce? Cuando
modificamos, matizamos y atenuamos nuestros enunciados doctrinales, hacemos
concesiones que nunca serán reciprocadas y que sólo son recibidas como
admisiones de que nosotros mismos no creemos lo que aseveramos. Por esta
política de recortar y podar rapamos las guedejas de nuestra fuerza y quebrantamos
nuestro propio brazo. Nada parecido a eso me afecta, ni ahora ni en ningún otro
momento.
Entonces, nosotros creemos
con absoluta certeza que el propio cuerpo que es depositado en la tumba
resucitará, y tenemos la intención de decirlo literalmente, tal como lo enunciamos.
No estamos usando el lenguaje de la metáfora o hablando de un mito. Creemos que
es un hecho real que los cuerpos de los muertos resucitarán de su tumba. Admitimos
-y nos regocijamos en ese hecho- que el cuerpo del varón justo experimentará un
gran cambio; que su componente material habrá perdido la tosquedad y la
tendencia a la corrupción que ahora lo caracteriza; que estará adaptado para
propósitos más excelsos, pues, si bien ahora es sólo una vivienda apta para el
alma o para las facultades intelectuales inferiores, estará adaptado entonces
para el espíritu o para la parte más excelsa de nuestra naturaleza; nos
regocijamos porque aunque sea sembrado en debilidad, será resucitado en poder;
aunque sea sembrado en deshonra, resucitará en gloria; sin embargo, nosotros
sabemos que será el mismo cuerpo. El mismísimo cuerpo que es depositado en la
tumba habrá de resucitar. Existirá una absoluta identidad entre el cuerpo en
que morimos y el cuerpo en que resucitamos del polvo.
Pero debe recordarse que
la identidad no es lo mismo que la absoluta igualdad de la sustancia y de la
continuidad de los átomos. Nosotros no mencionamos en absoluto este matiz con
el propósito de suprimir el filo de nuestro enunciado, sino simplemente porque
es cierto. De hecho, estamos conscientes de que estamos viviendo en los mismos
cuerpos que poseíamos hace veinte años; con todo, se nos dice -y no tenemos ninguna
razón para dudarlo- que talvez ni una sola partícula de la materia que
constituye ahora nuestro cuerpo estaba en él hace veinte años. Los cambios que han
experimentado nuestros cuerpos físicos desde la infancia son muy grandes y, con
todo, tenemos los mismos cuerpos. Todo lo que les pedimos es que admitan una
identidad semejante en la resurrección. Todo el mundo admite que el cuerpo con
el que morimos seguirá siendo el mismo cuerpo con el que nacimos, aunque ciertamente
no es el mismo en todas sus partículas; es más, cada una de las partículas
pudiera haber sido sustituida, y con todo, seguirá siendo el mismo. Entonces el
cuerpo con el que resucitemos será el mismo cuerpo con el que morimos. Será
cambiado grandemente, pero esos cambios no serán de un tipo que afecte su
identidad. Ahora bien, en vez de declarar esto con el objeto de hacer que la
doctrina se muestre más creíble, yo les aseguro que si viera que
Ahora bien, esta esperanza
está rodeada naturalmente de muchas dificultades, porque, antes que nada, la
gran mayoría de los muertos ha experimentado la putrefacción. La gran mayoría
de los cadáveres se ha podrido y se ha disuelto por completo, y una sustancial
proporción de todos los otros cadáveres probablemente la seguirán. Cuando vemos
cuerpos que han quedado petrificados, o momias que han sido embalsamadas,
pensamos que si todos los cuerpos fueran preservados de esa manera, sería más
fácil creer en su restauración a la vida; pero cuando abrimos algunos antiguos
sarcófagos, y no encontramos allí otra cosa que un polvo café casi impalpable,
cuando abrimos una tumba en el cementerio de la iglesia y sólo encontramos unos
trozos de huesos pulverizados, y cuando pensamos en los antiguos campos de
batalla donde cayeron miles de combatientes, donde, no obstante, con el paso de
los años no queda ahí ningún rastro de seres humanos puesto que los huesos se
han fundido completamente con la tierra, y en algunos casos han sido absorbidos
por las raíces y las plantas y han pasado a otros organismos, parece
ciertamente algo increíble que los muertos resuciten. Además, los cadáveres han
sido destruidos con cal viva, han sido quemados, devorados por las bestias, e
incluso han sido comidos por los propios seres humanos, entonces, ¿cómo
resucitarán esos cadáveres? Piensen en cuán ampliamente difundidos están los
átomos que una vez constituyeron formas vivientes. ¿Quién sabe dónde pudieran
estar ahora los átomos que una vez constituyeron a Ciro, a Aníbal, a Escipión o
a César? Partículas que una vez estuvieron unidas a lo largo de la vida de un
hombre pudieran estar ahora esparcidas ampliamente y estar tan distantes como
los polos; un átomo pudiera estar sobrevolando a través del Sahara y otro
pudiera estar flotando en el Pacífico. ¿Quién sabe, en medio de las
revoluciones de los elementos de este globo, dónde pudieran estar en este
momento los componentes esenciales de algún cuerpo dado? ¿Dónde está el cuerpo
de Pablo, de Festo, el que lo envió a Roma, o del emperador que lo condenó a
muerte? ¿Quién podría adivinar siquiera una respuesta? No ha de sorprendernos,
entonces, que parezca algo increíble que todos los hombres vayan a resucitar.
La dificultad se
incrementa cuando nos ponemos a reflexionar en el hecho de que la doctrina de
la resurrección enseña que todos los
hombres resucitarán; no sólo un cierto segmento de la raza, no sólo unos
cuantos miles de personas, sino todos los
hombres. Podría ser más fácil creer que un Elías resucite a un muerto
ocasionalmente, o que Cristo llame de nuevo a la vida a un joven a las puertas
de Naín, o que resucite a Lázaro, o que diga: “Talita cumi”, a una niña muerta; pero es difícil que la razón
acepte la doctrina de que todos resucitarán,
las miríadas de seres antediluvianos, las multitudes de Nínive y Babilonia, las
huestes de Persia, los millones que fueron en pos de Jerjes, los ejércitos que
marcharon con Alejandro y todos los incontables millones de seres que sucumbieron
bajo la espada de Roma. Piensen en las miríadas de individuos que han muerto en
países como China, que constituye un hervidero de hombres, e imagínense esos
números a lo largo de seis mil años acrecentando el suelo. Recuerden a los que
han muerto en naufragios, por las plagas, por los terremotos, y, lo peor de
todo, por el derramamiento de sangre y por guerras y recuerden que todas esas
personas resucitarán sin ninguna excepción; ni una sola mujer nacida dormirá
para siempre, sino que todos los cuerpos que han tenido aliento de vida y que
han recorrido esta tierra, vivirán de nuevo. “Oh, cuán monstruoso milagro”
-dice alguien- “guarda el aspecto de algo inaceptable”. Bien, no vamos a
disputar la declaración, sino que aportaremos todavía más razones al respecto.
El asombro aumenta
cuando recordamos los extraños lugares en que pudieran estar ahora muchos de
esos cadáveres, pues los cuerpos de muchos han quedado en profundas minas de
donde nunca podrán ser recuperados. Han sido arrastrados por el flujo y las
crecidas de las mareas hacia cuevas profundas del antiguo océano. Otros permanecen
en el lejano yermo desprovisto de senderos donde sólo el ojo del buitre puede
verlos, o quedaron enterrados bajo montañas de rocas desprendidas. De hecho,
¿dónde no hay restos de cuerpos humanos? ¿Quién podría señalar algún punto de
la tierra donde no esté el polvo disuelto de los hijos de Adán? ¿Sopla un solo
viento veraniego en nuestras calles sin que arremoline partículas de lo que
antes fue un ser humano? ¿Hay una sola ola que rompa en cualquier costa que no
contenga en solución alguna reliquia de lo que una vez fue un ser humano? Yacen
bajo cada árbol, enriquecen los campos, contaminan los arroyos, se esconden
bajo el pasto de los prados; con todo, desde cualquier parte, de todas partes,
los cuerpos esparcidos ciertamente retornarán, tal como Israel volvió de su
cautividad. Tan ciertamente como Dios es Dios, nuestros muertos vivirán, y se
pondrán de pie, y conformarán un ejército grande en extremo.
Y, además, para que el
asombro sea extraordinario más allá de toda concepción, resucitarán de
inmediato, o tal vez en dos grandes divisiones. Hay un pasaje (en Apocalipsis
20: 5, 6) que aparentemente nos enseña que entre la resurrección de los justos
y la resurrección de los impíos habrá un intervalo de mil años. Muchos piensan
que el pasaje se refiere a una resurrección espiritual, pero yo soy incapaz de
pensar eso; con toda seguridad las palabras tienen que tener un significado
literal. Óiganlas y juzguen por ustedes mismos. “Pero los otros muertos no
volvieron a vivir hasta que se cumplieron mil años. Esta es la primera
resurrección. Bienaventurado y santo el que tiene parte en la primera
resurrección; la segunda muerte no tiene potestad sobre éstos, sino que serán
sacerdotes de Dios y de Cristo, y reinarán con él mil años”. Con todo, concediendo
que pudiera existir ese gran intervalo, cuán grande multitud será vista cuando
los justos resuciten, “una gran multitud, la cual nadie puede contar”; una
inconcebible compañía que sólo Dios puede enumerar se levantará de “lechos de
polvo y de silente barro”. El lapso de mil años será como nada a los ojos de
Dios, y terminará pronto, y entonces resucitarán también los injustos. ¡Qué
atestadas multitudes! ¿Dónde se ubicarán? ¿Qué llanuras de la tierra las
albergarán? ¿Acaso no cubrirán toda la sólida tierra incluyendo las cimas de
los montes? ¿No necesitarán usar el propio mar como si fuera el nivel de suelo
para el gran juicio de Dios? ¡En un instante se presentarán ante Dios cuando la
trompeta del arcángel haga sonar clara y estridentemente la convocatoria para
el juicio final! No tendrán que pasar años para que en el gran taller de Dios
cada hueso sea unido al hueso que le corresponde, y el asombroso mecanismo sea
restablecido; un instante bastará para reconstruir las ruinas de los siglos. Así
como nuestros cuerpos fueron formados con prontitud al principio en las partes
más bajas de la tierra, así también su restauración de los muertos será
efectuada en un abrir y cerrar de ojos. El hombre necesita tiempo, pero Dios,
que es el creador del tiempo, no lo necesita. Los siglos de los siglos no son
para Él sino instantes. En un instante realiza Sus más grandiosos portentos.
¡Prodigio sin par! No nos sorprende que a muchos les parezca increíble que Dios
resucite a los muertos.
Y luego, piensen que
esta resurrección no será una mera restauración de lo que se encontraba allí,
sino que la resurrección, en el caso de los santos, implicará un notable avance
sobre cualquier cosa que observamos ahora. Ponemos en el suelo un bulbo y se
yergue como un lirio de oro; dejamos caer en la tierra vegetal una semilla, y
brota como una exquisita flor, resplendente con brillantes colores; esas son
las mismas cosas que depositamos en la tierra, las mismas idénticamente, pero,
oh, cuán diferentes; de igual manera, los cuerpos que son sembrados en el
entierro son otras tantas semillas que brotarán en frutos inimaginablemente
bellos mediante el poder divino. Esto hace crecer el asombro, pues el Señor
Jesús no sólo arrebata la presa de entre los dientes del destructor, sino que aquello
que se había convertido en alimento de gusanos, en polvo y cenizas, Él lo
resucita a Su propia imagen sagrada. Es como si un vestido andrajoso y
carcomido por la polilla fuera deshilachado, y luego, por una palabra divina,
fuera restaurado a su estado de perfección, y en adición, fuera dejado más
blanco de lo que pudiera blanquear cualquier lavador en la tierra, y fuera
adornado con flecos y bordados costosos que le eran desconocidos hasta entonces,
y que todo eso fuera realizado en un instante. Hemos de dejar que permanezca
como un mundo de portentos, maravilloso más allá de todas las cosas; ni por un
instante intentaremos rebajar su significado mediante disculpas explicativas, ni
supresiones de las asperezas de la verdad.
Una de las dificultades de
creerlo es que no hay positivamente ninguna analogía apropiada en la naturaleza
que pueda servir de apoyo. Hay fenómenos a nuestro alrededor que son algo
parecidos a eso de tal manera que pueden compararse, pero yo creo que no hay
ninguna analogía en la naturaleza sobre la cual sería justo fundamentar un
argumento. Por ejemplo, algunas personas han dicho que el sueño es la analogía
de la muerte, y que nuestro despertar es una especie de resurrección. La figura
es admirable pero la analogía está lejos de ser perfecta ya que en el sueño la
vida continúa todavía. La continuidad de su vida es manifiesta para el propio
individuo, en sus sueños, y también es manifiesta para todos los espectadores
que deciden contemplar al durmiente, al oírlo respirar y al vigilar los latidos
de su corazón. Pero en la muerte el cuerpo no muestra ningún pulso ni ningún
otro signo vital que haya quedado en él; no mantiene su integridad como lo hace
el cuerpo del durmiente. Imaginen que al hombre que dormita se le arrancara
cada miembro y que fueran molidos en un mortero y quedaran reducidos a polvo y
que ese polvo fuera mezclado con arcilla y tierra, y que luego lo vieran
despertar al llamado de ustedes: tendrían entonces algo digno de llamarse
analogía; pero un simple sueño del que el hombre despierta sobresaltado, si
bien es una excelente comparación, está muy lejos de ser la contraparte o la
profecía de la resurrección. Más frecuentemente oímos que se menciona la
metamorfosis de los insectos como una sorprendente analogía. La larva es el
hombre en su presente condición, la crisálida es un tipo del hombre en su
muerte, y el imago, es a saber, el insecto que ha experimentado su última
metamorfosis, es la representación del hombre en su resurrección. Es un símil
admirable, ciertamente, pero nada más, pues en la crisálida hay vida; hay un
organismo; allí se encuentra, de hecho, el insecto entero. Ningún observador
podría confundir a la crisálida con algo muerto; tómenla y descubrirán que
contiene todo lo que saldrá de ella; la criatura íntegra dormita evidentemente
allí. Si aplastaran a la crisálida y secaran todos sus líquidos vitales, si la
molieran hasta convertirla el polvo, si la pasaran a través de un proceso
químico y la disolvieran completamente y luego la convirtieran en una mariposa,
tendrían la analogía de la resurrección; pero esto es algo todavía desconocido
para la naturaleza. Yo no encuentro nada malo respecto a ese cuadro, el cual es
sumamente instructivo e interesante; pero usarlo como argumento sería algo en
extremo infantil. Tampoco es más concluyente la analogía de la semilla. Cuando
la simiente es arrojada en el suelo, muere, y, no obstante, revive a su debido
tiempo. De aquí que el apóstol la use como un tipo y un emblema apropiado de la
muerte. Él nos dice que la semilla no es vivificada a menos que muera. ¿Qué es
la muerte? La muerte es la desintegración de un organismo hasta quedar en sus
partículas originales, y así la semilla comienza a descomponerse en sus
elementos para retroceder, desde el organismo con vida hasta un estado inorgánico;
pero todavía permanece un germen de vida y el organismo que se desintegra se
convierte en su alimento gracias al cual se reconstruye a sí mismo. ¿Sucede así
con los cadáveres de los cuales ni siquiera permanece una traza? ¿Quién descubrirá
un germen de vida en el pútrido cadáver? No diré que no pueda haber algún
núcleo esencial que algunos seres mejor instruidos pudieran percibir, pero yo
preguntaría dónde podría suponerse que se ubica en el cuerpo descompuesto. ¿Estará
acaso en el cerebro? El cerebro es una de las primeras cosas que desaparecen.
El cráneo está vacío y desocupado. ¿Estará acaso en el corazón? Ese órgano
tiene también una breve duración, mucho más breve que la de los huesos. No es
posible que un microscopio pueda descubrir en alguna parte algún principio
vital en cuerpos que han sido exhumados. Remuevan la tierra donde está
enterrada la semilla en el momento que quieran, y la encontrarán donde la
colocaron, si en verdad habrá de brotar del suelo; pero ese no es el caso del
hombre que ha estado enterrado unos cuantos cientos de años; la última reliquia
de él probablemente se encuentre más allá de todo reconocimiento. Las
generaciones venideras no son más susceptibles de ser descubiertas que las que
han pasado. Piensen en aquellos seres que fueron enterrados antes del diluvio,
o que se ahogaron en aquel diluvio general, ¿dónde, pregunto, tenemos el más
pequeño rastro de ellos? Muelan su grano de trigo hasta convertirlo en harina
fina, y arrójenla a los vientos, y contemplen los campos de trigo que provienen
de ella, y entonces tendrían una perfecta analogía; pero no crean que hasta
este momento la naturaleza contenga un caso paralelo. La resurrección es un
caso único; y, respecto a ella el Señor dijo con verdad, “He aquí yo hago cosa
nueva”. Con la excepción de la resurrección de nuestro Señor, y la que fue
concedida a unas cuantas personas por un milagro, no tenemos nada en la historia
que pueda relacionarse con este punto; tampoco necesitamos buscar alguna
evidencia, pues tenemos una base mucho más segura sobre la cual apoyarnos.
Aquí, entonces, está la dificultad, y es una dificultad notable. ¿Pueden vivir
estos huesos secos? ¿Es algo creíble que los muertos resuciten?
II. ¿Cómo
hemos de responder a las exigencias del caso? Dijimos que en segundo lugar
ÍBAMOS A SUPRIMIR
Cuando Pablo pronunció
nuestro texto, le estaba hablando a un judío, pues se estaba dirigiendo a
Agripa, a alguien a quien le pudo decir: “¿Crees, oh rey Agripa, a los
profetas? Yo sé que crees”. Por tanto, utilizó un buen razonamiento con Agripa
cuando le preguntó: “¿Se juzga entre vosotros cosa increíble que Dios resucite
a los muertos?”, pues, primero, siendo judío, Agripa contaba con el testimonio
de Job: “Yo sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo; y
después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios; al cual veré
por mí mismo, y mis ojos lo verán, y no otro, aunque mi corazón desfallece
dentro de mí”. Tenía también el testimonio de David, quien dice en el Salmo
dieciséis: “Mi carne también reposará confiadamente”. Contaba con el testimonio
de Isaías, registrado en el capítulo veintiséis, en el versículo diecinueve:
“Tus muertos vivirán; sus cadáveres resucitarán. ¡Despertad y cantad, moradores
del polvo!, porque tu rocío es cual rocío de hortalizas, y la tierra dará sus
muertos”. Tenía el testimonio de Daniel, en su capítulo doce, y versículos dos
y tres, donde el profeta dice: “Y muchos de los que duermen en el polvo de la
tierra serán despertados, unos para vida eterna, y otros para vergüenza y
confusión perpetua. Los entendidos resplandecerán como el resplandor del
firmamento; y los que enseñan la justicia a la multitud, como las estrellas a
perpetua eternidad”. Y luego también en Oseas 13: 14, Agripa tenía otro
testimonio donde el Señor declara: “De la mano del Seol los redimiré, los
libraré de la muerte. Oh muerte, yo seré tu muerte; y seré tu destrucción, oh
Seol; la compasión será escondida de mi vista”. Entonces, en las Escrituras del
Antiguo Testamento Dios había prometido claramente la resurrección, y eso
debería bastarle a Agripa. Si el Señor lo ha dicho, ya no existe la menor duda.
Como cristianos, nosotros
hemos recibido una evidencia todavía más plena. Recuerden cómo habló nuestro
Señor con respecto a la resurrección: sin contener el aliento declaró Su
intención de resucitar a los muertos. Notable es ese pasaje que se encuentra en
Juan 5: 28: “No os maravilléis de esto; porque vendrá hora cuando todos los que
están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron lo bueno, saldrán a
resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurrección de
condenación”. Y también en el capítulo 6: 40: “Y esta es la voluntad del que me
ha enviado: Que todo aquel que ve al Hijo, y cree en él, tenga vida eterna; y
yo le resucitaré en el día postrero”. El Espíritu Santo ha declarado la misma
verdad por medio de los apóstoles. En el precioso y sumamente bendito capítulo
octavo de Romanos, tenemos un testimonio en el
versículo once: “Y si el Espíritu de aquel que levantó de los muertos a Jesús
mora en vosotros, el que levantó de los muertos a Cristo Jesús vivificará
también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros”. Acabo
de leerles ahora el pasaje de la primera Carta a los Tesalonicenses, que rebosa
verdad, donde se nos pide que no nos aflijamos como aquellos que están sin
esperanza; y pueden encontrar en Filipenses, en el tercer capítulo y versículo
21, otra prueba: “El cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra,
para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual
puede también sujetar a sí mismo todas las cosas”. No necesito recordarles
aquel grandioso capítulo de sólidos argumentos, el capítulo decimoquinto de
Corintios. Más allá de toda duda, el testimonio del Espíritu Santo es que los
muertos resucitarán; y admitiendo que hay un Dios Todopoderoso, no encontramos
ninguna dificultad en aceptar la doctrina y en abrigar una bendita esperanza.
Al mismo tiempo sería
bueno mirar en torno nuestro, y notar qué ayudas ha establecido el Señor para
nuestra fe. Queridos amigos, estoy muy seguro de que hay muchas maravillas en
el mundo que no habríamos creído a través de simples reportes, si no nos
hubiéramos encontrado con ellas gracias a la experiencia y a la observación. El
telégrafo eléctrico, aunque sólo sea un invento del hombre, habría sido tan
difícil de creer hace mil años, como la resurrección de los muertos lo es
ahora. En los días del trasporte en diligencias, ¿quién habría creído en
despachar por el telégrafo un mensaje de Inglaterra a América? En algunos
países tropicales, cuando nuestros misioneros les han hablado a los nativos
acerca de la formación del hielo, y que las personas podían caminar sobre agua
congelada, y de barcos que se han visto rodeados por montañas de hielo en alta
mar, habiéndose vuelto el agua sólida y dura como una roca en torno de ellos,
los nativos han rehusado creer esos absurdos reportes. Todo es maravilloso
hasta que nos acostumbramos a ello, y la resurrección debe una increíble
porción de su condición maravillosa al hecho de que nunca nos hemos encontrado
con ella en nuestra observación. Eso es todo. Después de la resurrección, la
vamos a considerar como una divina manifestación de poder tan familiar para
nosotros como lo son ahora la creación y la providencia. No tengo ninguna duda
de que adoraremos y bendeciremos a Dios y de que nos maravillaremos por la
resurrección por siempre, pero será en el mismo sentido en el que toda mente
devota se maravilla ahora ante la creación. Nos acostumbraremos a esta nueva
obra de Dios cuando hayamos entrado en nuestra vida eterna. Nosotros sólo
nacimos ayer, y hasta ahora hemos visto muy poco. Las obras de Dios requieren
de mucha mayor observación de la que nos permiten nuestros escasos años
terrenales y cuando hayamos entrado en la eternidad y hayamos superado nuestra
minoría de edad y hayamos cumplido la mayoría de edad, eso que ahora nos
asombra se habrá vuelto un familiar tema de alabanza.
¿Va a ser la
resurrección un portento mayor que la creación? Ustedes creen que Dios creó al
mundo de la nada por medio de Su palabra. Él dijo: “Sea”, y el mundo fue. Crear
de la nada es tan portentoso como dar la orden de que las partículas esparcidas
se reúnan y reciban de nuevo la forma que tenían antes. Ambas obras requieren
de la omnipotencia, pero si hubiera que elegir entre ellas, la resurrección es
la obra más fácil de las dos. Si no sucediera tan a menudo, el nacimiento de cada
niño en el mundo nos dejaría atónitos; consideraríamos que un nacimiento es,
como en verdad lo es, una manifestación sumamente trascendente del poder
divino. Es sólo debido a que lo conocemos y que lo vemos tan comúnmente que no
contemplamos la prodigiosa mano de Dios en los nacimientos de los seres humanos
y en la continuación de nuestra existencia. Digo que la resurrección nos deja
estupefactos sólo porque no nos hemos familiarizado todavía con ella; hay otras
obras de Dios que son igualmente prodigiosas.
Recuerden, también, que
hay algo que aunque no lo han visto todavía, lo han recibido sobre la base de
la evidencia creíble -que es una parte de la verdad histórica- es a saber, que
Jesucristo resucitó de los muertos. Él es la causa de la resurrección de
ustedes, su tipo, su prueba anticipada y su garantía. Tan ciertamente como Él
resucitó, ustedes resucitarán. Al resucitar, Él demostró que la resurrección es
posible, es más, demostró que es cierta porque Él es el hombre representativo;
y, al resucitar, resucitó por todos los que están representados en Él. “Así
como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados”. La
resurrección de nuestro Señor del sepulcro debería barrer por siempre cualquier
duda en cuanto a la resurrección de Su pueblo. “Porque si los muertos no
resucitan, tampoco Cristo resucitó”, pero porque Él vive nosotros también
viviremos.
Recuerden, también,
hermanos y hermanas míos, que ustedes que son cristianos ya han experimentado
en su interior una obra tan grande como la resurrección, pues han resucitado de
los muertos en cuanto a su naturaleza más íntima. Ustedes estaban muertos en
delitos y pecados y han sido vivificados a una vida nueva. Por supuesto que los
inconversos aquí presentes no verán nada en esto. El hombre no regenerado me
preguntará incluso qué significa eso y para él no puede constituir ningún
argumento, pues es un asunto de una experiencia personal que una persona no
puede explicar a su prójimo. Para conocerla ustedes mismos tienen que nacer de
nuevo. Pero, creyentes, ustedes ya han experimentado una resurrección de la
tumba del pecado, y de la podredumbre y de la corrupción de las malas pasiones
y de los deseos impuros, y Dios ha obrado esta resurrección en ustedes mediante
un poder igual al que Él obró en Cristo cuando lo resucitó de los muertos y lo
colocó a Su propia diestra en los lugares celestiales. Para ustedes la
vivificación de su naturaleza es una prueba segura de que el Señor vivificará
también sus cuerpos mortales.
Todo el asunto consiste
en esto: que nuestra persuasión de la certeza de la resurrección general
descansa en la fe en Dios y en Su palabra. Es a la vez ocioso e innecesario
mirar a otra parte. Si los hombres no quieren creer en la declaración de Dios,
han de ser dejados para que le rindan cuentas a Él por su incredulidad. Querido
oyente, si tú eres uno de los elegidos de Dios, tú le creerás a tu Dios, pues
Dios les da la fe a todos Sus escogidos. Si tú rechazas el testimonio divino,
tú das evidencia de que estás en hiel de amargura y perecerás en ella a menos
que la gracia lo impida. El Evangelio y la doctrina de la resurrección fueron
revelados a los hombres en toda su gloria para poner una división entre lo
precioso y lo vil. “El que es de Dios” –dice el apóstol- “las palabras de Dios
oye”. La verdadera fe es la señal visible de la elección secreta. El que cree
en Cristo da evidencia de la gracia de Dios para con él, pero el que no cree da
una muestra segura de que no ha recibido la gracia de Dios. “Pero vosotros no
creéis” –dijo Cristo- “porque no sois de mis ovejas, como os he dicho. Mis
ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen”. Por tanto, esta verdad y
otras verdades cristianas han de ser sostenidas, guardadas y predicadas
plenamente a la humanidad entera para poner una división entre ellos, para
separar a los israelitas de los egipcios, a la simiente de la mujer de la
simiente de la serpiente. Aquellos a quienes Dios ha elegido son conocidos por
su fe en lo que Dios ha dicho; mientras que aquellos que permanecen en la
incredulidad perecen en su pecado, siendo condenados por la verdad que ellos
rechazan deliberadamente.
III. Es
suficiente en cuanto a estos puntos. Ahora consideremos, por último, NUESTRA
RELACIÓN CON ESTA VERDAD.
Nuestra primera relación
con esta verdad es la siguiente: hijos de Dios, consuélense unos a otros con
estas palabras. Ustedes han perdido a unos seres queridos; enmienden la
declaración: ellos han entrado en una tierra mejor, y el cuerpo que queda atrás
no está perdido, sino que está puesto a un bendito interés. Deben afligirse,
pero no se aflijan como quienes están sin esperanza. Yo no sé por qué siempre
cantamos elegías en los funerales de los santos y nos vestimos de negro. Si
pudiera hacer lo que yo quisiera, desearía ser llevado a mi tumba por caballos
blancos, o ser llevado a hombros de hombres que expresaran gozo así como
tristeza en sus atuendos, pues ¿por qué habríamos de afligirnos por aquellos que
han partido a la gloria y han heredado la inmortalidad? A mí me gusta el viejo
plan puritano de llevar el ataúd a hombros de los santos, y de cantar un salmo
mientras caminaban al sepulcro. ¿Por qué no? Después de todo, ¿por qué habría
que llorar por los glorificados? ¡Hagan sonar la trompeta de júbilo! ¡Que el
sonoro clarín emita las gozosas notas de victoria! El conquistador ha ganado la
batalla; el rey ha ascendido a su trono. “Regocíjense” –dicen nuestros hermanos
en lo alto- “regocíjense con nosotros, pues hemos entrado en nuestro reposo”. “Bienaventurados
de aquí en adelante los muertos que mueren en el Señor. Sí, dice el Espíritu,
descansarán de sus trabajos, porque sus obras con ellos siguen”. Si tenemos que
conservar las señales de aflicción, pues eso es natural, que no se turben sus
corazones, pues eso no sería espiritual. Bendigamos a Dios por siempre porque
cantamos Sus promesas vivientes para los muertos piadosos.
A continuación, demos
ánimo a nuestros corazones ante la perspectiva de nuestra propia partida.
Pronto habremos de morir. Hermanos míos, nosotros también hemos de morir; no
hay licenciamiento en esta guerra. Hay una flecha y hay un arquero; la flecha
está destinada a mi corazón, y el arquero apuntará hacia allá letalmente. Hay
un lugar donde ustedes dormirán, tal vez en una solitaria tumba en una tierra
extraña; o, tal vez, en un nicho donde yacerán sus huesos junto a los de sus
ancestros; pero al polvo han de retornar. Bien, no hemos de desconsolarnos, pues
es sólo por un breve lapso, es sólo un descanso en el camino a la inmortalidad.
La muerte es un incidente pasajero entre esta vida y la siguiente;
enfrentémosla no sólo con ecuanimidad, sino con expectación, puesto que no es a
la muerte sino a la resurrección a lo que aspiramos ahora.
Además, como estamos en
espera de una bendita resurrección, respetemos nuestros cuerpos. No dejemos que
nuestros miembros se conviertan en instrumentos del mal. No dejemos que sean
manchados por el pecado. El cristiano no debe de ninguna manera manchar su
cuerpo con glotonería, ni con borrachera, ni con actos de inmundicia, pues
nuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo. “Si alguno destruyere el templo
de Dios, Dios le destruirá a él”. Sean puros. En su bautismo, sus cuerpos
fueron lavados con agua pura para enseñarles que partir de ese momento tienen
que estar limpios de toda mancha. Aparten de ustedes todo lo malo. Los cuerpos
que han de morar por siempre en el cielo no deben ser sometidos a contaminación
aquí abajo.
Por último, y este es un
pensamiento muy solemne, los impíos han de resucitar pero será a una
resurrección de aflicción. Sus cuerpos pecaron y serán castigados. “Temed más
bien” –dice Cristo- “a aquel que puede destruir el alma y el cuerpo en el
infierno”. Él entregará a ambos a un sufrimiento que causará perpetuamente una
constante destrucción para ellos; eso es terrible, en verdad. Dormir en la
tumba sería infinitamente preferible a una tal resurrección: “la resurrección
de condenación”, según la llama
Porciones de
1 Corintios 15: 1-26; 1 Tesalonicenses 4: 13-18.
Traductor: Allan Román
30/Julio/2012
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