El Púlpito del Tabernáculo Metropolitano

Los Pecados Secretos Echados Fuera por Avispas Exterminadoras

NO. 673

 

SERMÓN PREDICADO LA MAÑANA DEL DOMINGO 28 DE ENERO DE 1866

POR CHARLES HADDON SPURGEON

EN EL TABERNÁCULO METROPOLITANO, NEWINGTON, LONDRES.

 

“También enviará Jehová tu Dios avispas sobre ellos, hasta que perezcan los que quedaren y los que se hubieren escondido de delante de ti.” Deuteronomio 7: 20.

 

Podemos ver la historia de la conquista de Canaán llevada a cabo por los hijos de Israel, desde un punto de vista espiritual. La tierra de Canaán le fue dada a Abraham y a su simiente en un pacto de sal. Nuestro cuerpo, alma y espíritu son entregados a Cristo Jesús como Su porción y Su herencia, y el principio recién nacido en nosotros representado por la simiente de Israel, ha de conquistar la totalidad de nuestro ser para Cristo, para que Él la posea incluyendo todos sus poderes y pasiones, todas sus partes y facultades. Cuando nuestro Señor Jesucristo murió, no sólo murió por nuestras almas, sino también por nuestros cuerpos, y no compró un derecho sobre una parte de nosotros, sino sobre el hombre entero. Él contempló en Su pasión nuestra completa santificación: espíritu, alma y cuerpo, para que en este triple reino Él reine supremamente sin ningún rival. La tarea de la naturaleza recién nacida que Dios ha dado al hombre regenerado, es hacer valer los derechos del Señor Jesucristo. “Alma mía, en tanto que eres hija de Dios, has de vencer a todo el resto que permanece todavía en ti sin la bendición; has de sojuzgar todos tus poderes y pasiones bajo el cetro de plata del reino de gracia de Jesús, y no debes estar satisfecha nunca hasta que quien es el Rey por haberla comprado, se convierta también en el Rey por la insigne coronación, y reine supremo en ti.”

 

Aunque Israel poseía a Canaán por derecho, los heveos y los jebuseos y siete poderosas naciones mantenían la posesión, y, ¡ay!, somos llevados a sentir dolorosamente que, aunque Cristo tiene todo el derecho sobre nosotros, y Él únicamente ha de reinar en nuestros cuerpos mortales, sin embargo, el pecado tiene una morada en nosotros. Esos viejos pecados que nacieron con nosotros, y que parece que nunca morirán hasta que nosotros mismos seamos envueltos en nuestra mortaja, han entrado en nosotros y morarán en nosotros.

 

Yo podría decir acerca de nuestra naturaleza lo que se dijo en Egipto durante la plaga de las ranas: “He aquí estas inmundas criaturas han llegado a nuestros aposentos, y nuestras artesas”; no hay ninguna parte de nuestro corazón que sea demasiado ardiente o demasiado sagrado para que el pecado no se entrometa allí. Toda la cabeza está enferma, y todo el corazón está apocado: desde la planta del pie hasta la cabeza, naturalmente, no hay nada sino heridas y raspones y llagas putrefactas. El pecado se ha atrincherado en nuestra naturaleza, y no permitirá ser echado fuera por nuestra simple plática sobre él ni por nuestras mejores resoluciones. Nuestros pecados tienen carros de hierro, como bien sabemos los que tenemos que contender contra ellos, y sus ciudades tienen murallas que llegan hasta el cielo; su sistema de trincheras es muy sólido. Nuestros pecados se han afianzado de tal manera en nuestra carne, que clama: “no los maten”. “Ciertamente ya pasó la amargura de la muerte”, dijo Agag, cuando se presentó alegremente delante de Samuel.

 

Y así, nuestros pecados vienen tan alegremente ante nosotros, y asumen formas tan agradables y son tan simpáticos, que algo nos susurra: “déjalos que vivan; es difícil eliminarlos: es muy difícil cortarlos y no dejar ni una raíz ni una rama, pues mantienen la posesión y la nueva naturaleza es tan solo un bebé; pero la vieja naturaleza es el viejo hombre, y es una lucha muy desigual entre un bebé y un hombre viejo.” La nueva naturaleza acaba de emerger a una atmósfera que no es propicia para ella, en tanto que la vieja naturaleza tiene todo lo que necesita como ayuda; el diablo, desde abajo, el mundo, desde afuera, e incluso los cuidados de los negocios y de la vida, todos parecen actuar como aliados de la vieja naturaleza: mientras tanto, la nueva naturaleza tiene que luchar sola, excepto que el Espíritu Eterno es nuestro ayudador, y Aquel que es el Padre de nuestra nueva naturaleza es también su apoyo y su socorro; de lo contrario habría muerto desde hace tiempo, y habría sido eliminada por las huestes de sus enemigos. Cristo y la santidad tienen un derecho sobre nosotros, pero el pecado mantiene la posesión.

 

¿Entonces qué pasa, amados? Pues sucede esto: ya que el pecado no tiene derecho alguno sobre ninguna parte de nosotros, emprendemos una guerra buena y legal cuando buscamos, en el nombre de Dios, echarlo fuera. Oh, cuerpo mío, tú eres un miembro de Cristo; ¿acaso he de tomarte y sujetarte al Príncipe de las Tinieblas? Oh alma mía, Cristo sufrió por mis pecados y te redimió con Su sangre sumamente preciosa; ¿acaso he de permitir que tu memoria se convierta en una bodega de maldad, o que tus pasiones se conviertan en tizones de la iniquidad? ¿He de entregar mi juicio para que sea pervertido por el error, o mi voluntad para que sea conducida con los grilletes de la iniquidad? No, alma mía, tú le perteneces a Cristo y el pecado no tiene ningún derecho sobre ti. El pecado no tendrá dominio sobre nosotros, pues no estamos bajo la ley, sino bajo la gracia. Cristo nos ha comprado, y pagó por nosotros. Dios nos ha heredado para que seamos de Cristo; le pertenecemos; nosotros somos Su porción y Su recompensa. Entonces, el pecado no tiene ningún derecho legal, pero tiene la posesión, y ustedes saben que eso equivale a nueve puntos de la ley. Pero vamos a disputar los nueve puntos: vamos a presentar el punto más importante: que Dios, el Juez de todo, ha decidido que los comprados con sangre le pertenecen a Cristo, y lucharemos incluso hasta la muerte en contra de estos pecados.

 

Si leemos este capítulo en un sentido espiritual, se nos instruye que no hemos de tolerar de ninguna manera ningún tipo o suerte de tregua con el pecado. Yo creo que muchos creyentes, –espero que sean creyentes– han renunciado a combatir una parte de sus pecados. No son borrachos, no son rateros; no son dados a la inmundicia de vida o de lenguaje; pero, tal vez, el suyo sea un temperamento irascible, y no tratan de dominarlo. Piensan que eso es constitucional, y suplican por esa condición como si debieran dejarla tranquila. Esta tribu especial –estos jebusitas– han de ser perdonados, según su palabrería pecaminosa.

 

Pero, oh, amados, como cristiano, no tengo más derecho a permitir que el mal carácter more en mí, del derecho que tengo de permitir que el propio demonio more allí. Yo sé que se ha dicho, muy a menudo, que la gracia es injertada frecuentemente en una rama de manzano silvestre. Así es; pero, en la labranza espiritual, el injerto tendrá una influencia sobre todo lo que esté debajo de él así como sobre todo lo que esté encima. ¿Cuál es su fruto? ¿Es un manzano silvestre? El fruto no viene del manzano silvestre, sino de la naturaleza superior; y aunque yo sea injertado en un manzano silvestre, mi fruto debe participar de la nueva naturaleza y debo producir un dulce fruto. Algunas personas piensan –o tal vez no lo sepan– que son atormentados naturalmente por el orgullo, que tienen naturalmente un espíritu altivo, o un temperamento arrogante, y cuando se les informa de eso, se vuelven ásperos para con cualquier persona que se atreva a mencionarlo, y piensan que eso no es pecado.

 

Pero, oh amados, en un cristiano la soberbia es uno de los vicios más abominables. ¿Qué podría haber en ustedes y en mí de lo que debiéramos estar orgullosos? Si debemos todo lo que tenemos al don de Dios, si no tenemos nada excepto lo que Él nos da, y si retornaríamos a nuestra propia pobreza a menos que Dios nos guarde, ¿cómo nos atrevemos a alzar nuestras cabezas? Dios hirió a Nabucodonosor, y le hizo ir y comer hierba como el buey, y sus cabellos crecieron como plumas de águila, y sus uñas semejaban garras de aves de rapiña, todo por causa de su orgullo; y a algunos de los amados hijos de Dios se les ha permitido tener terribles caídas por ello, y todo debido a que fueron levantados a lo alto y dijeron: “No seré movido jamás, mi monte está firme.” Hemos de cuidarnos de estos pecados, y no hacer una tregua ni conferenciar con ellos. No he de decir de ningún pecado: “no puedo evitarlo, por tanto, no voy a contender con él”.  

 

Amados, ¡hay que derrotar a los pecados! ¡Hay que combatirlos! En el nombre de Dios, hemos de destruirlos, pues de lo contrario ellos nos destruirán. Podría decir de nuestros pecados lo que un oficial escocés les dijo a sus soldados cuando fue sorprendido en una posición desventajosa. Dijo él: “¡mis muchachos, allá está el enemigo! Mátenlos o ellos los matarán a ustedes”; y yo he decir lo mismo de todos los pecados. ¡Allá están! Destrúyanlos, o ellos los destruirán a ustedes. La única forma de entrar a la vida eterna es siendo más que vencedores por medio de Él, que nos ha amado. Ustedes saben que está escrito: “Al que venciere, daré a comer del maná escondido”, pero sólo a los que vencieren. “No seas vencido de lo malo, sino vence con el bien el mal.”

 

Y así como no hemos de excusar algunos pecados ni permitirles que vivan, así también, sobre todo, no hemos de caer en un estado de desaliento, y no hemos de suponer que nunca echaremos fuera a los pecados. No creo que seremos perfectos jamás en esta vida, pero, cuán cerca de la perfección puede llegar un cristiano, es un asunto que no me gustaría discutir con palabras, sino que preferiría esforzarme por descubrirlo en la práctica. Cuán semejante a Cristo puede ser un creyente, no me aventuraría a afirmarlo, pero, ciertamente, ha habido algunos hombres de quienes podríamos decir sin exageración que podríamos tomarlos como un ejemplo, pues su Señor parecía vivir de nuevo en ellos.

 

No hay necesidad de que tengan que ceder siempre el paso al orgullo, o a la pereza, o a la avaricia, o a cualquier otra forma de pecado. Ustedes son capaces de vencerlos –no con su propia fuerza, pues los débiles de ellos serían demasiado fuertes para ustedes– pero pueden vencerlos por medio de la sangre del Cordero. “Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe”, y nuestra fe será capaz de dominar a estos pecados. Así como la fe de antaño hizo huir a los ejércitos de los extranjeros, puede hacer lo mismo en este día.

 

Entonces, queridos amigos, no pregunten: “¿Cómo los podré exterminar, pues son más grandes y más fuertes que yo?” Han de acudir al fuerte para obtener fuerza, y confiar humildemente en Dios, y Él, el poderoso Dios de Jacob, vendrá seguramente en su rescate, y cantarán victoria por medio de Su gracia.

 

Hay una palabra de aliento dada en el capítulo para aquellos que tienen una propensión a dudar de este asunto. A Israel se le recordó que Dios lo había sacado de Egipto. Lo liberó de la casa de servidumbre. Y a ustedes se les recuerda, queridos amigos, que son salvos. Cristo ya ha hecho una obra mayor por ustedes que la que todavía queda por ser completada. Llevar el peso de sus pecados y romper el yugo de hierro de la servidumbre espiritual que estaba en sus cuellos, requirió la muerte de Cristo; pero habiendo sido ya hecho eso, comparativamente, es sólo una ligera labor liberarlos del pecado que mora todavía en ustedes. El trabajo más importante ya ha sido hecho. Jehová se hizo hombre. Vivió en la tierra. Dios, el Verbo, se hizo carne y habitó entre nosotros, y a su debido tiempo se humilló en Su obediencia incluso hasta la muerte, y muerte de cruz. Todos los pecados de ustedes han sido destruidos por Cristo, y no hay condenación que deban temer, puesto que Cristo murió. Ustedes son perdonados; el yugo ha sido quitado de sus hombros; ustedes han sido liberados por el Hijo, y son, en verdad, libres. Es cierto que se encuentran en el desierto, pero han llegado a través del Mar Rojo, donde sus pecados murieron ahogados. No verán jamás a sus enemigos, sus viejos pecados. El maná cae en torno a su campamento, y la columna de fuego y de nube los conduce a través del desierto. Y ya que han visto lo que Dios ha hecho, ¿tendrán miedo en cuanto al futuro? ¡Ánimo, ánimo! Él nunca comienza algo sin tener la intención de terminarlo. Nunca se dirá de Él: “Este hombre comenzó a construir, pero no fue capaz de completar la estructura.” ¡Ánimo, ánimo! No los sacó de Egipto para que fueran destruidos. ¿Qué dirían los paganos en cuanto a su Dios, si, después de todo, cayeran y perecieran? Saldrán airosos, entrarán en posesión de cada pulgada de la tierra prometida, sólo sean fuertes y muy valientes, pues el Señor, ciertamente, echará fuera sus pecados, y tomará su cuerpo, alma y espíritu, como posesión consagrada y santa por siempre.

 

Pero hay una creencia entre algunos cristianos –que son poco instruidos y que no conocen nada por experiencia– que la santificación es una obra instantánea. Hay algunos que piensan que desde el momento en que creen en Jesús, nunca serán atormentados de nuevo por ningún pecado, cuando es precisamente entonces que comienza la batalla. En el instante en que el pecado es perdonado, deja de ser mi amigo y se convierte en mi mortal enemigo. Cuando la culpa por el pecado ha desaparecido, entonces el poder del pecado se vuelve detestable y comenzamos a contender contra él. Cada vez y cuando nos enteramos de amigos que no pueden entender mi enseñanza sobre este punto. Afirman que no sienten nada del pecado que se subleva en ellos. Oh, amados, desearía que lo sintieran, pues me temo que no saben nada de la vida del Evangelio si no lo sienten. No daría un centavo por su religión, si no tienen un conflicto interno. Incluso los paganos virtuosos han ido más lejos que eso, pues algunos de ellos han escrito que sintieron que eran como dos partes contendiendo o peleando; y, ciertamente, los cristianos han ido más lejos todavía, o deberían haber ido más lejos. Esto, lo sé –sea lo que sea en cuanto a ustedes– tengo que pelear cada día para acercarme una sola pulgada más cerca del cielo, y siento que será una lucha hasta el último momento, y que tendré una reyerta con mis corrupciones incluso a la orilla del Jordán.

 

Recuerden la experiencia de John Knox. Había luchado con los hombres, y yo podría decir que había luchado con bestias en Éfeso, y, sin embargo, en sus últimos momentos antes de expirar, sostuvo la lucha más dura que enfrentó jamás con la justicia propia. Ustedes habrían pensado: ciertamente John Knox no podría ser justo con justicia propia. El hombre que había denunciado toda confianza en las buenas obras, fue todavía vejado con el propio error que había denunciado. Y lo mismo sucederá con ustedes. No importa cuán cerca vivan de Dios, o cuán estrechamente sigan a Cristo, tendrán una mayor o menor medida de mal con la que contender todavía; es más, podría decir que entre más santo seas, más tendrás que luchar contra el pecado. Entre más blanco se vuelva un vestido, más fácilmente se ve una mancha, y entre más te asemejes a Cristo, más detectarás cuán desemejante a Él eres. Un sentido espiritual será despertado, de tal manera que descubrirás que es pecado aquello que no considerabas que era pecado; y a menudo sentirás, entre más estés progresando en la gracia, como si no estuvieses creciendo del todo, o como si, ciertamente, pareciera que vas hacia abajo.

 

Cuando pienso que soy más malvado, soy más santo, y cuando lamento mi propia pecaminosidad, entonces soy más propenso a ser aceptado por Dios. Es mejor tener una baja opinión de uno mismo; pero ya sea que sí o que no, puedes tener esto por cierto: has de echar fuera tus pecados de poquito en poquito; no serán echados fuera de inmediato: será la labor de toda una vida, y nunca tendrás que quitarte tu armadura ni envainar tu espada hasta que llegues al lecho del guerrero y descanses en la tumba.

 

Ahora deseo llamar su atención especialmente al versículo que estamos considerando.

 

Vemos que después de un largo conflicto con Canaán, algunos de esos antiguos habitantes existían todavía. Se ocultaban en cuevas y en otros lugares; pero debían de ser sacados por un arma muy singular, es decir, por avispas. Estas avispas debían encontrarlos y sacarlos, tal vez, debían picarlos y matarlos, o si no, debían hacerlos salir para que fueran eliminados por los hijos de Israel.

 

Tres cosas han de ser advertidas, entonces, esta mañana. La primera es: pecados que son dejados y guardados en nosotros, incluso en nosotros, que durante muchos años hemos sido seguidores de Cristo; en segundo lugar, un medio muy singular de destruirlos; y, luego, en tercer lugar, una lección sugerente para todos nosotros, que nos enseña a examinar nuestros propios corazones para descubrir estos pecados secretos.

 

I.   Y primero, queridos amigos, veremos LOS PECADOS QUE PERMANECEN  Y QUEDAN ESCONDIDOS.

 

John Bunyan, muy sabiamente describe la ciudad de Almahumana después de que fue tomada por Príncipe Emanuel. El Príncipe cabalgó al Castillo llamado Corazón y tomó posesión de él, y la ciudad entera fue suya; pero había ciertos Diabolonianos, seguidores de Diábolo, que nunca abandonaron la ciudad. No podían ser vistos en las calles, no podían ser oídos en los mercados, no se atrevían nunca a ocupar ninguna casa, pero andaban espiando en ciertas viejas guaridas y cuevas. Algunos de ellos se volvieron lo suficientemente impudentes para ofrecerse como siervos a los hombres de Almahumana bajo otros nombres. Estaba el señor Codicia, que era llamado el señor Prudencia Económica, y estaba el señor Lujuria, que era llamado el señor Júbilo Inofensivo. Adoptaban otros nombres, y vivían todavía allí, para suma molestia de la ciudad de Almahumana, andando a escondidas en hoyos y en rincones, y sólo saliendo en los días oscuros, cuando podían hacer la maldad y servir al Príncipe Negro. Ahora, en todos nosotros, por vigilantes que seamos, aunque pongamos al señor Buen Fisgón a escuchar a la puerta, y vigile, y mi Señor Alcalde, el Señor Entendimiento, sean muy cuidadosos para buscarlos a todos ellos, aun así, muchos pecados ocultos aún permanecerán.

 

Pienso que deberíamos siempre orar a Dios pidiéndole que nos perdone aquellos pecados de los que no sabemos nada. “Tus agonías desconocidas”, reza la antigua liturgia griega; y hay pecados desconocidos para los cuales esas agonías hacen expiación. Tal vez, los pecados que ustedes y yo confesamos no sean ni la décima parte de los que realmente cometemos. Nuestros ojos no están lo suficientemente abiertos para conocer la atrocidad de nuestro propio pecado, y es posible que si pudiéramos conocer plenamente el alcance de nuestra propia pecaminosidad, nos volvería locos. Es posible que Dios, en Su misericordia, permita que seamos algo ciegos para con la maldición abominable del pecado. Nos da lo suficiente de ello para hacer que lo odiemos, pero no lo suficiente que nos conduzca a desesperar absolutamente. Nuestro pecado es sumamente pecaminoso.

 

Ahora, permítanme sugerir que entre los pecados que acechan en nosotros está el viejo pecado de incredulidad. Tú has experimentado una grandiosa liberación, mi querido hermano, y piensas que ya no hay más incredulidad que permanezca en ti. No sabes que a ese viejo villano Incredulidad nunca se le podría dar alcance, o si fuese encerrado pronto se las arreglaría para escapar y obtener su libertad. Experimentarás la incredulidad esta misma tarde, si llegaras a encontrarte con un problema, y aunque ahora dices: “nunca tendría dudas de la promesa por causa de la incredulidad”, no me sorprendería que una pequeña depresión de espíritu, tal vez un desgano en el servicio de Dios, pudiera conducirte a dudar como siempre dudaste en tu vida. No albergues el placentero engaño que tu incredulidad está muerta. Está oculta, pero saldrá de nuevo.

 

He de mencionar especialmente dentro de estos espías a la soberbia. Oh, nosotros pensamos: “¿cómo podría ser orgulloso? Vamos, yo… yo he tenido tales experiencias acerca de mi propia debilidad y pecaminosidad, que no puedo ser orgulloso”, sin tomar en cuenta que todo el tiempo que hablamos estamos diciendo la cosa más altiva que pudiéramos decir.

 

Hablé una vez, lo recuerdo, con un hombre que se consideraba a sí mismo un cristiano muy eminente. Me dijo que con toda la aflicción y experiencia por las que había atravesado, el Señor había eliminado completamente el orgullo que había en él. Yo le comenté: “te debe haber golpeado muy duro, hermano.” Mientras me hablaba, yo pensé que él era la encarnación del orgullo, pero no me acordé que yo mismo era probablemente tan malo como él al pensar que no me habría gustado hablar como hablaba él.

 

El orgullo es una cosa muy astuta; le gusta vestir las ropas de un príncipe, pero, si no puede hacerlo, se queda satisfecho con llevar los harapos de un mendigo. En tanto que se pueda introducir en nuestros corazones, no le importa qué forma tenga asumir. Ese detestable pecado del orgullo todos lo podemos condenar en otras personas, y, sin embargo, probablemente cada uno de nosotros tiene algo de su levadura, incluso en nuestros espíritus en este preciso instante. Tú eres alguien muy soberbio, hermano mío; tú eres alguien muy soberbia, hermana mía. El orgullo todavía acecha en todos nosotros.

 

Y junto a estas cosas, hay también una gran cantidad de ira y mal carácter en nosotros. ¡Oh, creemos que no hay nadie de tan buen carácter como nosotros, y que no nos hemos dicho ni una sola palabra de enfado durante meses. Sí, pero es muy fácil tener buen carácter cuando todo te sale a pedir de boca. Es algo muy fácil ser amigable, y amable, y cortés, y amoroso, y nunca estar enojado cuando la esposa es muy amable, y los hijos son obedientes, y los siervos son serviciales, y el negocio prospera; pero, mi querido hermano, ¿cómo sería si los asuntos hubieren de cambiar… y pudieran hacerlo muy pronto? Supón que estuvieras irritado como el hermano Fulano de Tal lo está: ¿qué pasa entonces? Tú sabes que no has de juzgar al hombre por las circunstancias: hemos de juzgarle intrínsecamente por sí mismo.

 

Un barril de pólvora no es muy peligroso si uno se sienta sobre él o lo guarda bajo la cama en la noche, o si se le usa como almohada; es algo muy seguro, en verdad, siempre que no haya ningún fuego cerca de él. No ha explotado, y, sin embargo, ha estado bajo nuestro propio sillón todo el tiempo. ¡Ah, pero si las chispas hubieran volado, como vuelan en la casa de tu vecino, al otro lado del camino, ¿podrías decir que tu pólvora es muy diferente de la suya? Y yo creo, a veces, que cuando pensamos que hemos destruido a la ira y hemos abatido la tendencia al enojo, es sólo porque el cananeo se ha escondido y no podemos verle, pero él todavía está allí, y puede salir un día de nuevo.

 

Lo mismo sucede con nuestro descontento y rebelión. No me doy cuenta de que estoy descontento; varios de ustedes pueden decir lo mismo. Se sienten felices esta mañana, y llenos de gratitud y agradecidos; podrían cantar:

 

“No cambiaría mi bienaventurado estado

Por nada de lo que la tierra llama buen o grandioso.”

 

Sí, pero no debes estar demasiado seguro de que no ha quedado ningún descontento en tu corazón. Ahora supón –y esa suposición es tan fácil de hacerse– supón que uno de tus seres más queridos se enfermera y muriera; puedes bendecir a un Dios dador, pero, ¿podrías bendecir a un Dios que quita? Supón que tus riquezas desarrollaran alas y cada una de ellas volara lejos; ¿podrías todavía alabar al Dios que es tan bueno cuando quita como cuando da?

 

Hermanos, no sabemos de qué espíritu somos. Cuando nos figuramos que podemos correr con la caballería, sería bueno recordar que no siempre hemos sido capaces de correr con la infantería; y cuando nos imaginamos que tal y tal amigo se comportó mal en la honda aflicción, sería bueno que nos recordáramos a nosotros mismos con frecuencia, para que no nos quejemos, pues el descontento podría ser uno de los pecados que acechan en nuestra alma.

 

Además, la idolatría es un pecado que a menudo es encontrado allí. Tú no sabes que idolatras a tu hijo, y nunca lo sabrás hasta que ese niño muera y entonces lo descubrirás. Tú no sabes que idolatras tus riquezas; pero si desaparecieran, y tuvieras que renunciar a ellas, y estuvieras listo a decir, como la esposa de Job: “Maldice a Dios, y muérete”, descubrirías entonces que era tu becerro de oro. La idolatría ha sido el pecado de todas las edades y de todos los tiempos. Estos amados hijos de Dios, cuyos corazones deberían contar de Jehová y sólo de Jehová, tienen la necesidad de vigilar cuidadosamente, para evitar que al mismo tiempo se entreguen a la confianza propia, que es sólo otra forma de idolatría, la adoración de nosotros mismos en vez de la adoración a Dios. Hemos de cuidarnos de no entregarnos a la satisfacción en nosotros mismos, y pensar que nuestra justicia es algo satisfactorio después de todo. Es algo bendito descubrir la idolatría, pero se esconderá si puede hacerlo.

 

Es bueno considerar la pregunta: “¿Cómo es que estas cosas es esconden en nosotros? Otras personas las encuentran, ¿cómo es que nosotros no podemos encontrarlas?” Es cierto que ustedes pueden detectar las faltas de otras personas, pero no pueden detectar las suyas. Los espectadores ven con frecuencia más que los jugadores, y nosotros percibimos algunas veces más a la distancia que cuando nos acercamos más. El hecho es que la parcialidad para con nosotros mismos, nos ciega a nuestras propias imperfecciones, y nos hace ver la mota en el ojo de nuestro hermano aunque haya una viga en nuestro propio ojo. En muchos casos esta ignorancia surge de la falta de análisis; no es un trabajo agradable buscar nuestras faltas: “Cazadnos las zorras, las zorras pequeñas, que echan a perder las viñas”; no es un trabajo fácil; no nos gusta descubrir nuestro pecado. Demasiados entre nosotros son haraganes en cuanto a la religión; hacen el trabajo de Dios engañosamente, no escudriñan sus corazones con lámparas ni se prueban como con el crisol, como en un horno; no son purificados siete veces, y así, el pecado escapa por falta de una sincera búsqueda para descubrirlo.

 

Además, el pecado es tan sutil que cambia su forma. Si Satanás no puede dispararnos desde arriba, lo hará desde un costado; si no puede atacarnos en la cabeza, buscará hacernos caer metiéndonos una zancadilla. Pecados de todas las formas, y estilos y tonalidades, nos abruman, y la gran probabilidad es que al tratar de eliminar un pecado caeremos en otro. A menudo, al intentar alcanzar una virtud, hemos tirado por encima del blanco, y nos hemos ido a un vicio. Hemos querido honrar a Dios y humillarnos, pero entonces nos hemos vuelto ruines en espíritu. Queríamos ser nobles y valerosos, pero entonces nos hemos vuelto intimidantes. Queríamos ser amorosos, pero nos hicimos falsamente caritativos, tolerando el pecado. Queríamos ser severos contra el pecado, pero nos hemos vuelto amargos contra los amigos que han caído en él. Confundimos el camino angosto, y rompemos la valla, ya sea a la derecha o a la izquierda. Es la sutileza del pecado la que hace difícil que lo descubramos.

 

Además, amados, hemos caído en el mal hábito de compararnos y contrastarnos con otros. Constantemente estamos entregándonos a la suposición: “Oh, bien, yo soy mejor que algunos.” Miramos a nuestros compañeros cristianos y vemos sus inconsistencias, y decimos: “Bien, yo no hago eso.” Me temo que aquella oración farisaica en muy común incluso entre los cristianos: “Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres”. El propio predicador, aunque pudiera predicarles la humildad, algunas veces se pone a compararse con otros predicadores, y sus oyentes, él no lo duda, hacen lo mismo. Oh, tú piensas: “yo soy más rápido en la obra de Dios, más denodado que algunos cristianos; yo quisiera que despertaran también”; pero, mientras estamos censurándolos, estamos realmente poniendo una unción aduladora en nuestras propias almas, al suponer que somos mucho mejores, y que hemos eliminado mucho de nuestros propios pecados.

 

Oh, amados, cuídense de estarse comparando con otros, pues esto no es sabio. Acudan a Cristo, y mírenle, y entonces sus faltas serán aparentes. Contemplen Su perfección, y a la luz de eso, sus propias debilidades pronto serán descubiertas; pero si ustedes miran la justicia de su hermano, que no es sino un poco mejor que la suya y tal vez no sea tan buena, serán propensos a enorgullecerse y ser altivos, y así caerán en pecado.

 

Sin embargo, no voy a extenderme sobre este punto. Hay, sin duda, en todos nosotros, cananeos que todavía moran en la tierra, que serán espinas en nuestro costado.

 

II.   Ahora, en segundo lugar: UN INSTRUMENTO SINGULAR PARA SU DESTRUCCIÓN: “TAMBIÉN ENVIARÁ JEHOVÁ TU DIOS AVISPAS SOBRE ELLOS.”

 

Estos individuos recurrieron a cuevas y madrigueras: Dios empleó los mejores instrumentos para su destrucción. Yo supongo que estas avispas eran avispas grandes; dos o tres veces, tal vez, más grandes que una avispa normal, con muy terribles aguijones. No es un caso histórico inusual, encontrar distritos que han sido despoblados por insectos que pican. En conexión con el viaje del doctor Livingstone, no podemos olvidar nunca aquel extraño tipo de huésped que es tal plaga para el ganado en cualquier distrito, que en el momento que apareció, tenían que huir o morir por causa de ellos. La avispa debe de haber sido una criatura muy terrible; pero no es del todo extraordinario que hubiera avispas capaces de echar fuera a una nación. La avispa constituyó un instrumento muy simple. No era el sonido de una trompeta, ni siquiera el centelleo de milagros; era un instrumento simple y natural para hacer salir a estos pueblos de sus guaridas.

 

Es bien sabido que los insectos, en algunos países, pican a una raza de personas y no a otras. Algunas veces, los habitantes de un país no son cuidadosos en absoluto de los mosquitos o criaturas semejantes, mientras que los extranjeros son grandemente vejados por ellos. Dios, por tanto, podía traer avispas que picarían a los heveos y a los jebusitas pero no molestarían a los israelitas, y de esta manera los cananeos eran obligados a salir de sus cuevas; algunos murieron por las picaduras de las avispas, y otros fueron puestos en el camino de las filosas espadas de los hombres de Israel, y así murieron ellos.

 

La analogía espiritual para esto es, la aflicción diaria que Dios nos envía a cada uno de nosotros. Yo supongo que todos ustedes tienen sus avispas. Algunos tienen avispas en la familia; tu hijo podría ser una avispa para ti; tu esposa, tu esposo, tu hermano, el más querido amigo que tienes, pueden ser una cruz diaria para ti; y, aunque una cruz inerte es muy pesada, una cruz viva es mucho más pesada. Enterrar a un hijo es un gran dolor, pero que ese niño viva y peque contra ti es diez veces peor. Podrías tener avispas que te perseguirán hasta tu recámara –algunos de ustedes saben lo que eso significa– de tal manera que donde deberías encontrar tu reposo y tu más dulce solaz, es allí donde recibes tu picadura más amarga de la aflicción. La avispa viene algunas veces en la forma del negocio. Tú estás perplejo –no puedes prosperar– una cosa viene detrás de la otra. Pareces haber nacido para tener más problemas que otras personas. Te has aventurado hacia la derecha, pero fue un fracaso; empujaste hacia la izquierda, pero eso fue un derrumbe. Casi todo el mundo en el que confías falla inmediatamente, y aquellos en quienes no confías son las personas en quienes habrías podido confiar seguramente. Parecieras estar infestado con esas avispas en tu negocio, para hacer que todo te salga mal; experimentas perplejidad tras perplejidad; nada es tan serio como para ser tu ruina, pero representan cierta cantidad de problemas molestos que te mantienen inquieto. Otros tienen avispas en sus cuerpos. Algunos tienen constantes dolores de cabeza; achaques y dolores pasan y disparan a lo largo de los nervios de otras personas. Si pudieras estar libre de ellos, –piensas–cuán feliz serías; pero tienes tu avispa, y esa avispa está siempre contigo.

 

Pero si tratara mencionar la lista completa de avispas, necesitaría toda la mañana, pues hay una aflicción particular para cada persona. Cada hombre tiene su propia forma de picadura ofensiva que tiene que sentir. Acudirás corriendo a tus amigos algunas veces, y dirás: “Oh, tengo tal problema. Fulano de Tal ha estado diciendo tal y tal cosa de mí; si no tuviera tantos malos vecinos podría continuar. Este es el peor problema que un hombre podría experimentar.” Tú no sabes, tú no sabes. El corazón conoce su propia amargura. Hay un esqueleto en cada hogar; todo hombre tiene un zapato que aprieta más o menos; y no hay un solo cristiano en la tierra que no tenga una avispa.

 

Pero, ¿para qué son las avispas? Son enviadas con el mismo objetivo por el que Dios envió las avispas a Canaán, es decir, para echar fuera a los cananeos; y tendré que mostrar que precisamente hacen eso. Las avispas te llevan a la oración. Sólo pongan la palabra avispa al verso que hemos estado cantando:

 

“Las avispas hacen dulce la promesa,

Las avispas dan nueva vida a la oración,

Las avispas me conducen a Sus pies,

Me humillan y me mantienen allí”,

 

y entonces acaban de ver el sentido de lo que hacen estas avispas diarias. Tú no orarías si no tuvieras ningún problema; me temo que te volverías indolente, frío, indiferente; pero estos te pican, y tú dices: “he de ir a mi Dios en busca de consuelo para esta plaga, esta molestia.” ¡Vamos, qué bendición es para ti ser picado y conducido a los pies de tu Padre! La picadura que te lleva allí es bendita. No valorarías ni a la mitad las promesas, si no fuera por las avispas; pero te diriges a alguna preciosa palabra de Dios que se adecua precisamente a tu caso, y dices: “Nunca vi tal dulzura en ello como la veo ahora. Bendito sea Dios por enviar un pasaje tan adecuado a mi condición.” Las avispas te llevan a la promesa, y parecieran señalarte el lugar donde fluyen la leche y la miel.

 

Y cómo tienden también a ponerte a Sus pies después de que has sido de un temperamento irascible. Después de que has sentido cuán orgulloso debes haber sido, todo debido a que la avispa echó fuera el orgullo, has acudido a Dios y has dicho: “Señor, no pensé que fuera tan insensato; no lo habría creído. Si alguien me hubiera dicho ayer: ‘harías tal y tal cosa’, yo le habría respondido: ‘¿es tu siervo un perro para que haga tan grandes cosas?’ Pero esto me ha turbado tanto, me mordió en una llaga, me irritó, al punto que no podía soportarlo, que he hecho lo que no habría hecho por todo el mundo.” Eso sólo muestra lo que estaba allí antes. Mira, si el pecado no hubiera estado en ti, no habría podido salir. Toda la aflicción del mundo no pone al pecado en el cristiano, pero lo saca. Y justo como la enfermedad es mejor cuando es sacada a la superficie, para que así su poder en el interior pueda ser destruido, así también es una bendición –una dolorosa bendición– cuando la avispa llega y nos hace ver el mal que de otra manera habría permanecido oculto en nosotros.

 

Ustedes saben, mis queridos amigos, prácticamente, me atrevería a decir, lo que quiero decir. El otro día tú te encontrabas en un marco mental tan celestial, habías gozado de media hora a solas, o acababas de llegar a casa procedente del Tabernáculo y gozaste del servicio, y algo te palmeó en la espalda y te dijo: “¡cómo has crecido en la gracia!” No lo dijiste en palabras, pero, en verdad, pensaste realmente: “bien, estoy progresando; hay algo bueno en mí después de todo.” Cuando llegaste a casa, tal vez la carne estuvo mal cocinada, o hubo algo que fue preparado de manera totalmente opuesta a lo que hubieras deseado, y te pareció que fue hecho a propósito para irritarte. Pensaste así, y sin considerarlo ni un momento, dijiste algunas palabras muy duras, ¡muy duras! Entonces, algo vino y te tocó en el otro hombro y dijo: “¡Ah!, ¿es esto crecer en la gracia?”, y te sentiste muy humillado, te sentiste rebajado muchos grados en la escala; y cuando subiste a tu alcoba, si hubieras subido allí sin esa avispa, tu oración habría sido la oración de un fariseo, pero según sucedió, cuando llegaste a la alcoba, todo lo que podías decir era: “Dios, sé propicio a mí, pecador.” La avispa te había hecho un mundo de bien. Pudo haber sacado un poco de mal carácter, pero, a pesar de eso, sacó tu orgullo y tu arrogancia.

 

Los problemas diarios que enfrentamos tienen el propósito de conducirnos a Dios, de conducirnos a la promesa, y también de mostrarnos dónde están nuestros puntos débiles, para que podamos contender con todo nuestro poder contra ellos. Yo creo, mis queridos amigos, que los seres de corazón más duro, los más corrugados, y los cristianos más desagradables de todo el mundo son aquellos que nunca han experimentado mayores problemas, y aquellos que son más sensibles, amorosos, y semejantes a Cristo, son generalmente aquellos que ha tenido las mayores aflicciones.

 

La peor cosa que pudiera ocurrirnos a cualquiera de nosotros es que nuestra senda sea nivelada demasiado, y una de las mayores bendiciones que el Señor nos dio jamás fue una cruz. “Nunca habría sido capaz de ver”, –dijo alguien– “si no hubiera estado ciego”; y otro dijo: “nunca habría podido correr la carrera puesta delante de mí si no me hubiera roto la pierna”. Nuestras debilidades son canales de bendición; nuestras dificultades, pruebas y perplejidades, son los más dulces y benditos instrumentos de gracia para nuestras almas. Pienso que debemos estar muy agradecidos con Dios por la avispa.

 

Uno dice: “yo no lo estoy”. “Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia.” Cuando tienes una mente sana, mi querido hermano, y Dios el Espíritu Santo te enseña realmente a ser sabio, irás y agradecerás a Dios por las avispas. “Señor, yo te bendigo porque no me has dejado sin disciplina. Te alabo por los cuidados y los problemas que son tan desagradables para mi carne, por los cuales esa carne es mortificada. Yo te doy gracias, Padre.” Nunca oyes a un hijo decir eso, pero si fuera un hijo sabio, lo diría. “Yo te doy gracias, Padre mío, por la vara. Yo te doy gracias, oh mi Dios, porque no me has permitido que haga mi voluntad, has ensombrecido mis panoramas, has frustrado mis esperanzas, has echado a perder mis planes, has derrumbado mis expectativas, y me has quitado mis gozos: te doy gracias, oh Tú, grandioso Liberador, por haber quebrantado las barras de oro de mi jaula para dar libertad a mi espíritu, y por haber roto las ataduras de mi cautividad que me ligaban a la tierra, para que me pueda remontar a lo alto, hasta Ti.” Siempre que estés cantando las alabanzas de Dios, di: “Él nos envió avispas, porque Su misericordia es eterna: sea bendito eternamente.”

 

Hay un punto que quiero que adviertan en el texto; sería una culpa de mi parte pasarlo por alto sin ninguna observación; y es que se nos dice expresamente que las avispas vinieron de Dios. Él las envió. “Enviará Jehová tu Dios avispas sobre ellos.” Tal vez, esto te ayudará a soportar sus picaduras otra vez. Dios pesa tus pesares en balanzas, y mide tus aflicciones, cada dracma y cada escrúpulo de ellas; y como provienen directamente de la mano de un Padre amante, acéptalas con alegría agradecida, y pide en oración que el resultado que la Sabiduría Divina ha ordenado que fluya de ellas, pueda redundar abundantemente en tu santificación, en ser hecho a semejanza de Cristo.

 

III.   Y ahora debo concluir observando que aquí tenemos UNA LECCIÓN MUY SUGERENTE PARA NOSOTROS MISMOS, una lección que ya hemos anticipado, pero que hemos de repetir. Es esta. ¿Cuál es mi particular pecado acosante? ¿He sido cuidadoso en mi autoexamen? ¿He emitido una constante orden de cateo contra las formas sutiles del mal? Si no lo he hecho, he de esperar tener a la avispa. Dios nunca castiga penalmente a Sus hijos por el pecado, pero los disciplina paternalmente por ese pecado. A menudo puedes descubrir cuál es tu pecado, por el castigo, pues puedes ver el rostro del pecado en el castigo: el uno es muy semejante al otro.

 

Querido amigo, ¿cuál es tu particular aflicción hoy? ¿Qué avispa te pica? Acude a Dios con la petición de Job: “Hazme entender por qué contiendes conmigo”; pues si las consolaciones de Dios son poca cosa contigo, es debido a que hay algún pecado secreto en ti. Mira la aflicción que experimentas hoy, y ve si no puedes descubrir el pecado. Un hijo desobediente: ¿es posible que tú también estés viviendo en algún acto de desobediencia hacia tu Padre celestial? ¿Es algún sirviente el que te fastidia? ¿Es posible que tú también seas un mal siervo del Rey, ocioso e indiferente a Su mandato? ¿Se trata de una pérdida en los negocios? ¿No sería posible que no estés atendiendo el negocio de Dios, y, por tanto, Su Iglesia es la perdedora, y, por tanto, Él te hace un perdedor en tu propio negocio? ¿Se trata de una enfermedad en la carne? ¿No podría haber alguna enfermedad espiritual allí, que es necesario mantener a raya y someter? ¿Te ha tratado altivamente alguien más? ¿No podrías ser altivo tú también? ¿Te ha calumniado alguien, y te dueles por esa calumnia? ¿Nunca has hablado en contra de los hijos de Dios? ¿No podrías tener una lengua que tiene comezón, y Dios te está haciendo sentir el escozor de eso, para que te preocupes acerca de cómo quitas el freno de esa lengua ingobernable? ¿Ha subvalorado alguien tu labor, y ha hablado despreciativamente de tus motivos? ¿No podrías haber tenido tú también pensamientos severos en relación a algunos de tus hermanos en las labores cristianas? ¿Te sientes, precisamente ahora, bajo una gran depresión de espíritu? ¿No es posible que hayas descuidado entrar en comunión con Cristo en Su sufrimiento, y, por tanto, Él te está sujetando y llevándote a esa comunión por una fuerza mayor? No sé lo que suceda contigo, amado, pero esto sé, que no he escudriñado mi propia alma como desearía hacerlo en el futuro. Yo desearía descubrir todo lo que está dentro de mí que sea malo, para que pueda ser arrastrado y eliminado de inmediato. Es un trabajo muy duro. Es un trabajo que no podría ser hecho, si no fuera por esa preciosa seguridad de que Dios está con nosotros. Dios, el poderoso Dios de Jacob, quiere que seamos Su pueblo. Él ha preparado un cielo para un pueblo perfecto, y Él nos hará perfectos, para no perdernos a nosotros ni el lugar que nos ha preparado. Él ha jurado por Sí mismo que nunca te dejará. Él echará fuera, con una mano poderosa y un brazo extendido, tus lascivias y corrupciones, hasta que seas perfecto como tu Padre en el cielo es perfecto.

 

Vengan, entonces, ustedes, hombres de guerra, tomen sus arneses, y pónganse su armadura, y vigoricen sus almas para el combate. “Aún no habéis resistido hasta la sangre, combatiendo contra el pecado.” “Considerad a aquel que sufrió tal contradicción de pecadores contra sí mismo, para que vuestro ánimo no se canse hasta desmayar”, y, ahora, a partir de este momento y para siempre, pelear la buena batalla por la corona incorruptible de gloria.

 

He estado hablando a personas salvas, y sólo a personas salvas. Pero ustedes que no han sido salvados tendrán también las avispas, sólo que esas avispas no serán de utilidad para ustedes. Les picarán y los apartarán de Dios, en vez de acercarlos a Él. Sus pruebas sólo los harán sentir antipatía y odiar más al Altísimo. ¡Oh, que esta gracia los visitara, y cambiara su corazón! Y entonces, tal vez, sus pruebas podrían ser santificadas para llevarlos ante el rostro de su Padre. Que así sea, y Suya será la gloria eternamente. Amén.

 

Porción de la Escritura leída antes del sermón: Deuteronomio 7

 

Nota del traductor:

 

Escrúpulo: medida de peso antigua.  

 

 

 

Traductor: Allan Román

14/Mayo/2009

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