El Púlpito del
Tabernáculo Metropolitano
NO.
1012
SERMÓN PREDICADO
DE 1871, POR
CHARLES HADDON SPURGEON
EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON,
LONDRES.
“Pero el que
rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre
él”. Juan 3: 36.
Este es un fragmento de
un discurso de Juan el Bautista. No contamos con muchos sermones de ese poderoso
predicador, pero tenemos suficiente material para comprobar que Juan sabía cómo
poner el hacha a la raíz de los árboles, pues predicaba la ley de Dios de
manera sumamente osada. Y también sabía cómo declarar el Evangelio, pues nadie
hubiera podido expresar unas frases que contuvieran más claramente el camino de
la salvación, como las que están contenidas en el texto que tenemos bajo
nuestra consideración. En verdad, este tercer capítulo del Evangelio según el
evangelista Juan, es notable entre Escrituras claras y llanas, por ser todavía
más claro y más llano que casi todos los demás. Juan el Bautista era
evidentemente un predicador que sabía cómo discernir –un punto en el que tantos
fracasan- pues distinguía entre lo precioso y lo vil y, por tanto, era para el
pueblo como la boca de Dios. Juan el Bautista no se dirige al pueblo como si
todos fueran perdidos o todos fueran salvos, sino que muestra las dos clases de
personas, y mantiene la línea de demarcación entre quien teme a Dios y quien no
le teme. Declara claramente los privilegios del creyente, y afirma que tiene
vida eterna incluso ahora; y con igual decisión testifica acerca del triste
estado del incrédulo: “No verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él”.
Juan el Bautista podría instruir útilmente a muchos predicadores que profesan ser
cristianos. Aunque el más pequeño en el reino de los cielos, mayor es que Juan
el Bautista y, por ello, debería dar testimonio de la verdad más claramente,
con todo, hay muchos que enturbian el Evangelio, que más bien enseñan filosofía
y predican un ‘mescolanza’ que no es ni ley ni evangelio; y esas personas bien
podrían asistir a la escuela de este tosco predicador del desierto, para
aprender de él cómo clamar: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado
del mundo”.
Esta mañana deseo extraer
una hoja del libro de lecciones del Bautista; yo quisiera predicar el Evangelio
del Señor Jesús como él lo hizo: “Cuyo calzado yo no soy digno de llevar”. Es
mi deseo sincero gozar del deleite de exponerles a ustedes las cosas profundas
de Dios; siento un profundo placer al momento de abrir las bendiciones del
pacto de gracia, y sacar de su tesoro cosas nuevas y cosas viejas. Debería
estar feliz haciendo hincapié en los tipos del Antiguo Testamento e incluso
haciendo referencia a las profecías del Nuevo; pero, mientras tantas personas permanezcan
todavía sin ser salvas, mi corazón no está contento nunca excepto cuando estoy
predicando sencillamente el Evangelio de Jesucristo.
Amados oyentes
inconversos: cuando vea que ustedes son llevados a Cristo, avanzaré entonces
más allá de los rudimentos del Evangelio, pero, entretanto, mientras el
infierno abra ampliamente sus fauces y muchos de ustedes ayuden a llenarlo, no
puedo dejar de advertirles. No me atrevo a resistir el sagrado impulso que me
incita a predicarles las buenas nuevas de salvación una y otra vez. Como Juan,
continuaré poniendo el hacha a la raíz de los árboles y no iré más allá de
clamar: “Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado”. Como Juan
lo hizo, declararemos ahora el triste estado del que no cree en el Hijo de
Dios.
Esta mañana, con la
carga del Señor sobre nosotros, vamos a hablar sobre las palabras del texto. Nuestro
primer punto será el descubrimiento del culpable,
“el que rehúsa creer en el Hijo”. A continuación, vamos a considerar su ofensa; radica en “no creer en el
Hijo”; en tercer lugar, vamos a poner al descubierto las causas pecaminosas que crean esta incredulidad; y, en cuarto lugar,
vamos a mostrar el terrible resultado de no creer en el Hijo: “No verá la vida,
sino que la ira de Dios está sobre él”. Que el Espíritu nos ayude en todo.
I. Para
comenzar, entonces, ¿quién es EL CULPABLE? ¿Quién es el hombre infeliz del que
se habla aquí? ¿Es acaso alguna persona que sólo puede encontrarse una vez en
un siglo? ¿Hemos de sondear repetidas veces las muchedumbres para descubrir a
algún individuo que se encuentre en esa miserable condición? ¡Ah, no!; las
personas de las que se habla aquí son muy comunes; abundan incluso en nuestras
santas asambleas; se encuentran por miles en nuestras calles. ¡Ay, ay!,
conforman la vasta mayoría de la población mundial. Jesús ‘a lo suyo vino, y
los suyos no le recibieron’, y la raza judía permanece siendo incrédula,
mientras que los gentiles, para quienes debía ser una luz, prefieren habitar en
tinieblas y rechazar Su luminosidad. Esta mañana no estaremos hablando sobre un
tema recóndito que tiene sólo una remota relación con nosotros, antes bien, hay
muchas personas presentes aquí sobre quienes estaremos hablando, y oramos
devotamente rogando que la palabra de Dios descienda con poder en sus almas.
Las personas de las que
se habla aquí, son aquellas que no creen en el Hijo de Dios. Jesucristo, movido
por una misericordia infinita, vino al mundo, asumió nuestra naturaleza, y en
esa naturaleza sufrió, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios. En
razón de Sus sufrimientos, el mensaje evangélico es proclamado ahora a todos
los hombres asegurándoles honestamente que “Todo aquel que en él cree, no se
pierda, mas tenga vida eterna”. Las infelices personas a las que se alude en
este texto, no quieren creer en Jesucristo; rechazan el ofrecimiento de
misericordia de Dios; oyen el Evangelio, pero rehúsan obedecer su mandato. No
hemos de imaginar que estos individuos sean necesariamente escépticos declarados,
pues muchos de ellos creen una buena parte de la verdad revelada. Creen que
Es preciso admitir que
no pocas de esas personas son intachables en cuanto a su moralidad. A pesar de
un estricto escrutinio, no podrías encontrar ni deshonestidad, ni falsedad, ni
inmundicia ni malicia en su vida exterior; no solamente están libres de esas
manchas, sino que manifiestan excelencias positivas. Gran parte de su carácter
es encomiable. Son corteses y compasivos, frecuentemente, generosos y gentiles.
Son muchas veces tan amigables y admirables que mientras los estamos mirando,
entendemos cómo nuestro Señor, en un caso similar, amó al joven que le
preguntó: “¿Qué más me falta?” Carecen de la única cosa necesaria, puesto que
no han creído en Cristo Jesús, y a pesar de que el Salvador es reacio a verlos
perecer, no puede evitarse, pues una condenación es común para todos los que no
creen; no verán la vida, sino que la ira de Dios está sobre ellos.
En adición a su
moralidad, en muchos casos estas personas son hasta cierto punto personas
religiosas. No se ausentarían del servicio usual en el lugar de adoración. Son
sumamente cuidadosas de respetar el día de guardar, veneran el Libro de Dios,
usan una forma de oración, se unen a los cánticos del Santuario, se sientan
cuando el pueblo de Dios se sienta, y se ponen de pie cuando el pueblo de Dios
se pone de pie, pero, ay, hay un gusano en el centro de esa hermosa fruta, pues
se han perdido de la cosa más esencial, que, al ser omitida, acarrea una ruina
cierta: no han creído en el Hijo de Dios.
Ah, cuán lejos puede
llegar un hombre, y, sin embargo, por falta de esta cosa esencial, la ira de
Dios está todavía sobre él. Amado por los padres que están esperanzados en la
conversión de su muchacho, estimado por los cristianos que no pueden sino admirar
su conversación con los demás, con todo, a pesar de eso, ese joven podría estar
bajo la desaprobación de Dios, pues “Dios está airado contra el impío todos los
días”. La ira de Dios está sobre el hombre -quienquiera que sea- que no ha
creído en Jesús.
Ahora, si nuestro texto
mostrara que la ira de Dios descansa sobre los culpables que están en nuestras
cárceles, la mayoría de la gente asentiría a esa afirmación y nadie se
asombraría por ella. Si nuestro texto declarara que la ira de Dios permanece
sobre personas que viven en habitual falta de castidad y en constante violación
de las leyes del orden y de la respetabilidad, la mayoría de los hombres diría:
“Amén”; pero el texto está dirigido a otro carácter. Es cierto que la ira de
Dios está sobre los pecadores descarados; pero, oh señores, ésto también es
cierto, que la ira de Dios está sobre aquellos que se jactan de sus virtudes
pero que no han creído en Jesús, Su Hijo. Podrían habitar en palacios, pero, si
no son creyentes, la ira de Dios está sobre ellos. Podrían ocupar un puesto en
el senado y gozar de las aclamaciones de la nación, pero, si no creen en el
Hijo, la ira de Dios está sobre ellos. Sus nombres podrían estar registrados en
‘la guía de la nobleza’ y podrían poseer una riqueza incalculable, pero la ira
de Dios está sobre ellos. Podrían practicar habitualmente sus caridades, y
realizar abundantes actos externos de devoción; pero si no han aceptado al
Salvador designado, la palabra de Dios da testimonio de que “La ira de Dios
está sobre ellos”.
II. Ahora,
con corazones despertados por el Espíritu de Dios, tratemos de pensar acerca de
SU OFENSA.
¿Cuál es este peculiar
pecado que acarrea la ira de Dios sobre estas personas? Es que no han creído en
el Hijo de Dios. ¿A qué equivale eso? Primero que nada, equivale a esto: que
rehúsan aceptar la misericordia de Dios. Dios formuló una ley, y Sus criaturas
estaban obligadas a respetarla y obedecerla. Nosotros la rechazamos y nos
apartamos de ella. Fue una gran demostración del odio del corazón, pero, en
algunos sentidos, no fue una manifestación de enemistad con Dios tan íntegra e
intensamente perversa, como cuando rechazamos el Evangelio de la gracia. Dios
no nos ha presentado ahora la ley, sino el Evangelio, y ha dicho: “Mis
criaturas, ustedes han quebrantado mi ley, y han actuado muy detestablemente
conmigo. Debo castigar el pecado, pues de lo contrario no sería Dios, y no
puedo prescindir de mi justicia; pero he concebido una manera por la cual, sin
lesionar a ninguno de mis atributos, puedo tener misericordia de ustedes. Estoy
listo para perdonar el pasado y restablecerlos a una mejor posición de la que
perdieron, de tal manera que serán mis hijos y mis hijas. Mi único mandamiento
para ustedes es: crean en mi Hijo. Si obedecen este mandamiento, todas las
bendiciones de mi nuevo pacto serán suyas. Confíen en Él y síganlo, pues, he
aquí, yo lo pongo como líder y comandante para el pueblo. Acepten que Él expía
mediante Su sustitución, y obedézcanle”.
Ahora, rechazar la ley
de Dios muestra un corazón malo de incredulidad, pero ¿quién podría decir qué
abismo de rebelión debe de albergar el corazón que rehúsa no sólo el yugo de
Dios, sino incluso, el don de Dios? La provisión de un Salvador para los
hombres perdidos es el don gratuito de Dios y por ese don, todas nuestras
necesidades son suplidas, todos nuestros males son erradicados, la paz en la
tierra nos es garantizada, y gloria sea a Dios eternamente: el rechazo de este
don no puede ser un pecado leve. El Ser que todo lo ve, cuando contempla que
los hombres desdeñan el don supremo de Su amor, no puede sino considerar tal
rechazo como la peor prueba del odio de sus corazones contra Él mismo. Cuando el
Espíritu Santo viene para convencer a los hombres de pecado, el pecado especial
que saca a la luz es descrito así: “De pecado, por cuanto no creen en mí”. No
porque los paganos fueran licenciosos en sus hábitos, bárbaros en sus guerras,
y sedientos de sangre en su espíritu. No: “De pecado, por cuanto no creen en
mí”. La condenación ha venido sobre los hombres, pero, ¿qué es la condenación?
“Que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz,
porque sus obras eran malas”. También recuerden aquel texto expresivo: “El que
no cree, ya ha sido condenado”; y ¿por qué es condenado? “Porque no ha creído
en el nombre del unigénito Hijo de Dios”.
Permítanme comentar,
adicionalmente, que en el rechazo de la misericordia divina, según es
presentada en Cristo, el incrédulo ha puesto de manifiesto un intenso veneno
contra Dios, pues observen cómo es el asunto. Nosotros tenemos que recibir la
misericordia de Dios en Cristo o tenemos que ser condenados, pues no hay ninguna
otra alternativa. El incrédulo tiene que confiar en Cristo, a quien Dios ha
puesto como la propiciación por el pecado, o de lo contrario tiene que ser
echado fuera de la presencia de Dios y arrojado al castigo eterno. El incrédulo
dice en efecto: “yo prefiero ser condenado que aceptar la misericordia de Dios
en Cristo”. ¿Podríamos concebir un insulto más grave para la infinita compasión
del grandioso Padre?
Supongan que un hombre ha
lesionado a otro, lo ha insultado gravemente, y ha hecho eso repetidamente, y
con todo, la persona lesionada, al descubrir que aquel agresor fue reducido a
un estado espantoso y miserable, lo busca y, simplemente, por pura amabilidad
hacia él, le dice: “yo te perdono espontáneamente todo el daño que me has
hecho, y estoy dispuesto a aliviar tu pobreza y a socorrerte en tu angustia”.
Supongan que el otro replicara: “No, preferiría pudrirme antes que aceptar algo
de ti”. ¿No habría en tal resolución una clara prueba de la intensa enemistad
que existía en su corazón? Y así, cuando un hombre dice, y cada uno de ustedes,
incrédulos, en verdad lo dicen prácticamente: “yo preferiría arder para siempre
en el infierno que honrar a Cristo confiando en Él”, esa es una prueba muy
clara de su odio hacia Dios y Su Cristo. Los incrédulos odian a Dios.
Permítanme preguntarles: ¿por qué razón lo odian? Él conserva el aliento de
ustedes en sus narices; Él es quien les proporciona el alimento y el vestido, y
el que envía estaciones fructíferas. ¿Por cuáles de estas buenas cosas le
odian? Ustedes le odian porque Él es bueno. Ah, entonces debe ser porque
ustedes mismos son malvados, y su corazón está muy lejos de la justicia. Que
Dios nos conceda que este gran pecado que clama a gritos sea expuesto
claramente delante de sus ojos por la luz del Eterno Espíritu, y que se
arrepientan de él, y se vuelvan de su incredulidad, y vivan en este día.
Pero además, el
incrédulo, mediante su incredulidad, toca a Dios en un lugar muy delicado. Sin
duda, fue algo muy gozoso para el grandioso Hacedor darle forma a este mundo,
pero no hay expresiones de gozo concernientes al mundo que sean iguales al gozo
de Dios en la materia de la redención humana. Quisiéramos estar en guardia
cuando hablamos de Él; pero, hasta donde podemos decirlo, el don de Su amado Hijo
a los hombres y el esquema íntegro de redención, son la obra maestra incluso
del propio Dios. Él es infinito en poder, sabiduría y amor; Sus caminos son más
altos que nuestros caminos como son más altos los cielos que la tierra; pero
“Que en la gracia que rescató al hombre
Brilla Su forma más resplandeciente de gloria;
Aquí sobre la cruz, está el decreto más hermoso,
Con sangre preciosa y líneas carmesí”.
Ahora, el hombre que
dice: “No hay Dios”, es un necio, pero quien le niega a Dios la gloria de la
redención, en adición a su insensatez, le roba al Señor la joya más preciosa de
Su atuendo, y asesta un golpe mortal al honor divino. Puedo decir de aquel que
desprecia a la gran salvación que, al despreciar a Cristo, toca la niña de los
ojos de Dios. “Este es mi Hijo amado” –dice Dios- “a él oíd”. Lo dice desde el
cielo y, no obstante, los hombres tapan sus oídos y dicen: “No queremos
recibirlo”. Es más, incrementan su ira contra la cruz, y se alejan de la
salvación de Dios. ¿Acaso consideran que Dios habrá de soportar ésto siempre? Habiendo
pasado por alto los tiempos de su ignorancia, “ahora manda a todos los hombres
en todo lugar, que se arrepientan”. ¿Persistirás en oponerte firmemente a Su
amor, a su amor que ha sido tan creativo en planes ingeniosos diseñados para
bendecir a los hijos de los hombres? ¿Acaso menospreciarás por completo Su obra
más escogida? Si es así, poco ha de sorprendernos que esté escrito: “La ira de
Dios está sobre él”.
Prosiguiendo, debo descubrir
más este asunto diciendo que el incrédulo perpetra una ofensa contra todas las
personas de la bendita Trinidad. El incrédulo podría pensar que su incredulidad
es un asunto intrascendente, pero, en verdad, es un disparo con una saeta con
púas contra
Ahora, sabiendo ésto,
como la mayoría de ustedes lo saben y, con todo, rehusando creer, ustedes dicen
efectivamente: “yo no creo que el Dios encarnado pueda salvar”. “Oh no” –replican-
“nosotros creemos sinceramente que Él puede salvar”. Entonces, ha de ser que
sienten que “yo creo que Él puede, pero no quiero aceptar que me salve”. Aunque
yo te excuso en primer lugar, tengo que presentar mi acusación con mayor énfasis,
en segundo lugar. Respondes que “tú no dices que no creerás en Él”. ¿Por qué,
entonces, permaneces en la incredulidad? El hecho es que no confías en Él; no
le obedeces. Te pido que rindas cuentas de ese hecho. “¿Puedo creer en Él?”
pregunta alguien. ¿No te hemos dicho diez mil veces que todo aquel que quiera
puede tomar libremente el agua de vida? Si hubiere alguna barrera, no está del
lado Dios, no está del lado Cristo, sino que más bien está en tu propio corazón
pecador. Tú eres bienvenido para ir al Salvador ahora, y si confías ahora en
Él, es tuyo para siempre. Pero, oh, incrédulo, pareciera que no es nada para ti
que Cristo muriera. Sus heridas no te atraen. Sus gemidos por Sus enemigos no
contienen música para ti. Tú le das la espalda al Dios encarnado que se desangra
por los hombres, y haciendo eso, le cierras la puerta a la esperanza,
juzgándote tú mismo indigno de la vida eterna.
Además, el deliberado
rechazo de Cristo es también un insulto para Dios el Padre. “El que no cree a
Dios, le ha hecho mentiroso, porque no ha creído en el testimonio que Dios ha
dado acerca de su Hijo”. Dios mismo ha dado con frecuencia testimonio de Su
amado Hijo. “A quien Dios puso como propiciación por nuestros pecados”. Al
rechazar a Cristo, tú rechazas el testimonio de Dios y el don de Dios. Es un
asalto directo en contra de la veracidad y de la misericordia del Padre de
gracia, cuando pisoteas y desechas Su don de amor que no tiene precio ni tiene
par.
Y, en cuanto al Espíritu
bendito, Su oficio aquí abajo es dar testimonio de Cristo. En el ministerio
cristiano, el Espíritu Santo clama diariamente a los hijos de los hombres para
que vengan a Jesús. Él ha luchado en los corazones de muchos de ustedes,
dándoles una medida de convicción de pecado y un grado de conocimiento de la
gloria de Cristo, pero ustedes lo han reprimido, y se han esforzado al máximo
para despreciar al Espíritu de Dios. Créanme, éste no es un pecado sin
importancia. Un incrédulo es un enemigo de Dios el Padre, de Dios el Hijo, y de
Dios el Espíritu Santo.
Oh incrédulo, tu pecado
es un insulto permanente contra la bendita Trinidad en Unidad: tú estás ahora
insultando a Dios en Su cara, ya que continúas siendo un incrédulo.
Y debo agregar que la
incredulidad involucra un insulto en contra de cada atributo de Dios. El
incrédulo declara de hecho: “Aunque la justicia de Dios sea vista cuando puso
el castigo del pecado sobre Cristo, no me importa Su justicia; yo voy a
soportar mi propio castigo”. El pecador pareciera decir: “Dios es
misericordioso en el don de Cristo para que sufriera en lugar nuestro, pero yo
no necesito Su misericordia; puedo pasármela sin ella. Otros podrían ser
culpables, y pueden confiar en el Redentor, pero yo no siento tal culpa, y no
voy a pedir perdón”. Los incrédulos atacan la sabiduría de Dios, pues, mientras
que la sabiduría de Dios es revelada en su plenitud en el don de Jesús, ellos
dicen: “Es un dogma, alejado de la filosofía, y gastado”. Ellos consideran la
sabiduría de Dios como insensatez, y por esa razón arrojan desprecio sobre otro
atributo divino. Yo podría mencionar en detalle cada uno de los atributos y
prerrogativas de Dios, y podría demostrar que la falta de aceptación del
Salvador es un insulto en contra de cada uno de los atributos y en contra del
propio Dios, pero el tema es demasiado triste para que continuemos tratándolo
y, por tanto, vamos a pasar a otra fase del tema, aunque me temo que será
igualmente doloroso.
III. En
tercer lugar, hemos de considerar LAS CAUSAS DE ESTA INCREDULIDAD.
En una gran cantidad de
personas, la incredulidad puede ser atribuida a una negligente ignorancia del camino de salvación. Ahora,
no debería sorprenderme que muchos de ustedes imaginen que, si no entienden el
Evangelio, están grandemente excusados si no lo creen. Pero, señores, no es así.
Ustedes están ubicados en este mundo, no como los paganos en el centro del
África, sino en la ilustrada Inglaterra, donde viven bajo la plena luz del día
evangélico. Hay lugares de adoración por todas partes en torno a ustedes a los
que podrían asistir sin ninguna dificultad. El libro de Dios es muy barato; lo
tienen en sus hogares; todos ustedes pueden leerlo o escuchar su lectura. ¿Es
posible, entonces, que al Rey le hubiera agradado revelarse a ustedes, y
decirles el camino de la salvación, y con todo, ustedes, a la edad de veinte
años, treinta, o cuarenta, no conozcan el camino de la salvación? ¿Qué quieres
decir, amigo? ¿Qué podrías querer decir? ¿Le ha agradado a Dios revelarse en
En algunas otras
personas, la causa es la indiferencia. Esas
personas no consideran que el asunto sea de una relevancia muy grande. Están
conscientes de que no tienen la razón, pero tienen la idea de que, de alguna
manera u otra, se enderezarán al final y, mientras tanto, eso no los turba.
Oh, hombre, te ruego que,
como tu semejante, me dejes hablar contigo una palabra de amonestación. Dios
declara que Su ira está sobre ti como incrédulo, ¿y tú consideras eso: ‘nada’?
Dios dice: “Yo estoy enojado contigo”, y tú le respondes: “No me importa; es de
muy poca importancia para mí. El incremento o la caída de los ‘fondos
financieros consolidados’ es de mucha mayor repercusión que el hecho de que
Dios esté airado conmigo o no. Mi cena a tiempo me concierne muchísimo más que
si el Dios infinito me ama o me odia”. Esa es la frase en inglés que
corresponde a su conducta y yo les pregunto si puede haber mayor impertinencia
en contra de su Creador, o una forma más funesta de arrogante rebelión en
contra del eterno Soberano. Si no te angustia que Dios esté airado contigo,
debería angustiarte; y me angustia a
mí que no te angustie a ti.
Nos hemos enterado
acerca de personas culpables de asesinato, cuyo comportamiento durante el
juicio ha sido sereno y han mostrado ser dueñas de sí mismas. La serenidad con
la que se declararon: “inocentes” ha sido de una sola pieza con la dureza de
corazón que los condujo al hecho sangriento. Aquel que es capaz de un gran
crimen es también incapaz de sentir vergüenza en relación a su crimen. Un
hombre que es capaz de sentir placer y estar tranquilo mientras Dios está airado
con él, muestra que su corazón es más duro que el acero.
En ciertos casos, la
raíz de esta incredulidad se ubica en otra dirección. Es alimentada por el orgullo. La persona que es culpable de
incredulidad no cree que necesite un Salvador. Su idea es que él mismo hará lo más
que pueda, asistirá con regularidad a la iglesia o al lugar de adoración,
diezmará ocasionalmente o frecuentemente, e irá al cielo en parte por lo que
hace y en parte por los méritos de Cristo. De tal manera que no creer en Cristo
no es un asunto de ninguna consecuencia grave para él, porque no está desnudo,
ni tampoco es pobre ni miserable, sino que es rico, y se ha enriquecido en las
cosas espirituales. Ser salvado por fe es una religión para las rameras y los
borrachos y los ladrones; pero las personas respetables como él, que han
guardado la ley desde su juventud, no tienen ninguna necesidad particular de
asirse de Cristo. Tal conducta me recuerda las palabras de Cowper:
“Perezca el mérito, como debería, aborrecido
Y junto a él el insensato que insulta a su Señor”.
Para salvar al hombre, Dios
consideró necesario que el Redentor muriera; sin embargo, ustedes, seres con
justicia propia, piensan evidentemente que la muerte es una superfluidad, pues
si un hombre puede salvarse a sí mismo, ¿para qué descendió el Señor y murió
para salvarle? Si hay un camino al cielo por medio de la respetabilidad y la
moralidad sin Cristo, ¿cuál es la necesidad de Cristo? Es enteramente inútil
tener un propiciador y un mediador, ya que los hombres son tan buenos que no lo
requieren. Ustedes le dicen a Dios en Su cara que está mintiéndoles, que no son
tan pecadores como Él quisiera persuadirlos que son, que no necesitan ni un
sustituto ni un sacrificio como Él dice que los necesitan. Oh, señores, este
orgullo suyo es una arrogante rebelión en contra de Dios. Miren sus excelentes
acciones –ustedes, que son tan buenos- y verán que sus motivos son bajos, y que
su orgullo con respecto a lo que han hecho ha manchado, con negros dedos, todos
sus actos. Dado que ustedes prefieren su propio camino al camino de Dios, y
prefieren su propia justicia a la justicia de Dios, la ira de Dios está sobre
ustedes.
Tal vez no le he atinado
a la razón de su incredulidad. Por tanto, permítanme hablar una vez más. En
muchas personas, el amor del pecado más
bien que alguna alardeada justicia propia los mantiene alejados del Salvador.
No creen en Jesús, no porque tengan alguna duda acerca de las verdades del
cristianismo, sino porque sienten un amor esclavizante por su pecado favorito.
“Vamos”, -dice alguien-
“si fuera a creer en Cristo, por supuesto que tendría que obedecerle; confiar y
obedecer van juntos. Entonces no podría ser el borracho que soy, no podría
hacer negocios de la manera que los hago, no podría practicar un desenfreno
secreto, no podría frecuentar los lugares favoritos de los impíos en los que la
risa es provocada por el pecado y el júbilo por la blasfemia. No puedo
renunciar a mis pecados favoritos”. Tal vez este pecador espera que un día,
cuando ya no pueda disfrutar más de su pecado, lo dejará furtivamente, y
tratará de engañar al demonio de su alma; pero, mientras tanto, prefiere los
placeres del pecado a la obediencia a Dios, y la incredulidad a la aceptación
de su salvación.
¡Oh, dulce pecado! ¡Oh,
amargo pecado! ¡Cómo estás asesinando a las almas de los hombres! Así como
ciertas serpientes antes de capturar a su presa fijan sus ojos en ella y la
fascinan, y luego la devoran al final, así fascina el pecado a los necios hijos
de Adán; son encantados por el pecado, y perecen por él. Solamente ofrece un
gozo momentáneo, y la paga de ello es la miseria eterna y, no obstante, los
hombres están enamorados del pecado. Los caminos de la mujer extraña y las
sendas de inmundicia conducen muy llanamente a las cámaras de la muerte y, sin
embargo, los hombres son atraídos hacia ellos como las mariposas nocturnas son
atraídas por el resplandor de la lámpara, y así son destruidos. ¡Ay!, qué
terrible que los hombres se precipiten desenfrenadamente contra las rocas de
las peligrosas lascivias, y perezcan obstinadamente bajo el encanto del pecado.
Es una triste lástima preferir una ramera al Dios eterno, preferir unos cuantos
centavos producidos por la deshonestidad al cielo mismo, preferir la
gratificación del estómago al amor del Creador y al gozo de ser reconciliado y
salvado. Fue un terrible insulto contra Dios cuando Israel erigió un becerro de
oro y dijo: “Israel, estos son tus dioses”. ¿Suplantará al Dios viviente la
imagen de un buey que come hierba? El que ha esparcido el maná sobre la tierra,
que ha hecho que el Sinaí humee con Su presencia y que el desierto entero
tiemble bajo Sus marchas, ¿ha de ser desechado por la imagen de un becerro que
tiene cuernos y cascos? ¿Preferirán los hombres el metal derretido al
infinitamente santo y glorioso Jehová?
Pero, ciertamente,
preferir una lascivia a Dios es todavía un insulto mayor; obedecer nuestras
pasiones antes que Su voluntad, y preferir el pecado a Su misericordia, este es
el crimen de los crímenes. Que Dios nos libre de él, por Su misericordia.
IV. Tenemos
funestas nuevas en el último encabezado de mi discurso: EL RESULTADO TERRIBLE
de la incredulidad. “No verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él”.
“¡La ira de Dios!” No hay palabras que pudieran explicar plenamente esta
expresión jamás. Cuando el santo Whitefield predicaba, a menudo alzaba sus
manos, y, con lágrimas que se escurrían de sus ojos, exclamaba: “¡Oh, la ira
venidera! ¡La ira venidera!” Luego hacía una pausa, porque sus emociones le
impedían la expresión. ¡La ira de Dios!
Yo confieso que me
siento incómodo cuando alguien está enojado conmigo, y sin embargo, uno puede
tolerar con alguna ecuanimidad la ira de personas necias e irascibles. Pero la
ira de Dios es la ira de Uno que nunca está airado sin motivo, de Uno que es
muy paciente y lento para la ira. Se requiere de mucho para provocar el
enfurecimiento en el rostro de Jehová; sin embargo, Él está enojado con los
incrédulos. Él nunca está enojado con algo por ser débil y pequeño, sino
únicamente porque está mal. Su ira es únicamente Su santidad que se ha
encendido. Él no puede tolerar el pecado; ¿quién desearía que hiciera eso? ¿Qué
hombre con una mente recta desearía que Dios se agradara con el mal? Eso haría
que Dios fuera un demonio. Debido a que Él es Dios, tiene que estar airado con
el pecado dondequiera que esté. Esto constituye su aguijón: que Su ira es
solamente un santo enojo. Es la ira, recuerden, de un Ser Omnipotente, que
puede aplastarnos tan fácilmente como a una polilla. Es la ira de un Ser
Infinito, y por tanto, es ira infinita, cuyas alturas y profundidades y
anchuras y longitudes ningún hombre puede medir. Únicamente el Dios encarnado
conoció plenamente el poder de la ira de Dios. Está más allá de toda concepción
y, sin embargo, la ira pesa sobre ti, persona que me escuchas. Ay de ti si eres
un incrédulo, pues éste es tu estado delante de Dios. No se trata de una
ficción mía, sino que es la palabra de la verdad inspirada: “La ira de Dios
está sobre él”.
Luego noten la siguiente
palabra: “está”, es decir, está sobre
ti ahora. Él está airado contigo en este instante y siempre. Te retiras a
dormir ante un Dios airado que mira tu rostro y te despiertas en la mañana y,
si tu ojo no fuera débil, percibirías Su rostro ceñudo. Él está airado contigo,
incluso cuando estás cantando Sus alabanzas, pues haces mofa de Él con sonidos
solemnes que salen de una boca irreverente; está enojado contigo cuando estás
de rodillas, pues únicamente pretendes orar, pero expresas palabras sin
corazón. En tanto no seas un creyente, Él tiene que estar airado contigo cada
momento. “Dios está airado contra el impío todos los días”.
El texto dice que la ira
“permanece” y el tiempo presente cubre un largo período, pues siempre
permanecerá sobre ti. Pero, ¿no podrías, tal vez, escapar de la ira dejando de
existir? El texto excluye tal idea. Aunque dice, que tú “no verás la vida”,
enseña que la ira de Dios está sobre ti de tal manera, que la ausencia de vida
no es una aniquilación. La vida espiritual pertenece únicamente a los creyentes;
tú estás ahora sin esa vida y, sin embargo, existes, y la ira está sobre ti, y
así tendrá que estar siempre. Aunque no verás la vida, existirás en una muerte
eterna, pues la ira de Dios no puede permanecer sobre una criatura inexistente.
Tú no verás la vida, pero sentirás la ira en grado sumo. Es suficiente horror
que la ira esté sobre ti ahora, pero será el horror de horrores y el infierno
del infierno, cuando esté sobre ti eternamente.
Y toma nota que así debe
ser, porque tú rechazas lo único que puede sanarte. Como dice George Herbert:
“A quien los ungüentos y los bálsamos matan, ¿qué bálsamo puede curar? Si
Cristo se ha convertido en olor de muerte para muerte para ti, porque tú lo
rechazas, ¿cómo puedes ser salvado? No hay sino una puerta y si tú la cierras
por tu incredulidad, ¿cómo puedes entrar al cielo? Hay una medicina que cura y,
si rehúsas tomarla, ¿qué te queda sino la muerte? Hay un agua de vida, pero tú
rehúsas beberla; entonces, padecerás sed eternamente. Desechas voluntariamente
al único Redentor; ¿cómo, entonces, serás rescatado? ¿Habrá de morir Cristo
otra vez, y en otro estado ha de ser ofrecido a ti una vez más?
Oh, señores, lo
rechazarían entonces de igual manera que lo rechazan ahora. Pero ya no queda
más sacrificio por los pecados. La misericordia de Dios para los hijos de los
hombres fue plenamente revelada en la cruz, ¿y rechazarás el ultimátum de la
gracia de Dios, la última apelación que te hace? Si es así, es bajo tu propio
riesgo; Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no muere; Él vendrá de
nuevo, y aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a
los que le esperan.
Recuerden, señores, que
la ira de Dios no producirá ningún efecto salvador o mitigador. Se ha sugerido
que un pecador, después de sufrir la ira de Dios por algún tiempo, se puede
arrepentir y así puede escapar de esa ira. Pero nuestra observación y
experiencia demuestra que la ira de Dios nunca ablandó todavía el corazón de
nadie, y nosotros creemos que no lo hará nunca; quienes están sufriendo la ira
divina continuarán endureciéndose, y endureciéndose, y endureciéndose; entre
más sufran, más odiarán; entre más sean castigados, más pecarán. La ira de Dios
que permanece sobre ti no producirá ningún buen resultado para ti, sino que más
bien irás de mal en mal, y te alejarás más y más de la presencia de Dios.
La razón por la cual la
ira de Dios está sobre un incrédulo es en parte porque todos sus demás pecados
permanecen en él. No hay un pecado que condene al hombre que cree, y nada puede
salvar al hombre que no quiere creer. Dios quita todos los pecados en el
instante en que creemos; pero mientras no creemos, nuevas ataduras amarran
sobre nosotros nuestras transgresiones. El pecado de Judá está escrito como con
un cincel de hierro, y está grabado con punta de diamante. Nada puede eximirte
de la culpa mientras tu corazón permanezca enemistado con Jesucristo tu Señor.
Recuerden que Dios no ha
hecho nunca un juramento, que yo sepa, contra ninguna clase de personas,
excepto contra los incrédulos. “¿Y a quiénes juró que no entrarían en su
reposo, sino a aquellos que desobedecieron?” Dios no perdonará nunca la
continua incredulidad, porque Su palabra lo obliga a no hacerlo. ¿Acaso hará un
juramento y luego se arrepentirá de él? Oh, que puedan recibir gracia para que
abandonen su incredulidad y se acerquen al Evangelio y sean salvados.
Ahora, oigo que alguien
objeta: “tú nos dices que ciertas gentes están bajo la ira de Dios, y sin
embargo, son personas muy prósperas”. Yo respondo que aquel buey será
sacrificado. Sin embargo, está siendo engordado. Y tu prosperidad, oh hombre
impío, no es sino tu engorde para la matanza de la
justicia. Ah, pero tú dices: “Son muy felices, y algunas de esas personas que
han sido perdonadas están muy tristes”. La misericordia les permite ser felices
mientras puedan serlo. Nos hemos enterado de hombres que, cuando eran
conducidos a Tyburn en una carreta, podían beber y reírse mientras iban camino del patíbulo. Eso únicamente demostraba cuán
malvados eran. Y así, mientras que los culpables pueden todavía recibir
consuelo, eso sólo demuestra su culpabilidad.
Permítanme preguntarles
cuáles deberían ser sus pensamientos relativos a estas solemnes verdades que
les he presentado a ustedes. Yo sé cuáles fueron mis pensamientos; hicieron que
me retirara a mi lecho sintiéndome infeliz. Me volvieron muy agradecido porque
espero haber creído en Jesucristo; sin embargo, hicieron que me sobresaltara en
la noche y que me despertara esta mañana con una carga sobre mí. Yo vengo aquí
para preguntarles: ‘¿ha de ser así, que permanezcan siempre siendo incrédulos y
que estén bajo la ira de Dios? Si tiene que ser así, y esa terrible conclusión
parece que es forzada en mí, de cualquier manera, mírenla a la cara y
considérenla. Si están resueltos a ser condenados, tienen que estar conscientes
de sus aspiraciones. Reciban el consejo y considérenlo. Oh, amigos, no se necesitan
argumentos para convencerlos de que es algo sumamente desventurado estar ahora
bajo la ira de Dios. No necesitan ningún argumento que les compruebe que tiene
que ser algo bendito ser perdonado, tienen que ver eso. No es su razón la que
necesita ser convencida, es su corazón el que necesita ser renovado.
El Evangelio entero está
contenido en este resumen: Ven, tú que eres culpable, tal como estás, y confía
en la obra terminada del Salvador, y tómalo a Él para que sea tuyo para
siempre. Confía en Jesús ahora. Eso puede ser realizado en tu condición
presente. Si el Espíritu Santo de Dios bendice tu mente, puedes decir en este
instante: “Señor, creo; ayuda mi incredulidad”. Tú puedes confiar en Jesús
ahora, y algunos de los que vinieron aquí sin haber sido perdonados, podrían
hacer cantar a los ángeles, porque van a descender por esas escaleras como
almas que han sido salvadas, cuyas transgresiones han sido perdonadas, y cuyos
pecados han sido cubiertos. Dios sabe una cosa: que si yo supiera por medio de
cuál estudio y de cuál arte yo pudiera aprender a predicar el Evangelio como
para afectar sus corazones, no regatearía ni costo ni esfuerzos. Por el
momento, me propuse advertirles sencillamente, sin adornos de palabras para que
el poder no fuera el poder del hombre. Y ahora dejo mi mensaje y lo confío al
cuidado de Aquel que juzgará a los vivos y a los muertos. Pero esto sé, que si
ustedes no reciben al Hijo, yo seré un testigo dispuesto contra ustedes. Que
Dios nos conceda que eso no suceda, por Su misericordia. Amén.
Porciones de
y
Hebreos 3.
Traductor: Allan Román
20/Enero/2011
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