El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

AHORA y ENTONCES

NO. 1002

 

UN SERMÓN PREDICADO POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“Ahora vemos por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara”. 1 Corintios 13: 12.

 

En este capítulo, el apóstol Pablo habla de la caridad, o del amor, en los términos más sublimes. Considera que es una gracia mucho más excelente que cualquiera de los dones espirituales que acababa de mencionar. Es fácil ver que tenía buenas razones para la preferencia que le concedía. Esos dones, ustedes observarán, eran distribuidos entre hombres piadosos y cada individuo recibía su porción única, de tal manera que uno tenía algo de lo que otro carecía; pero esta gracia de la caridad pertenece a todos aquéllos que han pasado de muerte a vida. La prueba de que son discípulos de Cristo se encuentra en el amor que le tienen tanto a Él como a los hermanos. Además, aquellos dones tenían el propósito de equiparlos para el servicio con el fin de que cada miembro del cuerpo fuera útil para los demás miembros del cuerpo; pero esta gracia es para provecho personal: es una luz en el corazón y una estrella en el pecho de cada persona que la posee. Esos dones, además, eran de uso temporal; su valor estaba limitado a la esfera en que eran ejercidos, pero esta gracia de la caridad medra en todo tiempo y lugar, y no es menos esencial para nuestro futuro eterno que para nuestro bienestar presente.

 

A toda costa procura los mejores dones, caro hermano mío, así como un artista desearía tener destreza en todos sus miembros y estar alerta con todos sus sentidos, pero sobre todo, aprecia el amor, así como ese mismo artista quisiera cultivar el gusto refinado que vive y respira en su interior, que es el manantial secreto de todos sus movimientos, la facultad que impulsa su destreza. Aprendan a estimar este sagrado instinto del amor más que todas las más selectas dotes. Sin importar cuán pobre pudieras ser en materia de talentos, el amor de Cristo debe habitar ricamente en ti.

 

Una exhortación como ésta se hace más necesaria porque el amor tiene un rival poderoso. Pablo pudo haber notado que en las academias de Grecia, como ciertamente en todas nuestras escuelas modernas, el conocimiento solía llevarse todos los premios. ¿Quién podría decir qué porcentaje del éxito del doctor Arnold, como pedagogo, se debió al honor en que tenía a un buen muchacho de preferencia a un muchacho inteligente? Con toda certeza Pablo detectaba en la iglesia muchos celos a los que daban pie las habilidades superiores de quienes podían hablar idiomas extranjeros y profetizar o predicar bien. Entonces, mientras Pablo elogia la gracia del amor, pareciera menospreciar más bien el conocimiento; al menos usa una ilustración que tiende a demostrar que el tipo de conocimiento del que nos preciamos no es la cosa más confiable del mundo.

 

Pablo recordó su niñez. Eso es algo muy bueno que todos nosotros debiéramos mantener presente. Si la olvidamos, nuestras simpatías pronto se secan, nuestro temperamento propende a volverse intratable, nuestras opiniones pudieran ser más bien altivas y nuestro egoísmo se torna muy repulsivo. Siendo el hombre más destacado de su día en la iglesia cristiana, y que ejercía las más amplia influencia entre los convertidos a Cristo, Pablo se acordó del pasado lejano cuando era muchacho y su recuerdo fue muy oportuno. Aunque Pablo pudo haber sugerido los logros que había obtenido o el alto cargo que había ocupado, y pudo haber reclamado algún grado de respeto, prefiere mirar al pasado, a sus humildes principios. Si bien hay sabiduría en su reflexión, para mí que hay una vena de amenidad en su manera de expresarlo. “Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, juzgaba como niño; mas cuando ya fui hombre, dejé lo que era de niño”. Compara así dos etapas de su vida natural, lo cual le sirve como una parábola. En el conocimiento espiritual sentía que estaba en su infancia entonces. Su madurez, su edad adulta plena, permanecía ante él como una perspectiva del futuro. Podía imaginar fácilmente un futuro desde el cual miraría a su yo actual como un mero aprendiz que andaba a tientas en su camino entre las sombras de su propia fantasía. “Pues ahora” –dice- “vemos por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido”. Aquí Pablo emplea una o dos figuras nuevas. “¡Por espejo!” Tal vez no seamos capaces de determinar con exactitud a qué tipo de espejo alude. Bien, dejaremos esa pregunta para que los críticos debatan sus desacuerdos al respecto. A nosotros nos basta que el significado sea obvio. Hay una gran diferencia entre ver un objeto a través de un oscuro instrumento e inspeccionarlo de cerca, a simple vista. En ambos casos hemos de tener el poder de la visión, pero en el último caso podemos usarlo con mayor ventaja. “Ahora vemos por espejo, oscuramente”. ¡Oscuramente, como si fuera un enigma! Nuestras percepciones mentales son tan débiles que las claras verdades a menudo nos desconciertan. Las palabras que nos instruyen son cuadros que necesitan una explicación. Los pensamientos que nos conmueven son visiones que flotan en nuestros cerebros que necesitan una rectificación. ¡Oh, necesitamos una visión más clara! ¡Necesitamos un conocimiento más perfecto! Fíjense, hermanos, que aunque tengamos muchos motivos para la desconfianza, ya que sólo “vemos por espejo, oscuramente”, es un motivo de congratulación que al menos veamos. Gracias a Dios porque, en efecto, conocemos; pero para que sirva de freno para nuestra altivez, conocemos en parte. Amados, los objetos que miramos están a la distancia y nosotros somos miopes. La revelación de Dios es amplia y profunda, pero nuestro entendimiento es débil y superficial.

 

Hay cosas que consideramos muy valiosas ahora, pero que pronto no tendrán ningún valor para nosotros. Hay algunas cosas que conocemos, o creemos conocer, y nos preciamos mucho de nuestro conocimiento; pero cuando nos convirtamos en hombres, no le daremos a ese conocimiento un mayor valor del que un niño le da a sus juguetes cuando se convierte en hombre. Nuestra mayoría de edad espiritual en el cielo desechará muchas cosas que ahora consideramos valiosas, así como un hombre adulto abandona los tesoros de su niñez. Y hay muchas cosas que hemos estado acostumbrados a ver que, una vez que haya concluido esta vida pasajera, no veremos más. Aunque nos deleitábamos en ellas y agradaban a nuestros ojos mientras transitábamos en esta tierra, se disiparán como un sueño cuando uno se despierta; no las veremos nunca más, ni las querremos ver más, pues nuestros ojos -bajo una luz más clara y ungidos con colirio- verán visiones más resplandecientes, y nunca lamentaremos lo que hemos perdido, ante la presencia de escenas más hermosas que habremos encontrado. Hay otras cosas que conocemos ahora y que nunca olvidaremos; las conoceremos perdurablemente, sólo que en un grado más pleno, porque no tendremos más un conocimiento parcial de ellas; y hay algunas cosas que vemos ahora y que veremos en la eternidad, sólo que allá las veremos bajo una luz más clara.

 

Entonces vamos a hablar sobre algunas cosas que vemos ahora, pero que hemos de ver más plenamente y más claramente en el más allá; luego vamos a investigar cómo es que las veremos más claramente; y vamos a concluir considerando cuál es la enseñanza de este hecho.

 

I.   Entre las cosas que vemos ahora -todos aquéllos entre nosotros cuyos ojos han sido iluminados por el Espíritu Santo- está que nos vemos a NOSOTROS MISMOS.

 

Vernos a nosotros mismos es uno de los primeros pasos en la verdadera religión. La mayor parte de los hombres no se han visto nunca a sí mismos. Han visto la imagen halagadora de sí mismos y se imaginan que se trata de la propia copia facsímil suya, pero no lo es. Ustedes y yo hemos sido instruidos por el Espíritu Santo de Dios para ver nuestra ruina por la caída; nos hemos lamentado debido a esa caída; hemos tomado conciencia de nuestra propia depravación natural; hemos sido abatidos hasta el propio polvo por ese descubrimiento y se nos ha mostrado nuestra pecaminosidad real y cómo hemos transgredido en contra del Altísimo. Nos hemos arrepentido de ésto, y hemos huido en busca de refugio hacia la esperanza puesta delante de nosotros en el Evangelio. Día a día vemos algo más de nosotros mismos –les garantizo que no vemos nada placentero- pero eso es muy útil, pues es algo grande conocer nuestro vacío. Es un progreso encaminado a recibir Su plenitud. Es algo importante descubrir nuestra debilidad; es un paso esencial para nuestra participación de la fortaleza divina. Yo supongo que entre más vivamos, más nos veremos a nosotros mismos y probablemente lleguemos a esta conclusión: “Vanidad de vanidades, todo es vanidad”, y clamaremos con Job: “Yo soy vil”. Entre más descubramos cosas de nosotros mismos, más nos sentiremos enfermos de nosotros mismos.

 

Pero no dudo que en el cielo vamos a descubrir que ni siquiera a nosotros mismos nos pudimos ver jamás bajo la más clara luz, sino sólo como “por espejo, oscuramente”, sólo como un acertijo, como un profundo enigma, ya que entenderemos más acerca de nosotros mismos en el cielo de lo que nos entendemos ahora. Allá veremos, como no lo hemos visto aquí todavía, qué mal tan terrible fue la Caída, en qué hoyo tan horrible caímos, y cuán rápido quedamos atrapados en el lodo cenagoso. Allá veremos la negrura del pecado como no la hemos visto nunca aquí, y entenderemos su infierno merecido como no hubiéramos podido hacerlo sino hasta que miremos desde aquella altura tachonada de estrellas adonde nos llevará la misericordia infinita. Cuando cantemos “El Cordero que fue inmolado es digno”, miraremos las ropas que lavamos en Su sangre y veremos cuán emblanquecidas quedaron. Entenderemos entonces mejor que ahora cuánto necesitábamos la limpieza, cuán carmesíes eran las manchas y cuán preciosa es esa sangre que hizo desaparecer esas máculas escarlatas. Allá, también, conoceremos nuestro lado brillante mejor de lo que lo conocemos ahora. Hoy sabemos que somos salvos y, por tanto, ninguna condenación hay ahora para los que están en Cristo Jesús; pero veremos mejor ese manto de justicia que nos cubre ahora, y que nos cubrirá entonces, y discerniremos cuán lustroso es, con su bordado y su oro forjado. Cuánto mejor que las perlas y las joyas que han decorado los mantos de los monarcas son la sangre y la justicia de Jehová Jesús, que se entregó por nosotros. Aquí sabemos que somos adoptados. Sentimos el espíritu de la condición de hijos; “Clamamos: ¡Abba, Padre!” Pero allá conoceremos mejor en qué consiste ser los hijos de Dios, pues aquí aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero cuando estemos allá, y cuando Cristo se manifieste, seremos semejantes a Él, porque le veremos tal como Él es, y entonces entenderemos plenamente lo que significa gozar de la condición de hijos.

 

Así, también, yo sé hoy que soy coheredero con Cristo, pero tengo una muy pobre idea de qué es aquello de lo que soy heredero; pero allá veré las propiedades que me pertenecen y no sólo las veré, sino que las disfrutaré de hecho. Todo cristiano tendrá una parte de la herencia inmarcesible y sin mancilla, reservada en los cielos para él, porque está en Cristo Jesús; es uno con Cristo; es uno por eterna unión. Pero me temo que eso es más un enigma para nosotros que un asunto entendible. Lo vemos como un enigma ahora, pero allá, nuestra unión con Cristo será tan conspicua y tan clara como las letras del alfabeto. Allá sabremos lo que significa ser un miembro de Su cuerpo, de Su carne y de Sus huesos; allá entenderé el lazo de la unión mística que une el alma del creyente a Cristo; allá veré cómo, igual que la rama brota del tallo, mi alma está en unión, en una vital unión con su bendito Señor Jesucristo. Así, algo que vemos ahora pero que veremos bajo una luz mucho más clara en el más allá es: “a nosotros mismos”.

 

Aquí, también, vemos a la IGLESIA, pero LA VEREMOS MUCHO MÁS CLARAMENTE LUEGO.

 

Sabemos que hay una iglesia de Dios. Sabemos que el Señor tiene un pueblo que eligió desde antes de la fundación del mundo; creemos que los miembros de ese pueblo están esparcidos por todas partes de nuestra tierra, y en muchas otras tierras. Hay muchos de ellos que no conocemos; hay muchos que si los conociéramos, me atrevería a decir que no nos agradarían particularmente, debido a sus características externas: personas de extrañas apariencias y tal vez de hábitos muy raros; y sin embargo, a pesar de todo eso, constituyen el pueblo del Dios viviente. Ahora, nosotros conocemos esta iglesia, conocemos su gloria, y sus miembros son impulsados con una sola vida, son vivificados con un Espíritu, redimidos con una sangre; creemos en esta iglesia, y sentimos apego a ella por causa de Jesucristo, que se ha desposado con la iglesia como el Esposo. Pero, ¡oh!, cuando lleguemos al cielo, cuánto más conoceremos a la iglesia, y cómo la veremos cara a cara y no “por espejo, oscuramente”. Allá conoceremos algo más del número de los elegidos de los que conocemos ahora, y podría ser que para nuestra notable sorpresa. Allá encontraremos entre la compañía de los elegidos de Dios, a algunos a quienes en nuestra amargura de espíritu hemos condenado, y allá echaremos de menos a algunos que, en nuestra caridad, concebimos que estaban perfectamente seguros. Entonces sabremos mejor quiénes le pertenecen al Señor y quiénes no le pertenecen, de lo que pudiéramos saber jamás aquí. En la tierra todos nuestros procesos de discernimiento nos fallan. Judas entra con los apóstoles, y Demas toma su parte entre los santos, pero allá conoceremos a los justos, pues los veremos; habrá un rebaño con un Pastor, y Aquel que reina sobre el trono eternamente será glorificado. Entenderemos entonces lo que ha sido la historia de la iglesia en todo el pasado, y por qué ha sido una historia tan extraña de conflicto y conquista. Probablemente en el futuro sabremos más acerca de la historia de la iglesia. Desde aquella elevación sublime y en aquella atmósfera más resplandeciente vamos a entender mejor cuáles son los designios del Señor concernientes a Su pueblo en el último día. Cuánta gloria a Su propio nombre le darán Sus redimidos, cuando haya reunido a todos los que son llamados y elegidos y fieles de entre los hijos de los hombres. Éste es uno de los gozos que estamos esperando: que vendremos a la congregación de los primogénitos que están inscritos en los cielos, y tendremos comunión con aquéllos que tienen comunión con Dios por medio de Jesucristo nuestro Señor.

 

En tercer lugar, ¿no es posible, es más, no es cierto que en el siguiente estado VEREMOS Y CONOCEREMOS MÁS SOBRE LA PROVIDENCIA DE DIOS DE LO QUE CONOCEMOS AHORA?

 

Aquí vemos la providencia de Dios, pero está como en un espejo, oscuramente. El apóstol dice “por” espejo. Había vidrio en los días de los apóstoles, no el tipo de sustancia de la que están hechas nuestras ventanas, sino un vidrio grueso y de color opaco, no mucho más transparente que el vidrio que se usa en la fabricación de las botellas comunes, de tal forma que si miraras a través de un trozo de ese vidrio no podrías ver mucho. Eso se asemeja a lo que vemos ahora de la divina providencia. Nosotros creemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien; hemos visto cómo obran conjuntamente para bien en algunos casos, y comprobamos en la práctica que así es. Pero aun así, en cuanto a nosotros, se trata más bien de un asunto de fe que de un asunto de vista. No podemos decir cómo “cada línea oscura y sinuosa se junta en el centro de su amor”. No percibimos todavía cómo hará Él para que esas oscuras dispensaciones de tribulaciones y aflicciones que le sobrevienen a Su pueblo realmente sirvan para Su gloria y para la felicidad perenne de ellos; pero allá arriba veremos a la providencia, por decirlo así, cara a cara, y yo supongo que el descubrimiento de cómo el Señor trató con nosotros será una de nuestras mayores sorpresas. “Vamos” -diremos algunos de nosotros- “orábamos en contra de esas precisas circunstancias que eran las mejores que nos pudieran haber sido asignadas”. “¡Ah!”, -dirá otro- “yo me he inquietado y turbado por lo que era, después de todo, la más rica misericordia que el Señor me enviara jamás”. Algunas veces he conocido a personas que han rechazado una carta que tocaba a su puerta, y ha sucedido que, en algunos casos, contenía algo muy valioso, y el cartero hubo de comentar posteriormente: “Tú desconocías su contenido, pues de lo contrario no la habrías rechazado”. Y Dios nos ha enviado a menudo tal preciosa cantidad de misericordias en el sobre negro de la tribulación, que si hubiéramos conocido su contenido, lo habríamos aceptado, y nos hubiéramos alegrado de tener que pagar por él, contentos de darle alojamiento y abrigo; pero debido a que se veía negro, fuimos proclives a cerrarle la puerta. Ahora, allá arriba no solamente nos conoceremos más a nosotros mismos, sino que percibiremos en mayor escala las razones de muchos de los tratos de Dios para con nosotros; y tal vez descubramos allá que las guerras que devastaron a las naciones, y las plagas que llenan muchísimas sepulturas, y los terremotos que hacen temblar a la ciudades, después de todo, son dientes imprescindibles de la gran rueda de la maquinaria divina; y el que está sentado en el trono en este momento y gobierna supremamente a toda criatura que está en el cielo, o en la tierra, o en el infierno, hará manifiesto allá para nosotros que su gobierno era equitativo. Es bueno pensar en estos tiempos cuando todo parece descontrolarse, que “el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz”. A la larga todo saldrá bien; tiene que salir bien; cada parte y cada porción han de trabajar conjuntamente en una unidad de designio para promover la gloria de Dios y el bien de los santos. Lo veremos allá, y elevaremos nuestro cántico con celo y gozo renovados, conforme nuevos despliegues de la sabiduría y de la bondad de Dios -cuyos caminos no pueden ser descubiertos- sean expuestos ante nuestra asombrada visión.

 

En cuarto lugar, no estaríamos retorciendo el texto si decimos que, aunque conocemos algo de LAS DOCTRINAS DEL EVANGELIO, Y DE LOS MISTERIOS DE LA FE,  gradualmente, en unos cuantos meses o años a lo sumo, conoceremos muchísimo más de lo que conocemos ahora. Hay algunas grandiosas doctrinas, hermanos y hermanas, que amamos encarecidamente, pero aunque las amamos, nuestro entendimiento es demasiado débil para captarlas plenamente.  Nosotros las clasificamos como misterios; las reconocemos reverentemente, pero, con todo, no nos atrevemos a intentar explicarlas. Son asuntos de fe para nosotros. Pudiera ser que en el cielo haya consejos de eterna sabiduría en los cuales ni los santos ni los ángeles pueden atisbar. Gloria de Dios es encubrir un asunto. Ciertamente, aun cuando fuere exaltada al cielo, ninguna criatura será capaz jamás de comprender todos los pensamientos del Creador. Nunca seremos omniscientes; no podemos serlo. Sólo Dios sabe todas las cosas, y entiende todas las cosas. Pero cuánto más de la auténtica verdad habremos de discernir cuando las nieblas y las sombras se hayan disipado, y cuánto más entenderemos cuando seamos levantados a aquella esfera más elevada y dotada de facultades más brillantes, nadie podría decirlo. Probablemente cosas que nos desconciertan aquí serán allá tan claras como pudieran serlo. Tal vez nos riamos de nuestra propia ignorancia. Me he imaginado a veces que las elucidaciones de los instruidos doctores de teología, si pudieran ser remitidas al más insignificante ser en el reino del cielo, sólo le provocaría sonrisas ante la docta ignorancia de los hijos de la tierra. ¡Oh, cuán poco conocemos, pero cuánto más conoceremos! Estoy seguro de que conoceremos, pues está escrito: “Entonces conoceré como fui conocido”. Ahora vemos las cosas como en una niebla –“hombres como árboles… que andan”- una doctrina aquí, y una doctrina allá. Y con frecuencia estamos confundidos y no podemos conjeturar cómo armoniza una parte con otra parte perteneciente al mismo sistema, ni discernimos cómo pueden ser consistentes todas esas doctrinas. Este nudo no puede ser soltado, esa maraña no puede ser desenmarañada, pero:  

 

“Entonces he de ver, y oír y conocer

Todo lo que deseé y anhelé aquí abajo;

Y cada poder encontrará un dulce empleo

En aquel eterno mundo de gozo”.

 

Pero, amados hermanos y hermanas míos, habiéndolos retenido hasta este momento en los atrios exteriores, gustosamente quisiera conducirlos al interior del templo; o, para cambiar la figura, si en el principio he servido el buen vino, ciertamente no voy a sacar el vino inferior; más bien preferiría que ustedes dijeran, así como el maestresala le dijo al esposo: “tú has reservado el buen vino hasta ahora”.

 

AQUÍ VEMOS A JESUCRISTO, PERO NO LO VEMOS COMO PRONTO LO VEREMOS. Lo hemos visto por fe de tal modo que hemos contemplado que nuestras cargas han sido transferidas a Él, y nuestras iniquidades han sido llevadas por Él al desierto, donde, si fueran buscadas, no serían encontradas. Hemos visto a Jesús lo suficiente para saber que “todo él es codiciable”; podemos decir de Él que es “Toda mi salvación y mi deseo”. Algunas veces, cuando descorre las celosías y se muestra a través de esas ventanas de ágata y puertas de carbunclo, en las ordenanzas de Su casa, en la Cena del Señor especialmente, la hermosura del Rey nos ha arrobado y ha dejado embelesado nuestro corazón; sin embargo, todo lo que hemos visto es un poco como el reporte que la Reina de Saba tenía acerca de la sabiduría de Salomón. Una vez que lleguemos a la corte del Grandioso Rey, vamos a declarar que no se nos había dicho ni la mitad. Diremos: “Mis ojos lo verán, y no otro”.

 

Hermanos, ¿no es ésta la parte más exclusiva del cielo? Se han aportado muchas sugerencias acerca de qué haremos en el cielo y qué habremos de disfrutar, pero todo ello me parece que está lejos del objetivo comparado con ésto: que estaremos con Jesús, y seremos como Él y contemplaremos Su gloria. ¡Oh, ver los pies que fueron clavados, y tocar la mano que fue atravesada, y mirar la cabeza que llevó las espinas, e inclinarnos ante Él que es inefable amor, indecible condescendencia e infinita ternura! ¡Oh, inclinarse ante Él, y besar ese rostro bendito! Jesús, ¿qué más necesitamos que verte a través de Tu propia luz, verte a Ti y hablar contigo, como cuando un hombre habla con su amigo? Es placentero hablar acerca de ésto, pero, ¿cómo será allá cuando se abran las puertas de perla? Las calles de oro serán poco atractivas para nosotros, y las arpas de los ángeles sólo nos embelesarán un poco, si las comparamos con el Rey en medio del trono. Él será quien cautive nuestra mirada, quien absorba nuestros pensamientos, quien encadene nuestro afecto y eleve todas nuestras sagradas pasiones al culmen del ardor celestial. Veremos a Jesús.

 

Además, (y aquí nos adentramos en las cosas profundas), más allá de toda duda, VEREMOS TAMBIÉN A DIOS. Está escrito que los de limpio corazón verán a Dios. Dios es visto ahora en Sus obras y en Su palabra. En verdad estos ojos poco podrían soportar ver la visión beatífica, sin embargo, tenemos razones para esperar que, en la medida que las criaturas puedan tolerar la visión del infinito Creador, se nos permitirá ver a Dios. Leemos que Aarón y ciertos elegidos vieron el trono de Dios, y el brillo, por decirlo así, de una piedra de zafiro, ligera y pura como el jaspe. La luz del cielo es la presencia de Dios. La permanencia más inmediata de Dios en medio de la nueva Jerusalén es su gloria sin par y su bienaventuranza peculiar. Entonces entenderemos más acerca de Dios de lo que entendemos ahora; estaremos más cerca de Él, estaremos más familiarizados con Él y estaremos más llenos de Él. El amor de Dios será derramado abundantemente en nuestros corazones; conoceremos a nuestro Padre como no lo conocemos todavía ahora; conoceremos al Hijo en un grado más pleno de lo que se nos ha revelado hasta ahora, y conoceremos al Espíritu Santo en Su amor personal y en Su ternura para con nosotros, más allá de todas esas influencias y operaciones que nos han reconfortado en nuestras aflicciones y nos han guiado en nuestras perplejidades aquí abajo.

 

Dejo que sus pensamientos y sus deseos sigan la enseñanza del Espíritu. En cuanto a mí, me acobardo ante ese pensamiento a la vez que me deleito en él. Yo, que he forzado mis ojos mirando a la naturaleza, donde las cosas creadas muestran la obra de las manos de Dios; yo, cuya conciencia se ha visto aterrada al oír a la voz de Dios proclamando Su santa ley; yo, cuyo corazón ha sido derretido cuando irrumpían en mis oídos los tiernos acentos de Su bendito Evangelio en esos fragmentos de sagrada melodía que alivian el peso de la profecía; yo, que he reconocido en el bebé de Belén a la esperanza de Israel; en el hombre de Nazaret, al Mesías que vendría; en la víctima del Calvario, al único Mediador; en Jesús resucitado, al bienamado Hijo. Para mí, verdaderamente, Dios encarnado ha sido tan palpablemente revelado que casi he visto a Dios, pues le he visto a Él, por decirlo así, en quien toda la plenitud de la Deidad habita corporalmente. Aun así, “veo por espejo, oscuramente”.

 

“Ilumina estos oscuros sentidos, despierta esta conciencia amodorrada, purifica mi corazón, dame comunión con Cristo, y luego llévame a lo alto, transpórtame al tercer cielo; para que me sea posible ver a Dios, para que sea una realidad verlo. Pero qué significa eso, o qué es, ¡ah, Dios mío!, no podría decirlo”.

 

II.   Nos propusimos preguntarnos, en segundo lugar, ¿CÓMO SERÁ EFECTUADO ESTE CAMBIO TAN NOTABLE? ¿POR QUÉ VEREMOS MÁS CLARAMENTE ENTONCES QUE AHORA? No podemos responder enteramente esa pregunta, pero una o dos sugerencias podrían ayudarnos. Sin duda muchas de estas cosas serán reveladas más claramente en el siguiente estado. Aquí la luz es como la aurora. Es un tenue crepúsculo. En el cielo será el incendio del mediodía. Dios ha declarado algo de Sí mismo por boca de Sus santos profetas y apóstoles. Le ha agradado hablarnos más claramente a través de los labios de Su Hijo, a quien ha nombrado heredero de todas las cosas, para mostrarnos más abiertamente los pensamientos de Su corazón y el consejo de Su voluntad. Estos son los primeros pasos hacia el conocimiento. Pero allá la luz será como la luz de siete días, y allá la manifestación de todos los tesoros de la sabiduría será más resplandeciente y más clara de lo que es ahora; pues Dios, el único sabio Dios, nos descubrirá los misterios y nos exhibirá las glorias de Su reino sempiterno. La revelación que ahora tenemos es apropiada para nosotros como hombres revestidos con nuestros pobres cuerpos mortales; la revelación entonces será apropiada para nosotros como espíritus inmortales. Cuando seamos resucitados de los muertos, la revelación será apropiada para nuestros cuerpos espirituales e inmortales. Aquí también estamos distanciados de muchas de las cosas de las que anhelamos conocer algo, pero allá estaremos más cerca de ellas. Allá estaremos en un terreno estratégico, con el horizonte entero desplegado ante nosotros. Nuestro Señor Jesús está muy lejos de nosotros en cuanto a Su presencia personal. Lo vemos a través del telescopio de la fe, pero entonces lo veremos cara a cara. Su presencia literal y corporal está en el cielo, desde que fue llevado arriba, y nosotros necesitamos ser llevados arriba de igual manera para estar con Él, allí donde está, para que lo podamos contemplar literalmente. Acércate al manantial y entenderás mucho más; ubícate en el centro, y las cosas parecerán regulares y ordenadas. Si pudieras pararte en el sol y ver las órbitas en las que los planetas giran alrededor de esa luminaria central, se volvería lo suficientemente claro; pero durante muchas edades los astrónomos eran incapaces de descubrir algo del orden y hablaban de los planetas como progresivos, retrógrados o inmóviles. Lleguemos a Dios, el centro, y veremos cómo la providencia gira en torno a Su trono de zafiro.

 

Nosotros mismos, también, cuando lleguemos al cielo, estaremos más calificados para ver de lo que estamos ahora. Sería una inconveniencia para nosotros conocer aquí tanto como conoceremos en el cielo. Sin duda hemos pensado algunas veces que si tuviéramos mejores oídos sería una gran bendición. Hemos deseado poder oír a una distancia de diez millas, pero probablemente no estaríamos mejor: podríamos oír demasiado y los sonidos se apagarían entre sí. Probablemente nuestra visión no sea tan buena como desearíamos que lo fuera, pero un sustancial incremento de poder ocular podría no ser de ninguna ayuda para nosotros. Nuestros órganos naturales están adaptados para nuestra presente esfera de ser; y nuestras facultades mentales están, en el caso de la mayoría de nosotros, adecuadamente adaptadas a nuestros requerimientos morales. Si supiéramos más de nuestra propia pecaminosidad, podríamos ser conducidos a la desesperación; si conociéramos más de la gloria de Dios, podríamos morir de terror; si tuviéramos más entendimiento, a menos que tuviéramos una capacidad equivalente para emplearlo, podríamos estar llenos de arrogancia y ser atormentados por la ambición. Pero allá arriba tendremos nuestras mentes y nuestros sistemas fortalecidos para recibir más, sin el daño que nos vendría aquí por saltarnos sobre los límites del orden supremamente designados y regulados divinamente. Aquí no podemos beber del vino del reino, pues es demasiado fuerte para nosotros; pero allá arriba lo beberemos nuevo en el reino de nuestro Padre celestial, sin el miedo de la intoxicación del orgullo, o los mareos de las pasiones. Conoceremos como somos conocidos. Además, queridos amigos, la atmósfera del cielo es tanto más clara que ésta, que no me sorprende que podamos ver mejor allá. Aquí tenemos el humo del cuidado cotidiano, el polvo constante del trabajo arduo, la niebla del problema que se alza perpetuamente. No se podría esperar que viéramos mucho dentro de esa atmósfera llena de humo; pero cuando atravesemos el más allá, no vamos a encontrar jamás nubes congregadas alrededor del sol que oculten su sempiterno resplandor. Allá todo es claro. La luz del día es serena como el mediodía. Estaremos en una atmósfera más clara y en una luz más brillante.

 

III.   Las lecciones prácticas que podemos aprender de este tema exigen la atención de ustedes antes de que lleguemos a una conclusión. Me parece que hay un llamado a nuestra gratitud. Hemos de estar muy agradecidos por todo lo que vemos realmente. Quienes no ven ahora –ah, ni siquiera “por espejo, oscuramente”- no verán nunca cara a cara. Los ojos que nunca ven a Cristo por fe nunca lo verán con gozo en el cielo. Si nunca te has visto como un leproso, manchado por el pecado y abochornado y penitente, nunca te verás redimido del pecado, renovado por la gracia y con un espíritu revestido de blanco. Si no tienes ningún sentido de la presencia de Dios aquí que te constriña a adorarle y amarle, no tendrás ninguna visión de Su gloria en el más allá, que te introduzca perennemente a la plenitud del gozo y del placer. ¡Oh!, alégrate por la visión que tienes, querido hermano, querida hermana. Es Dios quien te la ha dado. Tú eres un ciego de nacimiento, y “Desde el principio no se ha oído decir que alguno abriese los ojos a uno que nació ciego”. Este milagro ha sido obrado en ti; tú puedes ver, y puedes decir: “Una cosa sé, que habiendo yo sido ciego, ahora veo”.

 

Nuestro texto nos enseña que esta débil visión es muy esperanzadora. Tú verás mejor poco a poco. ¡Oh, tú no sabes cuán pronto –podría ser un día o dos a partir de ahora- que estemos en la gloria! Dios pudiera haberlo ordenado así, que entre nosotros y el cielo no hubiere sino un paso.

 

Otra lección es la de la paciencia del uno para con el otro. Los asuntos de los que hemos hablado han de suavizar la aspereza de nuestros debates; cuando estamos disputando acerca de puntos de dificultad hemos de sentir que no debemos enojarnos por su causa, porque, después de todo, hay límites para nuestra capacidad presente así como también para nuestro conocimiento actual. Nuestras disputas son a menudo pueriles. Bien podríamos dejar algunas preguntas en suspenso durante algún tiempo. Dos personas en la oscuridad difieren en cuanto a un color, y están peleando ruidosamente al respecto. Si introdujéramos velas y alumbráramos al color, las velas no mostrarían lo que era; pero si lo miráramos mañana por la mañana, cuando el sol brilla, podríamos saber de qué color se trataba. ¡Cuántas dificultades en la palabra de Dios son de esa naturaleza! Todavía no pueden ser discriminadas justamente; hasta que el día amanezca, no todos los símbolos apocalípticos serán transparentes para nuestro propio entendimiento. Además, no tenemos tiempo que desperdiciar en tanto que haya tanto trabajo por hacer. Ya se ha desperdiciado mucho tiempo. La navegación a vela es peligrosa, los vientos son fuertes, el mar está encrespado. Hay que estibar el barco, mantener las velas en regla, maniobrarlo y evitar las arenas movedizas. En cuanto a otros asuntos, tenemos que esperar hasta llegar al refugio confiable, y ser capaces de hablar con alguno de los espíritus relucientes que están delante del trono. Cuando algunas de las cosas que conocemos sean abiertas para nosotros, confesaremos los errores que cometimos, y nos gozaremos en la luz que recibiremos.

 

¿Acaso esta feliz perspectiva no debería excitar nuestra aspiración y hacernos sentir muy deseosos de estar allá? Es natural que nosotros queramos conocer, pero no conoceremos como somos conocidos hasta que estemos presentes con el Señor. Ahora estamos en una escuela; somos párvulos en una escuela. Pronto iremos a una universidad –a la gran Universidad del Cielo- y recibiremos nuestro diploma allá. Sin embargo, algunos de nosotros, en lugar de estar ansiosos de ir, nos estremecemos ante el pensamiento de la muerte, ¡nos aterra atravesar la puerta de gozo! Hay muchos seres que mueren súbitamente; otros mueren mientras duermen, y otros han transitado del tiempo a la eternidad pasando casi desapercibidos frente a quienes los acompañaban junto a sus lechos. Pueden estar seguros de ésto: no hay dolor por morir; el dolor es por vivir. Cuando han dejado de vivir aquí, han acabado con el dolor. No culpen a la muerte por aquello por lo cual no merece ser culpada; la vida subsiste en el dolor; la muerte es el final del dolor. El hombre que tiene miedo de morir debería tener miedo de vivir. Has de estar contento en cualquier momento que la voluntad del Señor así lo ordene. Encomienda tu espíritu a Su guarda. ¿Quién, con solo que haya visto las vislumbres de Su rostro resplandeciente, no anhelaría ver Su rostro, que es como el sol que brilla en su potencia? ¡Oh, Señor!, hágase Tu voluntad. Sólo quiero decir esta única palabra, si se me permite hacerlo: que te contemplemos pronto, si así pudiera ser. ¿Vemos ahora y esperamos ver todavía mejor? Entonces bendigamos el nombre del Señor, que nos ha elegido por Su benignidad y por Su infinita misericordia. Por otro lado, debe ser causa de grande ansiedad si no hemos creído en Jesús, pues quien no ha creído en Él, moribundo como está, no verá nunca el rostro de Dios con gozo.

 

¡Oh, incrédulo!, preocúpate por tu alma, y búscalo a Él, acude a Él. ¡Oh!, que Dios abriera tus ojos en esta misma casa de oración. Es una bendición que conozcas en parte. Tres veces bienaventurado, digo; pues tan ciertamente como conoces en parte ahora, tú conocerás plenamente en el más allá. Que conocerlo a Él sea tu feliz porción, ya que ese conocimiento es vida eterna. Que Dios nos conceda eso, por Jesucristo nuestro Señor. Amén.

 

Porción de la Escritura leída antes del sermón: 2 Corintios 5.      

 

 

Traductor: Allan Román

5/Mayo/2011

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