El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
Un Acicate para
NO.
1042
SERMÓN PREDICADO
POR CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
“Porque somos hechos partícipes de Cristo, si es que retenemos el
principio de nuestra seguridad firme hasta el fin”. Hebreos 3: 14.
¡No es posible que el
predicador hable demasiado acerca de la fe o que elogie esta gracia en exceso!
La fe es de vital importancia, no únicamente en una etapa de la historia del
cristiano, sino a lo largo de toda su carrera, desde que se pone en marcha
hasta que alcanza la meta en donde la fe se convierte en visión. Comenzamos por
fe la vida de obediencia a Cristo, y por fe continuamos llevando la vida de
santidad, pues “El justo por la fe vivirá”. Este es el punto de honor y de
seguridad de todos los justos, de los que han sido justificados. Toda la esfera
de su bienestar, que incluye el más severo sentido del deber y la más sublime
dádiva de privilegio, consiste en creer simplemente, depender incondicionalmente
y confiar alegremente en su Dios del pacto. El principio de su seguridad es un
signo esperanzador. El tiempo probará su valor. El resultado de esa profesión
está por verse todavía. Por esto es necesario que el principio de su seguridad
sea retenido con firmeza, firme hasta el fin. Habiendo comenzado por el
Espíritu, no proseguimos con la esperanza de acabar por la carne. No comenzamos
con la justificación por fe, para luego buscar la perfección por las obras. No
nos apoyamos en Cristo cuando somos niños y luego esperamos correr solos cuando
somos adultos, sino que vivimos gracias a que extraemos de Él todas nuestras
reservas, mientras seguimos estando desnudos y somos pobres y miserables. Entre
más enriquecidos somos por Su gracia, más tenemos que decir, y nos deleita hacerlo:
“Todas mis fuentes están en ti”. Fe al principio y fe al final; fe a lo largo
de todo el camino es el elemento de primordial importancia. Una falla en esto,
según lo observamos en nuestra lectura, dejó a Israel fuera de la tierra
prometida. “No pudieron entrar a causa de incredulidad”. La incredulidad es
siempre el mayor mal para los santos; por esta razón tienen la necesidad de
estar diligentemente en guardia contra ella. La fe es siempre el conducto de
innumerables bendiciones para los santos; por tanto, deben ejercer una extrema
vigilancia para mantenerla.
Tendremos que mostrar el
valor de la fe mientras procuramos abrir el texto que estamos considerando, en
el que yo veo, primero, un excelso
privilegio: “somos hechos partícipes de Cristo”; en segundo lugar, por implicación, veo una seria pregunta: la
pregunta de si hemos sido hechos partícipes de Cristo o no; y, luego, en tercer
lugar, una prueba infalible. “Somos
hechos partícipes de Cristo, si es
que retenemos el principio de nuestra seguridad firme hasta el fin”.
I. Primero,
entonces, he aquí UN PRIVILEGIO MUY EXCELSO. “Somos hechos partícipes de
Cristo”.
Observen que el texto no dice: “somos hechos partícipes con Cristo”. Eso sería cierto y sería
también una preciosa verdad pues somos coherederos con Cristo, y como todas las
cosas son Suyas, todas las cosas son nuestras. Cristo, como nuestro
representante, está en posesión de la herencia íntegra de los fieles y como
somos hechos partícipes con Él en el favor del Padre y en el odio del mundo,
entonces seremos hechos partícipes con Él en la gloria que habrá de ser
revelada, y en la bienaventuranza que perdura por los siglos de los siglos.
Pero aquí tenemos que ver con el hecho de ser partícipes de Cristo, más bien que con el hecho de ser partícipes con Cristo.
Tampoco dice que seamos
hechos partícipes de ricos beneficios espirituales. Ese es un hecho que podemos
saludar con plena confianza y darle una cordial bienvenida. Pero, amados
hermanos, hay algo más que eso aquí. Ser partícipes de la misericordia
perdonadora, ser partícipes de la gracia renovadora, ser partícipes de la
adopción, ser partícipes de la santificación, de la preservación y de todas las
demás bendiciones del pacto, equivale a poseer un legado de indecible valor. Pero
ser hechos “partícipes de Cristo”, es
tenerlo todo en uno. Tienen todas las flores en un ramillete, todas las joyas
en un collar, todas las especias aromáticas en un delicioso compuesto. “Somos
hechos partícipes de Cristo”, de Él
mismo. “Agradó al Padre que en él habitase toda plenitud”, y nosotros somos
hechos partícipes con Él de todo lo que es ordenado por Dios que sea nuestro: “sabiduría,
justificación, santificación y redención”. Somos partícipes de Él; este es un
privilegio que ninguna lengua podría expresar jamás, que ningún pensamiento de
un ser mortal y finito podría captar jamás. Pero, ah, se necesitaría contar con
más tiempo del que disponemos, y con una enseñanza mucho más espiritual de la
que profesamos haber alcanzado, para ahondar en esta expresión grandiosa y
profunda: “Somos hechos partícipes de Cristo”. Aun así, ya que estamos
embelesados en la ribera, aventurémonos a navegar aunque sea un poco sobre la
superficie de este océano de bondad y de grandeza.
Amados, somos hechos
partícipes de Cristo, antes que nada, cuando por fe en Él adquirimos una
participación en Sus méritos. Pecaminosos y tristes, cubiertos con
transgresiones y conscientes de nuestra vergüenza, vinimos a la fuente repleta
de Su sangre, nos lavamos en ella y fuimos emblanquecidos como la nieve. En
aquella hora nos volvimos partícipes de Cristo. Cristo es el sustituto por el pecado.
Él sufrió el castigo exigido por la violación a la ley de Dios perpetrada por
los injustos, por quienes murió. Cuando creemos en Él nos volvemos partícipes
de esos sufrimientos, o más bien, de su bendito fruto. Podemos hacer uso del
hecho de que Él sufrió lo que nosotros debíamos haber sufrido. Presentamos el memorial
de ese hecho ante el altar de Dios, ante el trono de la gracia celestial, en
oraciones y profesiones y en adoración espiritual. La sangre aboga por nuestra
causa. La sangre de Jesús que habla mejor que la de Abel, intercede pidiendo
misericordia, no venganza. Por su rico poder, por su valor real, por su mérito
vital, hace morir para siempre nuestros pecados y aplaca para siempre nuestros
temores. Oh, cuán bienaventurado es ser partícipe de Cristo -el sacrificio
expiatorio para el pecado- estar delante de Dios como un pecador que sólo
merece la condenación, y no obstante, saber, por la fe preciosa, que
“Cubierta es mi injusticia,
Libre soy de condenación”.
Saber que soy partícipe
del sacrificio meritorio del grandioso Sumo Sacerdote, quien, habiendo ofrecido
una vez para siempre un solo sacrificio, y habiendo consumado Su obra, se ha
sentado a la diestra de Dios. ¡Cuán grande privilegio es este!
Además, somos partícipes
de Cristo en la medida en que Su justicia también se vuelve nuestra por imputación.
No sólo somos liberados del pecado gracias a Su expiación, sino que somos
hechos aceptos para Dios a través de Su obediencia como nuestra fianza
responsable. Somos “aceptos en el amado”, somos justificados por medio de Su
justicia. Dios no nos ve echados a perder a semejanza del primer Adán que pecó,
sino que nos ve en Cristo, el segundo Adán, rehechos, redimidos, restaurados,
vestidos de ropajes de gloria y hermosura, cubiertos con el manto del Salvador,
tan santos como el Santo. Él “no ha notado iniquidad en Jacob, ni ha visto
perversidad en Israel”. Cuando Jacob aprende a confiar en el Mesías, y cuando
Israel se esconde detrás de su representante que es el Señor, Justicia nuestra,
Jacob deja de luchar, pues prevalece, e Israel es honrado, pues es un príncipe
con Dios. Bienaventurados, tres veces bienaventurados, son quienes son
partícipes de Cristo en Su justicia.
Después de ser así
salvados del pecado y de que la justicia nos es imputada por fe, nos volvemos
adicionalmente partícipes de Cristo por vivir de Él, por alimentarnos de Él. La
mesa sacramental representa nuestra comunión. Aunque no hace otra cosa que
representarla, la representa muy bien. En esa mesa comemos pan y bebemos vino,
y así el cuerpo es alimentado, tipificando que por medio de la meditación sobre
el Cristo encarnado nuestra alma es sustentada; y al recordar la pasión del
Señor, ya que la copa de vino expone Su sangre, nuestros espíritus son
confortados y revividos y nuestros corazones son nutridos. No es que el pan sea
algo o que el vino sea algo, mas Cristo lo es todo para nosotros. Él es nuestro
pan cotidiano, y Su expiación alegra nuestro corazón, y nos deja “fortalecidos
en el Señor, y en el poder de su fuerza”.
¡Hermanos, ustedes saben
qué cosa es alimentarse de Jesús y hasta qué punto es un alimento que satisface!
Cuando ninguna otra cosa puede proporcionar a su alma el reposo y la paz, el recuerdo
del Dios encarnado lo proporciona; un estudio del sufriente Salvador traerá el
refrigerio y la consolación que necesitan. Cuando Jesucristo es nuestro
alimento nos hace partícipes de Él mismo.
Pero, ¿acaso no hay una
doctrina encubierta aquí que es de un significado más profundo? La unión de los
creyentes con Él mismo fue una de las últimas revelaciones que nuestro bendito
Señor dio a conocer a Sus discípulos estando en la tierra. Con una parábola la
mostró, y sin una parábola la expuso claramente. Todo verdadero hijo de Dios es
uno con Cristo. Esta unión es expuesta en
Adicionalmente es como
la unión del esposo con la esposa, que son partícipes el uno del otro. Todo lo
que le pertenece al esposo, la esposa lo disfruta y comparte con él. Ella
participa de él mismo; es más, él le pertenece a ella por completo. Lo mismo
sucede con Cristo. Estamos casados con Él, desposados con Él para siempre en
justicia y en juicio, y todo lo que Él tiene es nuestro, y Él mismo es nuestro.
Su corazón entero nos pertenece a cada uno de nosotros. Y luego, así como los
miembros del cuerpo son uno con la cabeza, puesto que derivan su guía, su
felicidad y su existencia de la cabeza, así también somos hechos partícipes de
Cristo. ¡Oh, es una participación sin igual! “Grande es este misterio” dice el
apóstol; y, ciertamente es un misterio de tal naturaleza que sólo lo conocen quienes
lo han experimentado. Aun ellos no pueden entenderlo plenamente y mucho menos
pueden esperar exponerlo de tal manera que las mentes carnales capten su
significado espiritual. Viene el día en que seremos partícipes de Cristo en un
grado más sublime y supremo del que los símbolos pueden sugerir, del que la
profecía puede predecir, del que la fe puede anticipar o que el logro real
puede realizar; pues, aunque de todo lo que nuestro Señor Jesucristo es en el
cielo nosotros poseemos hoy un derecho de reversión por la fe, tendremos en
breve una porción de todo eso mediante una participación real.
¡Partícipes de Cristo! Sí, y por tanto, partícipes
con Él en destino. Cuando Él venga, Sus santos vendrán con Él. Su resurrección
de los muertos es la garantía de la resurrección de ellos. En el día de Su
venida los santos resucitarán y participarán en la fruición de Su obra de mediación.
Entonces, en el juzgamiento del mundo, en la destrucción de todos Sus enemigos
espirituales, en el grandioso día de bodas cuando la esposa se haya preparado y
Él beba del vino nuevo en el reino de Su Padre, y en todo lo demás que está por
venir y que es demasiado glorioso para ser descrito excepto por medio de
símbolos como los del Apocalipsis, Su pueblo participará con Él, pues todos los
santos tienen ese honor. Todo derecho y todo poder, todo lo que puede loar o deleitar,
todo lo que habrá de contribuir a la gloria de Cristo por los siglos de los
siglos, será compartido por todos los fieles, pues nosotros no sólo somos
partícipes con Él, sino de Él –de Cristo- y por tanto, somos partícipes
de todos los acompañamientos de gloria y honor que habrán de pertenecerle.
El lenguaje del texto
nos recuerda que ninguno de nosotros tiene por naturaleza ningún derecho a este
privilegio. “Somos hechos partícipes
de Cristo”. De nuestro primer ascendiente recibimos una herencia muy diferente.
Todos los nacidos de mujer nos hicimos partícipes de la ruina del primer Adán,
de la corrupción de la humanidad, de la común condenación para la raza entera.
¡Oh, ser hechos partícipes! Esta es
una obra de la gracia, de la gracia omnipotente y soberana, una obra que el ser
humano no puede admirar lo suficiente, y por la que no puede estar nunca lo suficientemente
agradecido. “Somos hechos partícipes de Cristo”. Esta es la obra del Espíritu
Santo en nosotros: desgajarnos del viejo olivo silvestre para injertarnos en el
buen olivo -disolver la unión entre nosotros y el pecado, y cimentar la unión
entre nuestras almas y Cristo- sacarnos de la esclavitud de Egipto y de la
noche egipcia en la que voluntariamente permanecíamos, para llevarnos a la
libertad y a la luz con las que Cristo libera y alegra a Su pueblo. Esta es una
obra tan grande y tan divina como crear un mundo. Por ella el nombre del Señor
ha de ser engrandecido por cada uno de nosotros si, en verdad, hemos sido hechos partícipes de Cristo. Si, digo, y ese “si” me conduce al
segundo punto que me propuse considerar.
II. El
privilegio del que hemos hablado sugiere UNA SOLEMNE PREGUNTA ESCRUTADORA. ¿Hemos
sido hechos partícipes de Cristo? Oh, amados, muchos piensan que lo son sin
serlo. No hay nada que sea más temible que una justicia ilegítima, que una
justificación falsificada, que una esperanza espuria. Algunas veces pienso que
es mejor no tener ninguna religión que tener una religión falsa. Estoy muy
seguro de que es más probable que sea salvado el individuo que sabe que está
desnudo, y que es pobre y miserable, que el individuo que dice: “Yo soy rico, y
me he enriquecido”. Sería infinitamente mejor tomar con dudas el camino al
cielo que ir presumiendo en otra dirección. Yo me siento mucho más complacido
con el alma que siempre se está preguntando: “¿Estoy bien?”, que con quien ha
bebido de la copa de la arrogancia hasta quedar intoxicado con el engreimiento
y que dice: “yo conozco mi suerte; las cuerdas me cayeron en lugares
deleitosos; no hay ninguna necesidad de un autoexamen en mi caso”. Hermanos,
tienen que estar seguros de esto: no todos los seres humanos son partícipes de
Cristo; no todos los bautizados son partícipes de Cristo; no todos los miembros
de
¿He sido yo hecho partícipe de Cristo?
Multipliquen la pregunta hasta que cada individuo entre ustedes pueda
apropiársela. En esta congregación hay varias clases de personas. Hay algunos
aquí que probablemente sólo son oyentes: oyentes acerca de Cristo, pero no
partícipes de Cristo. Una cosa es enterarse de un banquete pero otra muy diferente
es disfrutar de sus alimentos. Una cosa es oír acerca de torrentes ondeantes en
el desierto, y otra cosa muy diferente es inclinarse y sorber el agua
refrescante; una cosa es que el prisionero sueñe en la noche con la libertad o
que durante el día lea indicaciones tocantes a cómo recorrer libremente todo su
país natal, y otra cosa muy diferente es que sea liberado de la cadena; una
cosa es que oiga acerca del perdón, y otra cosa es que sea perdonado; una cosa
es oír acerca del cielo, y otra cosa muy diferente es ir allá. ¡Oh, mis
queridos oyentes! Algunos de ustedes están tan familiarizados con el Evangelio
como lo están con la casa en que viven; con todo, aunque viven en la casa,
nunca viven en el Evangelio, y me temo que nunca lo harán. Lo oyen, y lo oyen,
y eso es todo. Que Dios les conceda que en el otro mundo no tengan que oír que
lo oyeron, pues allá se catalogará entre sus peores pecados que fueron de aquellas
personas que, cuando oyeron, ciertamente provocaron, y provocaron porque
rechazaron lo que debieron haber recibido.
Otros van más allá de
oír. Se convierten en profesantes. Permítanme recordarles –y no voy a juzgar a
nadie severamente; ciertamente a nadie juzgaré más severamente que a mí mismo- que
una cosa es profesar ser partícipe de Cristo, y otra cosa es ser hecho
partícipe de Cristo. Yo pudiera profesar que soy rico y ser todo este tiempo un
insolvente, un insolvente deshonesto por haber hecho esa profesión. Yo pudiera
aseverar que estoy sano, mientras un cáncer mortal pudiera estar acechando en
mi interior. Yo pudiera declarar que soy honesto, pero eso no me hará inocente
delante del juez si fuese un ladrón comprobado. Yo pudiera confesar que soy
leal, pero eso no salvaría mi vida si fuera declarado culpable de alta
traición. Profesiones, ah, me temo que en muchos casos no son sino una colorida
representación espectacular que hace atractivo el camino al infierno. Hay
profesiones –y no son infrecuentes- a las cuales podemos contemplar con un vago
asombro y apartarnos de ellas con un frío estremecimiento, como se aparta uno
de la tétrica ostentación de un funeral, en el que briosos corceles, suntuosos
rituales, penachos ondulantes y paños mortuorios de terciopelo adornan las
exequias de los muertos. ¡Que Dios nos libre de una profesión inerte! Que no
seamos nunca como ciertos árboles, acerca de los cuales Bunyan dijo que eran
verdes por fuera, pero que internamente estaban tan podridos que sólo eran
aptos para servir de yesca para el yesquero del diablo. Muchos profesantes son
demasiado justos para no ser falsos; son demasiado elegantes por fuera para no ser
despreciables por dentro, pues el sepulcro está excesivamente blanqueado. Estás
convencido de que no habría tanto blanqueo con cal por fuera si no hubiera una
buena cantidad de podredumbre por dentro que tiene que ser ocultada. La esencia
de rosas o de lavanda es aromática, pero un excesivo olor despierta mucha
suspicacia. Oh, que cada uno que profese esta noche se diga a sí mismo: “yo fui
bautizado por una profesión de mi fe, pero, ¿fui bautizado alguna vez en
Cristo? Cuando el sagrado nombre del Dios trino fue nombrado sobre mí, ¿entré
entonces en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo? Yo he venido
con frecuencia a la mesa de la comunión; pero, ¿he tenido allí comunión con
Cristo? Mi nombre está registrado en el libro de la iglesia, pero, ¿está
escrito en el cielo? Yo les he dicho a otros que soy cristiano, pero ¿realmente
Cristo me conoce? ¿O acaso me dirá en aquel día: ‘Nunca os conocí; apartaos de
mí, hacedores de maldad’?
Estos son cuestionamientos
solemnes. Muchos individuos son seguidores temporales de Cristo, y
externamente, hasta donde alcanza el ojo humano, parecieran ser verdaderos
seguidores de Cristo. Yo creo en la perseverancia final de los santos; pero no
sé, ni nadie puede saberlo, cuánto puede aproximarse un hombre a la semejanza
de un santo y no obstante, después de todo, apostatar. Ninguno de nosotros
puede decir tampoco con respecto a sí mismo, ni a cualquiera de sus compañeros
miembros: “yo no voy a recaer nunca”. Yo recuerdo a uno cuya voz muchos de
ustedes y yo oímos a menudo en la oración, y gozábamos del ejercicio de sus
dones. El hombre había sido rescatado de la más baja ralea de la sociedad y se
distinguía por su devoción, de tal manera que fue aceptado como un líder de la
iglesia entre nosotros. Recuerdo que cuando se presentó la primera acusación de
pecado en su contra, y de un pecado muy grave por cierto, alguien de nosotros
dijo: “Si ese varón no es un hijo de Dios, yo no soy un hijo de Dios”. La
expresión me pareció muy drástica, pero casi la aprobé en mi corazón. Yo estaba
listo a declararlo inocente antes de investigar las acusaciones. Estaba seguro
de que no podría haber en un hombre como él la impureza que se le imputaba; con
todo, estaba allí, toda estaba allí, y era peor de lo que la lengua pudiera
expresar. Él se arrepintió y aunque no fue recibido en la iglesia porque su
profesión de arrepentimiento no parecía ser todo lo que deseábamos que fuera,
con todo, se apartó del pecado por un tiempo. Pero volvió a sumergirse en él y
a revolcarse en él. Murió en el pecado. Hasta donde pudimos juzgarlo nosotros,
pereció en el pecado. Fue de mal en peor. Me parece que podría decir, sin faltar
a la caridad, que este hombre llevó su iniquidad, hasta donde el juicio humano
podía rastrearlo. Por tanto, sin perjuicio de la doctrina de la perseverancia
final de los santos, en la que yo creo expresamente, no me voy a aventurar a
decir de ninguno de ustedes y mucho menos voy a aventurarme a decirlo de mí
mismo, que estoy seguro de que he sido hecho tan partícipe de Cristo que voy a
retener firme mi confianza hasta el fin. Espero que así sea. Yo reposo en
Cristo y confío en Él. La posibilidad es que me esté engañando a mí mismo; la
posibilidad es que ustedes se estén autoengañando. De cualquier manera, es una
posibilidad tan real que yo les suplicaría que no tengan ninguna confianza
excepto la que el Espíritu Santo les dé; que no pongan ninguna confianza en
cuanto al futuro en ninguna otra parte excepto en los brazos eternos; no tengan
ninguna seguridad excepto la seguridad que está basada en la palabra de Dios, y
en el testimonio del Espíritu en el interior de su alma. Eso puede darles una
seguridad infalible. Aparte de eso, lo repito de nuevo, no voy a decir ni de
ustedes ni de mí mismo, que puedo estar seguro, a pesar de toda la profesión
que se haga, que ustedes son partícipes de Cristo. Algunos van incluso más allá
de ser seguidores temporales de Cristo, y, después de todo, perecen. Mantienen
una profesión consistente ante las miradas de los hombres a lo largo de toda su
vida, como esos barcos que navegan por todo el océano pero que se hunden en la
bahía. Hay soldados que han resistido y han luchado valientemente hasta el momento
mismo de la victoria, y luego han huido. Y hay profesantes que han sido
inconspicuos en sus vidas, cuyo carácter ha sido aparentemente sin mancha, y
aun aquellos que los conocieron en privado no podían detectar ninguna falla
seria en su conducta; con todo, a pesar de todo eso, había un gusano a la raíz,
había una mosca en el frasco de ungüento, había una falla respecto a la
sinceridad de su gracia. Después de todo, no tenían la verdadera fe que se
aferra a Cristo, y no perseveraron en el corazón aunque aparentaban perseverar
en la vida. La diferencia entre el cristiano y el profesante es tal, algunas
veces, que únicamente Dios puede discernirla. Hay una senda que el ojo del
águila nunca vio, y que el cachorro de león nunca recorrió, una senda de vida a
la que Dios puede llevarnos, y de la cual se puede afirmar que Él conoce a
todos los que van por ella. Pero hay una senda que se le asemeja, un camino que
al hombre le parece derecho, pero su fin es camino de muerte. Hay una
falsificación del verdadero metal de la gracia que está tan bien fabricada que
únicamente la omnisciencia misma puede discernir cuál es la plata desechada, y
cuál es el puro siclo del santuario. Entonces tenemos una sólida razón para
hacernos la pregunta con respecto a si hemos sido hechos partícipes de Cristo o
no.
III. Ahora
llegamos a
Este pasaje puede ser
leído de dos maneras, ninguna de las cuales viola el significado literal del
original, y cualquiera de las cuales puede expresarnos la mente del Espíritu.
Una manera es la que tenemos en nuestra versión: “el principio de nuestra
seguridad”, y la otra es mi traducción preferida: “el cimiento de nuestra
seguridad”, la base sobre la que se apoya nuestra seguridad.
Ustedes elijan. Nosotros
vamos a exponer y a vindicar ambas. Es partícipe de Cristo el hombre que
retiene firme la fe que tenía al principio, habiéndola recibido, no como una
educación, sino como una intuición de su vida espiritual; no como un argumento,
sino como un axioma incuestionable, o más bien, como un oráculo que recibió
gozosamente y ante el cual se inclinó sumisamente. La seguridad que está basada
en el verdadero cimiento, en Cristo Jesús, es simple y clara como la propia
conciencia de uno. No exige ninguna prueba porque no admite ninguna duda. En
vano se me acerca ahora el escéptico para decirme: “Amigo, estás dormido y
sueñas”. Yo le respondo: “No, compañero, yo les estoy hablando a estos miles, y
ellos me están escuchando”. De igual manera, cuando creí por primera vez en la
historia del Evangelio, lo hice con un sentimiento infantil de que así era, y
yo lo sabía. El hombre que no es partícipe de Cristo, oye el Evangelio, profesa
creerlo y actúa de conformidad en alguna medida, pero perece porque no habita
en él esta pura fe inquebrantable. No tiene la fe de los elegidos de Dios que
no puede ser destruida nunca. Tiene sólo una noción, un credo fabricado por él
mismo, y no una fe dada por el Espíritu.
Ahora, amados, ¿cuál fue
el principio de nuestra seguridad? Bien, el principio de mi seguridad fue que:
“yo soy un pecador, Cristo es mi Salvador, y yo confío en Él para que me
salve”. Mucho tiempo antes de haber principiado con Cristo, Él había principiado
conmigo; pero cuando yo comencé con Él, fue como dicen los redactores de la ley:
“In forma pauperis”, fue según el
estilo de un desventurado mendicante, de un pobre que no poseía nada propio y
que todo lo esperaba de Cristo. Yo sé que cuando posé mis ojos en Su amada
cruz, y confié en Él, no tenía ningún mérito propio, antes bien, todo era
demérito. Yo no tenía ningún merecimiento, y sentía que sólo merecía el
infierno; no tenía ni siquiera la sombra de alguna virtud en la que pudiera
confiar. Todo había terminado para mí. Había llegado al extremo. No habría
podido encontrar ni una pizca de bondad en mí aunque me hubiesen fundido.
Parecía estar constituido enteramente de podredumbre, ser un muladar de
corrupción y nada mejor que eso, sino, más bien, algo sustancialmente peor. Podía
unirme verdaderamente a Pablo en aquel momento para decir que mi justicia
propia era estiércol. Él usó una dura expresión; pero no puedo suponer que
sintiera que era demasiado dura. Pablo dice: “Lo tengo por basura, para ganar a
Cristo, y ser hallado en él”. Bien, así es como principiamos con Cristo. No
éramos absolutamente nada, y Jesucristo era todo en todo. Ahora, hermanos,
nosotros no somos hechos partícipes de Cristo a menos que retengamos firme
hasta el fin eso. ¿Has ido más allá de eso? ¿Eres algo preciado en tu propia
estimación? Temo por ti. ¿Son más ricos ahora en su interior de lo que antes
eran? Temo por ustedes, hermanos. ¿Les preocupa el lugar que solían ocupar? No
querían ni aun alzar los ojos al cielo, sino que clamaban: “Dios, sé propicio a
mí, pecador”. Ahora, en Cristo, tienen un lugar sustancialmente más noble que
ese, pues han sido sentados con Él en los lugares celestiales. Pero, yo les
pregunto: aparte de Cristo, ¿tienen algún puesto diferente de ese lugar de
profundo autoabatimiento? Si es que lo tuvieran, entonces no han
retenido el principio de su seguridad firme hasta ahora. Tú mismo has de
comenzar a sospechar. Esta es la posición que ha de adoptarse siempre: “Como no
teniendo nada, mas poseyéndolo todo”.
“Yo soy el primero de los pecadores,
Pero Jesús murió por mí”.
Tal es el principio de
nuestra seguridad. Hermanos, ¿adónde más estaba el principio de su seguridad?
¿Podemos decir que estaba única e íntegramente, entera y exclusivamente en la
sangre y en la justicia del Señor Jesucristo? En el principio de su seguridad
ustedes no confiaron en ninguna ceremonia, ni en los sacerdotes, ni en sus
lecturas de
Bien, hermanos, ¿hay
alguna correspondencia entre el principio de su seguridad y su perspectiva
presente? ¿No dependías de ninguna otra cosa que no fuera Cristo en la hora en
que creíste por primera vez? ¿Ha sido agregado algo ahora a ese único cimiento
que Dios ha puesto, o ha sido suplementada tu seguridad con algún nuevo
concepto de tu propia invención? ¿Eres infiel? Dios es fiel. Contigo podría ser
sí o no; con Él es sí y amén. Cuando salieron de Egipto, algunos de los
israelitas dependían de Dios. Vieron que Él había dividido el Mar Rojo, y que
había hecho descender el maná, y que los refrescaba con torrentes en el
desierto, y entonces creyeron, pero su fe no se sostuvo. Mientras podían ver
unos milagros de misericordia confiaron en Dios y en nadie más; pero cuando
tropezaron con alguna pequeña dificultad no retuvieron el principio de su seguridad
firme hasta el fin, pues comenzaron a perder la fe en Moisés, o a confiar en un
becerro de oro. Entonces hay algunos que, en un tiempo de debilidad, o de
calamidad, o de desánimo, principian por decir: “Reconociéndome pecador, yo confío
en Cristo”. Pero cuando se reponen de su depresión temporal van más allá de eso.
Luego modifican sus confesiones en función de los cambios en sus circunstancias,
y elijen su religión según su propia elección deliberada. Pero el Dios de
Israel no lo permitirá. Él no tolerará que pongamos nuestra confianza en nada
que no sea en Su amado Hijo. Tenemos que quedar completamente desnudos de todo
y sólo tenemos que ponernos la tela que ha sido tejida por Cristo. Todo nuestro
pan tiene que ponerse mohoso y tenemos que desecharlo porque lo despreciamos, y
únicamente tenemos que alimentarnos del pan del cielo. Si vamos más allá de eso
y nos alimentamos de cualquier otra cosa, no hemos sido hechos partícipes de
Él, pues no habríamos retenido con firmeza el principio de nuestra seguridad.
Permíteme traer a tu
memoria, amado, el amor de tus esponsales, cuando reconociste al Señor y fuiste
en pos de Él al desierto. ¿No tenías entonces una seguridad en Cristo de un
carácter muy humilde? Oh, en aquel entonces no te gustaba tener el primer lugar
entre el pueblo de Dios para no actuar como Diótrefes. Cuando estabas al pie de
la cruz, y alzaste tu mirada como un pobre pecador, no tenías ninguna idea de
ser un varón distinguido en la iglesia. Yo sé que no se me vino a la cabeza
aquel día que yo debería ser un líder en el Israel de Dios. Ah, no, con sólo
que pudiera sentarme en un rincón de Su casa, o ser el portero, eso bastaba
para mí. Si, como un perro debajo de la mesa, yo pudiera alcanzar un mendrugo
de Su misericordia que conservara el sabor de Su mano porque Él lo partió, eso
era todo lo que quería. Así es precisamente como deberíamos vivir siempre: siendo
mansos, humildes, amables y de espíritu quebrantado, y dispuestos a ser
cualquier cosa con tal de que Cristo sea glorificado. Son evidentes los
estertores de la vieja naturaleza cuando llegamos a ser personas tan altivas
que si alguien dijera una palabra dura, nos asombraríamos, o si alguien nos
calumniara, en lugar de decir: “Ah, si nos conociera podría decir algo
sustancialmente peor”, mostraríamos un temperamento irascible y explosivo puesto
que nuestro carácter se habría visto lesionado.
Yo creo, verdaderamente,
que cuando fui convertido a Dios, si el Señor me hubiera dicho: “Te he recibido
en mi casa, y voy a hacer uso de ti, y me servirás de tapete a la puerta para
que los santos limpien sus pies sobre ti”, yo habría dicho: “Ah, feliz seré si
yo les quito la inmundicia de sus pies, pues amo al pueblo de Dios; y si puedo
ministrarles en lo más mínimo, ese será mi deleite”. Pero cuando nos apartamos
de esa posición estamos en peligro. Si somos hechos partícipes de Cristo, la
comprobación consistirá en que continuemos siendo de un espíritu manso y
humilde –dispuestos a servirle en cualquier capacidad- y en que nos volvamos
como niños, pues “si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el
reino de los cielos”. Éramos niños en el inicio de nuestra seguridad y hemos de
continuar siéndolo, pues de lo contrario podemos cuestionar seriamente si hemos
sido hechos partícipes de Cristo.
Cuando fuimos hechos
partícipes de Cristo al principio, lo recibimos con mucho agradecimiento. Cuán
agradecidos estábamos por una mirada de Jesús. Media promesa parecía preciosa
en aquellos días. El sermón, aunque tal vez fuera tosco, nos alimentaba
plenamente si estaba lleno de Cristo. Ahora, ay, cuántos profesantes desprecian
la preciosa verdad si no está revestida de las frases más pulidas; corren de
aquí para allá donde no hay alimento para ellos; sin tener hambre ni sed de
justicia como antes, admiran el banquete que está aderezado con todas las
flores pero sin ningún fruto; andan tras frases llamativas, donde refulgen la
plata pura y la farsa pulida, aunque no haya alimento que sea de provecho para
el alma. Si hubiesen retenido el principio de su seguridad firme, valorarían la
verdad y amarían la verdad, y considerarían que si se trata de la verdad, no
importa la manera en que les llegue, siempre y cuando puedan apropiarse de una
promesa, contar con una sonrisa del rostro de Cristo o disfrutar en sus almas
de un rayo del consuelo del bendito Espíritu. Pero ahora los mendigos
hambrientos se han convertido en refinados epicúreos; aquellos que una vez se
alegraban lo suficiente con venir y deleitarse con mendrugos de la mesa del
Maestro, se convierten en expertos conocedores del alimento de su Maestro; su
alma “tiene fastidio de este pan tan liviano”, aunque sea el pan de los ángeles
y aunque descienda de los graneros de Dios. Hemos de sospechar de nosotros
mismos cuando entramos en esa remilgada condición. Tal estado de corazón altivo
y capcioso, no da evidencias de que hayamos sido hechos partícipes de Cristo en
absoluto.
Cuando recibimos
inicialmente nuestra seguridad, éramos obedientes en palabra y en obras. Yo
desearía que todos los discípulos de Cristo tuvieran la misma conciencia
escrupulosa. Les narro mi propia experiencia. La primera semana después de que
fui convertido a Dios, me daba miedo poner un pie delante del otro por temor de
hacer algo malo; cuando reflexionaba sobre el día transcurrido, si había habido
una falla en mi temperamento, o si había dicho alguna palabra vana, o si había
hecho algo indebido, yo me castigaba severamente, y si en aquel tiempo hubiera
sabido que algo era la voluntad de mi Señor, creo que no hubiera dudado en hacerlo;
a mí no me hubiera importado que fuera algo de buen tono o no, siempre y cuando
estuviera de acuerdo con Su palabra. ¡Oh, cumplir Su voluntad! ¡Seguirlo adondequiera
que Él quisiera que fuera! Vamos, entonces me parecía que nunca, nunca, nunca debía
ser descuidado en el cumplimiento de Sus mandamientos.
Amados hermanos, ¿han
retenido el principio de su seguridad firme? Yo me doy golpes de pecho cuando
recuerdo que, en ese sentido, no he retenido el principio de mi seguridad firme.
¡A la cruz de nuevo! Amados, si alguno de ustedes tuviera dudas que hubieren
surgido en su mente por tales reflexiones amargas respecto a ustedes mismos, no
disputen con sus dudas; vayan de nuevo a la cruz. Nunca disputen con el diablo.
Él puede derrotarlos siempre. Vayan directo a la cruz. Si él te dijera: “Tú no
eres un santo”, dile entonces: “Muy posiblemente no lo sea; pero hay algo que
ni siquiera tú puedes negar; tú no
puedes decir que: ‘yo no soy un pecador’;
yo soy un pecador. Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores;
y si nunca antes confié en Él, voy a comenzar a confiar ahora. Si nunca conocí la
vida de Dios hasta ahora, voy a mirar a Su muerte inmediatamente. Oh, si nunca
fui sanado de la enfermedad del pecado, hay salud en esas amadas heridas, y yo,
por fe, la tendré mientras se diga todavía: hoy”. Jesús, yo confío en Ti; yo
confío en Ti plenamente, y solo en Ti confío.
He oído que hace algunos
años había una mina de carbón en operación, cuyo pozo quedó bloqueado por
alguna razón, y los mineros quedaron atrapados en su interior. Estaban a punto
de perecer. Uno de ellos había oído que había un antiguo túnel que conducía a
otra mina, y aunque tenía miedo que también estuviera bloqueado, lo mejor que
podían hacer sería ir allí para ver si, tal vez, pudieran llegar a la boca de
otro pozo. Nadie había atravesado por ese viejo túnel durante algún tiempo. Era
un túnel muy estrecho. Tenían que avanzar andando a gatas, y casi siempre se
veían obligados a arrastrarse reptando sobre el suelo. Finalmente llegaron a la
boca de aquel viejo pozo, fueron rescatados con presteza, y así salieron de
nuevo al exterior con alegría. Es posible que algunos de ustedes hayan estado
viviendo hasta aquí apoyándose en andamios y basándose sentimientos; esa
experiencia ha sido el túnel a través del cual han estado yendo y viniendo; y
ese túnel ha quedado bloqueado esta noche. Bien, yo no lo lamento. Vamos,
ahora, hermanos, sigamos adelante, andando a gatas por donde van los pecadores.
Arrastrémonos hacia el viejo túnel; postrémonos, y confesemos: “Señor, yo soy
vil, concebido en pecado. Señor, yo soy indigno; Señor, yo soy terrenal,
egoísta y diabólico. Señor, yo soy una masa de heridas y una masa de
repulsividad. Yo soy indigno de Tu favor y de tu amor”. Avancemos
arrastrándonos de esa manera hasta que lleguemos a Cristo, y digamos:
“Tal como soy, sin ningún argumento,
Salvo que Tu sangre fue derramada por mí,
Y que Tú me pediste que viniera a Ti,
Oh, Cordero de Dios, yo vengo”.
Ustedes van a descubrir
que ese viejo túnel no está bloqueado. Hay luz. ¡Miren hacia arriba! Allí está
la cruz encima de ustedes. Jesús está dispuesto a recibir todavía a los
pecadores, es capaz de salvar todavía a los pecadores, pues Él es “exaltado…
por Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y perdón de
pecados”. Oh, ven a Él precisamente de esa manera; y, hermano, cuando regreses
a Cristo de esa misma manera por la cual fuiste hace años, el consejo del
texto, con el que voy a resumirlo todo, es, sigue viniendo siempre a Él de esa
misma manera. Sigue viniendo siempre. Sigue viniendo siempre. Tal vez hayas
estado en la cima de una montaña como Rigi o como Snowden. Ustedes saben que esas
montañas no se mueven. Son unas rocas sólidas bajo sus pies. Pero la gente
edifica plataformas en sus cimas para ver salir el sol un poco antes o algo por
el estilo. Desde lo alto de una de esas plataformas una persona puede
desplomarse estrepitosamente y romperse las extremidades. Eso es algo parecido
a los andamiajes que ponemos encima de nuestra simple fe en Cristo. Nuestros hermosos
andamiajes y sentimientos y experiencias se desplomarán con estrépito algún
día, pues son material podrido; pero cuando un hombre se apoya sobre esto: “Cristo
Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo confío en Él. Él es toda
mi salvación y todo mi deseo. Su sangre preciosa es toda mi confianza. En el
amor de Su corazón, en el poder de Su brazo, en el mérito de Su intercesión,
ahí me apoyo yo”. Oh, amado, no hay miedo de que esa confianza ceda alguna vez
bajo tus pies. Ahí puedes quedarte y regocijarte serenamente cuando los mundos
se derritan y las columnas de la tierra se tambaleen. Que Dios los bendiga, y
los guarde siempre reteniendo el principio de su confianza firme hasta el fin.
Así se demostrará más allá de toda duda que son partícipes de Cristo.
Porción de
Traductor: Allan Román
18/Octubre/2012
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