El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

La Infeliz Condición del Incrédulo

NO. 1012

 

SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 24 DE SEPTIEMBRE

DE 1871, POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“Pero el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él”. Juan 3: 36.

 

Este es un fragmento de un discurso de Juan el Bautista. No contamos con muchos sermones de ese poderoso predicador, pero tenemos suficiente material para comprobar que Juan sabía cómo poner el hacha a la raíz de los árboles, pues predicaba la ley de Dios de manera sumamente osada. Y también sabía cómo declarar el Evangelio, pues nadie hubiera podido expresar unas frases que contuvieran más claramente el camino de la salvación, como las que están contenidas en el texto que tenemos bajo nuestra consideración. En verdad, este tercer capítulo del Evangelio según el evangelista Juan, es notable entre Escrituras claras y llanas, por ser todavía más claro y más llano que casi todos los demás. Juan el Bautista era evidentemente un predicador que sabía cómo discernir –un punto en el que tantos fracasan- pues distinguía entre lo precioso y lo vil y, por tanto, era para el pueblo como la boca de Dios. Juan el Bautista no se dirige al pueblo como si todos fueran perdidos o todos fueran salvos, sino que muestra las dos clases de personas, y mantiene la línea de demarcación entre quien teme a Dios y quien no le teme. Declara claramente los privilegios del creyente, y afirma que tiene vida eterna incluso ahora; y con igual decisión testifica acerca del triste estado del incrédulo: “No verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él”. Juan el Bautista podría instruir útilmente a muchos predicadores que profesan ser cristianos. Aunque el más pequeño en el reino de los cielos, mayor es que Juan el Bautista y, por ello, debería dar testimonio de la verdad más claramente, con todo, hay muchos que enturbian el Evangelio, que más bien enseñan filosofía y predican un ‘mescolanza’ que no es ni ley ni evangelio; y esas personas bien podrían asistir a la escuela de este tosco predicador del desierto, para aprender de él cómo clamar: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”.

 

Esta mañana deseo extraer una hoja del libro de lecciones del Bautista; yo quisiera predicar el Evangelio del Señor Jesús como él lo hizo: “Cuyo calzado yo no soy digno de llevar”. Es mi deseo sincero gozar del deleite de exponerles a ustedes las cosas profundas de Dios; siento un profundo placer al momento de abrir las bendiciones del pacto de gracia, y sacar de su tesoro cosas nuevas y cosas viejas. Debería estar feliz haciendo hincapié en los tipos del Antiguo Testamento e incluso haciendo referencia a las profecías del Nuevo; pero, mientras tantas personas permanezcan todavía sin ser salvas, mi corazón no está contento nunca excepto cuando estoy predicando sencillamente el Evangelio de Jesucristo.

 

Amados oyentes inconversos: cuando vea que ustedes son llevados a Cristo, avanzaré entonces más allá de los rudimentos del Evangelio, pero, entretanto, mientras el infierno abra ampliamente sus fauces y muchos de ustedes ayuden a llenarlo, no puedo dejar de advertirles. No me atrevo a resistir el sagrado impulso que me incita a predicarles las buenas nuevas de salvación una y otra vez. Como Juan, continuaré poniendo el hacha a la raíz de los árboles y no iré más allá de clamar: “Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado”. Como Juan lo hizo, declararemos ahora el triste estado del que no cree en el Hijo de Dios.

 

Esta mañana, con la carga del Señor sobre nosotros, vamos a hablar sobre las palabras del texto. Nuestro primer punto será el descubrimiento del culpable, “el que rehúsa creer en el Hijo”. A continuación, vamos a considerar su ofensa; radica en “no creer en el Hijo”; en tercer lugar, vamos a poner al descubierto las causas pecaminosas que crean esta incredulidad; y, en cuarto lugar, vamos a mostrar el terrible resultado de no creer en el Hijo: “No verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él”. Que el Espíritu nos ayude en todo.

 

I.   Para comenzar, entonces, ¿quién es EL CULPABLE? ¿Quién es el hombre infeliz del que se habla aquí? ¿Es acaso alguna persona que sólo puede encontrarse una vez en un siglo? ¿Hemos de sondear repetidas veces las muchedumbres para descubrir a algún individuo que se encuentre en esa miserable condición? ¡Ah, no!; las personas de las que se habla aquí son muy comunes; abundan incluso en nuestras santas asambleas; se encuentran por miles en nuestras calles. ¡Ay, ay!, conforman la vasta mayoría de la población mundial. Jesús ‘a lo suyo vino, y los suyos no le recibieron’, y la raza judía permanece siendo incrédula, mientras que los gentiles, para quienes debía ser una luz, prefieren habitar en tinieblas y rechazar Su luminosidad. Esta mañana no estaremos hablando sobre un tema recóndito que tiene sólo una remota relación con nosotros, antes bien, hay muchas personas presentes aquí sobre quienes estaremos hablando, y oramos devotamente rogando que la palabra de Dios descienda con poder en sus almas.

 

Las personas de las que se habla aquí, son aquellas que no creen en el Hijo de Dios. Jesucristo, movido por una misericordia infinita, vino al mundo, asumió nuestra naturaleza, y en esa naturaleza sufrió, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios. En razón de Sus sufrimientos, el mensaje evangélico es proclamado ahora a todos los hombres asegurándoles honestamente que “Todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”. Las infelices personas a las que se alude en este texto, no quieren creer en Jesucristo; rechazan el ofrecimiento de misericordia de Dios; oyen el Evangelio, pero rehúsan obedecer su mandato. No hemos de imaginar que estos individuos sean necesariamente escépticos declarados, pues muchos de ellos creen una buena parte de la verdad revelada. Creen que la Biblia es la palabra de Dios; creen que hay un Dios; creen que Jesucristo vino al mundo como un Salvador; creen en la mayor parte de las doctrinas que se agrupan en torno a la cruz. ¡Ay!, pueden hacer eso, pero, con todo, si no creen en el Hijo de Dios, la ira de Dios está sobre ellos. Podrían sorprenderse al enterarse de que muchas de estas personas están muy interesadas en la ortodoxia. Creen que han descubierto la verdad, y valoran sobremanera esos descubrimientos, de tal forma que su temperamento se enciende con frecuencia con aquellos que disienten con ellos. Han leído mucho y son maestros del argumento en defensa de lo que consideran sana doctrina. No pueden soportar la herejía, y con todo, es triste el hecho de que, creyendo lo que creen, y sabiendo tanto, no han creído en el Hijo de Dios. Creen en la doctrina de la elección, pero no tienen la fe de los elegidos de Dios: tienen fe ciega en la perseverancia final, pero perseveran en la incredulidad. Confiesan todos los cinco puntos del Calvinismo, pero no han llegado al punto más necesario de mirar a Jesús, para poder ser salvados. En el credo aceptan las verdades que, en verdad, nosotros también creemos, pero no han recibido esa palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores; sea como sea, no la han recibido personal y prácticamente para salvación de sus almas.

 

Es preciso admitir que no pocas de esas personas son intachables en cuanto a su moralidad. A pesar de un estricto escrutinio, no podrías encontrar ni deshonestidad, ni falsedad, ni inmundicia ni malicia en su vida exterior; no solamente están libres de esas manchas, sino que manifiestan excelencias positivas. Gran parte de su carácter es encomiable. Son corteses y compasivos, frecuentemente, generosos y gentiles. Son muchas veces tan amigables y admirables que mientras los estamos mirando, entendemos cómo nuestro Señor, en un caso similar, amó al joven que le preguntó: “¿Qué más me falta?” Carecen de la única cosa necesaria, puesto que no han creído en Cristo Jesús, y a pesar de que el Salvador es reacio a verlos perecer, no puede evitarse, pues una condenación es común para todos los que no creen; no verán la vida, sino que la ira de Dios está sobre ellos.

 

En adición a su moralidad, en muchos casos estas personas son hasta cierto punto personas religiosas. No se ausentarían del servicio usual en el lugar de adoración. Son sumamente cuidadosas de respetar el día de guardar, veneran el Libro de Dios, usan una forma de oración, se unen a los cánticos del Santuario, se sientan cuando el pueblo de Dios se sienta, y se ponen de pie cuando el pueblo de Dios se pone de pie, pero, ay, hay un gusano en el centro de esa hermosa fruta, pues se han perdido de la cosa más esencial, que, al ser omitida, acarrea una ruina cierta: no han creído en el Hijo de Dios.

 

Ah, cuán lejos puede llegar un hombre, y, sin embargo, por falta de esta cosa esencial, la ira de Dios está todavía sobre él. Amado por los padres que están esperanzados en la conversión de su muchacho, estimado por los cristianos que no pueden sino admirar su conversación con los demás, con todo, a pesar de eso, ese joven podría estar bajo la desaprobación de Dios, pues “Dios está airado contra el impío todos los días”. La ira de Dios está sobre el hombre -quienquiera que sea- que no ha creído en Jesús.

 

Ahora, si nuestro texto mostrara que la ira de Dios descansa sobre los culpables que están en nuestras cárceles, la mayoría de la gente asentiría a esa afirmación y nadie se asombraría por ella. Si nuestro texto declarara que la ira de Dios permanece sobre personas que viven en habitual falta de castidad y en constante violación de las leyes del orden y de la respetabilidad, la mayoría de los hombres diría: “Amén”; pero el texto está dirigido a otro carácter. Es cierto que la ira de Dios está sobre los pecadores descarados; pero, oh señores, ésto también es cierto, que la ira de Dios está sobre aquellos que se jactan de sus virtudes pero que no han creído en Jesús, Su Hijo. Podrían habitar en palacios, pero, si no son creyentes, la ira de Dios está sobre ellos. Podrían ocupar un puesto en el senado y gozar de las aclamaciones de la nación, pero, si no creen en el Hijo, la ira de Dios está sobre ellos. Sus nombres podrían estar registrados en ‘la guía de la nobleza’ y podrían poseer una riqueza incalculable, pero la ira de Dios está sobre ellos. Podrían practicar habitualmente sus caridades, y realizar abundantes actos externos de devoción; pero si no han aceptado al Salvador designado, la palabra de Dios da testimonio de que “La ira de Dios está sobre ellos”.

 

II.   Ahora, con corazones despertados por el Espíritu de Dios, tratemos de pensar acerca de SU OFENSA.

 

¿Cuál es este peculiar pecado que acarrea la ira de Dios sobre estas personas? Es que no han creído en el Hijo de Dios. ¿A qué equivale eso? Primero que nada, equivale a esto: que rehúsan aceptar la misericordia de Dios. Dios formuló una ley, y Sus criaturas estaban obligadas a respetarla y obedecerla. Nosotros la rechazamos y nos apartamos de ella. Fue una gran demostración del odio del corazón, pero, en algunos sentidos, no fue una manifestación de enemistad con Dios tan íntegra e intensamente perversa, como cuando rechazamos el Evangelio de la gracia. Dios no nos ha presentado ahora la ley, sino el Evangelio, y ha dicho: “Mis criaturas, ustedes han quebrantado mi ley, y han actuado muy detestablemente conmigo. Debo castigar el pecado, pues de lo contrario no sería Dios, y no puedo prescindir de mi justicia; pero he concebido una manera por la cual, sin lesionar a ninguno de mis atributos, puedo tener misericordia de ustedes. Estoy listo para perdonar el pasado y restablecerlos a una mejor posición de la que perdieron, de tal manera que serán mis hijos y mis hijas. Mi único mandamiento para ustedes es: crean en mi Hijo. Si obedecen este mandamiento, todas las bendiciones de mi nuevo pacto serán suyas. Confíen en Él y síganlo, pues, he aquí, yo lo pongo como líder y comandante para el pueblo. Acepten que Él expía mediante Su sustitución, y obedézcanle”.

 

Ahora, rechazar la ley de Dios muestra un corazón malo de incredulidad, pero ¿quién podría decir qué abismo de rebelión debe de albergar el corazón que rehúsa no sólo el yugo de Dios, sino incluso, el don de Dios? La provisión de un Salvador para los hombres perdidos es el don gratuito de Dios y por ese don, todas nuestras necesidades son suplidas, todos nuestros males son erradicados, la paz en la tierra nos es garantizada, y gloria sea a Dios eternamente: el rechazo de este don no puede ser un pecado leve. El Ser que todo lo ve, cuando contempla que los hombres desdeñan el don supremo de Su amor, no puede sino considerar tal rechazo como la peor prueba del odio de sus corazones contra Él mismo. Cuando el Espíritu Santo viene para convencer a los hombres de pecado, el pecado especial que saca a la luz es descrito así: “De pecado, por cuanto no creen en mí”. No porque los paganos fueran licenciosos en sus hábitos, bárbaros en sus guerras, y sedientos de sangre en su espíritu. No: “De pecado, por cuanto no creen en mí”. La condenación ha venido sobre los hombres, pero, ¿qué es la condenación? “Que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas”. También recuerden aquel texto expresivo: “El que no cree, ya ha sido condenado”; y ¿por qué es condenado? “Porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios”.

 

Permítanme comentar, adicionalmente, que en el rechazo de la misericordia divina, según es presentada en Cristo, el incrédulo ha puesto de manifiesto un intenso veneno contra Dios, pues observen cómo es el asunto. Nosotros tenemos que recibir la misericordia de Dios en Cristo o tenemos que ser condenados, pues no hay ninguna otra alternativa. El incrédulo tiene que confiar en Cristo, a quien Dios ha puesto como la propiciación por el pecado, o de lo contrario tiene que ser echado fuera de la presencia de Dios y arrojado al castigo eterno. El incrédulo dice en efecto: “yo prefiero ser condenado que aceptar la misericordia de Dios en Cristo”. ¿Podríamos concebir un insulto más grave para la infinita compasión del grandioso Padre?

 

Supongan que un hombre ha lesionado a otro, lo ha insultado gravemente, y ha hecho eso repetidamente, y con todo, la persona lesionada, al descubrir que aquel agresor fue reducido a un estado espantoso y miserable, lo busca y, simplemente, por pura amabilidad hacia él, le dice: “yo te perdono espontáneamente todo el daño que me has hecho, y estoy dispuesto a aliviar tu pobreza y a socorrerte en tu angustia”. Supongan que el otro replicara: “No, preferiría pudrirme antes que aceptar algo de ti”. ¿No habría en tal resolución una clara prueba de la intensa enemistad que existía en su corazón? Y así, cuando un hombre dice, y cada uno de ustedes, incrédulos, en verdad lo dicen prácticamente: “yo preferiría arder para siempre en el infierno que honrar a Cristo confiando en Él”, esa es una prueba muy clara de su odio hacia Dios y Su Cristo. Los incrédulos odian a Dios. Permítanme preguntarles: ¿por qué razón lo odian? Él conserva el aliento de ustedes en sus narices; Él es quien les proporciona el alimento y el vestido, y el que envía estaciones fructíferas. ¿Por cuáles de estas buenas cosas le odian? Ustedes le odian porque Él es bueno. Ah, entonces debe ser porque ustedes mismos son malvados, y su corazón está muy lejos de la justicia. Que Dios nos conceda que este gran pecado que clama a gritos sea expuesto claramente delante de sus ojos por la luz del Eterno Espíritu, y que se arrepientan de él, y se vuelvan de su incredulidad, y vivan en este día.

 

Pero además, el incrédulo, mediante su incredulidad, toca a Dios en un lugar muy delicado. Sin duda, fue algo muy gozoso para el grandioso Hacedor darle forma a este mundo, pero no hay expresiones de gozo concernientes al mundo que sean iguales al gozo de Dios en la materia de la redención humana. Quisiéramos estar en guardia cuando hablamos de Él; pero, hasta donde podemos decirlo, el don de Su amado Hijo a los hombres y el esquema íntegro de redención, son la obra maestra incluso del propio Dios. Él es infinito en poder, sabiduría y amor; Sus caminos son más altos que nuestros caminos como son más altos los cielos que la tierra; pero la Escritura, yo creo, me apoyará cuando digo:

 

“Que en la gracia que rescató al hombre

Brilla Su forma más resplandeciente de gloria;

Aquí sobre la cruz, está el decreto más hermoso,

Con sangre preciosa y líneas carmesí”.

 

Ahora, el hombre que dice: “No hay Dios”, es un necio, pero quien le niega a Dios la gloria de la redención, en adición a su insensatez, le roba al Señor la joya más preciosa de Su atuendo, y asesta un golpe mortal al honor divino. Puedo decir de aquel que desprecia a la gran salvación que, al despreciar a Cristo, toca la niña de los ojos de Dios. “Este es mi Hijo amado” –dice Dios- “a él oíd”. Lo dice desde el cielo y, no obstante, los hombres tapan sus oídos y dicen: “No queremos recibirlo”. Es más, incrementan su ira contra la cruz, y se alejan de la salvación de Dios. ¿Acaso consideran que Dios habrá de soportar ésto siempre? Habiendo pasado por alto los tiempos de su ignorancia, “ahora manda a todos los hombres en todo lugar, que se arrepientan”. ¿Persistirás en oponerte firmemente a Su amor, a su amor que ha sido tan creativo en planes ingeniosos diseñados para bendecir a los hijos de los hombres? ¿Acaso menospreciarás por completo Su obra más escogida? Si es así, poco ha de sorprendernos que esté escrito: “La ira de Dios está sobre él”.

 

Prosiguiendo, debo descubrir más este asunto diciendo que el incrédulo perpetra una ofensa contra todas las personas de la bendita Trinidad. El incrédulo podría pensar que su incredulidad es un asunto intrascendente, pero, en verdad, es un disparo con una saeta con púas contra la Deidad. Tomen a las Personas de la bendita Trinidad, comenzando con el Hijo de Dios, que está más cerca de nosotros. Para mí, la cosa más sorprendente que haya oído jamás, es que “Aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros”. No me sorprende que los misioneros en Indostán se enfrenten frecuentemente con este comentario: “¡Es demasiado bueno para ser cierto que Dios hubiere asumido alguna vez la naturaleza de tal ser como un hombre!” Sin embargo, más maravilloso pareciera ser en verdad que, cuando Cristo se hizo hombre, tomó todos los dolores y la debilidad del hombre, y adicionalmente, llevó el pecado de muchos. El más extraordinario de todos los hechos es éste: que el infinitamente Santo fuera “contado con los pecadores” y, en las palabras de Isaías, “llevara las iniquidades de ellos”. Dios, al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado. ¡Maravilla de maravillas! Es asombroso más allá de todo límite que quien distribuye las coronas y los tronos pendiera de un madero y muriera, el justo por los injustos, soportando el castigo debido a los pecadores por la culpa.

 

Ahora, sabiendo ésto, como la mayoría de ustedes lo saben y, con todo, rehusando creer, ustedes dicen efectivamente: “yo no creo que el Dios encarnado pueda salvar”. “Oh no” –replican- “nosotros creemos sinceramente que Él puede salvar”. Entonces, ha de ser que sienten que “yo creo que Él puede, pero no quiero aceptar que me salve”. Aunque yo te excuso en primer lugar, tengo que presentar mi acusación con mayor énfasis, en segundo lugar. Respondes que “tú no dices que no creerás en Él”. ¿Por qué, entonces, permaneces en la incredulidad? El hecho es que no confías en Él; no le obedeces. Te pido que rindas cuentas de ese hecho. “¿Puedo creer en Él?” pregunta alguien. ¿No te hemos dicho diez mil veces que todo aquel que quiera puede tomar libremente el agua de vida? Si hubiere alguna barrera, no está del lado Dios, no está del lado Cristo, sino que más bien está en tu propio corazón pecador. Tú eres bienvenido para ir al Salvador ahora, y si confías ahora en Él, es tuyo para siempre. Pero, oh, incrédulo, pareciera que no es nada para ti que Cristo muriera. Sus heridas no te atraen. Sus gemidos por Sus enemigos no contienen música para ti. Tú le das la espalda al Dios encarnado que se desangra por los hombres, y haciendo eso, le cierras la puerta a la esperanza, juzgándote tú mismo indigno de la vida eterna.

 

Además, el deliberado rechazo de Cristo es también un insulto para Dios el Padre. “El que no cree a Dios, le ha hecho mentiroso, porque no ha creído en el testimonio que Dios ha dado acerca de su Hijo”. Dios mismo ha dado con frecuencia testimonio de Su amado Hijo. “A quien Dios puso como propiciación por nuestros pecados”. Al rechazar a Cristo, tú rechazas el testimonio de Dios y el don de Dios. Es un asalto directo en contra de la veracidad y de la misericordia del Padre de gracia, cuando pisoteas y desechas Su don de amor que no tiene precio ni tiene par.

 

Y, en cuanto al Espíritu bendito, Su oficio aquí abajo es dar testimonio de Cristo. En el ministerio cristiano, el Espíritu Santo clama diariamente a los hijos de los hombres para que vengan a Jesús. Él ha luchado en los corazones de muchos de ustedes, dándoles una medida de convicción de pecado y un grado de conocimiento de la gloria de Cristo, pero ustedes lo han reprimido, y se han esforzado al máximo para despreciar al Espíritu de Dios. Créanme, éste no es un pecado sin importancia. Un incrédulo es un enemigo de Dios el Padre, de Dios el Hijo, y de Dios el Espíritu Santo.

 

Oh incrédulo, tu pecado es un insulto permanente contra la bendita Trinidad en Unidad: tú estás ahora insultando a Dios en Su cara, ya que continúas siendo un incrédulo.

 

Y debo agregar que la incredulidad involucra un insulto en contra de cada atributo de Dios. El incrédulo declara de hecho: “Aunque la justicia de Dios sea vista cuando puso el castigo del pecado sobre Cristo, no me importa Su justicia; yo voy a soportar mi propio castigo”. El pecador pareciera decir: “Dios es misericordioso en el don de Cristo para que sufriera en lugar nuestro, pero yo no necesito Su misericordia; puedo pasármela sin ella. Otros podrían ser culpables, y pueden confiar en el Redentor, pero yo no siento tal culpa, y no voy a pedir perdón”. Los incrédulos atacan la sabiduría de Dios, pues, mientras que la sabiduría de Dios es revelada en su plenitud en el don de Jesús, ellos dicen: “Es un dogma, alejado de la filosofía, y gastado”. Ellos consideran la sabiduría de Dios como insensatez, y por esa razón arrojan desprecio sobre otro atributo divino. Yo podría mencionar en detalle cada uno de los atributos y prerrogativas de Dios, y podría demostrar que la falta de aceptación del Salvador es un insulto en contra de cada uno de los atributos y en contra del propio Dios, pero el tema es demasiado triste para que continuemos tratándolo y, por tanto, vamos a pasar a otra fase del tema, aunque me temo que será igualmente doloroso.

 

III.   En tercer lugar, hemos de considerar LAS CAUSAS DE ESTA INCREDULIDAD.

 

En una gran cantidad de personas, la incredulidad puede ser atribuida a una negligente ignorancia del camino de salvación. Ahora, no debería sorprenderme que muchos de ustedes imaginen que, si no entienden el Evangelio, están grandemente excusados si no lo creen. Pero, señores, no es así. Ustedes están ubicados en este mundo, no como los paganos en el centro del África, sino en la ilustrada Inglaterra, donde viven bajo la plena luz del día evangélico. Hay lugares de adoración por todas partes en torno a ustedes a los que podrían asistir sin ninguna dificultad. El libro de Dios es muy barato; lo tienen en sus hogares; todos ustedes pueden leerlo o escuchar su lectura. ¿Es posible, entonces, que al Rey le hubiera agradado revelarse a ustedes, y decirles el camino de la salvación, y con todo, ustedes, a la edad de veinte años, treinta, o cuarenta, no conozcan el camino de la salvación? ¿Qué quieres decir, amigo? ¿Qué podrías querer decir? ¿Le ha agradado a Dios revelarse en la Escritura, y decirte cómo escapar del infierno y cómo volar al cielo, pero tú has sido demasiado haragán para inquirir al respecto de ese camino? ¿Te atreves a decirle a Dios: “No considero que sea digno de mi tiempo aprender lo que Tú has revelado, y tampoco me importa conocer el don de Dios que Tú has otorgado a los hombres”? ¿Cómo puedes pensar que tal ignorancia es una excusa para tu pecado? ¿Qué otra cosa podría constituir una peor agravación del pecado? Si tú no lo sabes, deberías saberlo; si no has aprendido el mensaje evangélico, podrías haberlo aprendido, pues hay algunos entre nosotros cuyo lenguaje no es difícil de entender ni siquiera para los más analfabetas y, si nos sorprendiéramos usando alguna palabra difícil, nos retractaríamos y la expresaríamos nuevamente en breves sílabas, de tal manera que ni siquiera el intelecto de un niño necesitaría quedarse perplejo por nuestro lenguaje. El camino de la salvación es claro en el libro; esas palabras: “Cree y vive”, son en esta cristiana Inglaterra casi tan legibles y son vistas tan universalmente como si estuvieran impresas en el cielo. Que la confianza en el Señor Jesús salva el alma es una noticia bien conocida. Pero, si todavía dices que no has sabido todo esto, entonces yo respondo: “querido amigo, haz el esfuerzo por conocerlo. Recurre a las Escrituras, estúdialas, y ve qué es lo que contienen. Oye, también, el Evangelio, pues está escrito: “Inclinad vuestro oído, y venid a mí; oíd, y vivirá vuestra alma”. “La fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios”. Los exhorto por sus propias almas a que ya no sean ignorantes de aquello que deben saber, pues de lo contrario perecerán.

 

En algunas otras personas, la causa es la indiferencia. Esas personas no consideran que el asunto sea de una relevancia muy grande. Están conscientes de que no tienen la razón, pero tienen la idea de que, de alguna manera u otra, se enderezarán al final y, mientras tanto, eso no los turba.

 

Oh, hombre, te ruego que, como tu semejante, me dejes hablar contigo una palabra de amonestación. Dios declara que Su ira está sobre ti como incrédulo, ¿y tú consideras eso: ‘nada’? Dios dice: “Yo estoy enojado contigo”, y tú le respondes: “No me importa; es de muy poca importancia para mí. El incremento o la caída de los ‘fondos financieros consolidados’ es de mucha mayor repercusión que el hecho de que Dios esté airado conmigo o no. Mi cena a tiempo me concierne muchísimo más que si el Dios infinito me ama o me odia”. Esa es la frase en inglés que corresponde a su conducta y yo les pregunto si puede haber mayor impertinencia en contra de su Creador, o una forma más funesta de arrogante rebelión en contra del eterno Soberano. Si no te angustia que Dios esté airado contigo, debería angustiarte; y me angustia a mí que no te angustie a ti.

 

Nos hemos enterado acerca de personas culpables de asesinato, cuyo comportamiento durante el juicio ha sido sereno y han mostrado ser dueñas de sí mismas. La serenidad con la que se declararon: “inocentes” ha sido de una sola pieza con la dureza de corazón que los condujo al hecho sangriento. Aquel que es capaz de un gran crimen es también incapaz de sentir vergüenza en relación a su crimen. Un hombre que es capaz de sentir placer y estar tranquilo mientras Dios está airado con él, muestra que su corazón es más duro que el acero.

 

En ciertos casos, la raíz de esta incredulidad se ubica en otra dirección. Es alimentada por el orgullo. La persona que es culpable de incredulidad no cree que necesite un Salvador. Su idea es que él mismo hará lo más que pueda, asistirá con regularidad a la iglesia o al lugar de adoración, diezmará ocasionalmente o frecuentemente, e irá al cielo en parte por lo que hace y en parte por los méritos de Cristo. De tal manera que no creer en Cristo no es un asunto de ninguna consecuencia grave para él, porque no está desnudo, ni tampoco es pobre ni miserable, sino que es rico, y se ha enriquecido en las cosas espirituales. Ser salvado por fe es una religión para las rameras y los borrachos y los ladrones; pero las personas respetables como él, que han guardado la ley desde su juventud, no tienen ninguna necesidad particular de asirse de Cristo. Tal conducta me recuerda las palabras de Cowper:

 

“Perezca el mérito, como debería, aborrecido

Y junto a él el insensato que insulta a su Señor”.

 

Para salvar al hombre, Dios consideró necesario que el Redentor muriera; sin embargo, ustedes, seres con justicia propia, piensan evidentemente que la muerte es una superfluidad, pues si un hombre puede salvarse a sí mismo, ¿para qué descendió el Señor y murió para salvarle? Si hay un camino al cielo por medio de la respetabilidad y la moralidad sin Cristo, ¿cuál es la necesidad de Cristo? Es enteramente inútil tener un propiciador y un mediador, ya que los hombres son tan buenos que no lo requieren. Ustedes le dicen a Dios en Su cara que está mintiéndoles, que no son tan pecadores como Él quisiera persuadirlos que son, que no necesitan ni un sustituto ni un sacrificio como Él dice que los necesitan. Oh, señores, este orgullo suyo es una arrogante rebelión en contra de Dios. Miren sus excelentes acciones –ustedes, que son tan buenos- y verán que sus motivos son bajos, y que su orgullo con respecto a lo que han hecho ha manchado, con negros dedos, todos sus actos. Dado que ustedes prefieren su propio camino al camino de Dios, y prefieren su propia justicia a la justicia de Dios, la ira de Dios está sobre ustedes.

 

Tal vez no le he atinado a la razón de su incredulidad. Por tanto, permítanme hablar una vez más. En muchas personas, el amor del pecado más bien que alguna alardeada justicia propia los mantiene alejados del Salvador. No creen en Jesús, no porque tengan alguna duda acerca de las verdades del cristianismo, sino porque sienten un amor esclavizante por su pecado favorito.

 

“Vamos”, -dice alguien- “si fuera a creer en Cristo, por supuesto que tendría que obedecerle; confiar y obedecer van juntos. Entonces no podría ser el borracho que soy, no podría hacer negocios de la manera que los hago, no podría practicar un desenfreno secreto, no podría frecuentar los lugares favoritos de los impíos en los que la risa es provocada por el pecado y el júbilo por la blasfemia. No puedo renunciar a mis pecados favoritos”. Tal vez este pecador espera que un día, cuando ya no pueda disfrutar más de su pecado, lo dejará furtivamente, y tratará de engañar al demonio de su alma; pero, mientras tanto, prefiere los placeres del pecado a la obediencia a Dios, y la incredulidad a la aceptación de su salvación.

 

¡Oh, dulce pecado! ¡Oh, amargo pecado! ¡Cómo estás asesinando a las almas de los hombres! Así como ciertas serpientes antes de capturar a su presa fijan sus ojos en ella y la fascinan, y luego la devoran al final, así fascina el pecado a los necios hijos de Adán; son encantados por el pecado, y perecen por él. Solamente ofrece un gozo momentáneo, y la paga de ello es la miseria eterna y, no obstante, los hombres están enamorados del pecado. Los caminos de la mujer extraña y las sendas de inmundicia conducen muy llanamente a las cámaras de la muerte y, sin embargo, los hombres son atraídos hacia ellos como las mariposas nocturnas son atraídas por el resplandor de la lámpara, y así son destruidos. ¡Ay!, qué terrible que los hombres se precipiten desenfrenadamente contra las rocas de las peligrosas lascivias, y perezcan obstinadamente bajo el encanto del pecado. Es una triste lástima preferir una ramera al Dios eterno, preferir unos cuantos centavos producidos por la deshonestidad al cielo mismo, preferir la gratificación del estómago al amor del Creador y al gozo de ser reconciliado y salvado. Fue un terrible insulto contra Dios cuando Israel erigió un becerro de oro y dijo: “Israel, estos son tus dioses”. ¿Suplantará al Dios viviente la imagen de un buey que come hierba? El que ha esparcido el maná sobre la tierra, que ha hecho que el Sinaí humee con Su presencia y que el desierto entero tiemble bajo Sus marchas, ¿ha de ser desechado por la imagen de un becerro que tiene cuernos y cascos? ¿Preferirán los hombres el metal derretido al infinitamente santo y glorioso Jehová?

 

Pero, ciertamente, preferir una lascivia a Dios es todavía un insulto mayor; obedecer nuestras pasiones antes que Su voluntad, y preferir el pecado a Su misericordia, este es el crimen de los crímenes. Que Dios nos libre de él, por Su misericordia.

 

IV.   Tenemos funestas nuevas en el último encabezado de mi discurso: EL RESULTADO TERRIBLE de la incredulidad. “No verá la vida, sino que la ira de Dios está sobre él”. “¡La ira de Dios!” No hay palabras que pudieran explicar plenamente esta expresión jamás. Cuando el santo Whitefield predicaba, a menudo alzaba sus manos, y, con lágrimas que se escurrían de sus ojos, exclamaba: “¡Oh, la ira venidera! ¡La ira venidera!” Luego hacía una pausa, porque sus emociones le impedían la expresión. ¡La ira de Dios!

 

Yo confieso que me siento incómodo cuando alguien está enojado conmigo, y sin embargo, uno puede tolerar con alguna ecuanimidad la ira de personas necias e irascibles. Pero la ira de Dios es la ira de Uno que nunca está airado sin motivo, de Uno que es muy paciente y lento para la ira. Se requiere de mucho para provocar el enfurecimiento en el rostro de Jehová; sin embargo, Él está enojado con los incrédulos. Él nunca está enojado con algo por ser débil y pequeño, sino únicamente porque está mal. Su ira es únicamente Su santidad que se ha encendido. Él no puede tolerar el pecado; ¿quién desearía que hiciera eso? ¿Qué hombre con una mente recta desearía que Dios se agradara con el mal? Eso haría que Dios fuera un demonio. Debido a que Él es Dios, tiene que estar airado con el pecado dondequiera que esté. Esto constituye su aguijón: que Su ira es solamente un santo enojo. Es la ira, recuerden, de un Ser Omnipotente, que puede aplastarnos tan fácilmente como a una polilla. Es la ira de un Ser Infinito, y por tanto, es ira infinita, cuyas alturas y profundidades y anchuras y longitudes ningún hombre puede medir. Únicamente el Dios encarnado conoció plenamente el poder de la ira de Dios. Está más allá de toda concepción y, sin embargo, la ira pesa sobre ti, persona que me escuchas. Ay de ti si eres un incrédulo, pues éste es tu estado delante de Dios. No se trata de una ficción mía, sino que es la palabra de la verdad inspirada: “La ira de Dios está sobre él”.

 

Luego noten la siguiente palabra: “está”, es decir, está sobre ti ahora. Él está airado contigo en este instante y siempre. Te retiras a dormir ante un Dios airado que mira tu rostro y te despiertas en la mañana y, si tu ojo no fuera débil, percibirías Su rostro ceñudo. Él está airado contigo, incluso cuando estás cantando Sus alabanzas, pues haces mofa de Él con sonidos solemnes que salen de una boca irreverente; está enojado contigo cuando estás de rodillas, pues únicamente pretendes orar, pero expresas palabras sin corazón. En tanto no seas un creyente, Él tiene que estar airado contigo cada momento. “Dios está airado contra el impío todos los días”.

 

El texto dice que la ira “permanece” y el tiempo presente cubre un largo período, pues siempre permanecerá sobre ti. Pero, ¿no podrías, tal vez, escapar de la ira dejando de existir? El texto excluye tal idea. Aunque dice, que tú “no verás la vida”, enseña que la ira de Dios está sobre ti de tal manera, que la ausencia de vida no es una aniquilación. La vida espiritual pertenece únicamente a los creyentes; tú estás ahora sin esa vida y, sin embargo, existes, y la ira está sobre ti, y así tendrá que estar siempre. Aunque no verás la vida, existirás en una muerte eterna, pues la ira de Dios no puede permanecer sobre una criatura inexistente. Tú no verás la vida, pero sentirás la ira en grado sumo. Es suficiente horror que la ira esté sobre ti ahora, pero será el horror de horrores y el infierno del infierno, cuando esté sobre ti eternamente.

 

Y toma nota que así debe ser, porque tú rechazas lo único que puede sanarte. Como dice George Herbert: “A quien los ungüentos y los bálsamos matan, ¿qué bálsamo puede curar? Si Cristo se ha convertido en olor de muerte para muerte para ti, porque tú lo rechazas, ¿cómo puedes ser salvado? No hay sino una puerta y si tú la cierras por tu incredulidad, ¿cómo puedes entrar al cielo? Hay una medicina que cura y, si rehúsas tomarla, ¿qué te queda sino la muerte? Hay un agua de vida, pero tú rehúsas beberla; entonces, padecerás sed eternamente. Desechas voluntariamente al único Redentor; ¿cómo, entonces, serás rescatado? ¿Habrá de morir Cristo otra vez, y en otro estado ha de ser ofrecido a ti una vez más?

 

Oh, señores, lo rechazarían entonces de igual manera que lo rechazan ahora. Pero ya no queda más sacrificio por los pecados. La misericordia de Dios para los hijos de los hombres fue plenamente revelada en la cruz, ¿y rechazarás el ultimátum de la gracia de Dios, la última apelación que te hace? Si es así, es bajo tu propio riesgo; Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no muere; Él vendrá de nuevo, y aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan.

 

Recuerden, señores, que la ira de Dios no producirá ningún efecto salvador o mitigador. Se ha sugerido que un pecador, después de sufrir la ira de Dios por algún tiempo, se puede arrepentir y así puede escapar de esa ira. Pero nuestra observación y experiencia demuestra que la ira de Dios nunca ablandó todavía el corazón de nadie, y nosotros creemos que no lo hará nunca; quienes están sufriendo la ira divina continuarán endureciéndose, y endureciéndose, y endureciéndose; entre más sufran, más odiarán; entre más sean castigados, más pecarán. La ira de Dios que permanece sobre ti no producirá ningún buen resultado para ti, sino que más bien irás de mal en mal, y te alejarás más y más de la presencia de Dios.

 

La razón por la cual la ira de Dios está sobre un incrédulo es en parte porque todos sus demás pecados permanecen en él. No hay un pecado que condene al hombre que cree, y nada puede salvar al hombre que no quiere creer. Dios quita todos los pecados en el instante en que creemos; pero mientras no creemos, nuevas ataduras amarran sobre nosotros nuestras transgresiones. El pecado de Judá está escrito como con un cincel de hierro, y está grabado con punta de diamante. Nada puede eximirte de la culpa mientras tu corazón permanezca enemistado con Jesucristo tu Señor.

 

Recuerden que Dios no ha hecho nunca un juramento, que yo sepa, contra ninguna clase de personas, excepto contra los incrédulos. “¿Y a quiénes juró que no entrarían en su reposo, sino a aquellos que desobedecieron?” Dios no perdonará nunca la continua incredulidad, porque Su palabra lo obliga a no hacerlo. ¿Acaso hará un juramento y luego se arrepentirá de él? Oh, que puedan recibir gracia para que abandonen su incredulidad y se acerquen al Evangelio y sean salvados.

 

Ahora, oigo que alguien objeta: “tú nos dices que ciertas gentes están bajo la ira de Dios, y sin embargo, son personas muy prósperas”. Yo respondo que aquel buey será sacrificado. Sin embargo, está siendo engordado. Y tu prosperidad, oh hombre impío, no es sino tu engorde para la matanza de la justicia. Ah, pero tú dices: “Son muy felices, y algunas de esas personas que han sido perdonadas están muy tristes”. La misericordia les permite ser felices mientras puedan serlo. Nos hemos enterado de hombres que, cuando eran conducidos a Tyburn en una carreta, podían beber y reírse mientras iban camino del patíbulo. Eso únicamente demostraba cuán malvados eran. Y así, mientras que los culpables pueden todavía recibir consuelo, eso sólo demuestra su culpabilidad.

 

Permítanme preguntarles cuáles deberían ser sus pensamientos relativos a estas solemnes verdades que les he presentado a ustedes. Yo sé cuáles fueron mis pensamientos; hicieron que me retirara a mi lecho sintiéndome infeliz. Me volvieron muy agradecido porque espero haber creído en Jesucristo; sin embargo, hicieron que me sobresaltara en la noche y que me despertara esta mañana con una carga sobre mí. Yo vengo aquí para preguntarles: ‘¿ha de ser así, que permanezcan siempre siendo incrédulos y que estén bajo la ira de Dios? Si tiene que ser así, y esa terrible conclusión parece que es forzada en mí, de cualquier manera, mírenla a la cara y considérenla. Si están resueltos a ser condenados, tienen que estar conscientes de sus aspiraciones. Reciban el consejo y considérenlo. Oh, amigos, no se necesitan argumentos para convencerlos de que es algo sumamente desventurado estar ahora bajo la ira de Dios. No necesitan ningún argumento que les compruebe que tiene que ser algo bendito ser perdonado, tienen que ver eso. No es su razón la que necesita ser convencida, es su corazón el que necesita ser renovado.

 

El Evangelio entero está contenido en este resumen: Ven, tú que eres culpable, tal como estás, y confía en la obra terminada del Salvador, y tómalo a Él para que sea tuyo para siempre. Confía en Jesús ahora. Eso puede ser realizado en tu condición presente. Si el Espíritu Santo de Dios bendice tu mente, puedes decir en este instante: “Señor, creo; ayuda mi incredulidad”. Tú puedes confiar en Jesús ahora, y algunos de los que vinieron aquí sin haber sido perdonados, podrían hacer cantar a los ángeles, porque van a descender por esas escaleras como almas que han sido salvadas, cuyas transgresiones han sido perdonadas, y cuyos pecados han sido cubiertos. Dios sabe una cosa: que si yo supiera por medio de cuál estudio y de cuál arte yo pudiera aprender a predicar el Evangelio como para afectar sus corazones, no regatearía ni costo ni esfuerzos. Por el momento, me propuse advertirles sencillamente, sin adornos de palabras para que el poder no fuera el poder del hombre. Y ahora dejo mi mensaje y lo confío al cuidado de Aquel que juzgará a los vivos y a los muertos. Pero esto sé, que si ustedes no reciben al Hijo, yo seré un testigo dispuesto contra ustedes. Que Dios nos conceda que eso no suceda, por Su misericordia. Amén.

 

Porciones de la Escritura leídas antes del sermón: Hebreos 2: 14-18;

y Hebreos 3.               

 

          

Traductor: Allan Román

20/Enero/2011

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