El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

Perseverancia sin Presunción

NO. 1056

 

SERMÓN PREDICADO LA NOCHE DEL JUEVES 7 DE MARZO DE 1872

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“Y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano”. Juan 10: 28.

 

Quienes estuvieron presentes la noche del pasado jueves, recordarán que les hablé sobre la necesidad de “retener firme hasta el fin nuestra confianza del principio”, y que les mostré que sólo si continuamos en la fe inicial, comprobaremos ser partícipes del Señor Jesucristo. Pero, prescindiendo de cuán claramente hablemos, siempre estaremos sujetos a ser malentendidos. El oyente más ávido puede confundir fácilmente sus pensamientos con nuestras palabras, y atribuirnos de esa manera conceptos que brotan espontáneamente de su propia mente. Así, me reuní esta semana con un ansioso buscador sincero que pensaba que yo había dicho que aunque un hombre fuera un creyente en Jesucristo, después de todo, podía perecer. Me atrevo a decir que algunas expresiones que usé lo condujeron a creerlo. Si hubiese sido un oyente que acostumbra venir aquí, no habría imaginado que yo pudiera dar cabida a una tal declaración, pues todos los que me oyen de continuo saben que si hay una doctrina que he predicado más que cualquier otra, es la doctrina de la perseverancia final de los santos. Lo que pretendía decir –no me sorprende que no me hubiese entendido cabalmente- era esto: que el creyente tiene que ser siempre un creyente; que habiendo comenzado en esa confianza, tiene que continuar en esa confianza. La alternativa sería que regresara a la perdición, en cuyo caso perecería como un incrédulo, y entonces la inferencia sería que la fe que parecía tener era una ficción, que la confianza de la que parecía disfrutar era una burbuja, y que realmente no creyó nunca para salvación de su alma. Este es un argumento válido basado en la operación del Espíritu de Dios y no es de ninguna manera una condición dependiente del buen comportamiento de los individuos. La única vía por la que un alma es salvada es porque esa alma permanece en Cristo; si no permaneciera en Cristo, sería descartada como un pámpano y se secaría. Pero, por otra parte, sabemos que quienes están injertados en Cristo permanecerán en Cristo. Razonamos a la manera del apóstol Pablo quien, después que hubo hablado del peligro en que algunos se encontraban consistente en que habiendo comenzado bien, terminaran mal; después de ser iluminados y de gustar de la buena palabra de Dios y los poderes del siglo venidero, recayeran, Pablo agrega: “Pero en cuanto a vosotros, oh amados, estamos persuadidos de cosas mejores, y que pertenecen a la salvación, aunque hablamos así”. A pesar de haber sido ya debatida esta cuestión, se me ocurre que pudiera ser provechoso si enuncio brevemente –no a manera de controversia, sino simplemente en interés de la instrucción- la doctrina de la seguridad del creyente en Cristo, la certeza de la perseverancia del creyente hasta el fin y la seguridad de su ingreso en el eterno reposo. Se me viene a la mente de inmediato este texto: “Y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano”.

 

Las tres cláusulas de esta oración representan para nosotros tres seguridades llenas de gracia. He aquí un don divino: “Yo les doy vida eterna”; una promesa divina que es amplia y de largo alcance: “no perecerán jamás”; y un asidero divino: “ni nadie las arrebatará de mi mano”.

 

Entonces, observen primero EL DON DIVINO: “Yo les doy vida eterna”. La vida eterna viene a todo el que la recibe en calidad de un don. El ser humano no la poseía cuando entró por primera vez en el mundo. Nació del primer Adán, y nació para morir. No la extrajo de sí mismo ni provocó su desarrollo en su interior mediante algunos procesos misteriosos. No es un cultivo de casa, ni es un producto del suelo de la humanidad: es un don. Tampoco es otorgada la vida eterna como una recompensa por servicios prestados. No podría ser, pues es un prerrequisito previo a la realización del servicio. El término “don” excluye toda idea de deuda. Si es por un don, o por gracia, no es por deuda o por recompensa. Siempre que la vida eterna es implantada en el alma de alguna persona, eso se realiza como un don gratuito del Señor Jesucristo; no como algo merecido, sino como algo otorgado a personas indignas. Por esto no vemos ninguna razón por la que deba serle revocada a la persona que la ha recibido. Pues, supongan que hubiera ciertos motivos de descalificación en la persona que ha participado del don; con todo, esas descalificaciones no podrían operar para impedir que disfrute de la bendición, como tampoco pudieron impedir que la recibiera inicialmente, aun si hubiesen sido tomadas en cuenta. El don no le llega a la persona por causa de algún merecimiento propio, sino que le llega como una dádiva. No hay ninguna razón por la que una vez que cobra existencia no deba continuar, ni hay razón por la que el uso del tiempo presente de verbo dar, tal como lo tenemos aquí, no deba describir siempre un hecho presente. “Yo les doy” –continúo dándoles- “vida eterna”. Ese hecho no puede verse afectado por una indignidad descubierta posteriormente, porque Dios conoce lo por venir desde el principio. Cuando Él otorgó la vida eterna a la persona que la posee, conocía muy bien cada imperfección y cada falla que habrían de presentarse en esa persona. Esos deméritos, si hubieran constituido en absoluto razones, habrían sido un motivo para no otorgarla, antes que para darla y quitarla de nuevo. Pero es inconsistente con los dones de Dios que sean anulados alguna vez. Tenemos establecido como una regla del reino, la cual no puede ser violada, que “irrevocables son los dones y el llamamiento de Dios”. Él no rescinde por capricho aquello que ha conferido por Su propia buena voluntad. No va acorde con la naturaleza real del Señor, nuestro Dios, otorgar un don de la gracia en un alma, para luego, posteriormente, retirarlo; levantar a un hombre de su natural degradación y colocarlo entre los príncipes, dotándolo de una vida eterna, para luego derribarlo de su excelso estado y privarlo de todos los beneficios infinitos que le ha conferido. El propio lenguaje que estoy usando es lo suficientemente contradictorio por sí solo para refutar esa sugerencia. Dar la vida eterna es dar una vida más allá de las contingencias de esta presente existencia mortal. “Por siempre” es un sello estampado en la carta de privilegio. Quitarlo no sería consistente con la regia liberalidad del Rey de reyes aun si fuese posible que tal cosa pudiera suceder. “Yo les doy vida eterna”. Si Él da, entonces da con la soberanía y la generosidad de un rey; da permanentemente, con una posesión permanente. Él da de tal manera que no revocará la concesión. Él da y les pertenece: será de ellos mediante una garantía divina de derechos por los siglos de los siglos.

 

Podemos inferir la absoluta seguridad del creyente, no sólo del hecho de que esta vida es un don absoluto, y que por tanto, no será retirada, sino también de la naturaleza del don, que es: vida eterna. “Yo les doy vida eterna”. “Sí”, -dice alguien- “pero se pierde”. Entonces no pueden haber tenido una vida eterna. Es una contradicción en los términos decir que un hombre tiene vida eterna pero que, no obstante, perece. ¿Puede sobrevenirle la muerte a lo inmortal, o puede afectar el cambio a lo inmutable, o puede corroer la corrupción a lo imperecedero? ¿Cómo puede ser eterna la vida si llega a un fin? ¿Cómo puede ser posible que uno tenga vida eterna y, con todo, que muera de pronto, o que se desplome tal como falla la débil naturaleza en todas sus funciones? ¡No!, la eternidad no debe ser medida por semanas o meses o años. Cuando Cristo dice eterna, Él quiere decir eterna, y si he recibido el don de la vida eterna, no es posible que yo peque de tal manera que pierda esa vida espiritual por algún medio de algún tipo. “Es vida eterna”.

 

Podemos esperar razonablemente que el creyente persevere hasta el fin porque la vida que Dios ha implantado en su interior es de tal naturaleza que tiene que continuar existiendo, tiene que vencer todas las dificultades, tiene que madurar, tiene que perfeccionarse, tiene que echar fuera de sí al pecado y tiene que llevarlo a la gloria eterna. Cuando Cristo habló con la mujer samaritana junto al pozo, dijo: “El que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna”. Esto no podría significar un trago pasajero que calmaría la sed durante una hora o dos, sino que tiene que implicar una participación tal que cambie la constitución real de un ser humano y su destino, y que se convierta en él en un manantial inextinguible. La vida que Dios implanta en los creyentes por la regeneración no es como la vida que ahora poseemos por la generación. Esta vida mortal pasa. Está ligada a la carne, y toda carne es como hierba: se marchita. “Lo que es nacido de la carne, carne es”. No así la nueva vida que es nacida del Espíritu y es espíritu, pues el espíritu no es susceptible de ser destruido: continuará y perdurará por todos los siglos. La vida eterna en el interior de todo hombre que la posee es engendrada en él “no de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios” mismo. Gracias sean dadas al Padre pues es por Él que nosotros hemos “renacido para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos”. Rastreando esta vida implantada hasta su origen, se dice de nosotros: “siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre”. Es una simiente santa. No puede pecar, pues es nacida de Dios. Somos hechos partícipes de la naturaleza divina, y la nueva vida en nuestro interior es una vida divina. Es la vida de Dios en el interior del alma del hombre. Nos convertimos en los que hemos nacido dos veces, con una vida que no puede morir como tampoco puede hacerlo la vida de Dios mismo, pues es, de hecho, una chispa que proviene de ese gran sol central; es un nuevo pozo en el alma que extrae sus suministros de la profundidad subterránea, de la inextinguible fuente de la plenitud de Dios. Esta es, entonces, una segunda razón para creer en la seguridad y en la perseverancia final del creyente. El creyente tiene un don de Cristo, y Cristo no le quitará Su don; él tiene una vida que es en sí misma inmortal y eterna.

 

Pero, adicionalmente, esta vida en el interior del cristiano que es un don de Cristo, está siempre vinculada a Cristo. Nosotros vivimos porque somos uno con Cristo; así como el pámpano succiona su savia de la vid, así también nosotros seguimos obteniendo la sangre de nuestra vida, las provisiones de nuestra vida, de Cristo mismo. La unión entre el creyente y Cristo es vital y ofrece una seguridad en sumo grado. Pues, ¿qué dice nuestro Señor respecto a ella? “Porque yo vivo, vosotros también viviréis”. No es una relación que pueda ser disuelta o un vínculo que pueda ser cortado, sino que es una necesidad en la que no puede intervenir ningún accidente; es una ley fija del ser: “Porque yo vivo, vosotros también viviréis”. Que la unión entre Cristo y Su pueblo es indisoluble parece obvio partiendo de las figuras que son utilizadas para ilustrarla. Denotan de una manera tan contundente que no puede haber ninguna separación, que muy bien podemos decir: “¿Quién nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro?” ¿Acaso no estamos desposados con Cristo? ¿Qué metáfora podría ser más expresiva? Para calcular su valor tienes que tomar la descripción divina de la relación. Pues aunque las bodas son secularizadas por nuestras Actas del Parlamento y los lazos nupciales son considerados como contratos civiles, Dios ha declarado que el varón y la mujer constituyen una sola carne; sí, a los ojos del cielo, aquel que se une a una ramera es un solo cuerpo con ella. Entonces, si en el matrimonio ordinario el divorcio es posible, y, ay, es demasiado común, cuando acudes a la Escritura encuentras que está escrito que Él odia el repudio. Él ha dicho: “Y te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia… y en fidelidad, y conocerás a Jehová”. El matrimonio entre Cristo y nuestras almas no puede ser disuelto nunca. Sería una blasfemia suponer que Cristo pedirá el divorcio, o suponer que se pueda proclamar que Él repudió a quien eligió desde la antigüedad, el mismo para quien preparó el grandioso festín de bodas y para cuya eterna bienaventuranza preparó un lugar en la gloria. No, no podemos imaginar unos esponsales que conduzcan a una separación.

 

Además, ¿acaso no somos miembros de Su cuerpo? ¿Acaso Cristo será desmembrado? ¿Perderá Él, cada vez y cuando, un miembro por aquí y otro miembro por allá? ¿Puedes suponer que Cristo está mutilado? Me cuesta pensar y mucho menos expresar el pensamiento de que podría faltar aquí o allá un ojo, o un pie, o un oído para completar la perfección de Su persona mística. ¡No!, eso no sucederá. Los miembros del cuerpo de Cristo serán vivificados tan vitalmente por el corazón y por Él mismo que es la cabeza, que seguirán viviendo, porque Él vive. Cuando un hombre se mete en el agua, la corriente pudiera tener naturalmente poder para ahogarlo, pero mientras su cabeza permanezca sobre el agua, no es posible que la corriente ahogue sus pies o sus manos; y ya que Cristo, la cabeza, no puede morir ni puede ser destruido, ni todas las aguas que aneguen a los miembros de Su cuerpo los destruirán, no pueden destruirlos.

 

Además, la vida del creyente es sustentada constantemente por la presencia del Espíritu Santo en su interior. Es un hecho, bajo la dispensación del Evangelio, que el Espíritu Santo no sólo está con los creyentes, sino que está en los creyentes. Él mora en ellos y los convierte en Su templo. La vida, tal como les hemos mostrado, es sui generis, es única, inmortal; es inmortal porque está unida con un Cristo inmortal, pero es también inmortal porque es sustentada por un Espíritu Divino que no puede ser vencido, que tiene poder para enfrentar todo el mal que falsos y perversos espíritus intentan generar para nuestra destrucción, y Quien día con día agrega un renovado combustible a la llama eterna de la vida del creyente en su interior. Si no fuese por la permanencia del Espíritu en nosotros, podríamos estar sujetos a alguna duda, pero en tanto que Él continúe permaneciendo en nuestro interior por siempre, no temeremos.

 

Entonces el primer consuelo que extraemos de nuestro texto es que somos los receptores de un don divino: “Yo les doy vida eterna”.

 

II.   Ahora, en segundo lugar, sumado a lo anterior, tenemos UNA PROMESA DIVINA: “No perecerán jamás”. Yo estoy muy agradecido por esta palabra, porque ha habido algunos que han procurado acabar con la fuerza de este pasaje íntegro: “Ni nadie las arrebatará de mi mano”. “No”, -han dicho ellos- “pero se pueden deslizar por entre los dedos, y aunque no puedan ser arrebatados, con todo, pueden salirse por su propia voluntad”; pero aquí hay una breve frase que invalida todos esos pensamientos: -“No perecerán jamás”-, en Sus manos o fuera de Sus manos, bajo cualquier suposición de cualquier tipo: “No perecerán jamás”. Observen que aquí no hay ninguna restricción. Incluye todo el tiempo. “No perecerán jamás”. ¿Se trata de jóvenes creyentes? ¿Son fuertes sus pasiones? ¿Es débil su juicio? ¿Tienen escaso conocimiento, poca experiencia y una fe débil? ¿Acaso no podrían morir mientras son corderitos o perecer mientras están tan débiles? “No perecerán jamás”. Pero, en la mitad de la vida, cuando los hombres pierden con demasiada frecuencia la frescura de la gracia temprana, cuando el amor de sus esponsales ha perdido tal vez su poder, ¿acaso no pueden volverse mundanos? ¿No podrían, de alguna u otra manera, ser entonces conducidos al descarrío? “No perecerán jamás”. “No perecerán jamás”. Perecerían si la mundanalidad pudiera destruirlos; perecerían si el mal pudiera tener completa y enteramente el dominio sobre la gracia, pero eso no sucederá. “No perecerán jamás”. Pero, ¿no pueden volverse más viejos, y, con todo, no ser más sabios? ¿No podrían ser sorprendidos por la tentación, como lo han sido muchos en tiempos cuando se han vuelto carnalmente seguros porque pensaban que su experiencia los había fortalecido? “No perecerán jamás”; no lo harán aunque sean principiantes, ni tampoco aunque estén a punto de acabar su carrera. “No perecerán jamás”. Excluye todo tiempo, toda referencia al tiempo, al condensar toda la gama de períodos posibles en una sola palabra: “jamás”. “No perecerán jamás”.

 

El alcance de la frase incluye toda contingencia. “No perecerán jamás”. ¿Cómo, ni siquiera si son severamente tentados? “No perecerán jamás”. ¿No perecerán si se rebelan? Serán restaurados de nuevo. “No perecerán jamás”. Pero, ¿qué pasa si continúan en la rebelión y mueren así? Ah, no harán eso. “No perecerán jamás”. No debes suponer lo que no puede ocurrir nunca. “No perecerán jamás”. Nunca estarán en una condición tal que se queden completamente desprovistos de gracia; nunca estarán en tal estado de corazón que el pecado tenga dominio sobre ellos, un dominio total y completo. Puede entrar. Pudiera parecer que logra el dominio por un tiempo, pero el pecado nunca tendrá el dominio sobre ellos al grado de que perezcan delante del Señor. “No perecerán jamás”.

 

Incluye a todo el rebaño. “No perecerán jamás”, es decir, ni una sola de Sus ovejas perecerá. Este no es un privilegio distintivo de unos cuantos, sino la misericordia común de todos ellos; ni uno solo de ellos –ni uno solo- perecerá jamás. Aunque tú, creyente en Cristo, seas el más desconocido de todos los miembros de la familia, tú no perecerás jamás. Si en verdad tú has recibido la vida interior y si la gracia verdadera está en tu alma, aunque nadie sepa tu nombre y nadie te extienda una mano de ayuda; aunque como un solitario peregrino recorras el camino celestial completamente solo, débil y desfalleciente, y tiembles a lo largo de todo el camino, no perecerás jamás. La promesa no está dirigida a algunos, sino a todas las creyentes ovejas de Cristo. “No perecerán jamás”.

 

Y, amados, pudiera fortalecer grandemente nuestra fe y revivir dulcemente nuestros espíritus, el considerar cómo armoniza esa doctrina con otras doctrinas en las que ciertamente creemos. Las ovejas de Cristo fueron elegidas por Dios para salvación desde la antigüedad. Pero, si perecieran, la elección de Dios se vería frustrada. Él los designó desde la fundación del mundo para que produjeran fruto de santidad hasta el fin, y, si no lo hicieran, ¿cómo se haría Su voluntad como en el cielo así también en la tierra? Ellos fueron un pueblo apartado para Él mismo, para que lo honrara por medio de buenas obras; si fallara en esto, si cayera de ese bienaventurado estado, si pereciera por completo, el consejo del Padre se vería frustrado, y eso no puede ser. El propósito de Dios asegura su perseverancia final. “No perecerán jamás”.

 

Podemos tener la seguridad de que serán preservados gracias a la redención eficaz que Cristo obró para ellos. Amados, nosotros creemos en este lugar, (aunque la doctrina es muy menospreciada en estos días) en un sacrificio sustitutivo literal y real.

 

Nosotros creemos que Jesús murió por Su pueblo, y que:

 

“Soportó, para que no tuvieran que soportarla nunca

La justa ira del Padre”.

 

Ahora bien, si Él pagó sus deudas, ellos ya no tienen que saldar ninguna deuda. Si Él soportó su castigo, ellos ya no tienen que sufrir ninguna sanción. Si Él ocupó su lugar, tanto la justicia como la gracia –justicia y gracia en conjunto- exigen que sean salvados. Jesucristo ofreció una expiación por ellos y “¿Quién es el que condenará?” “Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó”. “Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida”. Si Él murió porque asumió nuestra culpa, con mayor razón -habiendo sido consumada la expiación- entraremos en la plenitud del reposo. Si Él no estuvo dispuesto a perdernos aun viéndonos como irredentos, antes bien, vino y pagó el precio, mucho menos nos perderá ahora que nos ha redimido con Su sangre para Dios, de todo linaje y lengua y pueblo y nación. Él puso Su vida por Sus ovejas. Él amó a la iglesia y se entregó a Sí mismo por ella, a fin de presentársela a Sí mismo, una iglesia gloriosa, y para lograr el propósito por el cual ya ha aventurado tanto, Él seguramente reclamará y seguramente recibirá de manos de la justicia, la salvación de aquellos por quienes se ofreció como una víctima vicaria.

 

Además, queridos amigos, el que cree en Cristo es justificado de todas las cosas de las que no podría ser justificado por la ley de Moisés. ¿Es acorde con la manera del hombre primero justificar y después condenar? Ciertamente no, pero si lo fuera, no es acorde con la suprema equidad del Dios Altísimo. Si Él ha declarado justo a un hombre, ese hombre es justo. Cuando Él declara que las transgresiones del hombre le han sido perdonadas, ¿le serán tomadas en cuenta de nuevo? ¿Serán puestas de nuevo a su puerta? ¿No se afirma que Él ha quitado nuestros pecados como una nube, y acaso recobrará la nube de ayer? ¿Acaso no ha dicho que ha arrojado nuestros pecados a las profundidades del mar? ¿Eso que el propio Jehová ha consignado al olvidadizo océano habrá de ser arrastrado otra vez a la costa como si lo hubiese depositado en una parte poco profunda? Tan lejos como el Oriente está del Occidente, así de lejos Él apartó nuestras transgresiones de nosotros. Nuestro Oriente y nuestro Occidente están lo suficientemente apartados; pero ¡cuánto más apartados estarán el Oriente y el Occidente de Dios cuando Él mira a través del espacio infinito! Él ha transportado esos pecados tan lejos de nosotros que ni el demonio de pies más ligeros los podría traer de regreso aunque dispusiera de toda una eternidad para realizar esa proeza. Él los ha quitado para siempre. Sí, oigan lo que se dice del Mesías: “Ha puesto fin al pecado, y ha expiado la iniquidad, y ha traído la justicia perdurable”. Si se le ha puesto un fin al pecado, se le ha puesto fin, y si ha acabado con él, ¿dónde está? ¿Dónde está? “La maldad de Israel será buscada, y no aparecerá; y los pecados de Judá, y no se hallarán”, en efecto, no serán hallados, dice el Señor.

 

Oh amados, ¿cómo será entonces condenado el hombre que cree en Cristo, y condenado por el pecado que ya ha sido perdonado? ¿Cómo será arrojado en el infierno? ¿Por qué? ¿Por ofensas que fueron asumidas por el Salvador? ¿Cómo podría ser condenado aquél a quien Dios ha justificado? No le den cabida a ese pensamiento. No permitan que el miedo o la fantasía los induzcan a prestar oídos a la sugerencia. Una vez dictada la sentencia de remisión para un hombre, permanece irrevocable. “Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condenará?”

 

Además, Dios ha comenzado una obra en el creyente que está comprometido a concluir. Nunca se ha dicho de Dios que comenzó a edificar pero que fue incapaz de completar la obra. “Estando persuadido de esto, que el comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo”. No ha sido acorde con la costumbre de Jehová dejar inconclusas Sus obras; ¿por qué habría de dejarlas inconclusas? ¿Hay alguna falta de poder? Eso es inconcebible. ¿Hay alguna falta de voluntad? No podemos imaginarlo, pues si Su voluntad hubiera cambiado tendría que haber una razón para el cambio. Y si es así, ¿es más sabio Dios de lo que era? ¿Ha alterado Su plan debido a que encontró algún error en él? Si no, si la infinita sabiduría lo condujo a poner Su mano en esa obra, la infinita sabiduría mantendrá Su mano en la obra.

 

“La obra que la sabiduría asume,

La eterna misericordia nunca abandona”.

 

Oh amados, el propio comienzo de la obra de Dios augura que la obra será realizada íntegramente.

 

La doctrina de la adopción nos proporciona otro argumento para nuestra seguridad. Todo hombre que es salvado, justificado y perdonado, es también adoptado en la familia de Dios. Y, ¿piensas tú que Dios sustituye y cambia a Sus hijos que son llamados por Su propio nombre? ¿Imaginas creíble tal cosa? ¿Acaso convence como un hecho? ¿Eres tú el hijo de tu Padre hoy, y el hijo de alguien más mañana? ¿Acaso no es esa una absurdidad demasiado obvia para que necesite ser refutada? No; yo no sé de dónde pudo haber salido un pensamiento tan extravagante como es el que seamos los hijos de Dios hoy y pronto seamos los hijos del diablo, cambiando así la bendita paternidad que Dios mismo reclama respecto a todo Su pueblo. “Pero, podemos hacer el papel del hijo pródigo”, dice alguien. Sí, respondo, y podemos ser traídos de regreso después de que nos hemos descarriado como lo hizo el hijo pródigo. Además, el hijo pródigo siguió siendo un hijo; aun cuando estaba junto a la artesa de los cerdos y después de haber desperdiciado toda su riqueza en una vida entregada a los vicios, seguía siendo amado por el padre. Y debido a que él era un hijo regresó de nuevo con llanto y amargura de espíritu y encontró paz y perdón. Si no hubiese sido un hijo, podría haber pasado su vida con las rameras, como otros, y allí no habría dicho: “Me levantaré e iré a mi padre”; pero la gracia operó en su corazón, fue revivido misteriosamente, y dijo: “debo abandonar esta vida de pobreza y pecado y debo regresar a la casa de mi padre”. Y si el hijo de Dios se descarriara, como es posible que suceda, (que Dios nos conceda a ustedes y a mí que nunca nos descarriemos), con todo, hay una voz que dice: “Convertíos, convertíos, hijos rebeldes, dice Jehová, porque yo soy vuestro esposo”. La adopción es ciertamente una gran prueba de que el pueblo del Señor será guardado y preservado, y que habrá una familia de Dios en el cielo que no será desintegrada. Él no tendrá que lamentar que Sus propios hijos e hijas amados, engendrados por Su gracia, perezcan por completo. Jesús va a decir: “He aquí, yo y los hijos que me dio Jehová”.

 

III.   Y, ahora, el último punto es EL ASIDERO DIVINO: “Ni nadie las arrebatará de mi mano”.

 

Entonces todos los santos están en las manos de Jesús. No están sólo en Su corazón, sino en Sus manos, tal como los sumos sacerdotes llevaban los nombres de las doce tribus en el pectoral y también los llevaban en los hombros. El poder y también el afecto de Cristo preservarán al pueblo de Dios. Ellos están en Sus manos. “Todos los consagrados a él estaban en su mano”. ¡Cuán bienaventurado lugar es para nosotros estar siempre allí, en la mano de Cristo!

 

Pero, ¿acaso nuestro Señor nos da a entender, como si fuese para prevenirnos, que se llevarían a cabo una gran cantidad de intentos para arrancarnos de esa mano? Satanás quisiera hacerlo; nuestras propias concupiscencias rastreras quisieran hacerlo; los impíos quisieran hacerlo. El aire mismo está lleno de tentadores que quisieran –si pudieran- arrancarnos de Cristo. Por tanto, tenemos una razón para ejercer una gran vigilancia, para tener una profunda humildad, pero también para sentir mucho agradecimiento por estar colocados donde los tentadores no pueden alcanzarnos, pues la promesa nos garantiza que nadie será capaz de arrancarnos de la mano de Cristo. No hay poder suficiente en legiones de espíritus caídos si fueran convocados en formación de combate contra un pobre y débil cristiano, para arrebatarlo de Cristo; sí, si lo asediaran sin interrupción, como una nutrida manada de leones buscando devorar a un cordero, la defensa sería tan grandemente más fuerte que la invasión que no podrían arrancar ni siquiera a ese único cristiano de la mano de Cristo. El destructor no ha celebrado jamás un triunfo sobre el Redentor. Él no es capaz de retener ni una sola joya de la corona del Redentor y decir: “¡Ajá! ¡Ajá! La robé de Tu diadema. ¡Tú no pudiste conservarla!” Él no tiene ni una sola oveja a la que pudiera señalar y decir: “¡Ah, Pastor de las ovejas, no pudiste conservarlas a todas! Las fuertes estaban lo suficientemente seguras, ellas se ayudaron a sí mismas, pero esta pobre oveja enclenque no se pudo ayudar a sí misma y Tú no pudiste evitarlo. ¡He aquí, Te la he arrebatado! Tu rebaño, que es Tu orgullo, está incompleto; Tú mismo, como Pastor, tienes un estigma en Tu nombre, pues has perdido al menos esta única oveja que Tu Padre te había dado y que compraste con Tu sangre”. No puede ser; no va a ser así. Los poderes de las tinieblas han conspirado para esto y han luchado por esto, pero no han prevalecido todavía, ni lo harán. ‘Nadie las arrebatará de mi mano’. Oh, reposa en la mano de Cristo, reposa tranquilamente; ahora que estás allí estás segura, y nadie te arrebatará de ahí. Como si quisiese hacer la seguridad doblemente segura, y darnos una consolación muy grande, agregó: “Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre”. Ustedes pueden interpretar esa figura. Está la mano de Cristo y Su pueblo se encuentra en ella, y Él la cierra firmemente para sostenerlos. Pero como esa mano fue traspasada una vez, entonces, para hacerla doblemente segura, el Padre la estrecha con Su mano, y entonces son guardados y abrazados dentro de una doble ciudadela. Cuentan con la mano traspasada de Jesús y cuentan con la todopoderosa mano del Padre; entonces tienen dos manos que los protegen y los defienden. Bien pueden ahora desafiar confiadamente a todo poder terrenal o infernal a que los destruyan alguna vez. Ellos tienen que descansar por siempre, y lo harán, en perfecta seguridad bajo el guardián cuidado del Hombre Mediador, Cristo el Señor, y de Dios, el eterno y siempre bendito Padre, que también los toma bajo Su sagrada custodia. 

 

¿Acaso oigo que alguien objeta, diciendo: “Bien, pero si esto fuera verdad, entonces, acaso no podría el hombre vivir como quisiera?” Amigo, ¿cómo puedes tú hacer esa pregunta? ¿Qué quieres decir con eso? ¿Acaso quieres decir: podría una oveja vivir en pecado? He estado tratando de mostrar que si una persona es una de las ovejas de Cristo, no puede perecer, con lo cual quiero decir que no puede vivir en pecado, pues eso es perecer. Cuando sostengo que no puede vivir en pecado, como lo hacía, y dejar de ser un hombre agraciado, ¿tú me preguntas si él va pecar deliberadamente a partir de ese momento porque ha sido salvado de sus pecados? Seguramente me estás entendiendo mal. “Pero, ¿no puede caer un hombre? Ahora me han quitado estos frenos, y me puedo volver desenfrenado”. ¿Cuáles frenos? ¿Cuáles frenos? Si yo establezco que un hombre que está alistado como un soldado es siempre un soldado, ¿cómo puedes decirme que le he quitado algunos frenos? No veo cómo pueda ser eso. Más bien he implicado que existe una gran cantidad de incentivos para la virtud antes que haber ofrecido un solo pretexto para el vicio. Ciertamente él no ha de desembarazarse de su condición de soldado por haberse alistado vitaliciamente en el servicio de su Señor. Si se despojara alguna vez de ella, nunca podría retomarla de nuevo. Si ellos se desprendieran, sería imposible renovarlos de nuevo para arrepentimiento. Si fallara la obra de Dios, si la sangre expiatoria de Cristo se quedara corta de su objetivo, no quedaría ninguna esperanza para ellos. El suelo sobre el cual desciende el rocío que humedece las flores es desechado como inútil cuando no hace otra cosa que producir espinas y abrojos. Si un hombre tuviera un arranque de entusiasmo para profesar una fe en el Evangelio, y luego tuviera un arranque de libertinaje y se hundiera en la disipación, todos ustedes sabrían qué cosa pensar de su sinceridad. Cuando la culpa del pecado es quitada, el amor del pecado es expulsado del corazón; y cuando es otorgado el Espíritu de santidad, el amor por la santidad es infundido en el corazón. El hombre que cree verdaderamente, comienza una vida de santidad, y no se aparta nunca por completo de esa vida de santidad. Yo les concedo que puede ser sorprendido en alguna falta; puede ser sorprendido por alguna tentación; puede tropezar debido a la debilidad y a la falta de vigilancia; pero será llevado de nuevo de regreso al arrepentimiento; no se le permitirá que perezca. La vida que hay en él es inmortal -una santa simiente incorruptible- y seguirá creciendo a pesar del sofocante calor y del cortante frío, del tizón o del añublo, hasta florecer en la perfección de la vida en lo alto. Alguien dice: “Ah, amigo, yo no tengo ningún argumento en contra de tu doctrina; mi miedo es por mí mismo: no creo que viviría como lo hago ahora si no tuviera miedo a perderme”. ¿No es ese un miedo adecuado para el hijo de la esclava: “A menos que haga tal y tal cosa seré enviado al desierto con mi madre Agar”? Muy probablemente lo serás. Pero, yo sé esto, que soy el hijo de la libre, esto es, de Sara, y yo sé que mi padre nunca enviará a Su hijo al desierto. ¿Qué pasa, entonces? ¿Su apego provocará un extrañamiento? ¿Haré cosas vergonzosas porque me destina al honor? No, no, sino que porque Él me ama tanto, yo a mi vez le amo. Yo le suplico que perdone mis ofensas, pero buscaré hacer todo lo que sea posible para mostrar que me doy cuenta de la grandeza de Su amor, y deseo hacer una pobre compensación de la mejor manera que pueda. Bien, pero, dice alguien, ¿no somos amonestados con advertencias contra la recaída? Ciertamente, y esas advertencias son las más terribles que el lenguaje pudiera describir. Indudablemente la Escritura pinta la senda del peregrino como llena de peligros. No es por la fortaleza de la criatura que podemos mantenernos. Si la sangre preciosa pudiera perder su poder, si el bendito Espíritu retirara Su influencia, si el socorro oportuno fuera suprimido, no tendríamos ningún recurso. Para toda clase de pecados hay un remedio: creer en Cristo como un Salvador; pero para la apostasía no hay ninguna cura. Si pisoteas el único sacrificio, no será ofrecido jamás ningún otro sacrificio. Sólo hay un nuevo nacimiento. La regeneración tiene lugar una vez y sólo una vez. “¿Pero por qué estas advertencias” –preguntas tú- “si no puede suceder?” Recuerda que Dios no trata con Su pueblo como si fueran bloques de madera o de hierro echados y elaborados en un molde. Nosotros somos seres con una voluntad y un juicio, y Dios trata con nosotros de esa manera.

 

Por ejemplo, si yo tengo veneno en mi casa y si fuera necesario por alguna razón u otra que el veneno estuviera allí, no tendría la intención de que mis hijos tuvieran acceso alguna vez a ese veneno o que lo tomaran. Pero supongan ahora que yo fuera omnipotente, y que tuviera el poder de impedir que lo tomaran, y que por tanto, no lo encerrara ni lo pusiera donde no pudieran tener acceso a él. Lo pongo donde lo podrían obtener si así lo quisieran y donde los mataría si accedieran a él; pero yo les digo que no deben tomarlo; les describo los resultados que se presentarán, y tengo tal influencia amorosa sobre los corazones de mis hijos (supongan que así fuera) que no me desobedecerían ni tomarían ese veneno. Aunque estuviera allí y los demonios entraran en la casa y los tentaran a tomarlo, ellos no lo tomarían sino que lo pondrían lejos. Yo estaría exhibiendo de esa manera ante quienes estuvieran mirando, el amor que por mí anida en los corazones de mis hijos, y también mi poder sobre los corazones de mis hijos, aunque no violé sus voluntades ni hice imposible que se destruyeran a sí mismos.

 

Ahora bien, lo mismo sucede aquí. Al pecado se le permite que esté en el mundo –yo no sé por qué- y Dios no hace imposible que un hombre vaya y cometa cualquier pecado. El hombre podría hacerlo, y lo haría, a menos que la gracia de Dios se lo impidiera; pero la gracia de Dios no es mecánica en su acción; no es como un grillete o una cadena; no arrastra (como he oído decir a algunos) por las orejas a la gente para llevarla al cielo. No, es una fuerza poderosa; es un poder omnipotente, pero es muy consistente con el libre albedrío, y no opera nunca contrariamente a las leyes de la mente; y Dios es glorificado en esto: que aunque Sus hijos sean tentados de esa manera, no corren al pecado que es fatal y que destruye el alma; no se adentran en una tal apostasía que los aparte de Él, que fuese final y que comprobase ser completamente destructiva. Ellos son guardados por Su agraciado poder, guardados como hombres que son atraídos pero con cuerdas de amor, que son atados, pero con cuerdas humanas. ¿Objetas que los “hombres buenos caigan”? Los hombres buenos no caen como para perecer. Los hombres buenos en verdad caen, pues son hombres. La vieja naturaleza está en ellos. Pero el hombre verdaderamente agraciado se arrepiente a pesar de todos sus pecados, cree todavía, y con los huesos quebrados regresa a su Señor y demuestra que todavía es un hijo. La oveja podría caer en una zanja, pero no se revolcaría en el lodo como lo haría un cerdo si cayera allí. Una oveja, aun cuando caiga en una zanja, demuestra que sigue siendo una oveja. Hay una diferencia en su naturaleza. Cuando he visto a un hijo de Dios caer en pecado, he sabido que si fuera un hijo de Dios se odiaría a sí mismo por eso, se afligiría por eso, y no podría estar en paz ni tranquilidad en él. ¿Me cuentas acerca de algún cristiano que vivía en pecado y que parecía ser muy feliz? Puedes estar seguro de que no era ningún cristiano, sino alguien que pretendía serlo. Quien puede continuar en el pecado y deleitarse en él, no es ningún hijo de Dios. Aquel que puede adentrarse día tras día en el vicio, o que puede tolerar en sí mismo cualquier pecado conocido, tiene una mancha que no es la marca de los hijos de Dios. Tiene una señal sobre él que jamás estuvo y que no estará jamás en un hijo de Dios verdaderamente vivificado. Sed santos, porque Yo soy santo, es la voz que resuena en el oído del santo, y si bien no siempre obedece como debería hacerlo, esa es la queja de su alma, y lo hace acudir llorando y lamentándose delante de Dios. Pero aun así, siempre sucederá en general que los justos se mantendrán en su camino, y que el que tiene las manos limpias se fortalecerá más y más.

 

Yo tengo una palabra para cualquier persona aquí presente que sea inconversa, pero que desearía recibir la salvación. ¿Saben, queridos amigos, que uno de los grandes pensamientos conductores de mi vida cuando era joven, que el pensamiento dominante que me llevó al Salvador, fue la creencia en la doctrina de la perseverancia final? Tal vez ustedes se pregunten cómo pudo haber sido eso, pero así fue. Cuando era todavía un jovenzuelo vi a muchos promisorios muchachos y muchachas que naufragaron en una etapa temprana de sus vidas cayendo en graves vicios. Yo sentía en mi alma un desprecio por los pecados que oía que habían cometido. Yo había sido guardado de ellos por los consejos divinos, por las agraciadas intercesiones, por la enseñanza de mis padres y por el ejemplo piadoso. Sin embargo, yo temía no fuera que los pecados en los que habían caído esos jóvenes pudieran llegar a dominarme. El conocimiento que yo tenía de la depravación de mi propio corazón me había conducido a desconfiar de mí. Yo estaba convencido de que a menos que fuera convertido, que naciera de nuevo y recibiera la nueva vida, no tenía ninguna salvaguarda. Cualesquiera que fueran las buenas resoluciones que hubiera podido hacer, las probabilidades eran que serían buenas para nada cuando la tentación me asediara; yo habría podido ser como aquellos de quienes se ha dicho: “Ven el anzuelo del diablo y con todo no pueden evitar mordisquear su carnada”. Pero que yo me desacreditaría a mí mismo, como algunos que yo conocía o de los que me había enterado lo habían hecho, era un riesgo cuyo simple pensamiento me hacía retraer con horror. Cuando oí y leí con ojos asombrados que todo aquel que creyera en Cristo Jesús sería salvo, la verdad entró en mi corazón con una bienvenida indescriptible. La doctrina de que Él guardaría los pies de Sus santos tenía en verdad para mí un encanto. Pensé: “Entonces si voy a Jesús y obtengo de Él un corazón nuevo y un espíritu recto, estaré asegurado contra estas tentaciones en las que otros han caído; yo seré preservado por Él”. Yo no digo que eso me condujera a Cristo: un sentido de pecado lo hizo; pero me atrajo a Él. Era una de las bellezas de Su rostro que me cautivaba, que Él es un fiel guardador de todas las almas que son encargadas a Él; que Él es capaz y está dispuesto a tomar al joven y hacer que limpie su camino y que lo guarda hasta el fin. Oh, jóvenes, no hay ninguna seguridad de vida como la fe en Jesucristo.

 

“La gracia preservará tus años posteriores

Y fortalecerá tus virtudes”.

 

Yo no les he predicado esta noche un cimiento arenoso que cederá bajo sus pies, sino una roca a la cual pueden retirarse continuamente, en la que pueden morar siempre seguros. Yo no les he presentado una salvación que pudiera fallarles bajo la presión de alguna tentación, sino una salvación que es fuerte, y que contiene “las misericordias firmes de David”. El que cree y es bautizado será salvo: salvo de pecar, de la culpa así como del castigo del pecado, y llevado al cielo, santo e idóneo para la herencia de los santos. Que Dios les conceda ser creyentes en Cristo. ¡Amén y amén!

 

 

Traductor: Allan Román

3/Octubre/2012

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